Kitabı oku: «Las glorias de María»

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Edición abril, 2021

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ISBN: 978-84-18631-54-2


SÚPLICA DEL AUTOR A JESÚS Y A MARÍA

Amado Redentor y Señor mío Jesucristo, yo indigno siervo tuyo, sabiendo el placer que te proporciona quien trata de glorificar a tu Madre santísima, a la que tanto amas y tanto deseas ver amada y honrada por todos, he pensado publicar este libro mío que habla de sus glorias.

Y pues con tanto afán tomas la gloria de esta Madre, a nadie más digno que a ti puedo dedicarlo. Te lo dedico y encomiendo. Recibe este mi pequeño obsequio, muestra del amor que te tengo a ti y a esta tu amada Madre. Protégelo haciendo llover luces de confianza y llamaradas de amor por esta Virgen inmaculada sobre aquellos que lo lean, ya que a ella la has constituido esperanza y refugio de todos los redimidos. Y en premio de este humilde trabajo, concédeme, te ruego, tanto amor a María cuanto he deseado encender en los corazones de quienes lo leyeren.

Y ahora me dirijo a ti, dulcísima Señora y Madre mía María. Bien sabes que después de Jesús, en ti tengo puesta toda mi esperanza de mi eterna salvación; porque reconozco que todas las gracias de que Dios me ha colmado, como mi conversión, mi vocación a dejar el mundo y todas las demás gracias las he recibido de Dios por tu medio. Y sabes que yo, por verte amada de todos como lo mereces y por darte muestras de gratitud por tantos beneficios como me has otorgado, he procurado predicar siempre e inculcar a todos, en público y en privado, tu dulce y saludable devoción.

Yo espero seguir así hasta el último instante de mi vida; pero mi avanzada edad y mi quebrantada salud me dicen que voy acercándome al fin de mi peregrinación y a mi entrada en la eternidad. Por esto he pensado, antes de morir, dejar al mundo mi libro, a fin de que prosiga en lugar mío predicándote y animando a otros a publicar tus glorias y el gran amor que usas con tus devotos.

Espero, amada Reina mía, que este sencillo obsequio, aunque bien poca cosa para lo que tú mereces, sea agradable a tu agradecido corazón, porque todo él es ofrenda de amor. Extiende sobre él tu mano, con la que me has librado del mundo y del infierno, acéptalo y protégelo como propiedad tuya.

Aspiro a que me recompenses por este humilde obsequio así: que yo te ame de hoy en adelante cada día mejor y que cada uno de los que tengan esta obra en sus manos quede inflamado en tu amor, se acreciente en ellos el deseo de amarte y de verte amada de todos y se dediquen con todo fervor a predicar y promover cuanto más puedan tus alabanzas y la confianza en tu poderosísima intercesión. Así lo espero, así sea.

Tu amantísimo, aunque indigno siervo, Alfonso de Ligorio del Santísimo Redentor

MANIFIESTO DEL AUTOR

Por si alguno creyera demasiado avanzada alguna proposición escrita en este libro, declaro haberla dicho y entendido en el sentido que le da la Santa Iglesia Católica y la sana

Teología. Por ejemplo, al llamar a María “Mediadora”, mi intención ha sido llamarla tan sólo MEDIADORA DE GRACIA, a diferencia de Jesucristo, que es el primero y único mediador de justicia. Llamando a María “Omnipotente” (como, por lo demás, la han llamado san Juan Damasceno, san Pedro Damiano, san Buenaventura, Cosme de Jerusalén y otros), he pretendido llamarla así en cuanto que ella, como Madre de Dios, obtiene de él cuanto le pide en beneficio de sus devotos, puesto que ni de éste ni de ningún atributo divino puede ser capaz una pura criatura como lo es María. Llamando, en fin, a María nuestra “Esperanza”, entiendo llamarla tal porque todas las gracias (como entiende san Bernardo) pasan por sus manos.

ADVERTENCIAS AL LECTOR

A fin de no exponer mi obra a ninguna censura de críticos harto exigentes, he juzgado oportuno esclarecer una proposición que, al parecer, pudiera considerarse atrevida o demasiado oscura. Algunas más hubiera podido aquí anotar; pero si por ventura no pasan inadvertidas a tu penetración amable lector, te ruego pienses que han sido dichas y escritas por mí en el sentido que las explica la verdadera y sólida Teología, las entiende la Santa Iglesia Católica Romana, de la cual me declaro hijo obediente.

