Kitabı oku: «Postmodernismo y metaficción historiográfica. (2ª ed.)», sayfa 7

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El Señor finalmente fracasa en lo substancial. Su papel como guardián del texto único es socavado por las consecuencias democratizadoras que se derivaron de la introducción de la imprenta en España.44 Su intento de encerrar la realidad dentro de los limitados confines de su palacio choca con una realidad fragmentaria que se resiste a su proyecto totalizador. En una de las imágenes finales que la novela presenta de este personaje se subraya su incompetencia como lector de una realidad proteica: “La historia era un gigantesco rompecabezas; entre las manos transparentes del Señor, solo había dejado unas cuantas piezas quebradas” (TN 714).

La reflexión metahistórica en “El viejo mundo” gira en torno al fracaso de esta visión escurialense del devenir. El Señor aplica a su visión de la historia los mismos parámetros estéticos que usara en su construcción del Escorial: las visiones unívocas de la realidad, la ortodoxia intolerante, la monumentalidad opresiva, la frialdad de las formas y el dogmatismo de los contenidos. Si a nivel estético, su proyecto se convierte en un monumento a la muerte y, por tanto, niega la función del arte como expresión vital, a nivel historiográfico, su obra resulta ser un registro altamente selectivo en el que se niega la existencia a aquellos sucesos que puedan amenazar su autoridad. La construcción del palacio y la escritura de la historia patrocinada por el Señor pretenden funcionar como antítesis del proyecto cultural que Fuentes propone en Terra Nostra. Pero paradójicamente, estos dos niveles de “El viejo mundo” (estético e historiográfico), muestran también sorprendentes parecidos con algunos de los postulados globales de la novela.

A continuación, comentaré algunas de esas semejanzas que pudieran hacer del Escorial una mise en abyme no deseada (en positivo, no en negativo) de Terra Nostra. No una antítesis de la visión estética e historiográfica de Fuentes, sino su encarnación inconsciente. Mi intención es estudiar algunas de las más importantes paradojas que han venido surgiendo en el análisis de la novela y que entre los críticos han sido objeto tanto de ataques virulentos como de fáciles celebraciones.

Fue Robert Coover quien primero señaló la más sorprendente de las ironías que encierra Terra Nostra: “en conjunto, la rigidez del diseño, la hostilidad hacia el personaje individual, la devoción doctrinal y la arrogancia señorial hacen comparable la elaboración de Terra Nostra a la laboriosa construcción del Escorial y, como la necrópolis del rey Felipe, el libro lleva trazas de haberse tratado más de una obligación que de un acto de amor” (44). Al tratarse de una simple reseña de la novela, Coover no entra en detalles. Sin embargo, su hipótesis es de gran importancia para la interpretación del proyecto estético de Fuentes, así como para el estudio de Terra Nostra a la luz del actual debate sobre el postmodernismo.

En una obra tan temprana como Aura ya existían indicios del interés de su autor por los grandes proyectos macrohistóricos. El protagonista de Aura, Felipe, es un historiador obsesionado por la creación de una obra total: “Si lograras ahorrar por lo menos doce mil pesos, podrías pasar cerca de un año dedicado a tu propia obra, casi olvidada. Tu gran obra de conjunto sobre los descubrimientos y conquistas españolas en América. Una obra que resuma todas las crónicas dispersas, las haga inteligibles, encuentre las correspondencias entre todas las empresas y aventuras del siglo de oro, entre los prototipos humanos y el hecho mayor del Renacimiento” (140) [la cursiva es mía]. Esta obra imposible es, en muchos sentidos, Terra Nostra.45 Una novela histórica en la que se intenta una síntesis utópica entre lo disperso y lo monumental. Al igual que ocurre en otras novelas enciclopédicas del postmodernismo, esta síntesis se manifiesta, en última instancia, como imposible, de ahí que ambos elementos (fragmentación y totalización) coexistan en tensión dentro de Terra Nostra.46

