Kitabı oku: «Las parábolas del Evangelio»

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SAN GREGORIO MAGNO

LAS PARÁBOLAS DEL EVANGELIO

Tercera edición

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2022 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 MADRID

(www.rialp.com)

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Realización ebook: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6061-5

ISBN (versión digital): 978-84-321-6062-2

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRESENTACIÓN

PARÁBOLA DEL TESORO ESCONDIDO

PARÁBOLA DE LOS JORNALEROS ENVIADOS A LA VIÑA

PARÁBOLA DE LOS CONVIDADOS A LAS BODAS

PARÁBOLA DE LAS DIEZ VÍRGENES

PARÁBOLA DE LOS TALENTOS

PARÁBOLA DEL SEMBRADOR

«LA MIES ES MUCHA...»

PARÁBOLA DE LA HIGUERA INFRUCTUOSA

PARÁBOLA DE LOS CONVIDADOS A LA CENA

PARÁBOLAS DE LA OVEJA Y LA DRACMA PERDIDAS

PARÁBOLA DE LÁZARO Y EL RICO EPULÓN

PARÁBOLA DEL BUEN PASTOR

AUTOR

PRESENTACIÓN

UN DÍA, JUNTO A LAS BARCAS pesqueras a orillas del lago de Genesaret, por las industriosas ciudades de Galilea, entre los riscos y los descarnados barrancos de la tierra de Judá... pasó el Rabí de Nazaret. No había estudiado a los pies de los grandes maestros de Israel, ni asistido a las lecciones de los sabios rabinos a la sombra de los pórticos del Templo; sin embargo, Jesús, el hijo de José el artesano (Mt 13, 55), predica a las gentes de Palestina, discute ventajosamente con los escribas y fariseos y —¡cosa admirable!— «no habla como los demás rabinos, sino como quien tiene potestad» (Mt 7, 29). A su paso no hay un corazón que reste indiferente: unos le aman; otros le odian hasta el paroxismo de su furor. El Maestro de Galilea gusta de estar largos ratos explicando a las turbas el anuncio de la salvación, y de adoctrinarles acerca del reino de Dios que comienza.

El Hijo del Hombre, en su delicada condescendencia divina, se acomoda a la capacidad de las inteligencias de sus oyentes y, con el cebo de sus parábolas, les hace tragar el anzuelo de la doctrina: ¡Cuántas cosas les ha contado del reino de los cielos! Sus más fieles discípulos las conservarán entrañablemente grabadas en su memoria y en su corazón, hasta el final de sus vidas. Con el tiempo, algunos de ellos, movidos especialmente por el Espíritu Santo, escribirán muchas de las gestas y dichos del Maestro, que los apóstoles —y singularmente Pedro— venían repitiendo oralmente en su catequesis. Y los discípulos de los discípulos, de generación en generación, nos transmitirán el palpitar del corazón del Dios-Hombre, en las páginas siempre vivas del Evangelio.

Jesús ameniza su doctrina con parábolas, que agradan e impresionan a las gentes sencillas. Pero esas parábolas, como una sabrosa granada que nunca se consume, serán exprimidas, desmenuzadas con cariño hasta el fin de los tiempos, para dar lozanía y frescor a nuestras bocas, y luz y esperanza a nuestras inteligencias necesitadas.

Entre los discípulos de los discípulos de Jesús, los Santos Padres nos han dejado un rico tesoro de comentarios a las parábolas de Nuestro Señor. De esos comentarios destacan las homilías del papa san Gregorio, de cuyos escritos homiléticos hemos hecho la presente selección.

Alguien ha definido certeramente las parábolas evangélicas como una comparación prolongada, empleada por Nuestro Salvador, con el fin de enseñar una verdad de orden sobrenatural, referente al Reino de Dios.