Hablando en la Introducción de la doctrina que se expone en el capítulo V de esta obra, he dicho que Dios quiere que todas las gracias nos vengan por medio de María. Verdad muy consoladora, tanto para las almas que aman tiernamente a María como para los pecadores que desean convertirse. No se crea que esta doctrina es contraria a la sana Teología, porque el padre de ella, san Agustín, dice, como sentencia universal, que María cooperó con su caridad al nacimiento espiritual de todos los miembros de la Iglesia: “Madre ciertamente espiritual. no de nuestra cabeza, que es Cristo, de la cual más bien ella ha nacido espiritualmente: porque todos los que en él creen, entre los cuales se encuentra, con verdad son llamados hijos del esposo; sino plenamente Madre de sus miembros que somos nosotros, porque cooperó con su amor a que nacieran los fieles en la Iglesia, los que son miembros de su cabeza”. Y un célebre autor, nada sospechoso de exageraciones ni inclinado a caer en falsas devociones, añade: “Habiendo propiamente formado nuestro Señor en el Calvario su santa Iglesia, es claro que la Virgen Santa ha cooperado de una manera excelente y singular a esta formación. Y de la misma manera puede también decirse que si María dio a luz sin dolor a Jesucristo, cabeza de la Iglesia, no sin gran dolor engendró del cuerpo mismo, del cual Cristo es la cabeza. Así es como en el Calvario comenzó María a ser de modo particular Madre de toda la Iglesia”.

En una palabra, el Dios santísimo, para glorificar a la Madre del Redentor, ha determinado y dispuesto con gran caridad interponga sus plegarias a favor de todos aquellos por los que su divino Hijo ha pagado y ofrecido el sobreabundante precio de su sangre preciosa, en el cual únicamente está nuestra salvación, vida y resurrección.

Fundado en esta doctrina y cuanto concuerda con ella, he intentado explicar mis proposiciones (Parte I., c.5), las cuales, los santos, en coloquios llenos de amor por María y en sus fervorosas predicaciones, no han tenido ninguna dificultad en confirmar. Por lo que un santo padre, conforme al célebre Vicente Contenson, ha escrito: “En Cristo está la plenitud de la gracia como en la cabeza de la que fluye; en María, como en el cuello que la transmite”. Y esto lo confirma claramente el angélico maestro santo Tomás diciendo: “Por tres razones se dice que la bienaventurada Virgen está llena de gracia... La tercera por cuanto por ella se difunde a todos los hombres. Gran cosa es que cada santo posea tanta gracia que sobrara para la salvación de muchos, pero para tener tanta gracia que bastara para la salvación de todos los hombres del mundo, esto es lo sumo; y esto se da en Cristo y en la bienaventurada Virgen, pues en cualquier peligro se puede obtener la salvación con la ayuda de esta Virgen gloriosa. Por eso se dice que ella en el Cantar de los cantares: „Mil escudos. Es decir, auxilios contra los peligros „penden de ella. De igual manera, en todas las obras virtuosas la puedes tener de ayudadora, que por eso ella dice (Eclo 24): „En mí toda esperanza de vida y de virtud.

INTRODUCCIÓN

Querido lector y hermano mío en María: la devoción que me ha movido a escribir este libro y ahora te mueve a ti a leerlo, nos hacen hijos afortunados de esta buena Madre; si acaso oyes que me he fatigado en vano componiéndolo habiendo ya tantos y tan celebrados que tratan del mismo asunto, responde, te lo ruego, con las palabras que dejó escritas el abad Francón en la biblioteca de los Padres: que alabar a María es una fuente tan abundante que cuanto más se saca de ella tanto más se llena, y cuanto más se llena tanto más se difunde. Viene a decir que esta Virgen bienaventurada es tan grande y sublime, que por más alabanzas que se le hagan, muchas más le quedan por recibir. De tal manera que, al decir de san Agustín, no bastan para alabarla como se merece las lenguas de todos los hombres, aunque todos sus miembros se convirtieran en lenguas.

He leído innumerables libros, grandes y pequeños, que tratan de las glorias de María; pero considerando que éstos eran o raros o voluminosos, y no según mi propósito, he procurado recoger brevemente en este libro, de entre los autores que han llegado a mis manos, las sentencias más selectas y sustanciosas de los santos padres y teólogos. De este modo los devotos, cómodamente y sin grandes gastos, podrán inflamarse en el amor a María con su lectura. En especial he procurado ofrecer materiales a los sacerdotes para promover con sus predicaciones la devoción hacia nuestra Madre.

