Kitabı oku: «La Filosofía en Quito colonial 1534-1767»
NOTA DE LOS EDITORES A LA PRESENTE EDICIÓN
AGRADECIMIENTOS
I INTRODUCCIÓN
II LOS CONDICIONAMIENTOS HISTÓRICOS DE LA FILOSOFÍA COLONIAL
2.1. “… menos que estiércol de las plazas”
2.2. “… La conversión de ellas (las indias) a nuestra fe”
2.3. La Teología como ideología imperial
2.4. La Filosofía como saber dominado y dominante
III VISIÓN PANORÁMICA DE LA FILOSOFÍA COLONIAL
3.1. La Escolástica renacentista en Quito: 1534-1594
3.2. La restauración escolástica en Quito: 1594-1688
3.3. La Escolástica decadente en Quito: 1688-1736
3.4. La Escolástica modernizante en Quito: 1736-1767
IV LA ESCOLÁSTICA RENACENTISTA EN QUITO (1534-1594)
4.1. Los dominicos y la Filosofía
4.2. Los agustinos y la Filosofía
4.3. Los franciscanos y la Filosofía
4.4. Los mercedarios y la Filosofía
4.5. Los jesuitas y la Filosofía
4.6. Los contenidos medievales y las inquietudes renacentistas de la Escolástica
V LA RESTAURACIÓN ESCOLÁSTICA EN QUITO (1594-1668)
5.1. El Seminario de San Luis
5.1.1. Fundación y organización de los estudios
5.1.2. El método de enseñanza de los jesuitas
5.1.3. La Escolástica en el Seminario de San Luis
5.2. Hacia los estudios universitarios
5.3. La Universidad de San Fulgencio
5.3.1. Fundación, estudios y vicisitudes de la Universidad de San Fulgencio
5.3.2. La Escolástica en San Fulgencio
5.4. La Universidad de San Gregorio
5.4.1. Proceso de Fundación
5.4.2. Praxis de los estudios filosóficos en San Gregorio
5.4.3. San Gregorio y la Filosofía en el siglo XVII
5.4.3.1. La Escolástica suarista en San Gregorio
5.4.3.2. San Gregorio y la Filosofía americana y europea
5.4.3.3. Descartes Quito en el siglo XVII
5.5. La escolástica tomista en el convento dominicano hasta 1688
5.6. Escolástica en el convento franciscano durante el siglo XVII
5.7. La Filosofía en el convento mercedario durante el siglo XVII
5.8. Dos pensadores quiteños en Lima
5.9. Otros autores del siglo XVII
VI LA ESCOLÁSTICA DECADENTE EN QUITO (1688-1736)
6.1. El Colegio de San Fernando y Universidad de Santo Tomás
6.1.1. Antecedentes
6.1.2 Fundación y pleitos entre dominicos y jesuitas
6.1.3. Organización de los estudios filosóficos
6.1.4. La Escolástica decadente en la Universidad de Santo Tomás
6.2. La Escolástica decadente en la Universidad de San Gregorio
6.2.1. Los síntomas de la decadencia
6.2.2. El influjo de Descartes en la decadencia escolástica de San Gregorio
6.3. El escolasticismo decadente en la Orden Franciscana de Quito
6.4. Los mercedarios y la Filosofía en el siglo XVIII
VII LA ESCOLÁSTICA MODERNIZANTE EN QUITO: 1736-1767
7.1. Los cauces de la Filosofía en Quito en la segunda mitad del siglo XVIII
7.2. El cauce experimental-moderno de la Filosofía en Quito
7.2.1. La Misión Geodésica Francesa y la ciencia experimental en Quito
7.2.2. El padre Magnin y la introducción extracadémica de Descartes en Quito
7.3. El cauce escolástico de la Filosofía en Quito
7.3.1. La Escolástica modernizante en la Universidad de San Gregorio
7.3.1.1. Las vicisitudes de la Escolástica en San Gregorio en el segundo tercio del siglo XVIII
7.3.1.2. La Escolástica de transición en los cursos de los padres Marco de la Vega, Joaquín de Álvarez y Pedro Garrido
7.3.1.3. El padre Francisco Javier de Aguilar y la introducción académica de Thyco Brahe en Quito
7.3.1.4. El padre Juan Bautista Aguirre y la Physica moderna en Quito
7.3.1.5. El padre Juan de Hospital y la introducción académica de Copérnico en Quito
7.3.1.6. Los últimos profesores jesuitas de San Gregorio y la Academia Pichinchense
7.3.1.7. San Gregorio y la Escolástica americana y europea del siglo XVIII