La novela de Fuentes reivindica lo fragmentario y múltiple, frente a lo lineal y unívoco, defiende lo colectivo y polifónico, en oposición a lo individual y monocorde. Sin embargo, su diseño, como sugiere Coover, parece bastante rígido: tres partes (“El viejo mundo”, “El nuevo mundo” y “El otro mundo”) que se corresponden con tres ámbitos distintos (la España medievalizante del Señor, el descubrimiento y conquista de América y los movimientos heréticos surgidos a la sombra del Renacimiento) y que dramatizan una visión particular del devenir histórico. A este patrón general se suman los ciclos temáticos en que se agrupan los capítulos y las complejas redes simbólicas. Si a ello añadimos la continua serie de binomios que hace que todo personaje, situación o idea se defina por oposición a su contrario, el resultado es una impresión general de orden absoluto y estructura jerárquica, un orden y jerarquía que se encuentran al servicio último no de una constelación infinita de intereses y puntos de vista, como pretende su autor, sino del proyecto cultural de Carlos Fuentes.

En este contexto resulta decepcionante que el análisis más detallado de la metáfora escurialense (el libro de Raymond Lee Williams sobre Carlos Fuentes) llegue a unas conclusiones aún más paradójicas que las expresadas en Terra Nostra.47 Para Williams, El Escorial funciona como mise en abyme de la novela, una idea ciertamente sugestiva que ya había apuntado Coover en su reseña para el New York Times y en la que he venido insistiendo a lo largo del presente capítulo. Ahora bien, si en la lectura de Coover y en la mía El Escorial constituye una metáfora no deseada por el autor (la encarnación de aquello que Fuentes dice combatir: la totalización, la exclusión, el dogmatismo, la represión), en la visión de Williams se presenta como la materialización de la visión democrática y postmodernista de Carlos Fuentes. En un intento por justificar los aspectos más contradictorios de Terra Nostra, Williams convierte la necrópolis de Felipe II en la imagen que sintetiza el proyecto multicultural de la novela, una tesis difícilmente sostenible para cualquier historiador de la cultura. De acuerdo con Williams, El Escorial es, al igual que Terra Nostra, un objeto multicultural (1996: 48, 53, 57, 58, 59) que abarca y refleja las fuerzas culturales heterogéneas en juego durante la España del siglo XVI y que sintetiza la cultura exportada a las colonias españolas durante más de tres siglos (1996: 49).48

Para cualquiera que haya visitado El Escorial y haya sobrevivido al sistema educativo de la España franquista resulta obvio que tanto este monumento como el reinado de Felipe II representan precisamente lo contrario de lo sugerido por Williams. ¿Cómo podría el palacio/necrópolis/monasterio de Felipe II ser una celebración de la heterogeneidad cultural española, como afirma constantemente Williams, si fue construido como fortaleza del dogma y ha permanecido en el imaginario colectivo español como símbolo de la intolerancia y el oscurantismo de la Contrarreforma? Por otra parte, cuando hablamos de culturas nacionales, sería conveniente distinguir entre cultura hegemónica, cultura popular y cultura oposicional. Incluso el propio concepto de cultura nacional es cuestionable en una España en la que todavía existían comunidades históricas que conservaban sus formas de gobierno autónomo y en las que se producían manifestaciones culturales que, afortunadamente, no guardaban ninguna relación con el concepto de cultura que se desprende del Escorial. El hecho de que este último represente la cultura hegemónica sustentada por su creador, no significa que encarne la “cultura española” en toda su heterogeneidad. El Escorial puede interpretarse como un microcosmos, como hace Williams, pero no “a microcosm of sixteenth-century Spanish society” (1996: 59), sino como microcosmos de la oscura utopía personal de Felipe II.

La equívoca lectura que Williams hace del Escorial rescata algunos datos interesantes, pero en última instancia cae en una tendencia muy generalizada dentro de la crítica contemporánea: la manipulación de los textos a la luz de clisés postestructuralistas. En lo que podríamos calificar como un caso de “ventriloquía” teórica, el crítico hace que el objeto estético bajo análisis repita aquello que el propio crítico desea oír. El postmodernismo, cabría recordar, va más allá de la simple mezcla de estilos y la crítica postmodernista debe ir también más allá de la mistificación acrítica de la heterogeneidad y de su proyección sobre cualquier artefacto cultural. Querer ver rasgos postmodernos en una arquitectura producida dentro de un contexto ultraconservador como el de la España de Felipe II es un contrasentido. Para muchos españoles que sufrieron la dictadura de Franco, El Escorial representa junto con El Valle de los Caídos, la manifestación más flagrante de una relectura de la historia no postmoderna como la de Williams, sino antimoderna y autoritaria; algo que Fuentes recalca en Terra Nostra, pero que escapa a la interpretación de Williams.49