La parábola, como la alegoría, tiene su origen en la comparación. Esta une dos términos por medio de una partícula, o de un verbo, o de ambas cosas: «Judá es como un león rugiente». Precisamente, la parábola es el desarrollo de la comparación mediante un relato ficticio, con vistas a un fin didáctico. Es corriente que las parábolas del Evangelio empiecen con una fórmula comparativa expresa: «El reino de los cielos es semejante a...», por ejemplo, un tesoro escondido en el campo... Aquí, en la parábola, la comparación se desarrolla y no se reduce a dos términos; sino que compara dos situaciones: la del reino de los cielos y la del tesoro escondido. Pero, a diferencia de la alegoría, en la parábola cada uno de los relatos conserva su significado propio y original: el tesoro escondido significa tesoro escondido; al cual es comparado el reino de los cielos. Si quitásemos al segundo relato de la comparación su sentido propio y lo sustituyésemos por un sentido figurado, convertiríamos, si el caso lo permite, la parábola en alegoría. Por tanto, la parábola está dentro del ámbito del sentido propio; la alegoría, en cambio, en el del impropio, concretamente, en el del figurado.

Pero, a veces, las dos situaciones comparadas tienen una honda e insinuante correspondencia. Piénsese, por ejemplo, en la parábola de los viñadores perversos: «Un hombre plantó una viña, la arrendó a unos viñadores, y se ausentó por mucho tiempo. A su tiempo envió un siervo a los viñadores, para que le dieran del fruto de la viña. Pero los viñadores después del golpearlo lo despacharon con las manos vacías. Y volvió a enviarles otro siervo. Pero ellos lo azotaron y lo ultrajaron, y lo despacharon con las manos vacías. Y volvió a enviarles un tercero, pero ellos lo hirieron y lo echaron. Dijo entonces el dueño de la viña: “¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado; tal vez a él le respetarán”. Pero los viñadores al verlo comentaron entre ellos: “Este es el heredero; matémosle, para que su herencia pase a nosotros”. Y, sacándolo fuera de la viña, lo mataron. ¿Qué hará, pues, con ellos el dueño de la viña? Vendrá y exterminará a esos viñadores, y dará la viña a otros» (Lc 20, 9-16). ¿Quién no verá, al leer esta parábola, una representación figurada de la historia religiosa del pueblo de Israel? ¿Quién no verá a los profetas de Yahwéh en los siervos enviados a recoger el fruto de la viña y, finalmente, a nuestro Señor —el Hijo de Dios— en el hijo del dueño de la viña, arrojado fuera y muerto por los viñadores? Realmente aquí nos encontramos ante una parábola, cuyos dos términos de comparación tienen profundísimas relaciones; no son dos relatos, diríamos, incomunicados. La historia de los viñadores es también una alegoría de la historia de Dios y el pueblo elegido. Estamos, por tanto, ante un caso de parábola mixta, que a su vez es alegoría.

Es evidente la utilidad de la parábola como recurso didáctico para exponer una doctrina al pueblo, por su fuerza para atraer el interés y su honda incisión en la memoria: una vez fuertemente retenida en esta la anécdota, queda casi indeleblemente grabada la doctrina correlativa. Por eso, Nuestro Señor, ante las muchedumbres sencillas, empleó a menudo este eficaz procedimiento oratorio. Además, la parábola evangélica, por la hondura de su contenido, se presta ampliamente a ulteriores indagaciones y correspondencias, al ser de nuevo comentada. De ahí que haya sido siempre una cantera inagotable de donde extraer los tesoros del mensaje de Jesús.

* * *

Dichas estas cosas, conviene que pasemos a presentar, brevemente, a nuestro autor. San Gregorio Magno fue una de las últimas luces esplendorosas de la era propiamente patrística. Nació en Roma hacia el año 540. Pertenecía a una ilustre familia de patricios. Como otros muchos Santos Padres, abandonó la carrera política en la flor de la edad y cuando la fortuna le sonreía: renunció al cargo de pretor de Roma, vendió sus cuantiosas riquezas —que repartió entre los pobres y en donaciones pías y religiosas—, convirtió la casa de sus mayores, situada sobre el monte Celio, en un monasterio y allí se retiró al recogimiento del claustro, organizado bajo la disciplina de la Regla de San Benito.