7.3.2. La Escolástica modernizante en la Universidad de Santo Tomás
7.3.3. La Escolástica modernizante en la Orden Franciscana de Quito
VIII LAS IMPLICACIONES SOCIO-POLÍTICAS DE LA FILOSOFÍA COLONIAL
8.1. La Filosofía y la estructuración social de la colonia
8.2. El discurso filosófico como discurso político en la Revolución de las Alcabalas
8.2.1. Parecer de los padres Domingo de los Reyes y Diego de Torres
8.2.2. Parecer del Padre Alonso de Rivera
8.2.3. Un parecer anónimo
8.2.4 Parecer del Padre Pedro Bedón
8.2.5 Precisiones finales
BIBLIOGRAFÍA
NOTA DE LOS EDITORES A LA PRESENTE EDICIÓN
Escrita como tesis doctoral, en 1976, por el filósofo quiteño Samuel Guerra Bravo, esta obra aparece por vez primera en forma de libro. Se ha actualizado la ortografía y se ha trasladado el estilo de citación de acuerdo a los hábitos del castellano académico contemporáneo. Con el fin de agilizar la lectura, se han incluido, cuando ha sido posible, las notas al pie dentro del cuerpo general del texto.
La obra original contiene un amplio y minucioso catálogo de obras escritas por los profesores religiosos para sus clases de Filosofía durante la colonia, la mayoría escritas en latín. En él se citan todas las obras coloniales de filosofía localizadas, sean manuscritas o impresas. Debido al espíritu de difusión de esta obra, este catálogo se ha omitido. Quienes deseen consultar tal catálogo pueden encontarlo en la tesis doctoral impresa que reposa en la Biblioteca de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador.
AGRADECIMIENTOS
Este trabajo sobre la Filosofía colonial no habría podido llevarse adelante si no hubiera contado con la orientación, asesoramiento y crítica de numerosos historiadores e intelectuales de nuestro medio. Enumerar a todos sería dificultoso. Sin embargo, no podemos dejar de expresar nuestro especial reconocimiento a los siguientes señores, por la invalorable ayuda que nos proporcionaron: doctor Julio Tobar Donoso, director Honorario de la Academia Ecuatoriana de la Lengua; doctor Carlos Manuel Larrea, director de la Academia Nacional de Historia; señor Jorge Garcés y licenciado Alfredo Costales, exdirector y actual director del Archivo Nacional de Historia; padre Julián Bravo, S.J., director de la Biblioteca-Archivo-Museo “Aurelio Espinoza Polit”; padre Jorge Villalva, S.J., Director del Departamento de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Quito; padre José María Vargas, director del Museo “Jacinto Jijón y Caamaño” de la PUCE; Aurelio Zárate, O.S.A., provincial de los padres Agustinos; licenciado Hernán Rodríguez Castelo (†), miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, licenciado Alonso Altamirano, director de la Biblioteca de la Universidad Central; padre Manuel Nieto, S.J., director de la Biblioteca “San Gregorio”.
Sinceros agradecimientos para el doctor Carlos Paladines, director del Departamento de Filosofía de la PUCE y para el doctor Arturo Andrés Roig, profesor del mismo Departamento, quienes se interesaron vivamente en este trabajo, lo leyeron en sus diversos momentos y formularon importantes observaciones. Y nuestro agradecimiento mayor para el doctor Julio Terán Dutari, S.J., decano de la Facultad de Teología y profesor del Departamento de Filosofía, quién dirigió solícitamente este trabajo y tuvo siempre palabras de aliento para el mismo.
Finalmente, queremos expresar también nuestra gratitud a todos los amigos que nos ayudaron con sus opiniones, sugerencias, datos, etc.; sobre todo a Roberto y José Luis Fernández que nos facilitaron fundamentales documentos para este trabajo.
