Postmodernismo y metaficción historiográfica. (2ª ed.)

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Si el modernismo se caracteriza por una dominante de tipo epistemológico, el postmodernismo se origina en base a preocupaciones de carácter ontológico. En lugar de los problemas del conocimiento y la interpretación, los cuales sirven de inspiración a los autores modernistas, los postmodernistas se muestran más interesados en reflexionar sobre la naturaleza de lo literario y su relación con la realidad. Tales preocupaciones se articulan a tres niveles: 1) ontología de la realidad (¿qué mundo es este? ¿cómo está estructurado? ¿qué podemos hacer en él?); 2) ontología de la obra literaria (¿qué es una obra literaria? ¿cómo está estructurado el mundo proyectado por la obra?); y muy especialmente, 3) la confrontación de ambas (¿qué ocurre cuando mundos diferentes–la llamada “realidad empírica” y la realidad de la obra literaria–son enfrentados o cuando se violan sus marcos estructurales? ¿cuál es el modo de existencia de un texto en el mundo?).

Este cambio en la dominante es ejemplificado por McHale mediante la obra de autores que a lo largo de su carrera literaria recorren el espacio entre las preocupaciones epistemológicas del modernismo y las motivaciones ontológicas del postmodernismo. Autores como Samuel Beckett, Alain Robbe-Grillet, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Vladimir Nabokov, Robert Coover y Thomas Pynchon le sirven a McHale para ilustrar este cambio en la dominante, como se desprende de una comparación entre sus obras tempranas y su obra ulterior. McHale subscribe Molloy de Beckett, La jalousie de Robbe-Grillet, La muerte de Artemio Cruz de Fuentes, Rayuela de Cortázar, Pale Fire de Nabokov, The Origins of Brunists de Coover y V. de Pynchon a un perspectivismo modernista estilizado y próximo a la sensibilidad postmoderna, pero impregnado aún de preocupaciones epistemológicas características del movimiento modernista.

Intentan buscar una respuesta a preguntas tales como: ¿cómo puedo interpretar el mundo del que formo parte? ¿qué es aquello que puede ser conocido? ¿cómo lo conocemos? ¿cómo se transmite el conocimiento? ¿cuáles son los límites del mismo? Las obras más recientes de estos mismos autores reflejan en su mayor parte el mencionado cambio en la dominante, orientada ahora hacia la puesta en primer plano de sus respectivas ontologías y su relación conflictiva con la realidad extratextual. The Unnamable, La maison de rendez-vous, Terra Nostra, 62/Modelo para armar, Ada, The Public Burning, y Gravity’s Rainbow, se revelan, por su parte, como ejemplos paradigmáticos del repertorio postmodernista.

Por lo que se refiere al apartado teórico, McHale hace un uso ecléctico de la semiótica (Eco), el postestructuralismo (especialmente conceptos dispersos de Foucault), la crítica bajtiniana y la fenomenología. En relación con esta última corriente filosófica, se muestra particularmente interesado en el modelo desarrollado por Ingarden. La obra de Ingarden es una de las primeras en descubrir la “intrínseca complejidad ontológica” de la obra de ficción. Partiendo de los dos postulados básicos de Ingarden (el carácter heterónomo de la obra y su constitución polifónica), McHale pasa a describir los cuatro estratos que configuran la estructura de la obra literaria: sonidos, unidades de significado, objetos presentados y aspectos esquematizados.

De especial relevancia para el análisis que McHale hace de la ficción postmodernista, es el tercero de estos estratos (los objetos presentados). Para Ingarden los textos de ficción no solo conllevan información a través de cadenas significativas, sino que también proyectan objetos y mundos. Objetos puramente intencionales son proyectados tanto por las palabras como por unidades superiores de sentido (cláusulas, oraciones, etc.). Estos objetos representados constituyen una “esfera óntica” en sí misma, un mundo que es siempre parcialmente indeterminado. La indeterminación, como ya hemos visto en Hassan, constituye un rasgo que, aunque presente en la estructura óntica de toda obra literaria, se acentúa en los textos postmodernistas. Estos espacios de indeterminación pueden ser permanentes o temporales (hasta que son resueltos por el lector en el acto de concretización del objeto estético). Cuando la ambigüedad se mantiene de modo consistente, se produce una oscilación ontológica, un efecto oscilante de iridiscencia u opalescencia. Dos mundos (el del lector y el de la obra) parecen luchar por la supremacía sin que ninguno de ellos sea capaz de alcanzarla.

