Kitabı oku: «Los asquerosos», sayfa 3
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La suerte estaba echada y no había otra que salir arreando: ARREA jacta est.
Tiró hacia el norte, inducido por lo que tenía oído sobre grandes bolsas de despoblación y aldeas abandonadas en la submeseta septentrional, la cabecera del Duero y la Serranía Celtibérica. Marchaba a velocidad muy moderada para evitar estridencias. Se apartó en cuanto pudo de las vías principales, tomando las de dos humildes carriles. Tras un par de horas o tres de conducir a oscuras comenzó a clarear. La luz mostraba páramos progresivamente más terrosos y más pelados. Manuel iba sudado, escudriñando con la nariz las pedanías donde menos ruido viera y menos luces oyera.
A las siete de la mañana, muy fatigado, indeciso entre el avante o las anclas, se metió con el coche por una vereda hacia cuyo final entrevió arboleda. Bajo la fronda se detuvo. Cedió al cansancio antes de que su cerebro empezara él solo a fabricar lisergias por falta de sueño. Lo último en lo que reparó antes de caer dormido fue en que el móvil le daba cobertura. Por lo pronto, la comunicación conmigo quedaba a salvo, y eso ya era mucho.
Despertó antes del mediodía con una tranquilidad que sólo duró un segundo. El que tardaron en aparecer el hambre, el destemple, la desorientación y el filme de todo lo que había pasado ayer. Salió del coche. A cien metros escasos vio los tejados de una aldea que intuyó vacía. Hasta allá fue a comprobarlo, a pie, sin ruido, agachadito de cabeza por si asomaba alguien. Si el sitio daba garantías de que nadie iba a comparecer, pasaría allí unas horas. Comería algo, y dormiría tumbado, no sentado, sin estar oliendo a ambientador de coche.
No se equivocaba. El pueblo era un vestigio desasistido y sin un alma, uno más de los cientos y cientos de ellos que hoy permanecen abandonados en España. Seis calles y seis callejones conformaban el villorrio. No daré su nombre verdadero, como siempre quiso Manuel. Lo llamaré por ejemplo Zarzahuriel, figuradamente, según denominación inventada y arbitraria. Aún faltaba mucho para que yo lo visitara.
Por el estado de las construcciones, Zarzahuriel debía de llevar definitivamente deshabitado veinte o veinticinco años, con sus cuarenta o cincuenta previos de paralizante languidez. En vida, la aldea no mereció iglesia, sino sólo ermita somera de navecita sin accidentes, campana sin espadaña y dintel sin alegrías. Siete u ocho manzanas albergaban unas veinte casas. Un décimo de ellas, hundidas de techumbre. Otro, hundidas de lienzo. Otro, hundidas del todo. Dos de cada tres edificaciones (planta baja, una o ninguna altura, sobrado) se mantenían en pie de milagro. Cuatro o cinco de ellas parecían haber asistido a la última vida interior, por su estado de conservación, y mostraban sus enfoscados no muy desconchados, sus carpinterías medio enteras y sus contraventanas y sus barrotes de metal sólo en parte despintados. Todas mantenían sus postigos atrancados, pero ninguna parecía del todo inaccesible.
Entre estas más o menos erectas había dos pegadas. Ambas se organizaban en torno a un nivel a calle y un primer piso, más desván bajo cubierta. La una presentaba un aspecto hasta actualizado (actualizado hacía lustros). Era una construcción de fachada azulada, balcón frontero y marcos de aluminio plateado. Conservaba las bajantes en su sitio, y lucía una cerradura con el brillo del bombín no demasiado apagado, como si fuera el último acero que otrora llegó al pueblo. A Manuel le pareció habitada, aunque cerrada por ahora. Deshabitada pero no del todo. Pensó que mejor no tentarla. La descartó, no fuera a aparecer alguien esa noche y tuviera que salir por una ventana.
La paredaña presentaba peor conservación (actualizada hacía décadas, en vez de hacía lustros). Era un edificio de revoco crudo y vanos enmarcados en cemento. Se dejaba penetrar mucho mejor. Conservaba una puerta de madera moldurada pintada de verde, con una cadena sin candar por todo cierre, anudada entre un agujero de la jamba de apertura y otro abierto en el tablero de la propia puerta. Se notaba que no albergaba objetos de valor a proteger. Se notaba que nadie vendría a defenderlos. Se notaba que nadie vendría a nada.