Pero no permanecería por muchos años en aquella paz. Gregorio, como Ambrosio, había dado muestras de especial competencia para los asuntos políticos antes de retirarse del mundo, de la misma manera que ahora sabía ser un monje humilde y observante. Así pues, la Sede Romana requirió pronto sus servicios y él, convencido de que era la Voluntad de Dios, volvió a los negocios públicos, muy a pesar suyo, pero con ánimo esforzado, para defender los intereses de la Iglesia y de las almas. Al cabo de poco tiempo fue elevado a la dignidad cardenalicia. Poco después marchó a Constantinopla en calidad de Nuncio Apostólico, misión esta de las más delicadas y difíciles, por los antagonismos políticos entre las dos capitales del Imperio romano desmembrado. En 590 era elegido papa. Murió en 604.

San Gregorio, como buen romano, fue hombre de genio práctico, manifestado en sus difíciles misiones diplomáticas y en el gobierno sabio de la Iglesia. Este mismo genio aparece también en sus escritos, en los que tiene especial preferencia por los temas pastorales, morales y canónicos, entremezclando la doctrina dogmática con las exhortaciones ascéticas.

Sus obras literarias pueden reducirse esencialmente a dos grupos: las Homilías y los Diálogos. Estos últimos son una colección de consideraciones espirituales; fueron probablemente redactados en 593 y 594; Gregorio, a la sazón, tras unos años de intenso trabajo en el gobierno de la Silla apostólica, se tomó una temporada de retiro para reorganizar su vida interior; su íntimo amigo, el diácono Pedro, le hacía compañía; ambos charlaban de cosas espirituales y se inflamaban mutuamente en el amor de Dios y en los deseos de santidad y de caridad con el prójimo. De vez en cuando, Gregorio resumía esas charlas, dándoles forma literaria.

Las Homilías integran tres series: las 22 homilías sobre Ezequiel, las 40 sobre distintos pasajes de los Evangelios —Homiliae in Evangelia— y las Morales —Moralium libri XXXV sive expositio in librum Iob—.

La doctrina de san Gregorio Magno tiene muchos puntos comunes con la de san Agustín: la perfección no excluye totalmente las pequeñas faltas, debidas más bien a la intrínseca limitación humana que a la ausencia de buena voluntad; en su temática tiene un puesto predominante el amor de Dios y del prójimo; el amor es esencialmente activo y ha de traducirse en obras; analiza la tentación y da avisos sagaces para saberse conducir en ella.

La ascética de san Gregorio trasluce claramente una unidad y un centro: Cristo. Percibió el santo, de modo pleno, la responsabilidad de su ministerio de pastor de las almas y a esta misión van dirigidos principalmente sus escritos, fruto, en general, de su propia predicación oral. A instruir a los fieles en las sendas de la perfección cristiana dedica conscientemente sus esfuerzos. No se dirige a un determinado grupo de personas, sino, casi siempre, a los fieles corrientes; de vez en cuando, a los sacerdotes, recordándoles su misión y dándoles doctrina para que sepan conducir a los demás fieles. Entre los deberes pastorales insiste en la predicación y en la corrección fraterna y amorosa, pero llena de sentido de responsabilidad, que deben hacer los ministros del Señor a toda clase de personas, según sus condiciones, pero sin dejarse vencer por la timidez, la cobardía, los respetos humanos o la falsa prudencia de la carne.

Nos obligaría a escribir más páginas de las que queremos si intentáramos siquiera resumir la multiforme labor de san Gregorio Magno en los catorce años de su pontificado. Baste consignar, además de lo ya dicho, que el Santo Padre echó las bases de la estructura de los dominios temporales de la Iglesia, es decir, del Patrimonium Petri de la Sede Romana. Hizo frente generosamente a las calamidades sociales y económicas, que produjeron en su tiempo las recientes invasiones de los bárbaros. Protegió a Roma de los longobardos, a los que, finalmente, encauzó hacia su conversión al catolicismo. Envió misioneros a Inglaterra y estrechó relaciones con Francia y los visigodos de España. Se mantuvo hábil en los conflictos diplomáticos con Constantinopla. Reorganizó la disciplina eclesiástica y la liturgia: de él procede la revisión del canto en las iglesias, llamado por esta causa canto gregoriano.