Una nueva paradoja viene dada por el hecho de que, si bien Terra Nostra reivindica a los seres anónimos, a las minorías, al pueblo frente a la autoridad y la élite, el protagonista indiscutible de la novela es una de las grandes figuras de la historia: Felipe II. Así, mientras El Señor ostenta la personalidad más rica y compleja de la novela, el llamado grupo de los “obreros” (Jerónimo, Martín, Nuño y Catilinón) es representado de modo estereotipado: se trata de personajes zafios, rudos, a veces brutales, siempre ignorantes y susceptibles de ser manipulados por el poder institucional.50 Aunque sin demasiada profundidad psicológica, los intelectuales ocupan el otro lugar privilegiado. Mientras que el Señor domina “El viejo mundo”, en la última parte tiene que compartir tal protagonismo con artistas, herejes y comuneros. Estos grupos antihegemónicos, que tienen su caldo de cultivo entre la pequeña burguesía, son en Terra Nostra la élite que, según Fuentes, debía haber liderado la modernidad en España e Hispanoamérica y que todavía debe seguir ocupando un papel protagonista en el mundo hispánico.

A nivel historiográfico, la novela de Fuentes acusa a la historia del Señor de ocultar acontecimientos y de manipular la verdad. Pero, por su misma condición ficticia, el proceso de selección de los acontecimientos en Terra Nostra es aún más arbitrario. Esto es algo perfectamente admisible en una obra de ficción, lo que no parece tan admisible es la pretensión del novelista de hacer de su obra un instrumento cognitivo superior al del discurso historiográfico: “Porque la historia de España ha sido lo que ha sido, su arte ha sido lo que la historia ha negado a España. El arte da vida a lo que la historia ha asesinado. El arte da voz a lo que ha historia ha negado, silenciado o perseguido. El arte rescata la verdad de mano de las mentiras de la historia” (CCL 43-4). La literatura imaginativa puede decir aquello que la historia calla, como Fuentes pretende, pero también silencia a menudo aquello que la historia dice. De igual modo, el discurso de la novela no tiene por qué estar ausente de intereses de grupo, ni tampoco oponerse siempre al poder institucional. Esta oposición entre literatura (a la que Fuentes asocia con los valores de apertura y progreso) e historia oficial (que representaría, por el contrario, la clausura y el oscurantismo) podría llevar a una fácil idealización de la actividad creadora, si no es contemplada a la luz del contexto sociocultural en que fue producida.

Muchas de las paradojas que acabamos de discutir encuentran explicación dentro de los marcos de interpretación que nos ofrecen el actual debate sobre el postmodernismo y la tradición literaria e historiográfica del mundo hispánico. El deseo y la sospecha de las visiones totalizantes de la realidad son dos tendencias antagónicas que tienden a aparecer juntas en muchas novelas históricas contemporáneas. De acuerdo con Hutcheon, las metaficciones historiográficas del postmodernismo responden a un impulso paradójico que les lleva a instalar, e inmediatamente subvertir, “the teleology, closure and causality of narrative, both historical and fictive” (1989: 63). Este doble impulso tiene por finalidad, según Hutcheon, desmantelar el proceso mediante el cual representamos la realidad y hacemos que nuestra representación parezca un todo ordenado y coherente. Al desvelar los mecanismos de representación de la literatura y de la historia en toda su arbitrariedad, las novelas históricas postmodernistas cuestionan las pretensiones de verdad de la historiografía tradicional y la epistemología objetivista del realismo literario.

