Kitabı oku: «Añorantes de un país que no existía», sayfa 7
En el Partido, en Valencia, los primeros fueron todos alumnos de los Jesuitas. Un tal Pepe Carbajosa, que anda por aquí, Ángel Gaos y yo. No había más salida, o te plegabas a las normas de lo que eran los jesuitas en aquella época, y acatabas lo bueno que era la jerarquía y todo eso, o te rebelabas.18
Yo fui la oveja negra de la familia Deltoro y los jesuitas han sido en mi vida un verdadero tormento, hasta el punto de que cuando tenía fiebre una de mis pesadillas era que desfilaba por aquellos corredores del Colegio de San José. Íbamos en dos filas, en el piso había dos franjas de baldosas por las cuales circulábamos los de las Brigadas y en medio el prefecto con una chasca marcando los movimientos, cuándo nos teníamos que parar para entrar en clase. Todo esto sin hablar, no se podía hablar salvo en el comedor cuando el prefecto decía Gaudeamus, entonces la gente, como un estampido, gritando. Lo demás era el silencio.
Me preguntas por las relaciones turbias y es una cuestión que se ha suscitado en las conversaciones que tenemos periódicamente Buñuel y Mantecón, que se educaron en el Colegio de los Jesuitas, en Zaragoza. Ellos dicen que no, pero a mí me consta que sí. Hay un hecho demostrable. Es que el hermano enfermero de todos los colegios, tanto del San José, en Valencia, como el de Zaragoza, nos daba una lavativa en cuanto llegábamos a la enfermería y nos daba un masaje en el bajo vientre. No sé qué tenía que ver con el aparato digestivo, pero eso era típico y ellos también abundan en la misma idea, que el hermano enfermero era maricón. Ese seguro. Yo creo que también el padre Eixarch. Un hombre un tanto extraño. Había sido profesor en el Instituto de Teruel antes de entrar en la orden. Llevaba melena y pasaba por hombre muy leído e instruido y era buen poeta. Por este, siempre le decía Luis a Mantecón: «¿Te acuerdas cuando el padre Eixarch te sentaba en sus rodillas y te mordía el lóbulo de la oreja?». José Ignacio dice que no, pero él insiste en que sí –en esa época José Ignacio llevaba tirabuzones– y qué le levantaba los tirabuzones para morderle el lóbulo de la oreja. Eso me consta.
Por cierto, en una de las concertaciones literarias que se celebraban, el padre Eixarch, profesor de geografía, preparó una pieza teatral literario-geográfica en la cual se hablaba del río Ebro y de sus afluentes. Hizo una composición y cada uno recitaba su papel, yo no sé cuál de los afluentes del Ebro era, pero en la preparación de esa concertación –pasamos creo que un mes– me aprendí parte del Ebro y sus afluentes. Te la voy a recitar. Ana ya la sabe. «No digas más» –era el Ebro–, «ya te entiendo, tú me quieres, yo te quiero, este nos quiere a los dos, y nosotros te queremos y a tu lado formaremos uno solo en cuerpos tres». Y no sé que otro afluente decía: «Eso es». Y otro: «Este lazo será abrazo de eterno amor y ventura, llenaremos de hermosura todo el suelo que pisemos, y a nuestras plantas veremos la abundancia nacer». Y el otro: «Y crecer nuestros límpidos caudales de riqueza de los manantiales…». Precioso. Todo eso con el capitán general, el gobernador, el obispo y toda la gran burguesía y la aristocracia, mira tú si es bonito… Pues sí, hubo algún escarceo de ese tipo.19