* * *

La selección de homilías sobre las parábolas del Evangelio, que integran el presente volumen, está sacada de las Homiliae in Evangelia de san Gregorio, recogidas en la edición de MIGNE, Patrología, Series latina, vol. LXXVI, columnas 785-1314. Hemos seguido, con ligeros retoques, la versión castellana, de autor desconocido, revisada y publicada por el docto sacerdote don Francisco Caminero en 1878. Para los pasajes evangélicos, al principio de cada capítulo, ha sido adoptada, la versión de la Sagrada Biblia. Santos Evangelios, EUNSA, 3.ª ed., Pamplona, 1990.

NEBLÍ siente especial alegría en poner a disposición de sus lectores los escritos de los Santos Padres. Estos, después de la Sagrada Escritura, constituyen, juntamente con los documentos del Magisterio de la Iglesia, la fuente más pura y rica de las enseñanzas cristianas. Hacia los escritos de los Padres debemos sentir los fieles de la Iglesia de Cristo un hondo respeto, una cariñosa veneración y un acuciante deseo de aprender su doctrina para hacerla vida en nuestras propias vidas.

JOSÉ MARÍA CASCIARO

PARÁBOLA DEL TESORO ESCONDIDO

El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, gozoso del hallazgo, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.

Asimismo, el Reino de los Cielos es semejante a un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.

Asimismo, el Reino de los Cielos es semejante a una red barredera que, echada en el mar, recoge toda clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y sentándose echan lo bueno en cestos, mientras lo malo lo tiran fuera. Así será el fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí será el llanto y rechinar de dientes.

¿Habéis entendido todo esto? Le respondieron: Sí. Él les dijo: Por eso, todo escriba instruido acerca del Reino de los Cielos es semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas (Mt 13, 44-52).

El reino de los cielos, carísimos hermanos, se dice semejante a las cosas terrenas, para que nuestra alma, por el conocimiento de lo que ve, venga en conocimiento de lo desconocido, de modo que por las cosas visibles se sienta atraída a las invisibles, y excitada por lo que diariamente aprende, se enardezca y aprenda, por lo conocido que sabe amar, a tener amor a lo que no conoce. He aquí, pues, que el reino de los cielos es comparado a un tesoro escondido en un campo, «cuyo tesoro esconde el hombre que lo encuentra, y lleno de gozo por tal hallazgo, va y vende todo cuanto posee y compra aquel campo». Debemos considerar en todo esto, que el tesoro hallado es escondido con el fin de conservarlo; porque no basta para defender de los espíritus malignos el deseo de la bienaventuranza celestial, vulnerable a las alabanzas humanas. En la vida presente estamos colocados como en un camino por el que vamos a nuestra patria. Los espíritus malignos nos asaltan en él a manera de ladrones. Por consiguiente, tiene deseos de que le roben quien lleva a la vista un tesoro en su camino. Os digo esto, no con el fin de que nuestros prójimos no vean nuestras obras, pues está escrito: «Vean nuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos»[1]; sino con el fin de que no busquemos alabanzas por lo que hacemos en público. Que las acciones que obréis en público sean realizadas de tal manera que vuestra intención permanezca oculta; para que demos ejemplo a nuestros prójimos con nuestras buenas obras; pero con nuestra intención, con la que procuramos agradar solo a Dios, hemos de desear que permanezcan ocultas. El tesoro significa los deseos celestiales, y el campo en que se esconde este tesoro significa la conducta para alcanzarlos. Por tanto, compra este campo el que, vendido todo cuanto posee y renunciando a los placeres de la carne, tiene a raya todos sus deseos terrenales, conservando las divinas enseñanzas, de manera que no tenga gusto por nada de lo que deleita a la carne, ni se horrorice nuestro espíritu por ninguna de las cosas que mortifican nuestra vida carnal.