Como se ha venido apuntando, tanto en sus ensayos como en sus novelas Fuentes insiste en la necesidad de construir modelos totales de representación. Ahora bien, es necesario aclarar el concepto de totalización que propone el novelista mexicano. Por novela totalizante Fuentes no entiende una narrativa que se presente como coherente, continua y unificada. Ni tampoco entra en el programa estético de Fuentes imponernos una visión excluyente de la realidad. Ambas tendencias están presentes en Terra Nostra, pero no como objeto de culto sino de la parodia del autor. La novela total de Fuentes se plantea, por el contrario, como “un programa de libro abierto, de escritura común” (CCL 96). De estas palabras, que Fuentes usa para describir la poética de Joyce en Finnegans Wake se deduce la intencionalidad antiautoritaria que Fuentes adscribe a su concepto de totalización. Hacer de la novela un gran “campo de posibilidades” en el que ninguna voz se sienta excluida. Abrir la obra para permitir que en ella coexistan “todos los contrarios vistos simultáneamente desde todas las perspectivas posibles” (CCL 106). No permitir que la escritura sea privilegio y propiedad de un solo autor o “Señor”, sino convertir la producción del texto en una actividad común y prolongada, por tanto, más allá del punto final del autor.51

Esta misma inclinación a inscribir y subvertir los mecanismos de representación tradicionales nos ayuda a comprender igualmente el interés de Fuentes por los grandes personajes de la historia oficial. El novelista elabora en “El viejo mundo” una radiografía del poder tiránico que ha asolado los pueblos de habla hispánica durante siglos. Para ello centra su atención en la figura de Felipe II y presenta su compleja personalidad mediante dos mecanismos principales: la reproducción en la novela de pasajes y anécdotas tomados de las crónicas más rancias, moralistas y reaccionarias que se han escrito sobre este personaje histórico y la creación de una trama fantástica. Al inscribirlas literalmente en sus aspectos más grotescos y fantásticos, Fuentes desautoriza tanto la veracidad de tales fuentes como la visión retrógrada que transmiten.

Por último, la recurrencia con que Fuentes privilegia la ficción sobre la historia en materia de verdad ha de entenderse a la luz del desprecio reiterado que el estamento intelectual manifestó hacia la literatura de creación durante siglos. Siguiendo una tradición moralista que se remonta a Platón, ya en el siglo XVI las primeras novelas y obras imaginativas fueron inmediatamente tachadas de mentirosas y mantuvieron esta etiqueta durante siglos.52 En España la oposición a la literatura de creación por parte del estamento eclesiástico y un sector importante del humanismo español fue tan virulenta que llegó a prohibirse la exportación de novelas al Nuevo Mundo, ejerciéndose, asimismo, una censura vigilante sobre todas las obras de imaginación producidas en la península.53 A este rechazo original de la ficción se habría de sumar más recientemente el desprecio que el positivismo mostró hacia el componente narrativo en la transmisión del conocimiento. Habrá que esperar hasta el presente siglo para encontrar una inversión de los criterios de valoración de la historia con respecto a la ficción.

En este contexto, las declaraciones de Fuentes han de entenderse como un intento de recuperar la dignidad de la literatura de creación, invirtiendo los términos en que se planteó tradicionalmente la dicotomía novela = mentira frente a historia = verdad. Para Fuentes, las novelas, como el arte en general, deben aportar algo nuevo a la realidad, completarla, y no limitarse al puro reflejo documental.54 A nivel historiográfico esto significa dar entrada dentro de su discurso a aquellas voces tradicionalmente silenciadas en el registro histórico. Las directrices del proyecto novelístico de Fuentes entroncan así con las nuevas corrientes de la historiografía contemporánea que, desde la llamada Escuela de los Anales francesa hasta el modelo genealógico de Foucault, buscan dar cabida a lo disperso, lo heterogéneo, lo marginal; en definitiva, a todo aquello que pasa por no tener historia. Con el breve comentario de estos tres aspectos polémicos del programa estético de Fuentes no he pretendido justificar la alternativa de este autor, sino intentar explicar tales paradojas dentro del contexto en que se han producido. Quedan, sin embargo, muchas preguntas sin contestar. Habrá que esperar hasta la última parte de Terra Nostra, “El otro mundo”, para ver la forma en que Fuentes resuelve este conflicto y algunas, no todas, de estas paradojas.