Quito, mayo de 1976
I INTRODUCCIÓN
Condicionados por la carencia casi absoluta de estudios sobre la filosofía en Quito colonial, nos hemos visto forzados a empezar por el principio: la búsqueda y recolección de documentos coloniales. Esta laboriosa tarea de búsqueda nos llevó a conventos, archivos, bibliotecas y museos de la ciudad, donde encontramos no pocas dificultades para nuestro trabajo. La gentil intervención de personas ampliamente conocidas facilitaron, a veces, nuestra tarea; pero, otras veces, se nos negó sin dilación todo acceso a las fuentes. En todo caso, conscientes de la necesidad de realizar un estudio basado en documentos auténticos de la época y no en vagas referencias, suposiciones o deducciones, hicimos todo cuanto estuvo a nuestro alcance y dedicamos todo el tiempo necesario al trabajo de búsqueda, recolección y fichaje de documentos, manuscritos y demás materiales de la colonia, así como a la consulta y diálogo con expertos en cuestiones coloniales.
Las características del material recogido y el proyecto de trabajo que teníamos por delante exigían un ordenamiento, análisis e interpretación de los materiales desde un punto de vista histórico-sistemático. Este punto de vista se presentaba particularmente apto para delinear el panorama de la filosofía colonial. Por otra parte, la carencia de un marco adecuado en el que se pudieran situar las investigaciones sobre nuestra Filosofía, nos hicieron ver la necesidad de un estudio panorámico que ofreciera específicamente el horizonte histórico-institucional y sistemático-doctrinario dentro del cual se implantó y desarrolló la filosofía académica de los siglos de coloniaje. Y, como es obvio, esto significaba también empezar por el principio.
Justamente por ello, y luego de revisar los condicionamientos históricos de esta filosofía, empezamos con un capítulo panorámico que intenta dar una periodización de la Filosofía colonial, desde sus inicios a mediados del siglo XVI, hasta la expulsión de los jesuitas en 1767. Igualmente, hemos tratado de esbozar a grandes rasgos, en este capítulo, los cauces por donde avanzó nuestra filosofía, los representantes más notables de las diversas corrientes y las tareas más urgentes que –a nuestro juicio- deberían abordarse en próximas investigaciones.
Los capítulos siguientes tratan de desarrollar en forma más amplia los diversos periodos establecidos en el anterior capítulo panorámico. Hemos historiado, siempre en relación con la filosofía, los distintos centros académicos de la colonia a través de los procesos de fundación, organización de los estudios filosóficos, vicisitudes académicas, etc. En la parte sistemática hemos historiado el desarrollo propiamente filosófico que se produjo en las diversas vertientes y en las distintas etapas de la filosofía colonial. Hemos procurado resaltar oportunamente los nombres más importantes o las cuestiones más candentes que significaban alguna novedad dentro del horizonte escolástico de nuestra filosofía. Por eso, hemos desarrollado con mayor cuidado los aspectos concernientes a la filosofía moderna y la Ciencia experimental en Quito. Por esta razón también, la filosofía que se hacía en la Universidad de San Gregorio ha quedado delineada con mayor abundancia de documentos.
Bajo este aspecto histórico-institucional y sistemático-documentario hemos revisado la Escolástica renacentista en Quito (1534-1594), la Restauración escolástica en Quito (1594-1688), la Escolástica decadente (1688-1736), y la Escolástica modernizante (1736-1767).
Finalmente, hemos incluido unas anotaciones, sugeridas por los mismos documentos coloniales, acerca de las implicaciones socio-políticas de la filosofía colonial.
II LOS CONDICIONAMIENTOS HISTÓRICOS DE LA FILOSOFÍA COLONIAL
2.1. “… menos que estiércol de las plazas”
El descubrimiento de América en 1492 fue algo más definitivo que un simple descubrimiento físico (geográfico) a nivel de lo óntico; fue, antes que todo, un enfrentamiento original ontológico (ser español - ser americano) en el que se jugó, a nivel meta-físico –y, por tanto, ético y político-, todo el destino de América Latina.