Ahora que estuvimos en Valencia y a través de las memorias de Juanito Gil-Albert volví a recordar a una sombrerera, seguramente de origen francés, que le llamaban Baylach, era la sombrerera de la burguesía alta, tenía su boutique en la calle de la Paz. Al hijo le llamaban Arturito Cot, era un efebito, un efebito mariconcito y hubo un lío tremendo de tipo homosexual entre los alumnos y con ese estilo inquisitorial de los jesuitas nos fueron llamando uno por uno. Unos acusaban a los otros y al final estaba toda la clase involucrada. A los últimos que llamaron fue a Alonso Ferrer, que era muy arrabalero, lo mismo que yo, y a mí. El rector nos dijo: «Pasen ustedes, ¿por qué han hecho cosas obscenas?». «¿Qué quiere decir con obscenas?», le contesté. El padre Belda se puso colorado y no sabía cómo explicar lo de las cosas obscenas; empezó a apuntar lo que eran y yo le respondí un poco arrabaleramente. Total, nos tiró a cajas destempladas. Ese es uno de los episodios de homosexualismo al cual asistí, el de Arturito Cot Baylach. El rector era un individuo con apariencia, con voz aflautada, hijo de una viuda con una gran fortuna. Al morir, dejó toda la fortuna al Colegio de San José, con ella hicieron grandes reformas y automáticamente el padre Belda pasó a ser rector. El padre Belda es el culpable de que yo apenas sepa multiplicar y dividir, porque era el profesor de matemáticas y se trababa en las ecuaciones de primer grado. Fue escalando puestos hasta llegar a ser rector.20
Dentro del colegio estaba la que se llamaba Congregación de San Luis Gonzaga y luego, cuando se salía del colegio, había otra congregación para los exalumnos. Establecieron una especie de club tipo inglés –en eso eran avanzados– donde se hacían reuniones sociales. Había una buena biblioteca, buenos butacones donde se tomaba café. Al frente de ese club había un padre especializado en este tipo de relaciones, el padre Conejos. Tenían acceso a esas actividades las señoritas de la buena sociedad valenciana, y aquello era un vivero de matrimonios. Ahí empiezan a jugar los peones de los jesuitas. A un individuo inteligente casarlo con un rica heredera, aunque fuera horrible; a una muchacha virtuosa que pudiera atraer a un individuo que posiblemente descarriara, pero de dinero, la casaban. Era una fábrica de matrimonios.21
Luego, estos individuos eran accionistas de la compañía de tranvías que estaba en manos de los jesuitas; los ferrocarriles no lo sé, pero, en fin, las fábricas de electricidad estaban controladas por los jesuitas. No hubo ingenieros electricistas hasta que se estableció una Escuela de Ingenieros Electricistas en Madrid, en la calle Areneros, bajo los auspicios del padre Pérez del Pulgar. Había una universidad confesional que era la Universidad de Deusto cuando no existía tal tipo de universidad y los abogados que salían de Deusto eran los abogados de las grandes empresas y compañías. Había un observatorio, el Observatorio del Ebro, en Tortosa, donde estaba un padre Rodés que luego durante nuestra guerra estuvo a nuestro favor. Un biólogo, el padre Pujiula. En fin, todo lo tenían perfectamente organizado para ocupar los puestos clave. Este padre Pujiula funcionaba como una eminencia en el terreno de la biología; el de Areneros era un gran matemático; el del Observatorio también.22
Los jesuitas gozaban de fama como grandes pedagogos, pero excuso decirte las barbaridades, una cosa de tipo nemotécnico, de emulación brutal entre unos y otros. Lo antipedagógico estaba cristalizado en los jesuitas. Todos los sábados, con una tramoya tremenda, se leían las notas. Primero, íbamos a la capilla y la capilla olía a una capilla recién lavada, en fin, los olores ya los asociaba uno al sábado; el órgano acomodado al preámbulo de la lectura de notas. Y luego en la Brigada el padre prefecto leía las notas, clasificadas de la A a la O, uno por uno. Y todo esto acompañado de unas pausas y unos silencios terribles, porque uno tenía que presentar el lunes firmadas por sus padres las notas que le habían dado. Eran calificaciones en aplicación y en conducta. Fulano de tal, una pausa tremenda, todo el mundo expectante, «E en conducta», estremecimiento, «O en conducta», que era tremendo. Estaba uno coaccionado.