Acostumbran los amantes hablar con frecuencia de las personas que aman y alabarlas para cautivar para el objeto de su amor la estima y las alabanzas de los demás. Muy escaso debe ser el amor de quienes se vanaglorian de amar a María, pero después no piensan demasiado en hablar de ella y hacerla amar de los demás. No actúan así los verdaderos amantes de nuestra Señora. Ellos quieren alabarla sobre todo y verla muy amada por todos. Por eso, siempre que pueden, en público y en privado, tratan de encender en el corazón de todas aquellas benditas llamas de amor a su amada Reina, en las que se sienten inflamados.

Para que cada uno se persuada de cuánto importa para su bien y el de los pueblos promover la devoción a María, ayudará escuchar lo que dicen los doctores. Dice san Buenaventura que quienes se afanan en propagar las glorias de María tienen asegurado el paraíso. Y lo confirma Ricardo de San Lorenzo al decir que honrar a esta Reina de los Ángeles es conquistar la vida eterna. Porque nuestra Señora, la más agradecida, añade el mismo, se empeñará en honrar en la otra vida al que en esta vida no dejó de honrarla. ¿Quién no conoce la promesa de María en favor de los que se dedican a hacerla conocer y amar? La santa Iglesia le hace decir en la fiesta de la Inmaculada Concepción: “Los que me esclarecen, obtendrán la vida eterna” (Eclo 24, 31). “Regocíjate, alma mía –decía san Buenaventura, que tanto se esforzó en pregonar las alabanzas de María–; salta de gozo y alégrate con ella, porque son muchos los bienes preparados para los que la ensalzan”. Y puesto que las sagradas Escrituras, añadía, alaban a María, procuremos siempre celebrar a esta divina Madre con el corazón y con la lengua para que al fin nos lleve al reino de los bienaventurados.

Se lee en las revelaciones de santa Brígida que, acostumbrando el obispo B. Emigdio a comenzar sus predicaciones con alabanzas a María, se le apareció la Virgen a la santa y le dijo: Hazle saber a ese prelado que comienza sus predicaciones alabándome, que yo quiero ser para él una madre, tendrá una santa muerte y yo presentaré su alma al Señor. Y, en efecto, aquel santo murió rezando y con una paz celestial. A otro religioso dominico, que terminaba sus predicaciones hablando de María, se le apareció en la hora de la muerte, lo defendió del demonio, lo reconfortó y llevó consigo su alma al paraíso. El piadoso Tomás de Kempis presentaba a María recomendando a su Hijo a quienes pregonan sus alabanzas, y diciendo así: “Hijo, apiádate del alma de quien te amó a ti y a mí me alabó”.

Por lo que mira al provecho de los fieles, dice san Anselmo que habiendo sido el sacrosanto seno de María el camino del Señor para salvar a los pecadores, no puede ser que al oír las predicaciones sobre María no se conviertan y se salven los pecadores. Y si es verdadera la sentencia, como yo por verdadera la tengo y lo probaré en el capítulo V, que todas las gracias se dispensan sólo por manos de María y que todos los que se salvan sólo se salvan por mediación de esta divina Madre, se ha de concluir necesariamente que de predicar a María y confiar en su intercesión depende la salvación de todos. Así santificó a Italia san Bernardino de Siena; así convirtió provincias santo Domingo; así san Luis Beltrán en todas sus predicaciones no dejaba de exhortar a la devoción a María; y así tantos y tantos.

El P. Séñeri el joven, célebre misionero, en todas sus misiones predicaba sobre la devoción a María, y a ésta la llamaba su predicación predilecta. Y nosotros (los redentoristas) en nuestras misiones, en que tenemos por regla inviolable el no dejar nunca el sermón de la Señora, podemos atestiguar con toda verdad que ninguna predicación produce tanto provecho y compunción en los pueblos como ésta de la misericordia de María. Digo “de la misericordia de María” porque, como dice san Bernardo: “Alabamos su humildad, admiramos su virginidad, pero a los indigentes les sabe más dulce su misericordia: a la misericordia nos abrazamos con amor, la recordamos con frecuencia y más a menudo la invocamos”.