En su ensayo más extenso (1989) McHale describe el repertorio de estrategias que usa la ficción postmodernista para subrayar la ontología del texto y la del mundo. Para ello adapta de Hrushovski su modelo tridimensional de objetos semióticos. Estas tres dimensiones son: el mundo reconstruido, el continuum textual, y la dimensión de hablantes, voces y posiciones. En relación con la primera, McHale se muestra interesado en la construcción y deconstrucción de espacios fictivos llevada a cabo en los textos postmodernistas. A diferencia de las novelas realistas y modernistas, organizadas a través de la perspectiva de un personaje o de un narrador distanciado, el espacio “heterotópico” que caracteriza al postmodernismo es simultáneamente construido y deconstruido mediante una serie de estrategias que McHale denomina “juxtaposition, interpolation, superimposition, y misatribution” (45). El énfasis de su análisis reside en el modo en que los textos postmodernistas establecen e inmediatamente transgreden, las fronteras ontológicas entre mundos fictivos.

La segunda dimensión en el análisis de Hrushovski (el continuum textual) adopta en el postmodernismo literario formas abiertamente metafictivas. Las ficciones postmodernistas según McHale son fundamentalmente ficciones sobre el orden de las cosas, discursos que reflexionan sobre mundos discursivos (164). A la intensificación del carácter autoconsciente de la novela postmodernista se suma su valor polifónico y carnavalesco. McHale adopta de Bajtín estos dos conceptos para establecer una distinción más entre la ficción postmodernista y los modos narrativos precedentes. Si bien podemos hablar de “heteroglosia” (pluralidad del discurso manifestada mediante la yuxtaposición de lenguajes, estilos y registros diversos) en autores modernistas como T. S. Eliot o Dos Passos, tal heteroglosia es mantenida bajo riguroso control mediante una perspectiva monológica unificadora (161). Los textos modernistas integran la multiplicidad de mundos discursivos dentro de un único plano ontológico, como resultado de la proyección de un mundo unificado (161). Las obras postmodernistas, en cambio, alcanzan la polifonía discursiva mediante diversos recursos. En Naked Lunch, por ejemplo, la contraposición dialógica entre el antilenguaje de la subcultura criminal y los lenguajes de la cultura dominante se traduce en una polifonía de voces implicadas en una relación dialéctica. El postmodernismo, según McHale, recupera asimismo todos aquellos géneros populares asociados a la tradición carnavalesca y, muy especialmente, la sátira menipea y la picaresca.

McHale reformula la tercera dimensión de Hrushovski (la correspondiente a los hablantes, voces y posiciones) como la dimensión de la “construcción”. En este apartado McHale discute la indeterminación característica del nivel de los “objetos presentados”. A diferencia de los objetos reales, que se manifiestan como universal e inequívocamente determinados (Ingarden 1973: 246), los “objetos presentados” muestran espacios de indeterminación que tienden a cubrirse provisionalmente mediante los mecanismos cognitivos de la lectura. En su mayor parte las estrategias recurrentes en la ficción postmodernista (estructuras de cajas chinas, efecto de trompe-l’oeil o regresiones infinitas) subrayan la puesta en primer plano y ulterior subversión de los marcos estructurales de la obra literaria. Al perspectivismo modernista, la ficción postmodernista opone, pues, un perspectivismo ontológico, basado en las “iridiscencias” u “opalescencias” de las que habla Ingarden. Este efecto “fluctuante” interviene entre el lenguaje y estilo del texto y la reconstrucción que el lector lleva a cabo de ese mundo textual.

Finalmente, McHale analiza la manera en que las formas postmodernistas explotan en su propio beneficio los “fundamentos” ontológicos que, según Ingarden, garantizan la existencia autónoma de la obra de arte literaria. Ingarden señala como la estructura ontológica de la obra literaria descansa, en última instancia, en el libro material y su tipografía. A diferencia del realismo que niega su realidad tecnológica (181), los textos del postmodernismo no ocultan esta materialidad, sino que la exponen abiertamente. El uso de títulos y encabezamientos, la prosa concreta, la inclusión de fotografías e ilustraciones, textos en múltiples columnas, y las numeraciones no siempre cronológicas de los capítulos o divisiones del libro dan lugar a lo que McHale califica como “texto esquizoide”, donde los discursos visual y verbal se entrecruzan en actitudes polimorfas. Frente al espejismo de la determinación que propone el realismo, la ficción postmodernista presenta “modelos para armar” que despliegan ante el lector los intersticios de su materialidad.