Retiró la cadena y entró. Por lo que me contó entonces, por lo que pude yo ver tiempo después, el aspecto de la casa era lo que un piernas cogido de la calle habría calificado de «nada rústico». En efecto, de la supuesta compostura tradicional no quedaba apenas nada. En su vestidura y en su aditamento, la vivienda era del tiempo en el que los moradores de los pueblos, a mediados del xx, quisieron hacer que sus interiores se parecieran a los de las ciudades (bastante menos agrios de usar). Quien fuera, había esquinado lo folk en pos de un poco de comodidad tras siglos de aspereza habitacional, y había dado entrada a su poco de plástico, a su cachillo de baquelita y a sus metritos de formica, de melamina y de acero inoxidable, con su sintasol y su terrazo en el piso y su zócalo de pared jaspeado para que los respaldos de las sillas no dañaran el enlucido. La anticuada modernización hubo de proporcionar a sus últimos residentes la fascinante sensación, tuvo que serlo, de que asistían al primer cambio profundo de ambiente visual doméstico en cuatro o cinco siglos de ruralidad.
Apenas quedaba nada dentro. Sólo los avíos despreciados que nadie había querido salvar. Así las cosas, la vivienda exhibía una precariedad sobrecogedora. El colmo, en el salón de la planta baja, era una estantería apañada con dos tablones, dos nada más, no es exageración, uno corto y otro largo. El largo iba de pie. El corto, clavado en perpendicular al largo, a media altura. Formaban una hache incompleta, apoyada en las dos paredes contiguas de una esquina. Y así se sujetaba el mueble.
Había algunos enseres menos indignos. Eran los comprados en ciudad, los de la actualización última, los del remedo de la comodidad anticuada. Un armario colgadero de cocina pendía del tabique del salón. Perforaban la formica azul de sus puertas sus tiradores de aluminio, de línea aerodinámica, exhalando contrastes con la adinámica aldea. Dentro había, como siempre, una horquilla y un mechero sin gas.
Nadie había querido acarrear uno de esos armatostes con un minibar en el centro, cajones debajo, y estanterías para libros arriba y a los lados, fabricados en aglomerado y forrados de lámina sintética imitando madera. Un mueblorro que tenía todo el mundo hacia 1965 y que cuando se dejó de fabricar seguía sin hacerse con una denominación concreta para la historia de la ebanistería. «Mueble mural», lo llamaban difusamente algunos.
Junto al salón se situaba la cocina, baldosín blanco y loseta amarilla, encimera de obra y fregadero de piedra artificial de una sola pieza. Allí seguía la mesa, también de formica, demasiado grasienta como para llevársela a la casa nueva. En una esquina renegrida, bajo una pirámide de chapa, se debió de hacer fuego durante años. Era una chimenea abierta, asistida por un par de trébedes, unas pinzas de tijera y un recogedor para cenizas acopiando costra por ahí.
El cuarto de baño olía a estancamiento tras décadas de malearse solo, con sus azulejos verdes hasta media altura y sus sanitarios de cuando la Transición. Sin nada más.
Manuel subió al piso superior por la escalera de cemento. Dio a un dormitorio en el que yacía una cama alta y estrecha como un cenotafio. Su colchón de muelles acusaba por el centro la presión del culo de los años. Lo cubría una colcha de ganchillo tupido, tejida para pasar entretenidas las tardes.
Como en la planta baja, había más salas y salitas, variadas y de uso indefinido. Siempre habitadas por bolsas vacías del Pryca, el hipermercado que murió con el siglo pasado.
Por una escalera de mano, de fiero hierro, se subía al sobrado. Era un desván de caída a dos aguas, donde sólo bajo el caballete podía uno caminar erguido (Manuel, de corta alzada, podía permitirse más recorrido). En cada vertiente se abría un ventano en mansarda de un palmo de diagonal. Desde uno se veía el patio trasero propio, y gran parte del de la casa aledaña. Desde el otro, se dominaba la calle desde la que se entraba a la vivienda. En la estancia, Manuel no encontró nada más. Las listas del techo, las del solado, las tejas gruñendo. Así, hasta que reparó en un bulto arrumbado en un esquinazo con goteras. Apartó el plástico transparente que lo cubría, ya traslúcido de polvo y agüilla, y se dio de narices con una posesión que no había merecido hueco en el camión de la mudanza definitiva, ese aprecio le hacían.