En los ejercicios espirituales –san Ignacio era un señor con toda la barba, un doblegador de conciencias tremendo–, había tipos especializados en las pláticas que se daban en esa semana de ejercicios. Había uno que estaba especializado en penas del infierno, en materializar las penas del infierno, el padre Solá, un hombre también candidato a morir en olor de santidad. No daba clases, iba con la sotana raída, siempre llena de caspa, tenía una voz abaritonada profunda y pronunciaba la palabra infierno de una manera estremecedora. Las imágenes del infierno del padre Solá eran terribles. Yo he soñado con el infierno, como te digo, años y años. A las almas del purgatorio las temía. No temía la entrada de un ladrón en mi cuarto, pero la presencia de las almas del purgatorio me apabullaba, me despertaba por la noche despavorido ante las almas del purgatorio. Fíjate. Es increíble. Todo esto era de una riqueza de fantasía tremenda.
Por ejemplo, la pureza de María, la Inmaculada Concepción, lo que supone para un niño o para un adolescente, porque es una imagen de tipo sexual. El compendio de toda la belleza, de toda la poesía, está en la Virgen María, y además las imágenes –detestables desde el punto de vista plástico, pero a esas edades encantadoras– pues eran un foco de sexualidad. Ellos que fueron una orden combativa en su época, con la evolución de la sociedad acomodaron su pensamiento y su táctica a esa sociedad, de modo que el Corazón de Jesús es una creación jesuítica, es decir, es la Inmaculada Concepción con barbas, es tan guapo como la Virgen y tiene un corazón que se ha de ver, un corazón ortopédico que está por encima de sus vestiduras. Todos los símbolos perfectamente especificados y barajando los conceptos sexuales con la cosa religiosa.
Había otro padre –no recuerdo cómo se llamaba– especializado en ejercicios espirituales para criadas, les hablaba en su idioma. «Tenéis que ir con cuidado con vuestros amos» –les decía– «porque siempre van con malicia; primero os regalan una sortija, luego os regalan cualquier chuchería y luego una pieza de Holanda. ¡Tomada la Holanda, perdidos los Países Bajos!». Y otra barbaridad, porque, claro, estaba a la altura de la mentalidad de las criadas a quienes se dirigía. Un día les decía: «La tentación está en todas partes, tenéis al chiquillo en vuestras manos y le besáis la carita y le besáis la boquita y le besáis la minina, ¡pecado mortal!, como si me la besaseis a mí». De modo que desde las más altas elucubraciones teológicas hasta las cosas más zafias, pero todo muy bien diseñado. Un mundo en el que cuadraba todo. Y esto ha tenido una influencia tremenda, en Buñuel y en todos nosotros. Tan tremenda que siempre decimos que gran parte de nuestra personalidad se la debemos a los jesuitas, en pro o en contra. Este mundo tan complejo que uno lleva adentro pues en parte se debe a ellos. Esta rebelión ante la sociedad perfectamente delimitada también se debe a ellos. Y estas cosas de tipo surrealista también. Todo estaba eficazmente instrumentado.23
Luego, la creación de santitos, porque había que hacer un santo para cada personalidad, para un adolescente, un santo adolescente. Esto lo ves aquí, no me acuerdo si es en Tepoztlán o Tepotzotlán. En el noviciado de la Compañía de Jesús en México hay una capilla hecha para los novicios donde todas las imágenes son chiquitas, unas casitas de muñecas. Entonces ellos se veían reflejados en esos santitos, los fervorines en las ceremonias religiosas. Así como hay la homilía, pues los fervorines eran una exaltación de cualquier santo. Había un padre, el padre Tarré, que estaba especializado en fervorines, era un hombre rubito, con un sobrepelliz magnífico, perfectamente planchado, era un figurín, con una voz de tenorino que le temblaba de emoción ante la Virgen. Todo perfectamente orquestado. El barroco de los jesuitas es eso, manejar los sentimientos