Por eso dejo para otros describir los grandes privilegios de María, que yo, sobre todo, voy a hablar de su gran compasión y de su poderosa intercesión. Para eso he recogido durante años y con mucho trabajo cuanto he podido de lo que los santos padres y otros célebres escritores han dicho de la misericordia y del poder de María. Y ya que en la excelente oración de la Salve Regina, aprobada por la santa Iglesia y que manda rezar a los clérigos la mayor parte del año, se encuentran descritas maravillosamente la misericordia y el poder de la Virgen santísima, me he propuesto exponer en varios capítulos esta devotísima oración. He creído además hacer algo muy agradable a los devotos de María, añadiéndole lecturas o discursos sobre las fiestas principales y sobre las virtudes de esta divina Madre. Y añadiendo al final las prácticas de devoción más frecuentes usadas por sus devotos y aprobadas por la Iglesia.

Piadoso lector, si como lo espero, es de tu agrado esta mi obrita, te ruego me encomiendes a la Virgen santa para que me dé una gran confianza en su protección. Pide para mí esta gracia, que yo pediré para ti también, quien quiera que seas que me hagas esta caridad, las mismas gracias.

Dichoso el que se aferra con amor y confianza a estas dos áncoras de salvación, quiero decir a Jesús y a María; ciertamente que no se perderá.

Digamos, pues, de corazón juntos, lector mío, con el devoto Alonso Rodríguez: “Jesús y María, mis dulcísimos amores, por vosotros padezca, por vosotros muera; que sea todo vuestro y nada mío”. Amemos a Jesús y a María y hagámonos santos, que no hay mayor dicha que podamos esperar y obtener de Dios.

Adiós, hasta que nos veamos en el paraíso a los pies de nuestra Madre y de su Hijo, alabándolos, agradeciéndoles y amándoles juntos, cara a cara, por toda la eternidad. Amén.

ORACIÓN A LA VIRGEN PARA ALCANZAR UNA BUENA MUERTE

María, dulce refugio de los pecadores, cuando mi alma esté para dejar este mundo, Madre mía, por el dolor que sentiste asistiendo a vuestro Hijo que moría en la cruz, asísteme también con tu misericordia.

Arroja lejos de mí a los enemigos infernales y ven a recibir mi alma y presentarla al Juez eterno. No me abandones, Reina mía.

Tú, después de Jesús, has de ser quien me reconforte en aquel trance.

Ruega a tu amado Hijo que me conceda, por su bondad, morir abrazado a sus pies y entregar mi alma dentro de sus santas llagas, diciendo:

Jesús y María, os doy el corazón y el alma mía.

PRIMERA PARTE SOBRE LA “SALVE REGINA”

• EXPLICACIÓN Y COMENTARIO DE LA ORACIÓN “SALVE REGINA”

• MARÍA CONSIGUE PARA SUS DEVOTOS ABUNDANCIA DE DONES Y FAVORES.

Capítulo I

MARÍA, NUESTRA MADRE Y REINA

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia I

Nuestra confianza en María ha de ser grande, por ser ella la Madre de la misericordia

1. María es Reina con su Hijo Jesús

Habiendo sido exaltada la Virgen María como Madre del Rey de reyes, con toda razón la santa Iglesia la honra y quiere que sea honrada por todos por el título glorioso de reina. Si el Hijo es Rey, dice san Atanasio, con toda razón la Madre debe tenerse por Reina y llamarse Reina y Señora. Desde que María, añade san Bernardino se Siena, dio su consentimiento aceptando ser Madre del Verbo eterno, desde ese instante mereció ser la reina del mundo y de todas las criaturas. Si la carne de María, reflexiona san Arnoldo abad, no fue distinta de la de Jesús, ¿cómo puede estar la madre separada del reinado de su hijo? Por lo que debe pensarse que la gloria del reinado no sólo es común entre la Madre y el Hijo, sino que es la misma.

Y si Jesús es rey del universo, reina también lo es María. De modo que, dice san Bernardino de Siena, cuantas son las criaturas que sirven a Dios, tantas son las que deben servir a María, ya que los ángeles, los hombres y todas las cosas del cielo y de la tierra, estando sujetas al dominio de Dios, están también sometidas al dominio de la Virgen. Por eso el abad Guérrico, contemplando a la Madre de Dios, le habla así: “Prosigue, María, prosigue segura con los bienes de tu Hijo, gobierna con toda confianza como reina, madre del rey y su esposa”. Sigue pues, oh María, disponiendo a tu voluntad de los bienes de tu Hijo, pues al ser madre y esposa del rey del mundo, se te debe como reina el imperio sobre todas las criaturas.