Eran cien libros encuadernados en rústica, qué gracia mala a cuenta de lo agreste del entorno. Por lo que Manuel me contó, se trataba de volúmenes de la editorial Austral, los de colores según género (verdes para ensayo, azules para novela, grises para los clásicos, etc.). Yacían alineados sobre el suelo, con la humedad de la gotera lamiéndoles los pies. No tenían pinta de ser comprados. Desde luego, la psicodecorativa de la casa no proclamaba hábitos de lectura muy asentados en los antiguos moradores.
Serían el premio indeseado que les tocó en un concurso de la radio, o el fardo de celulosa que les vendió un trapero, o la especie en la que se les pagó, en última instancia y a falta de líquido, un producto o servicio, y que hubieron de aceptar a regañadientes a falta de mejor recompensa. O lo que salió de un contenedor caído de un mercancías, o lo que se robó alguien del tráiler de un camión. Lo claro era que el dueño, los libros ni los abrió, porque no presentaban ni puta la mácula.
Tras la primera inspección, Manuel volvió abajo. Notó en la pituitaria la pastilla de polvo y edad que se queda tras respirar entre vejedades. Abrió aquellas ventanas y aquellos contrafuertes cuyos herrajes no se empecinaron en permanecer cerrados. Salió al patio que había visto desde el sobrado.
Era un recinto de tierra baldía, de veinte por veinte pasos y con cancela a la calle trasera. Lo acotaba un murete de sillarejo, aumentado en altura hasta los dos metros y medio por un vallado de jardín del siglo pasado, a base de malla metálica y cañizo. En una esquina del cuadrado se mantenía en pie un cobertizo de techo de uralita donde Manuel podría esconder el coche. Por allí menudeaban ladrillos viejos en pila, estacas de madera, varas de plástico, ferralla, algunas herramientas jorobadas y un muestrario de trastos que Manuel no supo denominar («una especie de cubo, una especie de lona, una especie de cosa»). A un lado resistía un triste tendedero. La vegetación que pervivía, a calvas, era toda de mala hierba. Con una excepción. A modo de dosel, sobre la puerta que comunicaba casa y terreno, crecía una parra de dos guías. Sus uvas aún estaban ácidas.
Manuel comprobó que la cancela trasera no tenía candado, y que se abría con la mano. Volvió a por el coche y lo escondió en el cobertizo. El depósito de gasolina estaba en la reserva. Lo cual incidía directamente en nuestra conectividad. Que su móvil ahora, a los efectos, funcionaba a base de fuel como si fuera un tractor.
Tomó el bolsón de rafia azul y volvió a la casa. Al entrar notó que los vanos abiertos y la ventilación a chorro habían transformado el entorno: el campo extramuros, tras un rato de invasión, había metido dentro un aire limpio como el de un laboratorio. Un aire que lavaba, porque parecía mojar sin humedad y que traía el sabor dulce de lo que es nuevo.
Por supuesto, la casa no disponía de agua corriente ni de luz eléctrica.
Se dirigió a la cocina. Sacó del bolsón amigo un cartón de leche y un café de sobre. Pretendió encender la lumbre a base de quemar inmundicias recogidas por el suelo. No lo logró. Se preparó el café en frío. Lo tomó pensando que, por verlo por la parte buena, en el campo no se cruzaría con ratas grises, cucarachas ni piojos. Bichos vinculados a las concentraciones humanas y que le ponían los pelos de punta.
A las cuatro le llamé. Me contó todo lo que acabo de referir, como haría siempre a partir de entonces. Subió al sobrado, eligió un libro de Austral y se lo echó al bolsillo. Bajó de nuevo y se sentó a leerlo en el suelo del salón, al cobijo del mueblazo mural. Al caer la noche se tendió en la alta cama del primer piso. La colcha de ganchillo, tan vieja, daba un poco de asco. Cuando de madrugada arreció el fresco, sin embargo, Manuel se agarró a ella como si la acabara de estrenar.