El español que desembarcó en una isla llamada Guanahaní llegó con su “mundo” concreto y condicionado por él: su mundo hispánico de fines del siglo XV, posibilitante de un peculiar modo-de-ser-español, que funcionó inexorablemente desde el primer momento. El español no se planteó como problema la actitud que debía tomar frente a lo que de pronto le había salido al encuentro; simplemente sacó a relucir un ethos que correspondía a su mundo histórico-político-económico-social-religioso concreto.
Era el español de la Reconquista y las Cruzadas: un hombre de cristiandad victoriosa con un modo-de-ser definido. América indígena era, por su parte, el continente de Moctezuma y Atahualpa, de las culturas “superiores” aztecas e incásica, atrasadas unos cinco mil años con respecto a la cultura hispánica.
Este abismo cultural entre España y América fue inmediatamente percibido por el español (“indias occidentales”, “cuarta parte de la tierra”, “orbe nuovo”), pero no discernido. Y en virtud de esta superioridad cultural y de una voluntad de poder en expansión (que formularía filosóficamente Nietzsche en el siglo XIX), los recién llegados cerraron en su torno una totalidad comprensiva que absolutizó su situación histórica (como individuo, como raza, como cultura) e hizo del español y de su “mundo” hispánico el prototipo de hombre y de mundo: el cristiano y la cristiandad. Este hecho convirtió lo particular en universal, lo peculiar en único, lo arbitrario en natural, la igualdad en desigualdad, “el Otro” distinto en “lo otro” diferente… La suerte de América Latina estaba echada y “los españoles con sus caballos y espadas y lanzas comienzan a hacer matanzas y crueldades”. (Las Casas, 1974, p. 27)1
Esta posición imperial del español determinó todo un sistema de actitudes dominadoras. Frente a la nueva tierra la des-cubre, la com-prende, la mete dentro de su “mundo” como un ente conocido antes des-conocido. Al aborigen americano lo degrada arbitrariamente y lo incluye en su “mundo” también como lo actualmente conocido. Para el español, el indio no fue en ningún momento –en el plano de los hechos- un hombre distinto ni “el Otro” merecedor de respeto; por eso lo comprende a nivel de lo óntico, de lo cósico, de lo “a-la-mano”. El americano, al ser degradado ontológicamente, quedó eo ipso expulsado de su “otredad” (exterioridad incomprensible y libre) e incluído de hecho en la “mismidad” (totalidad dominadora) del español.
Una degradación ontológica no significa únicamente un descenso de rango o una pérdida de ciertos privilegios; significa, ante todo, un asesinato ético, un genocidio histórico2. El oprimido queda recluido en el ámbito de lo sub-humano. Y lo sub-humano no es un rango inferior de lo humano, sino algo que está bajo el ámbito de lo humano: una cosa. Solo entonces se vuelve posible preguntar si el indio es hombre o no lo es, si tiene alma racional, si es capaz de ser libre y de vivir políticamente y si son justas o injustas las guerras que se le hace. Y solo entonces se vuelve posible también relegarlo al plano de lo vil, de lo irracional y despreciable:
Gentes tan humildes (los indios) …, a las cuales no han tenido más respeto ni de ellas han hecho más cuenta ni estima …, no digo que de bestias (porque pluguiera a Dios que como a bestias las hubieran tratado y estimado), pero como a menos que estiércol de las plazas. (Las Casas, 1974, p. 26)
Las leyes de Indias que tratan de rehabilitar (en teoría) al indígena constituyen, más allá de su intención, la formulación legal (jurídica) del asesinato y solo un contexto homicida puede hacernos entender que se considere a los indios “vasallos libres” que deben ser “bien tratados en sus personas y bienes”. Además, es bien sabido que las leyes se acataban pero no se cumplían.
Después de 1550, Fray Francisco Morales escribía al rey refiriéndose al Perú:
“(los españoles) a setenta años que viven en sumo peligro de conciencia y en espantoso escándalo del evangelio porque… no solo sin castigo pero con autoridad de justicia (¡leyes!) y con premios (encomiendas, sobre todo) han muerto y matan cada día innumerables inocentes y les han quitado y quitan sus haciendas y tierras y pastos y libertad…” (En Vargas, 1948, p. 218).