2. María es Reina de misericordia

Así que María es Reina; pero no olvidemos, para nuestro común consuelo, que es una reina toda dulzura y clemencia e inclinada a hacernos bien a los necesitados. Por eso la santa Iglesia quiere que la saludemos y la llamemos en esta oración Reina de misericordia. El mismo nombre de reina, conforme a san Alberto Magno, significa piedad y providencia hacia los pobres; a diferencia del nombre de emperatriz, que expresa más bien severidad y rigor. La excelencia del rey y de la reina consiste en aliviar a los miserables, dice Séneca. Así como los tiranos, al mandar, tienen como objetivo su propio provecho, los reyes, en cambio, deben tener por finalidad el bien de sus vasallos. De ahí que en la consagración de los reyes se ungen sus cabezas con aceite, símbolo de misericordia, para demostrar que ellos, al reinar, deben tener ante todo pensamientos de piedad y beneficencia hacia sus vasallos.

El rey debe ante todo dedicarse a las obras de misericordia, pero no de modo que dejan de usar la justicia contra los criminales cuando es debido. No obra así María, que aunque reina no lo es de justicia, preocupada del castigo de los malhechores, sino reina de la misericordia, atenta únicamente a la piedad y al perdón de los pecadores. Por eso la Iglesia quiere que la llamemos expresamente reina de la misericordia.

Reflexionando el gran canciller de París Juan Gerson las palabras de David: “Dos cosas he oído: que Dios tiene el poder y que tuya es, Señor, la misericordia” (Sal 61, 12), dice que fundándose el reino de Dios en la justicia y en la misericordia, el Señor lo ha dividido: el reino de la justicia se lo ha reservado para él, y el reino de la misericordia se lo ha cedido a María, mandando que todas las misericordias que se otorgan a los hombres pasen por las manos de María y se distribuyan según su voluntad. Santo Tomás lo confirma en el prólogo a las Epístolas canónicas diciendo que la santísima Virgen, desde que concibió en su seno al Verbo de Dios y le dio a luz, obtuvo la mitad del reino de Dios al ser constituida reina de la misericordia, quedando para Jesucristo el reino de la justicia.

El eterno Padre constituyó a Jesucristo rey de justicia y por eso lo hizo juez universal del mundo. Así lo cantó el profeta: “Señor, da tu juicio al rey y tu justicia al hijo de reyes” (Sal 71, 2). Esto también lo comenta un docto intérprete, y dice: Señor, tú has dado a tu Hijo la justicia porque la misericordia la diste a la madre del rey. San Buenaventura, parafraseando también ese pasaje, dice: “Da, Señor, tu juicio al rey y tu misericordia a la madre de él”. Así, de modo semejante al arzobispo de Praga, Ernesto, dice que el eterno Padre ha dado al Hijo el oficio de juzgar y castigar, y a la Madre el oficio de compadecer y aliviar a los miserables. Así predijo el mismo profeta David que Dios mismo, por así decirlo, consagró a María como reina de la misericordia ungiéndola con óleo de alegría: “Dios te ungió con óleo de alegría” (Sal 44, 8). A fin de que todos los miserables hijos de Adán se alegraran pensando tener en el cielo a esta gran reina llena de unción de misericordia y de piedad para con todos nosotros, como dice san Buenaventura: “María está llena de unción de misericordia y de óleo de piedad, por eso Dios la ungió con óleo de alegría”.

3. María, figurada en la reina Esther

San Alberto Magno, muy a propósito, presenta a la reina Esther como figura de la reina María. Se lee en el libro de Esther, capítulo 4, que reinando Asuero salió un decreto que ordenaba matar a todos los judíos. Entonces, Mardoqueo, que era uno de los condenados, confió su salvación a Esther, pidiéndole que intercediera con el rey para obtener la revocación de su sentencia. Al principio, Esther rehusó cumplir ese encargo temiendo el gravísimo enojo de Asuero. Pero Mardoqueo le reconvino y le mandó decir que no pensara en salvarse ella sola, pues el Señor la había colocado en el trono para lograr la salvación de todos los judíos: “No te imagines que por estar en la casa del rey te vas a librar tú sola entre todos los judíos, porque si te empeñas en callar en esta ocasión, por otra parte vendrá el socorro de la liberación de los judíos” (Est 4, 13). Así dijo Mardoqueo a la reina Esther, y así podemos decir ahora nosotros, pobres pecadores, a nuestra reina María, si por un imposible rehusara impetrarnos de Dios la liberación del castigo que justamente merecemos: no pienses, Señora, que Dios te ha exaltado como reina del mundo sólo para pensar en tu bien, sino para que desde la cumbre de tu grandeza puedas compadecerte más de nosotros miserables y socorrernos mejor.