A pesar del indudable valor y originalidad de los comentarios textuales de McHale, su concepto del postmodernismo como ontológicamente dominante no resulta del todo convincente. De hecho, muchos de los ejemplos que aduce para apoyar esta tesis pueden usarse en sentido opuesto. Autores como Carlos Fuentes, Ishmael Reed, Julio Cortázar y E. L. Doctorow, a los que McHale atribuye preocupaciones predominantemente ontológicas, muestran en sus respectivas carreras un creciente interés por cuestiones de orden epistemológico. Si bien es cierto que Terra Nostra de Carlos Fuentes y Mumbo Jumbo de Ishmael Reed problematizan la frontera entre ficción e historia, como afirma McHale, no es menos cierto que esas mismas obras también examinan problemas epistemológicos sobre el origen y transmisión del conocimiento. De forma similar, Libro de Manuel de Julio Cortázar es una novela mucho más preocupada por cuestiones políticas y epistemológicas que cualquiera de sus obras precedentes. Lo mismo podríamos decir en relación con The Book of Daniel o Ragtime de E. L. Doctorow. En todas estas novelas, la constante combinación de autorreferencialidad narrativa y reflexión metahistórica apunta más bien a una correlación entre estas dos áreas del pensamiento humano, sin que ninguna de ellas alcance un valor preferente. El análisis de McHale es, sin embargo, ejemplar en lo que se refiere al estudio del nivel ontológico (uno entre otros muchos) de la narrativa histórica postmodernista. Su descripción de las estrategias del revisionismo postmodernista ilumina asimismo la forma en que la metaficción historiográfica busca revisar el contenido del registro histórico y las convenciones propias de la novela histórica (1987: 9).

 

Linda Hutcheon: de la narrativa narcisista a la metaficción historiográfica

Linda Hutcheon ha analizado con gran profundidad la relación entre las nuevas tendencias de la narrativa metafictiva y el fenómeno global del postmodernismo. La relación entre ambos elementos no es, sin embargo, del todo consistente. En el prefacio a la segunda edición de Narcissistic Narrative (1980), Hutcheon opta por considerar la metaficción como una manifestación del postmodernismo, de ahí su uso del término “postmodernist metafiction”.6 Al mismo tiempo, acerca su análisis al estudio de las formas arquitectónicas que lo originaron. Siguiendo las pautas establecidas en arquitectura por Charles A. Jencks y Paolo Portoghesi, Hutcheon ve en la arquitectura un “doble código” similar al de la ficción postmodernista: ambas responden a códigos modernos, pero también a otros de carácter popular y local; el interés del arquitecto postmoderno se centra en la memoria histórica, el contexto urbano, la participación, el ámbito público, el pluralismo y el eclecticismo.

De forma similar, la ficción postmodernista intenta crear un espacio democrático en el que sea posible la participación del lector, el cual asume una identidad compuesta con el escritor y el crítico. La metaficción postmodernista es altamente experimental, de ahí que tienda a jugar con las posibilidades del significado y de la forma. El uso de narradores autoconscientes y de técnicas de desfamiliarización ha posibilitado, igualmente, una mayor conciencia ideológica en la literatura contemporánea. De hecho, Hutcheon comenta cómo durante la redacción de Narcissistic Narrative tuvo lugar el auge y reconocimiento crítico de “una variedad particular de la metaficción” que identifica como “metaficción historiográfica”.

Las obras que Hutcheon adscribe a este modo fictivo (los primeros nombres que menciona son The Public Burning de Robert Coover y Midnight´s Children de Salman Rushdie) responden a un impulso paradójico: se trata de novelas que reflexionan sobre sí mismas y sobre el proceso de producción y recepción de la obra literaria. Este impulso crea la falsa impresión de que la obra literaria disfruta de autonomía fictiva y lingüística, un espejismo que el propio texto desvanece. Igualmente, la inclusión de personajes, situaciones y problemáticas de carácter histórico dentro del contexto fictivo de las obras cuestiona las pretensiones de objetividad y empirismo del discurso histórico. Por muy autorreferenciales y reflexivos que puedan ser, tales textos acaban por afirmar su sujeción a la historia, pero la historia igualmente se muestra incapaz de escapar a las limitaciones de toda construcción cultural. Hutcheon señala cómo la aparición de esta nueva forma narrativa se ha producido simultáneamente a la consolidación de la nueva filosofía de la historia representada por especialistas como Hayden White, cuya obra comentaré en el tercer apartado.