En América, supeditadas las leyes a una facticidad homicida, se convirtieron inmediatamente en un efectivo instrumento de dominación.
La evangelización misma su-pone el asesinato. Cuando se manda colocar cruces en el sitio de las huacas, a la entrada de los pueblos o en los montes más visibles; o cuando el misionero congrega a los indígenas en pueblos, los adoctrina, los bautiza y suplanta los ritos paganos con los ritos cristianos, asesina irremediablemente al indio porque previamente lo ha comprendido como un infiel (un no-cristiano).
La tarea propiamente misionera habría debido ser la conversión de cada miembro de la cultura india a la Iglesia; y la conversión masiva de dicha cultura por un diálogo centenario entre los apologistas cristianos nacidos en la cultura india que habrían criticado el “núcleo ético-místico” de dichas culturas desde la perspectiva de la comprensión cristiana. (Dussel, 1972, pp. 59 y 60)
Pero para esto habrían tenido que ver en el indio un “Otro” legítimamente pagano (y, por tanto, capaz de entrar en un diálogo cristianizador) y no un in-fiel infractor o desorganizador de una totalidad cristiana.
En el enfrentamiento español-americano (círculo hermenéutico) no hubo una “relación sin relación” (Lévinas) o una “relación irrespectiva” (Dussel, 1972, p. 27; 1973, pp. 97-156) entre un “Yo” y un “Tú”; hubo un atropello, una dominación, un genocidio: el asesinado es “el Otro”, un “Otro” temporal en el fondo de su ser (Heidegger, p. 407): el indio como individuo, como raza, como nación, como cultura.3 El asesinato ético no consiste en matar sino en negar lo distinto como distinto, “el Otro” como “el Otro”; solo entonces se vuelve históricamente posible el matar, y más aún, la organización política del asesinato luego de la conquista y la colonización; encomiendas, mitas, obrajes, haciendas, reducciones, etc. Las Casas describe patéticamente este genocidio histórico cuando dice:
En estas ovejas mansas (los indios)… entraron los españoles, desde luego que los conocieron como lobos y tigres y leones cruelísimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte hasta hoy (1502-1542), y hoy en este día lo hacen, sino despedazarlas, matarlas, angustiarlas, afligirlas, atormentarlas y destruirlas… 1974, p. 24)
Desde luego, esa fue la actitud general del conquistador. No faltaron, sin embargo, los hombres lúcidos que comprendieron pronto el genocidio. Por ejemplo, el sermón de vísperas de navidad de 1511 predicado por Antonio Montesinos en la isla Española solo puede entenderse en un contexto de asesinato: “¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales?” Preguntas de esta clase pre-suponen una situación de hecho: la de que efectivamente los indios nunca fueron considerados hombres por los españoles.4 Por eso, por haber degradado ontológicamente a una “raza inocente” el español-opresor estaba “en estado de pecado mortal”: el pecado a nivel ontológico cuya absolución exige, igualmente, una restitución ontológica. Las Casas llegó a decir: “el Rey Católico, para salvar su alma, debe devolver al Perú al sobrino Guainacapac”. (Insúa Rodríguez, 1949, p. 38)
Así, pues, el 12 de octubre de 1492 el americano fue expulsado del ámbito del ser y sepultado en el ámbito de lo cósico: allí donde el ser no se revela. Eso quiere decir que América india nació a la historia condenada a muerte porque la opresión se ha presentado siempre para ella como un genocidio. España le negó al ser-americano su rango ético (meta-físico) y su acontecer histórico y le confinó a la “simple patencia de ser dada en un acto primario de… conocimiento”, le confinó a ser un “ser en bruto”. (Catarelli, 1961, p. 14)
El indio será entonces un ser “brutalizado ante… la conciencia unilateral del conquistador” (Dussel, 1972, p. 69). Desde aquel lejano día el americano no será más un hombre, sino un subhombre (objeto, instrumento, mano de obra, un elemento folklórico): “menos que estiércol de las plazas”. Y la historia de América no será sino el despliegue y totalización de la dominación en la dominación.