Asuero, cuando vio a Esther en su presencia, le preguntó con cariño: “¿Qué deseas pedir, reina Esther?, pues te será concedido. Aunque fuera la mitad de mi reino, se cumplirá” (Est 7, 2). A lo que la reina respondió: “Si he hallado gracia a tus ojos, ¡oh rey!, y si al rey le place, concédeme la vida –este es mi deseo- y la de mi pueblo –ésta es mi petición” (Est 7, 3). Y Asuero la atendió al instante ordenando que se revocase la sentencia.

Ahora bien, si Asuero otorgó a Esther, porque la amaba, la salvación de los judíos, ¿cómo Dios podrá dejar de escuchar a María, amándola inmensamente, cuando ella le ruega por los pobres pecadores? Ella le dice: “Si he encontrado gracia ante tus ojos, rey mío...” Pero bien sabe la Madre de Dios que ella es la bendita, la bienaventurada, la única que entre todos los hombres ha encontrado la gracia que ellos habían perdido. Bien sabe que ella es la amada de su Señor, querida más que todos los santos y ángeles juntos. Ella es la que le dice: “Dame mi pueblo por el que te ruego”. Si tanto me amas, le dice, otórgame, Señor, la conversión de estos pecadores por los que te suplico. ¿Será posible que Dios no la oiga? ¿Quién desconoce la fuerza que le hacen a Dios las plegarias de María? “La ley de la clemencia gobierna su lengua” (Pr 31, 26). Es ley establecida por el Señor que se use de misericordia con aquellos por los que ruega María.

4. María se vuelca con los más necesitados

Pregunta san Bernardo: ¿Por qué la Iglesia llama a María reina de misericordia? Y responde: “Porque ella abre los caminos insondables de la misericordia de Dios a quien quiere, cuando quiere y como quiere, porque no hay pecador, por enormes que sean sus pecados, que se pierda si María lo protege”.

Pero ¿podremos temer que María se desdeñe de interceder por algún pecador al verlo demasiado cargado de pecados? ¿O nos asustará, tal vez, la majestad y santidad de esta gran reina? No, dice san Gregorio; cuanto más elevada y santa es ella, tanto más es dulce y piadosa con los pecadores que quieren enmendarse y a ella acuden”. Los reyes y reinas, con la majestad que ostentan, infunden terror y hacen que sus vasallos teman aparecer en su presencia. Pero dice san Bernardo: ¿Qué temor pueden tener los miserables de acercarse a esta reina de misericordia si ella no tiene nada que aterrorice ni nada de severo para quien va en su busca, sino que se manifiesta toda dulzura y cortesía? ¿Por qué ha de temer la humana fragilidad acercarse a María? En ella no hay nada de austero ni terrible. Es todo suavidad ofreciendo a todos leche y lana”.

María no sólo otorga dones, sino que ella misma nos ofrece a todos la leche de la misericordia para animarnos a tener suma confianza y la lana de su protección para embriagarnos contra los rayos de la divina justicia.

Narra Suetonio que el emperador Tito no acertaba a negar ninguna gracia a quien se la pedía; y aunque a veces prometía más de lo que podía otorgar, respondía a quien se lo daba a entender que el príncipe no podía despedir descontento a ninguno de los que admitía a su presencia. Así decía Tito; pero o mentía o faltaba a la promesa. Mas nuestra reina no puede mentir y puede obtener cuanto quiera para sus devotos. Tiene un corazón tan piadoso y benigno, que no puede sufrir el dejar descontento a quien le ruega. “Es tan benigna –dice Luis Blosio- que no deja que nadie se marche triste”. Pero ¿cómo puedes, oh María –le pregunta san Bernardo-, negarte a socorrer a los miserables cuando eres la reina de la misericordia? ¿Y quiénes son los súbditos de la misericordia sino los miserables? Tú eres la reina de la misericordia, y yo, el más miserable pecador, soy el primero de tus vasallos. Por tanto reina sobre nosotros, oh reina de la misericordia”. Tú eres la reina de la misericordia y yo el pecador más miserable de todos; por tanto, si yo soy el principal de tus súbditos, tú debes tener más cuidado de mí que de todos los demás. Ten piedad de nosotros, reina de la misericordia, y procura nuestra salvación.