También se dice que es semejante el reino de los cielos a un comerciante que anda en busca de buenas perlas, y hallando una muy preciosa, vende cuanto tiene y la compra; porque quien llega a conocer perfectamente la dulzura de la vida celestial, en cuanto es posible, abandona con sumo gusto todo cuanto amaba. En comparación de aquella, nada tiene valor, y el alma abandona todo cuanto había adquirido, derrama todo cuanto había congregado, se enardece con el amor de las cosas celestiales, no siente placer en las cosas terrenas, y considera como deforme todo lo que le parecía bello en la tierra, porque solo brilla en el alma el resplandor de aquella perla preciosa. Acerca de este amor dice Salomón: «El amor es fuerte como la muerte»[2]; porque, así como la muerte quita la vida al cuerpo, así también el amor de la vida eterna mata al amor de las cosas corporales. El que está perfectamente posesionado de este amor, queda como insensible a los deseos terrenos.

Ni la santa, cuya fiesta celebramos en este día, hubiera podido morir por Dios en cuanto al cuerpo, si primeramente no hubiera muerto en su interior a los deseos terrenales. Su alma, llegada a la cúspide de la virtud, no hizo caso de las torturas y despreció los premios: presentada ante los tribunales armados, se mantuvo firme, más fuerte que el verdugo, más elevada que el juez. ¿Qué decimos a esto nosotros, hombres ya fuertes y robustos, cuando vemos cómo débiles niñas van por medio del hierro al reino celestial? ¿Qué decimos nosotros, a quienes domina la ira, hincha la soberbia, perturba la ambición y mancha la impureza? Y si no podemos llegar a conseguir el reino de los cielos sufriendo persecuciones, al menos nos ha de avergonzar el no seguir a Dios por la vía de la paz. A ninguno nos dice ahora Dios: Muere por mí; sino: Mata en ti al menos los deseos ilícitos. Si, pues, no queremos sujetar los deseos de la carne, ¿cómo llegaríamos a dar la misma carne en caso de persecución?

También se compara el reino de los cielos a una red de pescar arrojada al mar, la cual recoge toda clase de peces, y cuando se ha llenado se la saca a la playa, en la que son escogidos los peces buenos para guardarlos y los malos para arrojarlos. La santa Iglesia es comparada a una red de pescar, porque también está encomendada a pescadores, y por medio de ella somos sacados de las olas del presente siglo y llevados al reino celestial, para no ser sumergidos en el abismo de la muerte eterna. Congrega toda clase de peces, porque brinda con el perdón de los pecados a los sabios e ignorantes, a los libres y a los esclavos, a los ricos y a los pobres, a los robustos y a los débiles. De aquí que diga a Dios el Salmista: «A Ti vendrá toda carne»[3]. Esta red de pescar llegará a estar completamente llena, cuando contenga a todo el género humano. Será sacada y los pescadores se sentarán junto a ella en la playa; porque, así como el tiempo está representado por el mar, así también la playa del mar representa el fin de los siglos. Al fin de los siglos serán separados los peces buenos para ser conservados, y los malos serán arrojados fuera; porque los elegidos serán recibidos en los tabernáculos eternos, y los réprobos, después de perdida la luz del reino interior, serán arrojados a las tinieblas exteriores. Al presente estamos mezclados los buenos con los malos, como los peces en la red; pero la playa nos dirá qué es lo que contenía la red, esto es, la santa Iglesia. Los peces que son pescados ya no pueden mudarse; mas nosotros somos cogidos, siendo malos, para que nos convirtamos en buenos. Pensemos mucho, carísimos hermanos, durante la pesca, para que no nos separen en la playa. Ved cuán grata es para vosotros la fiesta de este día, de suerte que siente no poca molestia cualquiera de vosotros que no pueda asistir a ella. ¿Qué hará, pues, en aquel día el que sea separado de la presencia del juez y de la compañía de los elegidos, el que sea privado de la luz y atormentado con el fuego eterno? Esta misma comparación la explicó en pocas palabras el Señor, cuando dijo: «Así sucederá en la consumación de los siglos. Saldrán los Ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí será el llanto y el crujir de dientes». Esto, hermanos carísimos, es más para temerse que para explicarse. Bien terminantemente se nombran los castigos que esperan a los pecadores, para que nadie se excuse por ignorancia, si se hablase con alguna oscuridad acerca de los suplicios eternos. De aquí que todavía añada el mismo Jesucristo: «¿Habéis entendido todas estas cosas?». Y le contestaron: «Sí, Señor».