y castrar los sentimientos al mismo tiempo. Por eso digo que de ahí salen los grandes ateos. Allí empecé a ver estas desigualdades sociales. No era muy brillante como alumno, nunca lo he sido –salvo en aquellas asignaturas que me interesaban–, pero recuerdo una clase de historia universal, el profesor era un jesuita típico, le llamaban el padre Godo. Hubo, no digo examen, sino una especie de pugilato de sabiduría, preguntas que hoy se estilan en las estaciones de radio de los veinte mil pesos y conforme ibas acertando ibas ganando sitios y al final de la clase me encontré en el primer lugar. Entonces no sé qué inconveniencia hice, sin darme cuenta, y entonces: «Señor Deltoro» –porque nos llamaban señores–, «a la cola». Me puse como un basilisco, lo insulté, tuve que ir a hablar con el rector, llamaron a mi padre, le dijeron que era lo más opuesto a mis hermanos, que no podía permanecer por más tiempo en el colegio si no mejoraba. Para mí fue un acto de rebeldía natural, pretextar cualquier cosa para tirarme a la cola y colocar a Andresito Gargallo a la cabeza.24
Esto tiene cierta gracia. Me acuerdo que en una de las iglesias más bonitas de Valencia, la de San Martín –que tiene una escultura de un artista flamenco, un San Martín precioso, de bronce–, se ponía una especie de mendigo que modelaba en barro figuras de toros, de toreros… Y yo, que desde chico tenía mucha afición, incluso habilidad, para las cosas plásticas, un día, un sábado o domingo, me quedé allí a ver las figuritas que modelaba. «¿Te gusta esto, pues por qué no nos marchamos?», me dijo. «Yo dentro de unos días me marcho de Valencia, voy a Castellón, cómprate una caja de pinturas y nos marchamos». Para mí era una liberación. Me conchabé con dos amigos de mi misma vena, uno era hijo del general Azcárraga y el otro Alonso Ferrer, que ya recordé, íntimo amigo. Me fui a casa, vendí un tratado de patología médica de mi hermano mayor, me compré una pistola y una caja de pinturas, dispuesto a marcharme de casa y abandonar el colegio. Tendría trece o catorce años.25
Todo eso coincidió con una Promulgación de Dignidades, así llamaban a una ceremonia que se hacía al final del semestre o al final del año. A esta ceremonia acudían, como no, el arzobispo, el capitán general o el gobernador, y se llamaba Promulgación de Dignidades porque se otorgaban los premios que se habían merecido durante el transcurso del año. De modo que, fulanito de tal y tal, emperador romano en gramática. En una bandeja, una corona de laurel de hoja de lata, tocaban la Marcha de Infantes e iban a que les colocaran la corona el arzobispo o el capitán general o cualquier personaje. Los títulos eran emperador, cónsul y procónsul del Imperio romano o cartaginés, era la pugna entre los romanos y los cartagineses. Las dignidades mayores eran las romanas, las clases divididas en un graderío a una parte y otra, unos eran romanos y otros cartagineses. Había una pugna por alcanzar esas dignidades, de modo que un súbdito romano trataba de ser emperador por sus propios méritos, claro que esos méritos estaban respaldados por el dinero del papá. En esa Promulgación estaba ya con mi dinero, mi pistola y mi caja de colores, y de pronto veo a mi hermano que me dice: «Cuando vuelvas a casa, vas a ver». Total, se descubrió el complot y excuso decirte la paliza que me pegó mi padre. Al año siguiente mi permanencia en los Jesuitas pues ya era imposible y entonces en vez de llevarme al Instituto de Enseñanza oficial, me llevaron a los Escolapios, que eran más liberales. He de confesar que los escolapios tenían una formación pedagógica muy superior a la de los jesuitas. La de los jesuitas era deplorable, ahora me doy cuenta; enseñanza memorística, emulación entre los alumnos, divididos en los bandos cartaginés y romano que entablaban luchas, unas veces de verbos, otras de matemáticas. Ese era el tipo de enseñanza.