Pasó los dos días siguientes examinando el entorno, comiendo las provisiones que se llevó en el bolsón y, sobre todo, rastreando señas humanas que evitar. Yo siempre le preguntaba lo mismo: que si se había topado con alguien, o con los indicios de su amenaza. Nada. Nadie. A medida que Manuel me confirmaba que había caído en medio de la deshabitación galopante de la que hablaban los sociólogos y los periodistas, yo le insistía en que permaneciera allí, a seguro. Dentro de que no estaba a buen recaudo en ningún sitio, la aldea hueca parecía refugio menos boñiga que cualquier otro. Le argumenté que si en verano no había gente en el pueblo, entonces no la habría nunca. Se le notaba dudar a través del teléfono, expresando sus ganas de seguir camino. Pero él me veía muy asustado, porque había razones para ello, y al final triunfó el buen seso.
Al tercer día se decidió a pasar allí un cuarto, con la vista puesta en un quinto y sin descartar un sexto que enlazar con un séptimo. Le quedaban víveres para llegar a un octavo y móvil para otro ciclo como este, siendo optimistas. Después de eso, si no solucionábamos los problemas de pertrechos y batería ya nos podíamos ir a cardar ingles. Que los abastos y la energía no iban a caer del cielo.
Yo llevaba tres días con pánico a abrir la prensa. Un terror al que debería acabar haciendo frente porque necesitaba noticias para saber a qué atenernos. Al fin vencí el miedo y encendí el ordenador. La protesta se había saldado con un balance de cuatro policías aquejados de lesiones leves. Era un alivio, en cierto modo.
Más abajo, sin embargo, se informaba de que un quinto agente había resultado herido de gravedad. A tenor de la redacción del texto, los daños eran muy considerables. Manuel estaba nadando en una bañera de brea.
Preferí no contarle lo que acababa de leer. El que él lo supiera no ayudaba en nada a su tapadura. La perjudicaba, de hecho, en un momento en el que los dos debíamos mantener la cabeza en su sitio. Que a saber qué sitio era ese.
6
De la vida en despoblado, Manuel sabía lo mismo que de remendar telarañas: nada. De solucionar problemas cotidianos, sin embargo, sabía mucho. Salía ganando.
A las afueras de Zarzahuriel había una fuente. Como él me contó, echaba una soguita de líquido por un tubo de latón. Me pareció muy raro que siguiera surtiendo en aldea vacía. Pero buscando y preguntando me encontré con que hay caños de los que no mana el agua desviada al efecto para su traída. Sino la que corre bajo sí, porque están erigidos en el curso natural de la vena hídrica (habitualmente subterránea). Podían haber taponado la fuente tras la marcha del último habitante de Zarzahuriel, pero el agua habría seguido fluyendo por la misma vía de igual forma (acaso creando problemas de anegación). Así que nadie se había tomado la molestia de ir a cortarla.
El caudal no era mucho, de a dos litros por minuto, pero a Manuel le sobraba tiempo para que el chorrito le llenara una botella que se llevó de Madrid. Decía que el agua era tan rica que se le notaba la excelencia al tacto de la mano puesta bajo el pitorro. Se aseaba allí mismo, como si fuera su pila callejera, y entonces la prueba del contacto con la piel ganaba campo de ensayo.
Salió a por leña desde el primer o el segundo día. El tiempo del verano era templado, pero siempre había algo que calentar en la lumbre. Vació del todo el bolsón de rafia con el que salió zumbando de mi casa y comenzó por dirigirse a una de las manchas de bosque que rodeaban Zarzahuriel, siempre evitando pistas de la red viaria y caminos marcados. Iba riéndose, porque lo de coger leña por la foresta le sonaba a cuentos infantiles de mucha moraleja.
Leí en Internet que por la zona crecían fresnos, sobre todo, robles y algo de pino, que se debió de explotar mientras hubo quién. Encontró bastante madera por el suelo, la que nadie recogió tras años de desgajarse por el peso de la nieve, el viento soplando y la muerte natural. Esta leña delgada fue el calostro de su calor. Reseca, pesaba poco, y se podía cortar con el pie pisándola y haciendo palanca. Más adelante empezó a llevarse tronchos de más entidad, más sustanciosos pero no tan abundantes a ras de suelo.
Estos había que trocearlos. El que la chimenea de la cocina fuera abierta no obligaba a seccionar las ramas gruesas en pedazos demasiado chicos, lo que ahorraba cortes. Pero había que tajarlos, de todas formas. Manuel contaba con una sierra careada y con un hachita de dos palmos de asta que encontró en el patio, sepultados en una artesa llena de clavería roñosa. El pobre armamento era una promesa de sufrimiento para brazo y riñones. Manuel se puso como un cafre, no obstante. No tenía otra cosa que hacer. Cuando paraba, cada quince o veinte minutos, echaba el bofe. Pero a su vez, sentía que le cogía una satisfacción que debía de ser prima de la del deportista que se desgasta aposta la fibra por afición tonificante. Pasar horas sudando los mangos le ponía contento. «Me están saliendo tetas», dijo.