En resumen, podemos afirmar que el palacio del Señor funciona como mise en abyme central de la primera parte de Terra Nostra. Tanto si aceptamos la versión “oficial” de Fuentes sobre el tema, como si adoptamos la perspectiva crítica sugerida por Coover, Kerr o González Echevarría, es evidente que el monumento de Felipe II tiene un valor metafórico determinante en la novela. El Escorial ocupa significativamente el espacio represivo de la ortodoxia, tema dominante en “El viejo mundo”. En nuestro análisis de la tercera parte estudiaremos la otra gran mise en abyme de la novela, el Teatro de la Memoria de Valerio Camillo, como metáfora de la utopía oposicional que Fuentes propone en “El otro mundo”.

“El mundo nuevo”

La segunda de las tres partes en que se divide Terra Nostra, “El mundo nuevo”, centra su atención en el conflictivo encuentro entre la cultura judeocristiana y el mundo azteca, encuentro que Fuentes sitúa bajo el reinado de Felipe II. Recordemos que, si la primera parte de Terra Nostra terminaba con la llegada al Escorial del llamado “Peregrino”, hijo de Felipe el Hermoso y de Celestina, toda la sección titulada “El mundo nuevo” consiste en la relación que el Peregrino hace al Rey de su descubrimiento, conquista y fuga del Nuevo Continente. A diferencia de la ruptura radical de la linealidad narrativa llevada a cabo en “El viejo mundo” y “El otro mundo” (primera y tercera partes de Terra Nostra), los acontecimientos descritos en esta parte central se acomodan a una estructura cronológica bastante precisa. Sus diecinueve capítulos definen el itinerario del Peregrino desde su encuentro con Pedro en un paraje de la costa española (cap. 60), hasta México-Tenochtitlán, en el corazón mismo del imperio azteca (caps. 76-77). Los dos últimos capítulos (78-79) narran la huida del protagonista y su reaparición en el mismo paraje de la costa desde donde había emprendido su exploración. En su descripción del accidentado viaje del Peregrino, Fuentes crea una vasta red de alusiones en la que se superponen episodios significativos de la saga de Quetzalcóatl, el rey-dios de los aztecas, y el recorrido de Hernán Cortés en su conquista de México-Tenochtitlán.

De entre la amplísima variedad de temas mitológicos e históricos reescritos por Fuentes en esta parte de Terra Nostra me centraré en la interpretación de la leyenda supuestamente pre-hispánica del regreso de Quetzalcóatl y en la visión de la conquista que se desprende de la novela. En un primer apartado se exponen las versiones más autorizadas del mito, así como la versión que el propio Fuentes ha consignado en su obra ensayística. El objetivo es delimitar con la máxima precisión posible el trasfondo histórico y mítico sobre el que Fuentes recrea las diferentes variantes de la leyenda en el ámbito de la ficción. La segunda parte consiste en un análisis textual de “El mundo nuevo” orientado hacia el uso que Fuentes hace del material documental existente sobre el pasado prehispánico y el periodo de la conquista. El énfasis se da a tres niveles: textos náhuatl inmediatamente posteriores a la conquista de la Nueva España; historias, crónicas y relaciones de conquistadores y misioneros; y fuentes secundarias contemporáneas a la obra de Fuentes y procedentes de la antropología cultural y la etnohistoria. En el apartado final se estudian los recursos metaficticios mediante los cuales conecta el intertexto mítico y su investigación acerca de los mecanismos de la escritura.

Contexto histórico

Quetzalcóatl es una de las figuras más polifacéticas de las religiones mesoamericanas. Según David Carrasco (1982: 3), su culto puede rastrearse desde, al menos, los tiempos del gran centro cultural de Teotihuacán (100-750 d. C.) hasta la caída de la capital azteca en 1521. Para H. B. Nicholson (1976: 35) el nombre Quetzalcóatl (“la serpiente de plumas de quetzal”) se suele asociar con una doble identidad: la de un dios creador (Ehécatl Quetzalcóatl) y la de un casi legendario soberano tolteca (Topiltzin Quetzalcóatl), que adoptó el nombre del dios55. El primero, Ehécatl, tiene un valor demiúrgico capital en las cosmogonías del México Central. De los cuatro soles o eras en que los aztecas dividían el pasado, el segundo fue gobernado por Ehécatl Quetzalcóatl, quien participó asimismo en la formación del quinto sol o era presente. El nombre “Ehécatl”, “viento”, alude a su relación con esta fuerza natural y se le representa con una máscara bucal, a través de la cual sopló el viento de la creación (Quiñones Keber 1987: 77).56 Asociado con los conceptos de la creación y la fertilidad, Ehécatl Quetzalcóatl fue el dios protector del centro comercial y religioso de Cholula. Desde el punto de vista arqueológico, el culto a Ehécatl Quetzalcóatl aparece extendido por el México Central, el Oeste de Oaxaca y la costa del Golfo (Nicholson 1976: 36).57