2.2. “… La conversión de ellas (las indias) a nuestra fe”
Es muy significativo que el conquistador español sea, ante todo, el cristiano. Condicionamientos históricos concretos dieron a las empresas españolas el carácter de “santas”. En el siglo XIII y a propósito de las Cruzadas se puso como causa justa de guerra en la Ley de Partidas: “la primera por acrecentar los pueblos su fe et para destroir los que la quisieran acallar…”. Este mismo espíritu bélico-religioso siguió vigente con la Reconquista de España, en la Conquista de las islas Canarias y en la Conquista y colonización de América. (Cfr. Zabala, 1947, pp. 25 y 26). El español es, fundamentalmente, el caballero que lucha por su fe. El 2 de enero de 1492 es tomada Granada, último bastión de los in-fieles, y el mismo año empieza el expansionismo español en América. El Conquistador llega, pues, como el representante legítimo de un cristianismo (religión) triunfante y de una cristiandad (cultura) en expansión.
Estas empresas expansivas que tenían como fin último la propagación de la fe católica eran empresas oficiales-estatales, incluida la de Colón, al servicio de Castilla.
Había, pues, una identificación entre los fines del Estado y de la Iglesia (herencia árabe). España era un reino cristiano que al mismo tiempo que la conquista del Santo Sepulcro buscaba el descubrimiento de las Indias. Colón escribe en su Diario de viaje (1972, p.2):
Vuestras Altezas como católicos cristianos y príncipes amadores de la Santa Fe Cristiana y acrecentadores de ella, y enemigos de la secta de Mahoma y de todas idolatrías y herejías, pensaban de enviarme a mí, Cristóbal Colón a dichas partidas de India para ver los dichos príncipes, y los pueblos y las tierras y la disposición de ellas y de todo, y la manera que se pueda tener para la conversión de ellas a nuestra santa fe.
Esta “conversión de ellas (las indias) a nuestra santa fe” es tanto más importante para los príncipes cristianos, para Colón y para el español en general, cuanto que todo anuncia, según los cálculos exactísimos del Cardenal Ailiaco... la destrucción del mundo.5
Nuestro Redentor dijo que antes de la consumación deste mundo habrá de cumplir todo lo que estaba escrito por los Profetas, el evangelio debe ser predicado en toda la tierra y la ciudad santa debe ser restituida a la Iglesia. Nuestro Señor ha querido hacer un gran milagro con mi viaje a la India. Preciso es apresurar el término de esta obra, lumbre que fue del Espíritu Santo, porque mis cálculos de aquí al fenecer el mundo solo restan ciento cincuenta años.
Un hombre que en el descubrimiento de América ve un alumbramiento del Espíritu Santo y el cumplimiento de lo anunciado por los Profetas –“llanamente se cumplió lo que dijo Isaías” (Insúa Rodríguez, 1949, p. 15)-, es un hombre de cristiandad con una misión histórica concreta: propagar su fe. Y esta fue también la misión histórica de la España medievalmente cristiana que conquistó y colonizó América.
En España existía, entonces, algo así como un “mesianismo temporal” por el cual se unificaba el destino de la nación y de la Iglesia, la cristiandad hispánica, siendo la nación hispánica el instrumento elegido por Dios para salvar el mundo. Esta conciencia de ser la nación elegida –tentación permanente de Israel- está en la base de la política religiosa de Isabel, de Carlos y Felipe. (Dussel, 1972, p. 54)
A partir de 1493 y por Bulas sucesivas de los Papas, esta conciencia de ser la nación elegida se estructura jurídicamente en la forma del Patronato para las Indias: los fines de la Iglesia y el Estado se identifican.
En la Conquista, por ejemplo, los requerimientos que los Españoles leen a los indios empiezan por explicar brevemente la doctrina cristiana, se dice luego quién es Cristo, el Papa y la donación que este ha hecho al rey de España de las nuevas tierras descubiertas. No se obliga directamente a los infieles a cristianizarse (por eso hay campo para una evangelización), pero se exige –en calidad de paganos- su sujeción a Roma y, por tanto, a España como delegada de Roma para la conversión de los infieles y la expansión de la Cristiandad. La fe católica actúa ya como poder y la Iglesia se vuelve un instrumento político de dominación. Si los indios aceptan la sumisión serán bien tratados, de lo contrario se les hará la guerra.