Tuvo también que hacer de fumista. Al principio, de cuclillas ante la chimenea, luchaba con las llamas. No por extinguirlas, como se dice siempre que salen en los telediarios, sino por provocarlas. Las hojas secas, los palos delgados, los cachos de corteza, le ardían bien. Pero la lumbre se le apagaba cuando pretendía hacerla con madera de más calibre. Amontonaba ramas gruesas, les pegaba la cerilla al lomo, parecían obedecer a sus ruegos por arder con fuego denso y luego se arrepentían.
Manuel ensayó, cómo no. Como hizo siempre en su vida urbana. Probó a la luz de sus anotaciones y sus diagramas. Así hasta que, con mucha tos por medio, entendió que debía ir de menos a más, del papel al leño, pasando por el yerbajo, la varita, la estaquilla y el palitroque de diámetro creciente, hasta el grosor que quisiera. Aventaba el mejunje a soplidos y con un calendario de 1981 que encontró en el cajón que fue de los cubiertos, y se iba haciendo con la hoguera. Fuegología y Chimenéutica estudiaba con provecho.
Era capital cerrar el postigo de la ventana de la cocina si Manuel prendía la lumbre por la noche. Si pasaba alguien, que no viera luz. Al humo de la chimenea, en cambio, no le supimos colgar máscara. Pero desde lejos, en cuanto rebasaba la altura de los árboles que lo tapaban, ya se había diluido. La perspectiva se pondría de nuestro lado. Al menos, mientras nadie entrara en Zarzahuriel.
Para manejarse en casa, sin toma de corriente, a Manuel no le quedó más remedio que encomendarse a la luz del sol y a la del entendimiento. A partir del crepúsculo iba por la casa a oscuras, desarrollando sensores en los dedos de las manos y de los pies, a tientas, prudente la tibia y exploradora la uña. Las escaleras que llevaban al piso superior eran quince (seis + tres + seis). Manuel las subía contándolas, entre el negro de la tiniebla, y nunca tropezó.
Se iba defendiendo en el Zarzahuriel cicatero de recursos. Eso tocaba. Qué otra opción tenía.
Pero persistían dos problemas que me hacían dormir muy mal. La alimentación de Manuel y la de su móvil.
La comida que se llevó se iba agotando, y había que reponerla. Manuel conservaba intactos los euros con los que salió de Madrid. Pero no se iba a acercar a comercio, bar ni gasolinera donde pudieran identificarle. Con lo que los billetes le valdrían como marcapáginas, como mucho.
Por las mismas razones, no tenía sentido que le hiciera llegar el dinero que yo ya había empezado a extraer de su tímida cuenta corriente, a base de visitas al cajero. Y a ver cómo, además.
Había que convertir el fondito en raciones consumibles. Sólo así era útil. Muy útil sobre todo para mí, que si hubiera que haber echado mano de mi fortuna para dar de comer al sobrino, eclipse total de pan.
Fue durante una madrugada de desvelos cuando se me ocurrió cómo proveerle de víveres. Había un Lidl en da lo mismo qué ciudad, a da lo mismo cuántos kilómetros de Zarzahuriel. Yo haría pedidos regulares por Internet, desde mi ordenador. Encargaría mensualmente un listado de productos convenidos con el oculto. Pagaría las remesas telemáticamente, con cargo a mi cuenta. Los envíos serían a Zarzahuriel, en el reparto ordinario, a la calle tal y a mi nombre.
Me levanté de la cama e investigué en la página del híper. Toda la gestión del encargo se hacía mediante la máquina. Pero esperé a la mañana y llamé al Lidl en cuestión de viva voz porque había un par de indicaciones que debía apuntarles. Y sin las cuales, el riesgo se multiplicaba sin necesidad.
Les informé de mi intención de hacer pedidos periódicos. Avisé de que habitualmente no estaría en la casa de destino, porque sólo iba los domingos, cuando no había reparto. Pero les propuse con fingida empatía que dejaran las bolsas en la puerta el sábado por la tarde, que en el pueblo no había quién que fuera a mangarme la lata de anchoas. Los bultos, por otro lado, ya estaban pagados mediante tarjeta de crédito, así que todos contentos. De esta forma, y si el sábado por la tarde Manuel se metía en casa bien metido, el repartidor no tendría por qué verle. Porque no podía verle nadie.