Pero además del Quetzalcóatl dios (Ehécatl) existen numerosas referencias documentales a un soberano y sacerdote Tolteca que ostentaba el título de Topiltzin (“nuestro querido señor”) Quetzalcóatl. Los documentos inmediatamente posteriores a la Conquista contienen transcripciones de la historia azteca que hablan de esta figura legendaria que gobernó la ciudad de Tolán.58 Basándose principalmente en documentos del siglo XVI, H. B. Nicholson ha reconstruido una historia básica del mito tal y como floreció en las ciudades principales de México en el momento en que llegaron los españoles en 1519.59 Según Nicholson, Topiltzin Quetzalcóatl es un personaje histórico que existió en un periodo temprano de la historia tolteca y cuya figura habría de confundirse con la de Ehécatl Quetzalcóatl, dios antiguo de la fertilidad creador de la lluvia y el viento. Hijo de uno de los principales conquistadores toltecas, Topiltzin vengó la muerte de su padre y se alzó como líder secular y sacerdotal de un grupo de Tolán. Durante su reinado innovó numerosos aspectos religiosos y culturales, lo que habría de despertar un conflicto que acabó con el abandono de Tolán por parte de Topiltzin y sus seguidores.60 Dirigiéndose siempre hacia el este, tras una larga estancia en Cholula, desapareció más allá del horizonte conocido. Junto al valor de sus innovaciones en el ámbito de la religión y la cultura, los documentos analizados por Nicholson revelan la importancia de Topiltzin Quetzalcóatl como líder político y legitimador de las dinastías guatemaltecas de origen tolteca (1957: 360-361; 1976: 38-39).

La figura mixta de un Quetzalcóatl héroe-dios está íntimamente relacionada con el fenómeno de la conquista, o al menos con muchas de las versiones que de la misma han llegado hasta nosotros. Desde el mismo siglo XVI se barajaron diversas hipótesis para explicar la rápida conquista de todo un imperio por un grupo reducido de españoles. Una de las más populares fue, y sigue siendo, el miedo paralizante que los presagios y profecías ejercieron sobre el pueblo azteca, y especialmente sobre su soberano. De acuerdo con tales profecías, Quetzalcóatl habría de regresar para reclamar su trono en una fecha determinada (el año 1 Caña del calendario azteca), y el desembarco de los españoles en las costas del Golfo de México coincidió con el momento anunciado.