Patio del Colegio de las Escuelas Pías, Valencia, ca. 1920-1930. Archivo del Colegio de las Escuelas Pías, Valencia.
Las Escuelas Pías eran una Orden religiosa española que fundó san José de Calasanz para la enseñanza de las clases humildes. En su tiempo supuso un progreso en las técnicas de la educación. No eran tan rígidos como los jesuitas, salían tranquilamente del colegio, hacían lo que les daba la gana, porque los jesuitas no podían salir solos –era una institución que, como la Guardia Civil, tenía que funcionar en parejas–; se prohibían las visitas en los domicilios. Era una enseñanza más abierta. Ahí cambió por completo mi modo de ser, me encontré con tres o cuatro profesores… Me encontré con el padre Vicente Ten, un hombre con pujos literarios que nos llevaba a dos o tres al Teatro Eslava, donde actuaba una compañía de Artigas y de Josefina Díaz. Ahora la he visto hecha un desastre en la película Cría Cuervos –la viejita esta, ¿no la viste tú?, esta que está delante de las fotografías, bueno pues esta era un cuerazo en aquella época–. Fíjate lo que supone para un muchacho de catorce años ir al camerino de la Josefina Díaz y ver los entresijos del Teatro Eslava. Pues cambió por completo mi mentalidad.26
Luego me encontré con un padre, no recuerdo en este momento cómo se llamaba, que era un chalado por la biología, y conociendo mis aptitudes para el dibujo pues iba los sábados y domingos, me llevaba a su celda y me ponía bajo el microscopio a hacer preparaciones de tejidos y todo eso. El padre Castellote, que era profesor de dibujo, me nombró su ayudante. Todavía en el Colegio de los Escolapios hay un misal cuya portada está dibujada por mí. Entonces la vida se me hizo un poco más cómoda. En fin, el criterio este de los estamentos me puso rebelde y eso es lo que me hizo conectar mucho más tarde con lo que después fue mi vida. Recuerdo a mi hermana mayor, que murió el año pasado, monja de clausura de las clarisas capuchinas. Esta hermana se metió en el convento para salvar mi alma, se metió religiosa a la terminación de la guerra. Como era yo el hermano predilecto, pues toda la comunidad rezaba por nosotros. Éramos muy populares en el Convento de Santa Clara. Estuvimos sin escribirnos muchos años, muchos años. Luego sí, ya cambiaron las cosas. A Ani cuando terminó el bachillerato la envíamos a España, y sirvió de puente entre unos y otros, las cosas ya se dulcificaron y continuamos, pues, con las relaciones que siempre habíamos tenido. ¿Por qué te decía eso? Ah, sí. Hice mis pininos literarios. Hubo unos juegos florales con motivo de la Coronación Pontificia de la Virgen de los Desamparados y me dieron la Flor Natural. Vino el provincial de la Orden, le llamaban José Carbonell, que también tenía sus pujos literarios y me encargaron que hiciera un soneto alusivo que por ahí anda, en una orla con pajaritos que también dibujé. En los Escolapios terminé el bachillerato.27
Nunca fui un gran alumno. En las cosas que me gustaban sí, preceptiva literaria, historia de la literatura, biología, todavía te puedo recitar de memoria la clasificación de los coleópteros, de los himenópteros…, en fin, pero muy desigual, muy desigual. Ahí conocí, bueno después, porque ya había salido unos años antes, a Juanito Gil-Albert, que había dejado allí su estela, en los Escolapios. Quedaba ahí el ectoplasma de Juanito Gil-Albert, porque el profesor de Fisiología –que le llamaban con un apellido poco poético, Alcantarilla, era el padre Alcantarilla–, las malas lenguas decían que era el padre de Juanito Gil-Albert. Desde luego era un tipo muy apuesto, el pelo rizado, sotana de esas de seda brillante, zapatos de charol con hebilla de plata y cuando venía la madre de Gil-Albert pues se suspendía la clase de Fisiología y salía el padre Alcantarilla pretextando dolor de cabeza. Yo conocí a Juanito Gil-Albert a través del padre Alcantarilla, al cual dedica en sus memorias un capítulo muy interesante.28
3. EN LA UNIVERSIDAD, DE LA DICTADURA A LA REPÚBLICA
La primera noticia de la dictadura del año 1923 la tuve con la llegada del periódico Las Provincias a Chulilla, fue en el mes de septiembre. Nosotros teníamos una bodega donde se recolectaba la uva y se hacía el vino, a una distancia de cuatro o cinco kilómetros del pueblo. Estaba en el centro de nuestras fincas y llegó la noticia. Para la gente sin formación política pues era un cambio de rumbo de la vida del país, se iba a terminar la guerra de África que era el problema que todas las familias llevaban dentro, incluso mi hermano estuvo a punto de ir a África porque se sorteaban los mozos en el reclutamiento, en fin el Desastre de Annual, el expediente Picasso y todo eso. A mi padre –a quien me hubiera gustado conocer más– quisieron hacerlo alcalde del pueblo y dijo que no, no estuvo de acuerdo con la Unión Patriótica ni con los somatenes. Era un hombre profundamente religioso y profundamente silencioso, profundamente recto, era una especie de alcalde de Zalamea, de contextura, de aplomo ante las cosas y de pocas palabras, de solidez.29 Como mis dos hermanos mayores eran médicos, yo, por inercia, también comencé la carrera de Medicina. Yo tenía una vocación bien definida por la literatura y por la pintura, y me conecté pronto con el movimiento artístico valenciano, pero forzado por la familia me matriculé en Medicina.30
Por entonces tuve un tropiezo, como siempre he sido un poco rebelde… Me encontré con la realidad del elemento reaccionario que estaba introducido, como en todos los rincones, en la propia Universidad. He de decirte que había en la Facultad de Ciencias un curso que servía como preparatorio a las carreras de Ciencias Físico-Químicas y Matemáticas, a la carrera de Medicina, a la de Farmacia, etcétera, de modo que se llamaba el Preparatorio y se daban cuatro asignaturas: Biología, Geología, Física y Química. En Geología y Biología pasé airosamente. El profesor era un tipo pintoresco y trágico: después de la terminación de nuestra guerra destrozó la Universidad, fue un tamiz para que cualquier elemento liberal prosperase en la Universidad. Este tipo curioso era el lobo feroz, los trescientos y pico alumnos los dejaba reducidos a treinta o cuarenta.
La Universidad en aquella época era un verdadero desastre. Ahora cuando me reúno con gente de mi edad, nos dedicamos a recordar aquellos buenos tiempos, lamentando el medio cultural en que nacimos y vivimos. Recuerdo en este momento, en la carrera de Ciencias, una lección que nos dio el profesor de Geología sobre los radiolarios. Era un tipo chaparrito, con bigotes a lo káiser y con una prosopopeya en su exposición tremenda, además de tribunicia. Entonces dijo de los radiolarios: «Ni los más bellos encajes de Brujas y de Malinas, ni los más bellos atardeceres en la provincia de Cuenca –no sé por qué–, nada comparable a la belleza de los radiolarios». Total, nunca supimos qué eran los radiolarios. Recuerdo también que al lado mío –seguramente había tenido una noche de farra–, un compañero estaba roncando. Y este profesor, que se llamaba Beltrán Bigorra, se dirigió así, con el dedo: «Usted, usted». Y todo el mundo: «¿Qué? ¿Yo? ¿Yo?». Y toqué al que estaba roncando que era el objeto de su señalamiento, y le dijo: «Esa actitud marmórea que usted observa en clase la tendré presente en el acto decisivo del examen». Llamar actitud marmórea al que está roncando ya es la…31