El ethos conquistador del Español responde, pues, a un proyecto religioso último.6 La “fe católica” constituye para el español el horizonte radical de comprensión, el núcleo íntimo que, a nivel ontológico, hace del hombre un español un “cristiano”, y de la cultura hispánica una “cristiandad”. El “mundo” del español es un mundo estructurado sobre la base de la unidad de la fe católica, un mundo teocéntrico, el cual por circunstancias históricas concretas (guerras santas victoriosas y patronato) se convierten en una “teocracia expansiva y militar” que “mezcla lo temporal y lo sobrenatural, lo político y lo eclesial, lo económico y lo evangélico” y que dispone del “doble poder de colonizar y misionar” (Dussel, 1972, p. 55).7 Estas estructuras teológicas fundamentales que, como los valores religiosos supremos configuran la cristiandad hispánica, hacen del español cristiano, por sobre todo, un misionero, un propagador de su fe, un teólogo. Quizá esto explique por qué España participó muy a contrapelo de un Renacimiento –del auténtico Renacimiento- que pugnaba por alejarse de los moldes cristianos.
Este condicionamiento de Cristiandad llevó al español renacentista a ver un in-fiel (no-cristiano) en el indígena americano. Tal manera de com-prender al “Otro-indio” absolutizó automáticamente al cristiano y asesinó éticamente al americano incluyéndolo en la totalidad comprensiva cristiana como pagano. Lo lógico habría sido que entre el español y el americano se estableciera una “relación irrespectiva” concretizada en “un diálogo al nivel de la comprensión existencial” (Dussel, 1972, p. 521). Pero las circunstancias determinaron que el español, buen cristiano en España porque luchaba por su fe, se convirtiera en misionero (a nivel intencional) y en asesino (a nivel histórico-real) en la América pagana. De esta manera España funda la conquista y la colonización de América en un asesinato original ético-político que sigue vigente, aunque no bajo el dominio de España.
Por otra parte, el espíritu de Cruzada del Español de ningún modo restaba importancia al aspecto económico. Cortés, el conquistador de México, decía:
La causa principal a que veníamos a estas partes es por enzalzar y predicar la fe de Cristo, aunque juntamente con ella se nos sigue honra y provecho que pocas veces caben en un saco. (En Zabala, 1947, p. 26)
Puede ser cierta la afirmación de Marx de que la economía de es la “locomotora” de la historia, solo que esta locomotora tenía –para el cristiano español- un motor religioso. Lo económico se presenta entonces como la motivación material y temporal de la conquista y la colonización, enmarcada por un horizonte religioso último. Esto significa que España misionera necesitaba, para el cumplimiento de su misión, un poderío económico que solo América podía ofrecerle.
La tierra y sus potencialidades mineras o agrícolas, y el indio como fuerza de trabajo, constituyeron, sobre todo, la “honra y provecho” del español. Junto a la fe de hecho politizada estuvo siempre la “insaciable codicia…, que ha sido mayor que en el mundo ser pudo” (Las Casas, 1974, p. 26). El cristiano pronto llegó a América “como a una mina” cuya riqueza más grande y mejor explotada fue el indio mismo. Las encomiendas, mitas, obrajes, ingenios, haciendas, reducciones, etc., convirtieron a América en una “boca de infierno”8 y en una “sepultura de infinitos indios”9.
La propagación de la fe implicaba, pues, el genocidio histórico. Dice Las Casas (1974, pp. 25-26):
Dos maneras generales y principales han tenido lo que allá han pasado, que se llaman cristianos, en extirpar y raer de la haz de la tierra aquellas miserandas naciones. La una por injustas, crueles, sangrientas y tiránicas guerras. La otra…, oprimiéndoles con la más dura, áspera y horrible servidumbre en que jamás hombres ni bestias pudieron ser puestas. A estas dos maneras de tiranía infernal se reducen y resuelven o subalternan como a géneros todas las otras diversas y varias de asolar aquellas gentes que son infinitas.