Desde el mismo prefacio a su “poética del postmodernismo” (1988), Hutcheon declara su intención de escapar a las celebraciones o condenas fáciles de este fenómeno cultural. Rehúsa, por tanto, considerar el postmodernismo como un cambio revolucionario o como la expresión agonizante del capitalismo tardío. Su intención es mostrar los puntos de contacto entre la teoría y la práctica, conducentes a la creación de una poética del postmodernismo lo suficientemente flexible para contener tanto la propia cultura postmoderna como nuestros discursos sobre la misma. La finalidad de esta poética es dar cuenta de las paradojas que resultan del encuentro entre las formas autorreflexivas del modernismo y un nuevo interés por lo histórico, social y político que caracteriza a la cultura postmoderna. Su diagnóstico de esta última es, por tanto, antitético al ofrecido por Jameson, quien ve el impasse cultural de nuestros días como ahistórico, antisocial y apolítico.

Hutcheon estudia la dicotomía que Lentricchia (1980) ve como subyacente a los estudios literarios de hoy día, atrapados entre la necesidad de esencializar la literatura y su lenguaje y la, no menos urgente, demanda de situar a ambos dentro de más amplios contextos discursivos. Según Hutcheon, no hay dialéctica en lo postmoderno: lo autorreflexivo permanece distinto de aquello considerado tradicionalmente como su contrario (lo histórico y lo político), sin que de su interacción se desprenda síntesis alguna (1989: x). Hutcheon reconoce que esta tendencia dual (contraposición de formas autorreferenciales e históricas) no es una invención atribuible al postmodernismo, sino que sus inicios se remontan a los orígenes mismos de la novela moderna, encontrando en Don Quijote su primer representante ejemplar. Lo que es nuevo es la ironía característica de la versión postmodernista de estas contradicciones. De nuevo, la diferencia con las tesis de Jameson se hace patente, ya que al pastiche postmodernista de este último (concebido como “blank parody”), opone Hutcheon la ironía, la parodia y el distanciamiento.

El postmodernismo es para Hutcheon un movimiento fundamentalmente contradictorio y político (1989: 1). Plantea cuestiones sobre todo aquello que consideramos como natural, pero no ofrece por lo general respuestas unívocas o soluciones simples. Hutcheon concibe el postmodernismo como una “fuerza problematizadora” en la cultura contemporánea. La dinámica que reproducen sus obras se caracteriza por la duplicidad y la deconstrucción. Se afirma o subraya algo para, inmediatamente, pasar a cuestionarlo. El propósito, según Hutcheon, es desnaturalizar los rasgos dominantes de nuestra forma de ser y de pensar, desfamiliarizar aquellas entidades que siempre habíamos admitido como naturales, desvelando, en última instancia, su valor puramente cultural (1989: 2).

En una primera parte de su “poética”, Hutcheon estudia el marco estructural en el que nace esta corriente artística. Su origen más inmediato se encuentra en el desafío a la cultura liberal humanista que tiene lugar durante los años sesenta. La formación de los pensadores postmodernos de los ochenta se produce, pues, en el ambiente marcadamente antiempirista y, en ocasiones, antirracionalista, que se generó en los sesenta. Los pensadores de la época centran sus energías en cuestionar y desmitificar las nociones establecidas, así como la tendencia a sistematizar y uniformizar. Se plantean los límites del lenguaje, las fronteras entre los géneros se hacen fluidas. La distinción misma entre el discurso teórico y literario se pone en entredicho. El rechazo de la totalización, centralismo y homogeneización trae como resultado la valoración de lo provisional, descentrado y heterogéneo. Se da voz a aquellos grupos silenciados tradicionalmente tanto en la producción artística como teórica. Cuestiones de etnicidad, raza, género u orientación sexual pasan a un primer plano dentro de un nuevo discurso ex-céntrico, reconocedor de la diferencia y desafiante de aquellas teorías y prácticas que suprimen el carácter situado del discurso (producción-recepción, contextos histórico, social, político y estético).