Ya te digo, pasé airosamente esas dos asignaturas, pero se dio la coincidencia de que en el tribunal de Química figurase un tal Castell que era el decano de la Facultad de Ciencias en aquel momento y figura de la Unión Patriótica, el partido único de la dictadura de Primo de Rivera y después de Berenguer. En Valencia, como en toda ciudad provinciana en aquella época, nos conocíamos todos. Yo le conocía a él, y él me conocía a mí. En el examen, que era el típico examen de aquella época, tres canastillas llenas de bolas; se sacaba una bola de cada una de ellas y en cada bola estaba el número de la lección consiguiente. No sé, por la cara de satisfacción –tuve suerte de encontrar tres magníficas bolitas–, me dijo: «Eche usted las bolas, usted las ha mirado». «Usted me perdonará, pero no las he mirado». Bueno, nos trabamos de palabras. Total, me sublevé y le dije: «Usted es un cabrón, así, pero no en sentido metafórico, toda Valencia sabe que usted es un cabrón». «Retírese». En septiembre me presenté otra vez y la misma escena: me reprobó. Me matriculé al año siguiente en la Facultad de Medicina condicionalmente, pues existía la que se llamaba «enseñanza libre». Aprobé por exámenes parciales el primero de Medicina, pero al regresar a examinarme de Química ocurrió lo mismo, se repitió la escena. Total, para no hacer la cosa larga, salí violentamente detrás del profesor de Química –que no tenía arte ni parte– y le pegué un trancazo de miedo. Se me formó consejo de disciplina y se me imposibilitó seguir la carrera. Bueno, este fue mi tropiezo… Aquí casi he vivido a base de mis precarios conocimientos de medicina.32
Luego me matriculé en Derecho y simultáneamente en Filosofía y Letras, donde estudiaba Ana. Debió de ser hacia 1928, se me han olvidado muchas cosas. Esto sería largo de contar, algo de tipo barojiano o galdosiano. Primero mi estancia con mi familia, en Valencia, luego la ruptura con mi familia. Independizarme, ser el consabido habitante de las casas de huéspedes. Me llevaría horas contar sobre los tipos que conocí.33 He tenido una formación muy compleja. A finales de la Dictadura comenzó mi incorporación, como la de otros muchos, a la política, sobre todo por esas actitudes cerriles contra los intelectuales, contra Ortega, contra Unamuno. Ya hay un fermento revolucionario, se organiza la FUE, intervengo en ella y, dentro de ella, en la fracción extremista de los estudiantes. La FUE era una organización estudiantil en principio apolítica, puramente profesional, pudiéramos decir, aunque con matices de izquierda.34
En la Facultad de Filosofía, salvo dos buenos profesores –el marqués de Lozoya, especializado en historia del arte, y Deleito y Piñuela, muy conocedor de los siglos XVII y XIX–, el resto era un almacén de cachivaches.35 El decano de la Facultad de Filosofía y Letras era un tipo pintoresco, lo hemos comentado mucho. Desde José Gaos, que fue alumno suyo, a Medina Echavarría, todos recordaban cosas de su Lógica y Teoría del Conocimiento. Una vez, estando Medina Echavarría en mi casa, surgió el nombre de Pedro María López y no se acordaba Medina de la definición que daba de la Lógica. Yo la tengo grabada perfectamente, me acuerdo más de eso que del número de teléfono de mi casa, y te la voy a repetir. Decía: «Lógica es aquella ciencia filosófica, derivada de la psicología, que estudia mediante la razón, apoyada en los datos que le suministra la inteligencia íntima, el conocer la inteligencia conociendo, y el orden que debe poner en su ejercicio para llegar como fin a la verdad y conquistar la ciencia». Genial. Recuerdo también otra cosa, porque es digna de recordar. Decía: «Así como en la esfera material el artífice se sirve del diamante para pulir el diamante, así en la esfera del conocimiento nos servimos del conocer y del conocimiento para conocer y conocer el conocimiento». Pues el tal don Pedro…, una vez visité su casa y tenía como únicos libros en su biblioteca una colección de Blanco y Negro, que era una revista, así, parecida a ¡Hola!, con un poco mas de categoría, encuadernada. Era su único saber, su única fuente de conocimiento.36
José López-Rey: Los estudiantes frente a la dictadura, Madrid, Javier Morata, 1930.