Y no nos digas, Virgen santa, parece decirle Jorge de Nicomedia, que no puedes ayudarnos por culpa de la multitud de nuestros pecados, porque tienes tal poder y piedad que excede a todas las culpas imaginables. Nada resiste a tu poder, pues tu gloria el Creador la estima como propia, pues eres su madre. Y el Hijo, gozando con tu gloria, como pagándose una deuda, da cumplimiento a todas tus peticiones. Quiere decir que si bien María tiene una deuda infinita con su Hijo por haberla elegido como su madre, sin embargo, no puede negarse que también el Hijo está sumamente agradecido a esta Madre por haberle dado el ser humano; por lo cual Jesús, como por recompensar cuanto debe a María, gozando con su gloria, la honra especialmente escuchando siempre todas su plegarias.

5. A María hemos de recurrir

Cuánta debe ser nuestra confianza en esta Reina sabiendo lo poderosa que es ante Dios, y tan rica y llena de misericordia que no hay nadie en la tierra que no participe y disfrute de la bondad y de los favores de María. Así lo reveló la Virgen María a santa Brígida: “Yo soy –le dijo la reina del cielo y madre de la misericordia- la alegría de los justos y la puerta para introducir los pecadores a Dios. No hay en la tierra pecador tan desventurado que se vea privado de la misericordia mía. Porque si otra gracia por mí no obtuviera, recibe al menos la de ser menos tentado de los demonios de lo que sería de otra manera. No hay ninguno tan alejado de Dios, a no ser que del todo estuviese maldito –se entiende con la final reprobación de los condenados-; ninguno que, si me invocare, no vuelva a Dios y alcance la misericordia”. Todos me llaman la madre de la misericordia, y en verdad la misericordia de Dios hacia los hombres me ha hecho tan misericordiosa para con ellos. Por eso será desdichado y para siempre en la otra vida el que en ésta, pudiendo recurrir a mí, que soy tan piadosa con todos y tanto deseo ayudar a los pecadores, infeliz no acude a mí y se condena.

Acudamos, pues, pero acudamos siempre a las plantas de esta dulcísima reina si queremos salvarnos con toda seguridad. Y si nos espanta y desanima la vista de nuestros pecados, entendamos que María ha sido constituida reina de la misericordia para salvar con su protección a los mayores y más perdidos pecadores que a ella se encomiendan. Éstos han de ser su corona en el cielo como lo declara su divino esposo: “Ven del Líbano, esposa mía; ven del Líbano, ven y serás coronada... desde las guaridas de leones, desde los montes de leopardos” (Ct 4, 8). ¿Y cuáles son esas cuevas y montes donde moran esas fieras y monstruos sino los miserables pecadores cuyas almas se convierten en cubil de los pecados, los monstruos más deformes que puede haber? Pues bien, comenta el abad Ruperto, precisamente de estos miserables pecadores salvados por su mediación, oh gran reina, te verás coronada en el paraíso, ya que su salvación será tu corona, corona muy apropiada para una reina de misericordia y muy digna de ella. A este propósito, léase el siguiente ejemplo.

EJEMPLO

Conversión de María, la pecadora, en la hora de la muerte

Se cuenta en la vida de sor Catalina de San Agustín que en el mismo lugar donde vivía esta sierva de Dios habitaba una mujer llamada María que en su juventud había sido una pecadora y aún de anciana continuaba obstinada en sus perversidades, de modo que, arrojada del pueblo, se vio obligada a vivir confinada en una cueva, donde murió abandonada de todos y sin los últimos sacramentos, por lo que la sepultaron en descampado.

Sor Catalina, que solía encomendar a Dios con gran devoción las almas de los que sabía que habían muerto, después de conocer la desdichada muerte de aquella pobre anciana, ni pensó en rezar por ella, teniéndola por condenada como la tenían todos.

Pasaron cuatro años, y un día se le apareció un alma en pena que le dijo: