Kitabı oku: «Las ganas», sayfa 3

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Antes de heredar la casa de la abuela, Benito vivía en Pinto. Tenía veinte minutos de autobús, desde su piso al laboratorio de Valdemoro. El nuevo domicilio le ahorraba pagar el alquiler, motivo más que suficiente para la mudanza. Pero el trayecto que antes cubría en un momento se convirtió en una expedición en regla de setenta minutos de intrincada singladura. En 1999, la ruta le suponía estas etapas: de Los Rosales tenía que ir a pie a la estación de Chamartín. Coger allí una composición de Cercanías hasta Atocha, por el tubo subterráneo que empezó llamándose de chufla Túnel de la Risa y que se ha quedado con el nombre oficialmente. Tomar luego otro tren desde Atocha hasta Valdemoro, con paradas e incidencias. Y desde allí, caminar un kilómetro hasta Terre (en General Martitegui, 24. Bajo).

La tortura no venía por la largura del itinerario, ni por su prolongada duración. Sino por el hecho de que esos sesenta y tantos kilómetros recorridos de ida y vuelta, esas casi dos horas y media transcurridas, eran el ágora lineal en el que Benito se cruzaba con mujeres, mujeres y más mujeres. Altas y bajas, más delgadas o menos, de una edad y de otra, guapas y no tanto. Una selva de deseo insatisfecho que Benito digería cada vez con peor yeyuno.

A esta angustia frustrante y callejera, Benito la llamaba el tremedal. El tremedal era la congoja de ir por la ciudad muerto de ganas, perplejo ante la belleza de miles de rostros y miles de miembros con los que no tendría jamás la más mínima posibilidad de porlar. Porque también al acto sexual le había cambiado el nombre. Su repelús a decir follar era la manifestación transverbal del desconcierto en que le sumía el significado que el significante proscrito denotaba. Las palabras y locuciones habituales para referirse a ello le sonaban impertinentes, frívolas, pecuarias. Porlar no sonaba a nada, luego le hacía menos herida.

Procuraba salir poco, para evitar visualizaciones. Se encontraba en ocasiones con problemas hasta de abastecimiento de comida y bebida con tal de no exponerse al suplicio. Le amargaba pensar que en realidad, evitando el contacto con la gente se estaba negando, técnica, física y lógicamente, la posibilidad de encontrar a alguien a quien amar.

Lo de ir a trabajar cada día, sin embargo, eso era insoslayable. Un calvario para cuatro de los cinco sentidos, porque tocar no tocaba nada.

El lunes en el que Ignacio y la Presen verbalizaban sus certezas, Benito se disponía a salir de su guarida a las nueve de la mañana, como cada día. Con sus dos chinchones en la tripa, que últimamente podían ser tres. Duchado y vestido, que a ver para qué o para quién.

Antes de abrir la puerta, también como siempre, se dio a la meditación. Extraía sus conclusiones: que debía recomponerse y salir a la calle erguido, llamando así a la vibración buena.

—Hay que cambiar de actitud, más a positivo.

Lo había intentado. A conciencia y con la mejor cara posible, levantando el ánimo a base de oír discos, de leer en libros casos parecidos al suyo y de imaginarse con sus prendas favoritas, luciéndolas con garbo. Todo lo antedicho lo había mascado, concluyendo que la pega es que el ánimo sólo se puede manipular hasta cierto nivel. Luego cae, y explota, y arde en desastre por sí solo. Benito se concentraba en llevar el humor amarrado hacia arriba, pero se encontraba con los noes gestuales de los viandantes —de las viandantes—, con sus miradas apartadas, con sus microscópicos desprecios, o los ingentes, y las cuerdas del atadijo se le soltaban. «Cambiar de actitud, más a positivo». ¿Qué escobilla para limpiar las babas de la flauta de solución era esa? ¿Qué tendría que hacer para ponerla en práctica? ¿Pintarse una U en la cara con un rotulador rojo?

Había leído por ahí máximas aún peores: «Cuando realmente deseas algo, todo el universo conspira para que lo consigas». Pues menuda estupidez. A nadie veía Benito desear más algo que a sí mismo deseando lo que ya se sabe, y las cosas sólo iban a peor.

Salió de casa. Emprendió otra vez el camino por la pista de sus frustraciones. Y Benito se dispuso a mirar lo justo, y al bies, caminando sobre las aceras, esperando en los andenes, subido en los vehículos. Admirado, deseoso, descoyuntado. Pensando en sus cosas para desviar la mente, del mismo modo que miraba a los suelos para neutralizar los peligros de la vista.

Primero cubrió el tramo 1, el que iba a zapato hasta la estación. Por fortuna, siempre fue un barrio de escasa presencia humana, y las calles estaban medio vacías. Era un alivio. Pero que nunca duraba mucho. Su martirio se le echaba al rostro por contigüidad imaginativa. Era al pasar por Oronella, una inmensa y acogedora tienda de muebles de bellísimas composturas, soberbiamente decorada con telones, alfombras y cortinajes, e iluminada por alguien que sabía hacerse querer. A pesar de sus esfuerzos por pasar de largo, Benito se paraba casi siempre ante el escaparate y miraba al interior, mascando sus carencias frente a las maderas excelsas y recordando por oposición su claustro desierto. Dos semanas atrás, un camión estaba cargando género. La puerta de Oronella permanecía abierta y olía a estar bien. El olor a estar bien era para él una mezcla de aromas a barniz satinado, chocolate con trocitos de frutas, wolframio incandescente y lana virgen.

Al fondo de la tienda quedaba la zona que Benito escudriñaba con más ansia y con más inquietud. La de dormitorios. En la que lucía en penumbra una alcoba adorable presidida por una cama de nogal perfectamente vestida. Vestida de textil y vestida de las consiguientes fantasías.

En su imaginación hambrienta, el escenario aparecía habitado por la figura holográfica de una mujer que evolucionaba por la casa: agachándose a cerrar una cajonera, plegando sábanas limpias, metiendo caramelos entre los almohadones.

Del edredón él infería su voz, de una cómoda sus medias, de la pata de la cama el pendiente extraviado, del tirador del armario el recuerdo del perfume, del pelo de la moqueta un rizo de su albornoz, de la mesilla de noche su marcapáginas, del embozo un cabello puro, de un tocador sus bolsillos vaciados, del respaldo de una silla su leve fatiga vespertina.

Siguió hacia Chamartín, concentrado en que quizá ese lunes Bristol diera señales de vida. Caminaba proponiéndose en balde no volver a mirar la tienda hasta que pudiera entrar en ella, a comprar cuatro enseres con los que desbravar la aridez de su viejísima casa recién estrenada. Hasta entonces, sólo podría imaginar. Como con tantas cosas.

Si hasta las estribaciones de la estación solía haber poca gente, Chamartín estaba siempre hasta arriba. Ahí empezaban los disparos de fuego real.

Era un octubre, como se dijo, de atuendo aligerado. Ya de mañana, muchas de las mujeres iban acompañadas por sus novios. Que las cogían por el talle o por donde se prestara. Ellas les iban besando, acariciando, chupando a veces, con sus manos femeninas en los bolsillos traseros de ellos. O viviendo su amor o con cara de que lo iban a vivir en cuanto llegaran a casa a la caída de la tarde.

Benito sufría sus ganas, su envidia, sus celos ilegítimos. Siempre pensaba lo mismo:

—Mucho rollo con prevenir el deterioro de la madera pero aquí el que se está pudriendo soy yo. Que más me habría valido inventar un remedio para inyectármelo a mí y no pudrirme, en vez de para inyectárselo a un retablo.

En el andén de Chamartín, una chica se sacó con los dientes una lasca de uña y se la regaló a su amigo para que se la comiera.

En el vagón, Benito jugaba a ocupar el asiento de la mujer que se bajó del tren, para tocar con las nalgas aquellas que se apearon.

Intentaba despegar su oreja todo el tiempo, para no oír los relatos que excitaban su deseo (su disgusto). Pero o su oído era muy fino o las conversaciones se celebraban a volumen alto. Benito veía cómo la gente nadaba en la abundancia sin apenas inmutarse. Un joven con un patín le contaba sus problemas a otro.

—Hace ya una semana que no follo. Desde el día de mi cumpleaños. Que la amiga de mi hermana estaba mal de pelas para comprarme el regalo y me regaló follar con ella.

—Qué rácana.

—Bueno, todo el mundo me compró algo, no iba a venir ella sin nada. Menos da una piedra.

También ese lunes se subió el músico ambulante en la estación de Recoletos. Pedía la voluntad y cantaba «Eu daria a minha vida». A Benito se le hacía insoportable, porque ya para entonces llevaba el ánimo hecho jirones y cualquier cosa le ponía la lágrima por fuera. Se tenía que aguantar como podía. Porque, a ver, un chorbo llorando en todo el medio del tren, a qué venía eso. Muy violento.

Como el músico calló al acabar la canción, a Benito le llegó la parla de cuatro sujetos que iban hablando de sus cosas entre carcajadas. Hizo uno un comentario que Benito pilló al vuelo:

—Mejor nos iría si los políticos follaran más.

«Como si fuera tan fácil», pensó él.

Peor fue el siguiente. Esta vez, a cuenta de dos hombres maduros, ya muy cerca de Atocha:

—Aquí el que es joven y no pilla cacho es que es gilipollas.

La desazón de Benito relampagueaba, aumentada por el pavor a que le descubrieran sus carencias y le endosaran el insulto que le acababan de dedicar. El tren llegó a la estación. Tocaba transbordo.

En los pasillos, Benito asistió a un evento que lo dejó de una pieza. Caminaba detrás de una chica, tan guapa como tantas. En dirección contraria venía un chico de treinta y varios. Faltaban todavía doce pasos para el cruce cuando Benito comenzó a notar cómo el chico miraba hacia ella con algo parecido a una laudatoria sonrisa. Ella lo notó (y Benito a la par), y se azoró. Pero sin remilgos, sin dramas y hasta con un ademán de agradecimiento en la actitud. Al pasar junto a la mujer, que ya casi se reía aprobatoria, el hombre le dijo algo. Era lo que Benito sería siempre absolutamente incapaz de hacer. Ella aún caminó un paso, y él otro, pero ya con las cabezas giradas y con los labios en movimiento. Enseguida se detuvieron y se aproximaron. Benito los alcanzó y oyó cómo él hablaba:

—Las había visto de todos los colores. Pero malva, nunca.

Y señalaba a las zapatillas de la mujer. Que eran malva, en efecto, y que le quedaban tan festivas, tan golosas, tan de paso al frente.

En el breve momento de unos metros, el chico había tenido tiempo de fijarse en ella; y de pergeñar un atisbo de conversación plausible. Había tenido la entereza de abrir la boca y sacar aire modulado en la dirección correcta. Había tenido la confianza suficiente y necesaria como para transmitírsela a ella. Había tenido la suerte incomprensiblemente inmensa de atinar. Había tenido de todo, en el lapso exiguo de unos segundos. Benito continuó caminando. A veinte pasos, se giró simulando buscar una Boutique de la Prensa, como hacía a veces para prolongar una mirada clandestina. Les vio juntos, entrando en un puesto de regalices. Iban tan contentos, dejando para más tarde lo que fueran a hacer a Atocha. A Benito la admiración le rebosaba por las costuras de la camisa hasta convertirse en resentimiento. Supuestamente, contra la nueva pareja recién formada. En el fondo, contra sí mismo.

Segundo tren. Más charla ajena.

—Una manada de ciervos. Llega la época del celo. Los machos se lían a cabezazos para ver quién monta a la hembra. Sólo gana uno. ¿Y los demás? ¿Qué hacen, con todos los huevos llenos? ¿Se la cascan con las pezuñas? ¿Frotándose el pito con un árbol?

—Se ponen a tiro de los cazadores.

En San Cristóbal de los Ángeles se subió una joven de veinte años que se fue directa a un chico de la misma edad. Se besaron, lo que denotaba que habían quedado en el vagón. Benito cazó al vuelo la conversación de los amantes.

—¡Hola, amor! —saludó él—. ¿Qué tal la mudanza?

—Acabamos de acabar, de ahí vengo. Sesenta cajas nos hemos bajado. No te me acerques mucho, que íbamos con el tiempo justo y no me he podido ni duchar.

Él la abrazó y la besó.

—Mejor. Más olor a Sonia.

Sonia debía de ser ella. Los dos se reían creyendo que nadie registraba sus pláticas.

El tren llegó a Valdemoro. Quince minutos más de baldosa. Casi llegando a Terre, Benito paraba siempre en la vecina panadería Sánchez, a comprar la media barra que se comía a las doce. La altiva panadera Yureni hablaba con todo el mundo, pero a él lo despachaba y listo. Muy joven, deseable, fecundativa, de las que Benito se barruntaba que ha colocado la Naturaleza adrede (una por cada diez mil habitantes) para amarrar la pervivencia de la especie (su versión masculina es olorosamente eyectiva). En la panadería, cada mañana, Yureni celebraba con cenutria implicación la mugrienta telerrealidad de gallinero de anoche, y las novedades emitidas para desgraciados y peleles volaban por el local como el aroma a mantequilla. Por su vertiente trascendente, Yureni había pegado un folio en la pared trasera con la asnada esa de LA VIDA ES COMO UN ESPEJO: TE SONRÍE SI LA MIRAS SONRIENDO.

Cuando Benito entró, Yureni hablaba con Soraya, una amiga de su mismo año y entramado que siempre andaba metida en la tienda. La panadera mostraba su extrañeza por el octubre tan anómalo que estaban teniendo.

—El calor que hace no es normal.

Para ilustrar el comentario, Yureni se pasó la mano por la frente sudorosa. Le enseñó la palma mojada a su amiga.

—Mira.

A Benito, siempre tan serio, apenas le saludaba. Él pidió su media barra de todos los días. Yureni tomó el pan con su mano húmeda y la metió en una bolsa. Benito lo vio todo. Pagó. Ella volvió a la conversación.

—Me acuerdo yo que el año pasado a estas alturas estábamos ya todas con leotardos.

Benito salió de la panadería. Cortó el pico por el que la muchacha tomó el pan con su mano rociada y se lo comió, con el deleite de quien hace algo acaso repugnante.

A pocos metros de Terre le sonrió un niño de dos años. Le animó la simpatía, y se lanzó a un gesto de valor quizá propiciado por la ingesta de partículas de femineidad untadas sobre corteza de pan. Una chica de veinticinco años venía hacia él. Con unas zapatillas de un amarillo oscuro. Al llegar a su altura, Benito se arrancó.

—Las había visto de todos los colores, pero mostaza nunca.

La chica salió corriendo, rebozada en miedo como si le hubiera hablado una gárgola demoníaca.

Benito se quería morir, anegado en un bochorno de alcance proporcional a la valentía descomunal que tuvo que echarle a su hazaña grotesca. Pateado por lo que pasó mientras observó en silencio y coceado por lo que pasó cuando tuvo a bien abrir la boca. Qué engendro de vida, con lo del engendramiento de la vida.

Ahí iba él, Benito, que se llamaba como su abuela, porque eso es lo que era: una abuela pútrida, con un nombre propio que recordaba a bonito para más chanza. Y con unas iniciales, este borracho, que decían B. B., be-be, que bebas, secadora humana, para acabar de rematarlo.

Habría seguido padeciendo pensamientos. Pero dejó la matraca porque llegó al laboratorio. En este estado.

Crespo le esperaba, conteniendo la sonrisa de quien se sabe benefactor. Con sus mañas a punto.

5

—¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Quién es?

Benito se encontraba en estado de disparada ansiedad, tenso como los nervios de la crucería de una bóveda. Crespo acababa de comunicarle que a eso de las nueve y media de la mañana se había recibido un mail en la dirección de Terre, a la atención de Benito. Era de una chica que estaba con su tesis sobre la madera policromada. Decía que en la Oficina de Patentes le habían dado razón del ES-C21-63189/1997, que había indagado, que el producto le parecía la bomba, que admiraba profundamente el trabajo de Bernal y que tenía que contactar con él como fuera.

—Vamos, que la tienes impresionadita, a la moza.

El pobre Benito se esforzó por hacer creer a los presentes que su excitación se debía a que apenas sabía utilizar el correo. Sintió sed. Crespo continuó con sus datos, en aparente despreocupación.

—María, creo que se llama, o algo así.

Le impactó que sonara en Terre un nombre femenino. A sólo setenta minutos de Oronella, había una mujer de carne y hueso que preguntaba por él.

—¿Seguro que el mail me lo ha mandado a mí?

—No, se lo ha mandado a un Benito Bernal que vive en el Polo Sur. Que tiene un potingue para restaurar iglús.

El destinatario se metió en su cubículo y se fue raudo al ordenador. Crespo hizo como que se preparaba un café. Sonreía satisfecho porque todo estaba saliendo según lo trazado. Cómo no. Había sido fácil prever cada reacción de su jefe.

La madre recepcionista y el hijo químico habían seguido toda la escena. Desfilaron hacia Crespo.

—Y esta María de tu estratagema qué tal es —preguntó Ignacio.

—Una mujer lista, divertida, mona, cariñosa. Químico, también. Una chica ideal para Benito. Porque se parecen mucho y porque está igual de sola que él.

—A ver qué dice ella cuando le conozca.

—Ya casi le conoce, porque se lo he puesto por las nubes. Que es la única forma de la que se puede hablar de este tío. Y le he enseñado una foto.

—¿Y ella qué ha dicho?

—Que sus virtudes las tendrá que ver ella por sí misma.

—No, digo que qué ha dicho de la foto. Porque Benito es así como feo.

—Le ha dado muy igual. Dice que lo que le importa de él es que tenga cosas en la mollera. Que le caiga bien, que sea buena persona y que sea un sujeto al que se pueda admirar. Que mientras pase algo de eso, que le verá hasta guapo.

—Es lo que buscan las mujeres en los hombres —dijo Ignacio.

—Y los hombres en las mujeres —dijo la Presen—. Aunque se crea lo contario.

Benito manejaba el ratón en su cuchitril. Debía de estar leyendo el correo de la tal María, porque sonreía cada vez más ancho.

6

El único ordenador de Benito era el de Terre, adonde comenzó a llegar el primero. Se sacó enseguida una dirección personal de correo para su uso particular. Empezaron por hablar del mocordo, para la tesis. Pero fue asunto que pasó pronto a un segundo plano.

Desde el principio, María le contaba sus cosas. Que se apellidaba Aranda. Que sus padres vivían en Bélgica. Que trabajaba de eventual en un laboratorio que la requería a veces. Que le timaban con la nómina, con la excusa de que todavía no tenía el doctorado. Que era muy feliz investigando. Algunos de sus correos le dejaban a Benito absorto: «Yo siempre estoy contenta». Decía que apenas tenía dos o tres cosas. Que eran muchísimas más de las que jamás pensó, porque nunca creyó que alcanzara a tener absolutamente nada.

Iba soltando ovillo, y Benito iba coligiendo rasgos y deduciendo entre líneas. Adivinaba que había sido alumna brillante, y que lo ocultaba para no fardar, como los elegidos de verdad. Que seguía adelante en su empleo de retribución tramposa porque le apasionaba trabajar. Que hacer una cosa que no le divirtiera, eso ni se lo planteaba. «En realidad, no hay nada más rentable que el entusiasmo», le había escrito ella. Inducía Benito que ella todo lo miraba por el lado bueno, porque la falta de dinero se le hacía hasta cómica: «Mucho entusiasmo y mucha gaita. Pero eso sí, no tengo un duro».

Lo del duro, Benito tampoco. La novedad fue que él se sintió muy bien cuando se lo confesó, despreciando las tantas veces que lo había preferido disimular. Acabaron riéndose de su pobreza puesta en común. Acababan riéndose casi siempre.

Había más campo para la aproximación. Une que sean las mismas aquellas cosas que dos no saben hacer: conducir, guardar teléfonos en la agenda del móvil, andar en bici. Une que sean las mismas aquellas cosas que dos no tienen: tarjeta de crédito, aire acondicionado, ganas de forrarse. Une que sean las mismas aquellas cosas que dos no quieren tener: un coche-tanque, una vida en mansión, unos fondos en cartera de inversión.

Se inventaron un lenguaje secreto premeditadamente pueril, a base de elementos químicos. Para decir «claro» escribían cloro (Cl); argón (Ar); y oxígeno (O). «Cobalto?» apocopaba la secuencia cobalto (Co); molibdeno (Mo); einstenio (Es); tantalio (Ta); y azufre (S): «¿Cómo estás?». Era una de esas tonteriíllas con las que una índole reconoce a la afín, y con las que se dibuja casilla a casilla el juego de la oca privado que sólo se saca en casa y con los de casa.

Cada vez las chorreces eran mayores. Pero no menos boboides —tampoco más— que las de cualquiera que haya cumplido con la bendita obligación de enamorarse.

No resultarían graciosas a nadie. A Benito le mataban de risa, y con eso (a él sí) le bastaba y le sobraba, así fueran parrafadas que parecían meditadas durante horas o un adiós desmayado sin más significación profunda que la de cerrar teclas para irse a dormir.

Paridas diversas: que si ella hacía rosquillas en casa (a Benito, las rosquillas se le sublimaron en olor a familia). Que si la vista prodigiosa de Benito, que casi le permitía ver las células cara a cara, sin necesidad de microscopios, a ojo gentil. Que si sólo usaba la óptica cuando quería saber qué llevaban puesto, que solía ser katiuskas en invierno y chanclas en verano. Que si las palabras rebuscadas. «Aquí estoy, sedente», le escribió María una noche. Sedentes se hallaban siempre que hablaban. Y el huerto léxico derivado se le disparaba a Benito en la cabeza: estoy sediento, sedado, seducido.

Que si todas las sentencias que empezaban por la locución «La vida es como...» eran majaderías para retardados psíquicos. «La vida es como una caja de bombones: nunca sabes lo que te va a tocar» era su preferida en el ránking de estupideces. Por lo barato de la ocurrencia y porque en las cajas viene siempre la foto de los bombones que hay dentro.

Este compartir arcada llevó a Benito a otro paso más de confraternización. Unen las simpatías comunes, pero más las denteras comunes.

María sentía tirria feroz contra el fulano que llama a los consultorios telefónicos, que no va a creerse jamás que las grescas de la telebasura están amañadas, que peregrina en romerías que acaban a navajazos, que no lee cosas, que no trabaja para su manutención sino para su estatus, que pierde la orientación espacio-temporal si no le repiten año tras año las mismas borregadas que suscitan la canción del verano, la Operación Salida, el gordo de Navidad.

Desde siempre, Benito sacaba a pastar a sus inquinas por las mismas cañadas. Suscribió cada coma. Mano a mano, odiaron a dúo a los gorrinillos que se emocionan con las folclóricas, que lloran en el fútbol y en los telemaratones. Que votan a líderes con salero o con cojones, valores predilectos de los lisiados de la vida que parecen necesitar que sus candidatos les roben. Que corren a meterse en colas para no sentirse al aire y que encuentran gracioso llenarse los bolsillos de caramelos y jabones cuando son gratis. Que forman la piara encapullecida que seguía entonces a las Spice Girls, a Britney Spears y a los New Kids on the Block, y hoy a los mondongos con los que se renueva constantemente la nómina de costrones.

Hicieron juntos un descubrimiento que a Benito le entusiasmó. El del funcionamiento de una justicia natural por la que estos usos marranos son fatalmente nocivos, ante todo, para los propios cretinos que los adoptan. Con la cierta perspectiva que da la edad, más algo de memoria y un poco de pesquisa, comprobaron que aquellos de sus conocidos que se habían empapuzado de estas prácticas cerderas eran ahora pobres diablos que habían sufrido mucho accidente doméstico, mucho desarreglo glandular, mucho despido procedente, mucho embarazo aciago, mucho hijo torcido y mucho incendio por mendrugo. A quien no se tragó tales guarrerías le fue bien o le fue mal. A quien sí, le fue mal impajaritablemente. Al estamento de los del beriberi mental lo llamaron la mochufa.

Al cabo de tres semanas, Benito y María se habían cruzado ciento noventa y seis correos, pocas veces cortos. Benito notaba que siempre recibía respuesta, más pronto o más tarde, y con ramificaciones mil por todo tema. O lo que era lo mismo: a una persona —a una mujer, a juzgar por su nombre de pila— le interesaban las cosas que él decía. Cuando se quiso dar cuenta, Benito estaba contándole hasta sus azarosas cuitas con Bristol. El proyecto cojeaba derrengado, y habría ocultado a cualquiera esos inciertos y fallidos amagos suyos que le dejaban como un torpe. A ella, no. A María Aranda daban ganas de contárselo todo.

El día en que se descubrió abotonándose la camisa buena y echándose colonia para ir al ordenador, ese día pensó: «Me he enamorado hasta las pestañas».

Jamás escribió tanto como desde el pupitre de Terre. En las pulsaciones de los dedos se le iban las del corazón. A las once de la noche se veía obligado a abandonar el laboratorio para no perder el último tren a Chamartín.

No tardó nada en obsesionarse por si el Recibidos del buzón venía con numerito o sin él (con carta o sin nada). Benito lo miraba, arriba a la izquierda, a razón de ocho o diez veces por minuto. Seis horas de correr mirada hacia el noroeste regalaba un fuerte dolor de cabeza. En la bandeja de entrada (según estuviera la ventana más centrada o menos, según se comiera más pantalla o menos el marco del ordenador), el vocablo Recibidos se desmenuzaba en el cerebro hecho porrusalda de Benito: ecibidos, bidos, dos, s.

Los párrafos de María concitaban más vértigo según se encendiera más su palabreo; y más angustia según la prudencia escribana acotara las lindes de las lindezas. Cuando los correos de ella venían más fríos, en él, una expectativa (la comercial y bristolina) se pegaba a la otra (la pasional y mariana), y juntas no se hacían ningún bien (sino un mal al cuadrado). En lo mismo se asemejaban ambas tartas: eran sendas promesas de maravillas, sin que ninguna pusiera guinda sobre el copete de nata. Frente a los estragos del claustro y el tremedal espejeaban sus antónimos, Bristol y María, y demasiadas veces parecían inaccesibles.

Este estaba a su demencia, despertando de sus sueños revueltos con formulaciones que no podría proferir a su destinataria por delatoras («Te amo erre que erre», «Qué bonita pareja haríamos si yo no fuera de la pareja», «Te quiero con Certificación de Calidad AENOR») pero que se moría por gritarle. Abrió una carpeta (No enviados) para guardar lo que la lengua se mordía.

A veces se preguntaba si el enamoramiento profundo en el que había caído (certero e incuestionable como el blanco de un misil en el centro de una diana para dardos) no se debía tanto a la personalidad de María como al apremio y al hambre que llevaba padeciendo desde hacía tres años.

Se autoexaminó, sin trampas ni subjetividades, y sólo pudo concluir que no. Volvía a leer los correos, volvía a partirse de risa, admiración y amor, y sólo podía determinar que «en absoluto». En cualquier otra tesitura de abundancia habría quedado rendido igual ante un molde como el de María. No mejor ni peor, sino calzado a su pan, correspondiente como un BIC a su capucha, como una hebra de jamón a su muela, como un tractor John Deere a su hueco de agua desalojada al caer a una piscina.

Había una explicación congruente. Benito se enamoró de María con chorros de cariño. Pero, sobre ello, se enamoró de María con una certeza racional, lógica, técnica, de hombre de ciencia. No se enamoró porque le recordara a una profesora de inglés que tuvo de pequeño, o porque hiciera un gesto calcadito al de una prima con la que estuvo emperrado a los doce años. No fue porque pronunciara las ges con una oclusión de laringe que le recordara a una chica del instituto, ni porque su color de pelo le remitiera al de no importa qué actriz de no importa qué cinematografía nacional. Eso era imposible en una relación de esta naturaleza asensorial, sin intromisiones visuales o auditivas (no digamos ya olfativas).

Sino que se enamoró de ella pensando. Sintiendo también, pero pensando sobre todo. A Benito, de María le dejaron tonto su curiosidad, su inventiva, su cachondearse de todo, sus ganas de mirar, de estar allí, su sentido común, que quería común al suyo; su verbo enloquecido, su capacidad de asociación, su coco tutti-frutti. Pero la cosa era aún mucho más grave: todas estas virtudes y usos encomiables no le valían a María para resultar erudita, magnética, sabia, capaz, intersantísima (que también). Sino para ser —para resultarle a él—, sobre todo, concluyentemente divertida. Para revelársele a Benito como un festival de pasmos delirantes, una rave sin fin que dejaba chiquitas las del Benicàssim ese. Sentía envidia de María porque ella estaba consigo misma.

A partir de aquí, sólo le cupo razonar el desperdicio que sería que ellos dos no se juntaran para siempre, para seguir pasándoselo tan bien cara a cara como ordenador mediante. «Te quiero porque quiero parecerme a ti», le escribió un día (por supuesto, No enviado). Con la sospecha feliz de que si se hicieran novios y rompieran, les costaría un trabajo ímprobo dejar de ser amigos. Sería un trabajo que nadie se tomaría, de puro irrealizable.

El vía crucis del periplo callejero diario también acusaba la influencia de la nueva situación. Cuando los mails de María venían verbosos o hasta verbeneros, Benito toleraba el tremedal en relativo. Cuando temperados o apenas contemporizadores, lo padecía en incremento. Cuando cortos o sólo corteses, lo sufría en plenitud.

Pasar ahora por la alcoba de Oronella tenía otro cariz. La veía habitada, repleta con un censo raquítico, el justo y necesario: él, ella, nadie más, para qué más.

La cama majestuosa de la tienda sugirió un nuevo temor. Podía ser que María fuera una catecumenalorra irredenta, con unas pudibundeces y unos malos rollos en la cabeza bien disfrazados con los solideos de la coherencia religiosa. Se preguntaba Benito qué haría él si resultaba que María no era de lascivias. No tenía pinta. Pero la posibilidad le provocaba un miedo feroz, un cólico tórrido, sólido, tóxico, mórbido y sórdido.

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