En una segunda parte, Hutcheon se centra en la llamada “metaficción historiográfica” como forma más representativa de la narrativa postmoderna. A la ambivalencia básica que subyace a este modo narrativo (tensión entre autorreferencialidad y contextualización), se suman otras paradojas de índole tanto estética como política. Uno de los recursos más destacados de las nuevas tendencias artísticas, la parodia postmodernista, refleja en la definición de Hutcheon esta ambigüedad: “repetition with critical distance that allows ironic signalling of difference at the very heart of similarity” (1988: 27). El postmodernismo es, por tanto, para Hutcheon vocacionalmente contradictorio (1988: xiii). Es consciente de su integración en las dominantes económicas e ideológicas de su tiempo. No existe una esfera exterior, un master discourse desde el que poder analizar el fenómeno globalmente y desde una perspectiva distanciada. Todo lo que puede hacer es contestar desde dentro; problematizar lo dado y aceptado de forma acrítica, ya sea la historia, el yo individual, la relación del lenguaje con sus referentes y la de los textos con otros textos. No hay, pues, según Hutcheon, una ruptura. La cultura es desafiada desde el interior de la cultura misma y es, precisamente, este desafío el objeto de estudio de su “poética”.

Uno de los aspectos más débiles de la conceptualización que Hutcheon hace del postmodernismo es su estricta ecuación entre postmodernismo y metaficción historiográfica. Esto le lleva a desplazar fuera del canon postmodernista todas aquellas obras que no encajan en su esquema historicista. Si bien puede aceptarse como premisa la condición paradigmática de la metaficción historiográfica dentro del postmodernismo literario, resulta obviamente reduccionista ver en este modo narrativo la única manifestación posible de la sensibilidad postmoderna. Concluir, como hace Hutcheon, que toda narrativa postmodernista es historiográfica, excluiría del movimiento a muchos autores experimentales. Dentro de un contexto interamericano, novelistas estadounidenses como John Barth, William Gass y Donald Barthelme y latinoamericanos como Severo Sarduy, Guillermo Cabrera Infante y Salvador Elizondo, a pesar de haber contribuido a los debates en torno al postmodernismo / postestructuralismo, quedarían relegados al grupo de los “ultramodernistas”, auténtico “cajón de sastre” al que Hutcheon relega a todo autor cuya obra metaficticia carece de un genuino interés por lo historiográfico. Aunque es cierto que la preocupación histórica no es dominante en ninguno de estos autores, difícilmente podemos enmarcar su obra dentro de un proyecto cultural (el del modernismo) que parodian y cuestionan sistemáticamente.

Fredric Jameson: el postmodernismo como la lógica cultural del capitalismo tardío

En sus ensayos ofrece una de las visiones más completas y sugestivas de la relación entre la cultura postmodernista y la postmodernidad socioeconómica. Su propósito es revelar las conexiones existentes entre la emergencia de nuevas formas artísticas, dominadas por el pastiche y la esquizofrenia, y la emergencia de un nuevo orden económico: el capitalismo tardío. En un primer ensayo sobre el tema, “Postmodernism and Consumer Society” (1983), Jameson contempla el fenómeno global del postmodernismo cultural como una reacción frente a las formas institucionalizadas del “alto modernismo”. El fenómeno abarcaría ejemplos tales como la poesía de John Ashbery (vista como reacción ante las formas complejas de la poesía modernista defendida en círculos académicos), los edificios pop celebrados por Robert Venturi en su manifiesto Learning from Las Vegas (como reacción frente a la monumentalidad característica del llamado International Style), el Pop art, el fotorrealismo, la música de John Cage, Philip Glass, Terry Riley, el punk y la nueva ola en el rock, el cine de Godard o las obras de William Burroughs, Thomas Pynchon e Ishmael Reed, en literatura.

De esta lista, Jameson deduce tres rasgos distintivos:

1)La mayoría de estos postmodernismos emergen como reacciones contra las formas establecidas del alto modernismo. El carácter provocativo y transgresor de muchas de las vanguardias fue domesticado y asimilado por instituciones como las universidades, los museos, las galerías de arte y las fundaciones. Para Jameson podremos descubrir tantos postmodernismos como modernismos, ya que el postmodernismo es contemplado siempre como una reacción contra algo anterior. La unidad del postmodernismo habrá que buscarla, pues, no en el postmodernismo mismo, sino en el modernismo precedente al que busca desplazar.