Un problema que, sin embargo, debemos tener siempre en cuenta al tratar temas relacionados con los mitos náhuatl es la ausencia de una literatura escrita anterior a la conquista y la falta de elementos de juicio que permitan aseverar la fiabilidad de muchos de los documentos a nuestro alcance. Los primeros intentos de sistematización de la mitología náhuatl, tanto por parte indígena como española, se acometieron en las décadas siguientes a la llegada de Cortés, es decir, después de la caída del imperio azteca. Este hecho, unido al proceso de intercambio cultural que resultó de la conquista y a los numerosos intereses que estaban en juego en esos momentos, dio lugar a versiones del mundo indígena muy diferentes y, en ocasiones, contradictorias entre sí. En relación con la figura mítica de Quetzalcóatl ha surgido en los últimos años una corriente crítica que cuestiona abiertamente la naturaleza prehispánica de algunas partes importantes del mito. En concreto, investigadores como Victor Frankl (1963), J. H. Elliott (1967), Jacques Lafaye (1974), Anthony Pagden (1986), Susan D. Gillespie (1989) y Werner Stenzel (1991) ponen en entredicho el valor decisivo de las profecías en la conquista de la Nueva España, e incluso su autenticidad. Lafaye, Pagden y Elliott, por ejemplo, sugieren la naturaleza apócrifa de los dos discursos de Moctezuma que Cortés “reproduce” (o mejor “produce”) en sus Cartas de relación, y en los que el soberano azteca reconoce en Cortés a un dios profetizado. La importancia de este hecho es clave porque, como señala Lafaye, la relación de Cortés es el documento más importante de que se valió Gómara, quien a su vez se convirtió en la fuente más influyente de los historiadores del siglo XVII (1974: 150). Para Lafaye, las versiones que sobre el mito de Quetzalcóatl han llegado hasta nosotros no tienen su origen exclusivamente en el mundo prehispánico, sino que son el resultado del sincretismo religioso y cultural que tuvo lugar en la Nueva España durante el siglo XVI. Al pensamiento apocalíptico indígena se sumó el mesianismo judeocristiano, y ambas tradiciones, según Lafaye, buscaron en el mito de Quetzalcóatl una forma de liberarse “from a situation that their religious conscience found intolerable, the situation of living a moment of history–and henceforth to be their common history–not foreseen by their respective prophets” (1974: 153). Desde el punto de vista de Pagden, Elliott, Frankl, Gillespie y Stenzel, la manipulación de Cortés se explicaría como un intento de legitimar la empresa conquistadora y de congraciarse con un rey que nunca le había autorizado a hablar por él.61 Así, el encuentro de Cortés con Moctezuma es presentado en los términos de la tradición política y judicial de la España del siglo XVI: el vasallo, en este caso Moctezuma, da la bienvenida a su “señor natural”, Cortés, quien a su vez se describe a sí mismo como embajador del rey (Pagden 1986: 467; Gillespie 1989: 181). Pero si en las Cartas de Cortés no hay ninguna alusión directa a Quetzalcóatl, tal conexión se produce en los escritos de los franciscanos Motolinía y Sahagún. Elliott ha subrayado la influencia de las tradiciones apocalípticas sobre los misioneros franciscanos, quienes habrían llegado al Nuevo Mundo con la esperanza utópica de fundar una nueva Iglesia, lejos de la corrupción eclesiástica que prevalecía en la Iglesia del momento. Cabría la posibilidad, según Elliott, de que Motolinía y Sahagún, en primer lugar, y otros misioneros después, hubieran agigantado el valor de los presagios y las profecías como manifestaciones de su propio plan providencialista. En resumen, las múltiples versiones de la leyenda favorecieron intereses particulares que podrían sintetizarse en un interés por legitimar y justificar las actitudes adoptadas en el momento de la conquista, tanto por parte de los aztecas como por parte de los conquistadores.

La versión que Fuentes nos ofrece de la saga del héroe-dios no muestra, sin embargo, escepticismo alguno. Como cabría esperar de un novelista, su retrato de Quetzalcóatl magnifica los rasgos más espectaculares y literarios del mito. En The Buried Mirror Fuentes presenta un Quetzalcóatl en el que se entremezclan los rasgos del dios y los del soberano-sacerdote de Tolán, así como las numerosas y contradictorias narrativas que han llegado hasta nosotros. Para Fuentes, Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, fue el creador de la humanidad, de la agricultura, de la vida en sociedad, el descubridor del maíz e inventor de la arquitectura, la canción, la escritura, la minería y la orfebrería, aquel que dio a los hombres sus herramientas y les enseñó a trabajar el jade y las plumas y a plantar el maíz. Por el número de sus enseñanzas, Quetzalcóatl llegó a ser identificado con el nombre mismo de los “toltecas”, palabra que significa “totalidad de la creación”. Su valor moral en la antigua Mesoamérica le lleva a Fuentes a equipararlo con la figura de Prometeo:

And so Quetzalcoatl became the moral hero of ancient Mesoamerica, in the same way that Prometheus was the hero of the ancient time of the Mediterranean–its liberator, even if liberation cost him his freedom. In the case of Quetzalcoatl, the freedom he brought to the world was the light of education– a light so powerful that it became the basis for legitimation of any potential successor state to the Toltec legacy (1992: 99).

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