Todo rastro que dejé remitía a mí, ciudadano del montón que no tuvo ningún encuentro agrio con ningún policía en ningún portal. Manejé un poco la conversación para que no sonara raro el hecho de que empezara a contarles que en mi familia éramos cinco. No quería levantar extrañeza en nadie que se pusiera a considerar para qué quería tanta comida un hombre solo que únicamente acudía a Zarzahuriel los festivos. De paso, haciéndome el amistoso y el cercano, dejé dicho que uno de mis hijos se quedaba a veces en el pueblo durante la semana, porque estaba preparando oposiciones y se retiraba allí a estudiar. Que no les extrañara si un miércoles veían humo en la chimenea. El del Lidl estaba hasta los huevos de que le contara mi vida. Jamás pasaron por allí más que a dejar el pedido, el día convenido. Pero yo estaba determinado a abortar toda sombra de suspicacia y a dar todas las explicaciones posibles, las que me pidieran y las que no. Todo remilgo con la gestión del tapamiento me parecía poco.
El palo que te pegaban por el porte, Cristo.
Fui ingresando en mi cuenta el líquido que iba retirando de la de Manuel en mis visitas al cajero. Sin ese dinero, ahorrado por él durante dos años, poco Lidl le podía haber mandado.
Listamos una primera compra. Era la segunda que realizaba su destinatario en cuanto que individuo emancipado, porque en la casa libre de la calle Montera sólo le alcanzó la estadía para hacer una. Nos quedó una cesta estándar, con lo habitual entre la gente de su edad, de productos variados para comer bien y de todo y con algún capricho deslizado entre un bote y un paquete.
Sin nevera, y a compra mensual, el consumo de carne y pescado frescos se vería restringido a la semana posterior a la recepción. Vencidos los tiempos de vigencia, a comer otra cosa. Quizá el frío del campo, llegando el otoño, prolongara un poco los plazos de caducidad.
Con el pan tendría que joderse. El alimento cotidiano de la Biblia sólo podría tomarlo reciente durante los primeros días tras el pedido, y duro o durísimo al final. El de molde aguantaría algo más. Pero en general, al bendito trigo cocido habría de renunciar.
No nos olvidamos de los géneros de aseo: jabón, gel, champú, alcohol. Una esponja. Ni de los de limpieza: lavavajillas, estropajos, detergente, bayetas. Una escoba.
El Lidl contaba con su sección de inventariables, bienes de no comer, con su poco de ferretería, su algo de textil, su tanto de papelería y su cuanto de menaje. Incluimos una serie de artículos sin los que la vida se habría hecho muy difícil: una sartén, un cazo con tapa, varios platos, hondos y llanos, cubiertos. Un cubo y un barreño de plástico, una linternita de bolsillo con su pila, unos alicates. Una toalla, dos sábanas, papel, un lápiz y un boli. Maquinillas de afeitar, a usar sin espejo. Una garrafa de agua de cinco litros, para usar el envase como cántaro y no tener que ir tanto a la fuente.
Listé la compra, la tramité y aboné lo que me cobraron. Ese sábado, Manuel se encerró en casa por la tarde. A las cinco llegó una furgoneta con los suministros. Lo dejó todo a la puerta y se fue. Sin más incidencia. Así sería cada mes.
Me lo imagino esa noche de sábado cenando en condiciones, en vez de metiéndose comistrajos, y se me pone una sonrisa en la cara que parece una curva longaniza en todo el medio de un plato. Me sentaba de maravilla verme a mí, nada menos que a mí, arreglando problemas. Toma Recursos Humanos. Todo gracias a Manuel.
El hipermercado estaba surtidito. Pero había objetos y productos imprescindibles que la compañía no trabajaba. Había que pensar la forma de remitirle paracetamol, hilo y aguja, una piedra de afilar para el hacha. Era un problema, porque se trataba de mercancías muy necesarias. Pero yo no quería más proveedores. Concertar mensualmente con el Lidl ya me parecía mucho exponernos. No debíamos arriesgarnos más. Cuanta menos gente se acercara a Zarzahuriel, mejor.
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