 

2)La difuminación o total transgresión de las fronteras entre disciplinas, movimientos, etc., y muy especialmente, la existente entre la “alta cultura” y la cultura popular o la cultura de masas. Gran parte del postmodernismo se ha sentido fascinado por aquellas formas que habían sido marginadas o ignoradas por la élite cultural que dominaba los centros de poder académicos. El kitsch, las series de TV, el filme hollywoodiense de serie B o la paraliteratura y los subgéneros (romance, misterio, ciencia-ficción, fantasía), son incorporados al repertorio postmodernista. Jameson enfatiza aquí la diferencia entre una literatura modernista, confinada principalmente a los círculos académicos y que “citaba” tales textos, y otra postmodernista que hace de ellos el arsenal básico de su producción artística, sin importarle su origen puramente comercial.

3)Una tendencia similar puede apreciarse en las circunvoluciones de la “teoría” contemporánea. A diferencia del modernismo, que creía en los límites entre las diferentes disciplinas (filosofía, ciencias políticas, sociología y crítica literaria), los nuevos discursos críticos del postmodernismo tienden a englobarse bajo la ambigua denominación de “teoría”. Un ejemplo paradigmático de esta tendencia es, para Jameson, la obra de Foucault, difícilmente clasificable y para la que etiquetas como “filosofía”, “historia”, “teoría social” o “ciencias políticas”, resultan insuficientes.

Pero el término “postmodernismo” no es, en la opinión de Jameson, un estilo sino un concepto de periodización que sirve para conectar la emergencia de nuevas formas culturales con la emergencia de un nuevo tipo de vida social y de un nuevo orden económico. El nuevo orden al que se refiere Jameson ha sido conocido como “modernización”, “sociedad postindustrial”, “sociedad de consumo”, “sociedad de los medios de comunicación” o “del espectáculo”, o “capitalismo multinacional”. Cronológicamente Jameson sitúa sus orígenes en el periodo de la posguerra en los Estados Unidos. Los años sesenta representarían un periodo en el que este nuevo orden (caracterizado, entre otras cosas, por el neocolonialismo, el ecologismo y la revolución electrónica) sería, a un mismo tiempo, consolidado y cuestionado por sus propias contradicciones. El nuevo postmodernismo expresa, según Jameson, “la verdad inherente del nuevo orden social del capitalismo tardío”. A continuación, pasa a discutir los dos rasgos principales que definen la experiencia postmodernista en el espacio y el tiempo, respectivamente; el pastiche y la esquizofrenia.

En su discusión sobre el pastiche distingue este fenómeno de otro frecuente asociado con él: la parodia. Ambos implican la imitación de un estilo peculiar o único, pero si la parodia establece una distancia desde la que el autor ironiza sobre los defectos, manierismos estilísticos o excentricidades de otros estilos, el pastiche carece, desde el punto de vista de Jameson, del motivo ulterior de la parodia; es parodia sin sentido del humor, sin impulso satírico, sin risa, o blank parody, como lo define él mismo. Para entender este cambio en el uso de las formas paródicas Jameson introduce un motivo recurrente en el postestructuralismo: “la muerte del sujeto”, o el fin del individualismo como tal. Si la estética modernista estaba asociada con la existencia de un sujeto único, de un estilo propio como expresión de la identidad individual, ese tipo de individualismo y de culto cenobial del yo es algo relegado al pasado. En la era del capitalismo corporativo, de las burocracias financieras y de la explosión demográfica, no hay lugar para el sujeto individual burgués. Pero la crítica del sujeto individual por parte del postestructuralismo va más lejos, hasta el punto de afirmar que tal sujeto no ha existido nunca en realidad y solo podemos hablar de él como un mito o mistificación filosófica y cultural. De aquí que el pastiche sea el correlato estético perfecto de este cambio en la dominante socioeconómica. En un mundo que desconfía de la innovación estilística y de la originalidad creativa, la única alternativa cultural es la imitación de los estilos muertos, la canibalización de los estilos en el museo de la historia.