Al final del Santo Evangelio de este día se añade: «Por consiguiente, todo escriba docto en el reino de los cielos, es semejante a un padre de familia que saca de su cofre lo antiguo y lo nuevo». Si entendemos por lo nuevo y lo antiguo de que se hace mención ambos Testamentos, no podemos admitir que Abrahán fuese docto, el cual, aunque conoció los hechos del Antiguo y del Nuevo Testamento, no publicó las palabras. Tampoco podemos comparar a Moisés con el padre de familia, porque si bien explicó lo referente al Antiguo Testamento, no manifestó la materia del Nuevo. Por consiguiente, excluida semejante inteligencia de estas cosas, tenemos que buscar otra. En todo lo que dice la misma Verdad con estas palabras: «Todo escriba docto, en el reino de los cielos, es semejante a un padre de familia», puede entenderse que no se habla solamente de los que hubieren pertenecido a la Iglesia; sino de todos los que podían haber pertenecido, los cuales sacan a luz cosas antiguas y nuevas, cuando con sus palabras y sus obras nos dan a conocer las predicaciones de ambos Testamentos. Puede entenderse también de otra manera. Lo viejo del linaje humano fue bajar a las mazmorras del infierno, sufrir por sus pecados tormentos eternos. Mas por la venida del Mediador se le agregó una cosa nueva, a saber, que, si cuida de vivir bien, puede penetrar en el reino de los cielos; y que el hombre nacido en la tierra muera de esta vida corruptible para ser colocado en el cielo. Hay, pues, lo viejo: que el linaje humano muera por la culpa para pena eterna; y lo nuevo: que, convertido, viva en el cielo. Y así, lo que el Señor añade en la conclusión de su plática, es ciertamente lo mismo que había dicho anteriormente. Primero hace la comparación del reino de los cielos con el tesoro escondido y con una piedra preciosísima, y después habla de las penas del infierno y del fuego con que serán atormentados los malos; y para concluir, añade: «Por consiguiente, todo escriba docto, en el reino de los cielos, es semejante, a un padre de familia que saca de su cofre cosas nuevas y viejas. Como si dijera terminantemente: En la santa Iglesia aquel es un predicador docto, que sabe decir cosas nuevas acerca de la suavidad del reino celestial, y cosas antiguas acerca del terror de los tormentos, para que se aterren con las penas los que no se mueven a obrar el bien con el aliciente de los premios. Prestemos atento oído a lo que se nos dice del reino celestial que debemos amar; prestemos atento oído a lo que se nos dice de los suplicios para que, si no nos mueve a obrar el amor del reino celestial, al menos nos incite el temor. Ved, pues, qué se nos dice del infierno: «Allí será el llanto y el crujir de dientes». Como a los goces presentes siguen, hermanos carísimos, los lamentos perpetuos, huyamos aquí de la vana alegría, si es que temblamos llorar allá. Ninguno puede gozar aquí con el mundo, y reinar allá con Cristo. Mitiguemos los impulsos de los placeres temporales, y dominemos los gustos de la carne, para que recibamos sin trabajo los gozos eternos con el auxilio de nuestro Señor Jesucristo.

(Homilia 11 in Evangelia)

[1] Mt 5, 16.

[2] Cant 8, 6.

[3] Ps 64, 3.