Excuso decirte, con personajes así como decanos lo que eran las universidades… Afortunadamente uno recurría a las bibliotecas, que lamentablemente eran una sucursal del desierto del Sáhara. La biblioteca central de la Universidad de Valencia era magnífica, aunque un poco anticuada. Entre sus visitantes asiduos recuerdo a dos tipos, a un cura viejecito que todos los días iba a la biblioteca, al que yo le decía que estaba haciendo oposiciones para papa, y a un anarquista que llamaban Porro, un personaje curioso que se dedicaba a copiar la enciclopedia Espasa. En la Facultad de Filosofía y Letras había gente, y entre clase y clase… Mi formación se la debo a eso y a una Biblioteca Popular que abrió el Ayuntamiento de Valencia un poco más diversa que la biblioteca de la Universidad. Era de tendencia republicana.37 Allí estaban los libros de Schopenhauer, las cosas de Nietzsche, de Spencer, editadas por aquella magnífica editorial de Blasco Ibáñez, Prometeo, y también por Sempere. Hechas algunas veces de malas traducciones del francés, pero que contribuyeron enormemente a la formación intelectual y política no solamente de Valencia, sino de toda España; eran libros que se vendían a cuatro reales, una peseta. Allí leí las Sonatas de Valle-Inclán, que para un adolescente fueron como un descubrimiento. Después de haber leído al padre Coloma como novelista máximo de España, el contraste con Valle-Inclán… La Generación del 98 fue fundamental, en particular Baroja y Unamuno. Unamuno muchas veces me indignaba. Cuando mi formación política era más o menos aceptable, me servía de revulsivo.38
Valencia, tradicionalmente, ha sido una ciudad republicana. Durante la monarquía la mayoría de los concejales del Ayuntamiento eran de tendencia republicana; esto se debe fundamentalmente a un personaje literario y político, Blasco Ibáñez. El blasquismo se extendió no solamente en la ciudad, sino en toda la vega de Valencia. Como contraste, había también un núcleo tradicionalista, carlista, de modo que existía la pugna entre unos y otros. Yo todavía he vivido el Rosario de la Aurora, devoción típica de Valencia. Era frecuente por parte de los blasquistas disolver el Rosario de la Aurora. Los domingos, con la aurora, salían las beatas cantando el rosario por las calles con golpes de bombo y en la época de Blasco era frecuente que soltaran un toro en la dirección contraria a la del Rosario. Cosas de este tipo eran manifestaciones de republicanismo que fundamentalmente era ateo y anticlerical. Por eso la República vino sin darse cuenta, no hubo grandes alteraciones en la vida valenciana.39
El blasquismo se apoyaba en la estructura agrícola de la Valencia rica, productora de naranja y de arroz de exportación. Valencia, sobre todo la ciudad y la región colindante, eran agrícolas. El pequeño agricultor, de vida dura, pero fácil, pequeñas parcelas de donde se sacaban tres y cuatro cosechas, el carácter abierto del huertano, el tono de la ciudad la marcaba el huertano. Iba uno a una ópera y allí estaba el huertano al lado del gran comerciante o el gran industrial; iba uno a un cabaret, el huertano había vendido su cosecha y no se consideraba menos. Muchos de los exportadores de naranja, algunos han sido compañeros míos, de Gandía…, salían a Inglaterra, estaban en Hamburgo, iban a Suiza, e incluso hablaban varios idiomas, cosa inusitada en España.
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