Un breve análisis de los llamados “nostalgia films” (American Graffitti, Chinatown, The Conformist, entre otros) y de la nueva novela histórica (E. L. Doctorow) lleva a Jameson a contemplar el uso recurrente del pastiche en la representación de la historia, como una “síntoma alarmante” de la incapacidad de la cultura del capitalismo tardío para tratar el tema del tiempo y de la historia. Estamos condenados a buscar el pasado histórico en las imágenes y estereotipos que la cultura popular ha creado acerca de ese pasado, sin que el pasado en sí mismo pueda ser atrapado. El tratamiento de la esquizofrenia en Jameson procede de la antropología lingüística de Lacan. De acuerdo con el modelo lacaniano, la esquizofrenia consiste en la ruptura en la relación entre los significantes. Puesto que los significantes se encuentran dispuestos en una cadena temporal, la disolución de esta cadena condena al sujeto esquizofrénico a vivir en un presente perpetuo. La experiencia esquizofrénica es una experiencia de aislamiento, desconexión, y discontinuidad entre significantes que no consiguen organizarse dentro de un todo coherente. En su aislamiento tales significantes alcanzan una mayor intensidad material una naturaleza más vivida. La disociación del significante en la cadena lingüística y la consiguiente pérdida del significado, llevan a la transformación del significante en imágenes, en pura representación, cuyo valor referencial permanece fluctuante.

Los rasgos formales del postmodernismo (“la transformación de la realidad en imágenes y la fragmentación del tiempo en una serie de presentes perpetuos”) se corresponden, pues, con la emergencia de un nuevo momento del capitalismo tardío. A diferencia del modernismo que se enfrentaba a su marco social de modo crítico, Jameson ve en el postmodernismo una fuerza que replica y refuerza la lógica del capitalismo consumista. ¿Hasta qué punto es posible la emergencia de formas que se resistan a esa lógica? Esta es la pregunta con la que concluye su ensayo inicial sobre el postmodernismo.

En las dos versiones de su ya clásico ensayo “Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism” (1984 y 1991), retoma esta pregunta y aunque no llega a ofrecer una respuesta satisfactoria, esboza al menos un breve programa de lo que podríamos denominar una estética de oposición al capitalismo multinacional.7 Pero las dos innovaciones más importantes de este nuevo ensayo consisten en una profundización del análisis socioeconómico de la postmodernidad y en una suavización de los tintes negativos con que en un principio aparecía representado el postmodernismo cultural.

Siguiendo estrechamente el análisis que Ernest Mandel lleva a cabo de la actual condición socioeconómica, Jameson considera que se ha producido un cambio en la organización económica mundial. Pero este cambio no apunta hacia una superación del capitalismo, como sugieren analistas conservadores, sino a una intensificación de sus formas y energías. Jameson retoma la periodización del capitalismo llevada a cabo por Mandel. Este distingue tres etapas en su evolución: capitalismo de mercado, capitalismo de monopolio o imperialismo y capitalismo multinacional. De acuerdo con Jameson, el capitalismo multinacional, también conocido como capitalismo tardío o capitalismo de consumo, es la forma más pura del capital que ha surgido hasta el momento. La trascendencia del análisis de esta nueva organización económica en relación con el mundo de la cultura es de suma importancia, ya que, si las formas culturales en el pasado cumplían la función de ocultar o distorsionar las relaciones económicas, la producción de tales formas se ha convertido, bajo el capitalismo tardío, en el centro de la actividad económica. Jameson habla de una prodigiosa expansión del mundo de la cultura en el ámbito social hasta el punto de que todo en nuestras vidas se ha convertido en “cultural” (1991: 48). Esta situación le obliga a replantear su condena inicial del postmodernismo y a aceptar su existencia como un hecho inevitable al que debemos aproximarnos sin celebraciones ni rechazos. La labor del intelectual revolucionario no debe orientarse hacia la ruptura con las formas culturales del postmodernismo, tarea en cualquier caso imposible, sino en buscar un modelo cultural que permita abrir, dentro del postmodernismo, nuevos espacios de participación. Jameson hace un llamado, de tonos un tanto apocalípticos, a la creación de una cultura política pedagógica que permita la creación de un nuevo espacio para la articulación de lo privado y lo público, un mapa cognitivo donde el individuo pueda comprender su lugar dentro de la organización social. Este nuevo arte político deberá ajustarse a la verdad del postmodernismo (el mundo del capitalismo multinacional) al mismo tiempo que lo combate sistemáticamente. Si bien en este ensayo no termina con una pregunta, lo hace con una propuesta que abre nuevos interrogantes. Jameson parece mostrarse un tanto escéptico ante la posibilidad real de su programa utópico (“if there is any”, dice lacónicamente).