Kitabı oku: «Los huerfanitos», sayfa 2
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Gran Damián citó a los tres Susmozas para el día 13 de febrero de 2012 en el teatro Pigalle, con objeto de tratar el tema de las sucesiones. Los convocó a las ocho de la mañana, hora intempestiva que el albacea fijó sin dar opción a madrugón menos cruento.
Argi viajó desde Alicante, Barto desde Toledo, Crispo desde Papatrigo (Ávila). La víspera de la reunión con Gran Damián, Argi se alojó en un hostal de Sol, Barto en una pensión de Huertas y Crispo en casa de un medio conocido. Hacía años que los hermanos no se trataban, por lo que cada uno hizo sus planes según sus circunstancias y sin proponer encuentro previo.
Se levantaron muy temprano, nerviosos ante el reencuentro. Pagaron injusto castigo a la virtud de la puntualidad cuando los tres coincidieron en Alcalá, en ruta hacia el Pigalle. Cada cual habría preferido caminar solo, pero no hubo más remedio, en nombre de la decencia fraternal, que cubrir juntos el último trecho hasta el teatro. Compartieron la calle sin nada que decirse, apretando el paso para que pareciera que el esfuerzo andariego les privaba de aliento para la conversación. Se notaba que sería un día de sol.
Con su aspecto de palacio de los años veinte, a base de eclecticismo y garigoleo decorativo, el Pigalle manchurreaba la calle de Alcalá a la altura del metro Sevilla con su recia gama de grises, la de los humos de los años. Cinco pisos de laberintos. Más sus desvanes, buhardillas y azoteas (para coronar) y sus sótanos, fosos y galerías bajo cota de tierra (para escarbar en el pasado). En la fachada, esparcidas por todo el frontal y en sus diferentes órdenes, callaban las figuras alegóricas de no se sabe qué fulanos, en faz o de cuerpo entero. A la altura del cuarto piso, en toda la bisectriz, se enseñoreaba la cabeza de una suerte de joker de magnética sonrisa. Todos habían acabado por sacar parecido a ese rostro con Ausias. Quizá no por la fisonomía, que no casaba demasiado con los rasgos del director. Sí desde luego por el gesto, que era igualito.
En 1971, tras fructíferos años de arriendo, Ausias había comprado el Pigalle por la entonces exorbitante cantidad de ciento veinte millones de pesetas. El teatro lo valía. Había firmado una hipoteca a treinta años que lo convertiría en 2001 en dueño y señor de un edificio soberbio levantado sobre un solar privilegiado. A él o a sus herederos.
Y eso, a los Susmozas, no les impedía odiar aquel teatro. El plan de todos era el mismo: deshacerse de él en cuanto pudieran. En 1997 había sido declarado bien de interés cultural (cosa que divirtió muchísimo a Ausias), así que no podría venderse ni dedicarse a otro uso que no fuera el escénico hasta 2035 (lo del uso extrateatral, tampoco después). Pero, a veintitrés años vista, los hermanos tenían la jubilación mucho más que asegurada.
Pues bien: en la idea de la posesión no había nada de codicia. La venta del teatro tenía para los Susmozas una trascendencia mucho mayor que la económica. Sería un chorro de pelas, evidentemente. Pero a sus ojos, sin embargo, el torbellino de billetes quedaba hasta racaneado, hasta regateado, hasta escatimado, en la medida en que no tenían claro que el pastizal les fuera a compensar por tantas calamidades padecidas en el Pigalle a cuenta de su padre. Para sus dueños por herencia, el Pigalle era ante todo una indemnización de gracia y justicia por las injusticias sin gracia padecidas durante sus infancias dentro de sus mil muros. Esa venta millonaria no les resarciría de las fatigas padecidas, pero era todo lo que cabía cobrar por tanto daño. Percibirían un dinero carísimo. Porque no sería un monto en euros, sino en compensaciones. La cantidad por la que venderían en su día el Pigalle no era desde luego como para despreciarla. Pero no era eso lo que estaba en juego. Aquí la transacción no ponía en relación el peso de unos fajos con el volumen de unos bienes transferidos. Aquí lo que se ventilaba era que la justa satisfacción por tanta pasada les dejara vivir el resto de sus vidas con la tranquilidad de quien ha cobrado sus deudas. Aunque fuera en forma de dinero.
Pasaron al atrio, y luego al vestíbulo, por los portones que Gran Damián había dejado sin candar. El Pigalle llevaba cerrado desde agosto de 2004, cuando Ausias se cansó del teatro, se hartó de Madrid, lo abandonó todo y se marchó a vivir a Las Arenas. Se notaban los años de quietud, que campaba como suele: en el espesor del aire y en lo turbio del ambiente. Muebles amontonados, la mezclilla de guarrería y aguas con sus pisadas y sus patinazos, los ejemplares de las Páginas Amarillas que menudean por todo local abandonado, las colillas sobre los lapos antiguos... La más que probable presencia de ratas. El vestíbulo, no obstante, era magnífico, con sus molduras renegridas por su cara superior (la que recibe la mugre), sus puertas imponentes con las bisagras como balas de artillería ligera y la diadema grácil de los frisos volados sobre los accesos a sala.
Dos escaleras, una por mano, ascendían a los pisos superiores, con sus aramboles de latón y sus sendas alfombras rojas, ya rajadas como la lengua de quien mascó el picapica. Los tres hermanos Susmozas tomaron la de la derecha, que es hacia donde se gira instintivamente cuando se siente miedo: por tener enfilada a los pasos la mano de golpear.
Fueron subiendo. Por las paredes, pero también por los suelos, al paso salían carteles y fotografías enmarcados, anunciando espectáculos de los setenta, ochenta y noventa. Los tres iban sintiendo el fortísimo olor a polvo, que es antes táctil o gustativo que olfativo y que nubla la vista al adherirse al globo ocular y a las pestañas. Un olor que deja una secuela de mocos grandes y crujientes como empanadillas.
No se tenían tanta confianza como para ponerse a comentar nada, pero por vencer el miedo a roedores y cucarachas cambiaron entre ellos algunas palabras. Fueron las más elementales, acerca de los sucesos más genéricos ocurridos en el transcurso de los lustros que llevaban sin verse. Hacía veintiún años que Argi no pisaba el Pigalle, contra los dieciocho de Barto y los trece de Crispo. Cada vez más suspendido cada uno en sus recuerdos, los tres se fueron distanciando a partir de la segunda planta, como los ciclistas en carrera.
Llegaron al quinto piso, en el que su padre situó su despacho y en el que Gran Damián les esperaba. Arriba, donde siempre estuvo, se toparon con el armario cachondo, un mueble en el que Ausias los encerraba a veces medio en broma, medio en serio: la práctica era irresistiblemente divertida para el primer mencionado (Ausias). Para los otros (cada crío, según tocara), lo que empezaba de traca jovial acababa siempre derivando en algo mucho peor que cruel.
—Todavía da miedo verlo —musitó Argi.
Los tres se aguantaron las ganas de abrir las portezuelas y mirar adentro: por si quedara algún objeto perdido o algún hermano reo del que todos se hubieran olvidado.
Pasaron al despacho a través de su entrada descomunal. Allí seguía todo. La pesada sillería, tapizada en cuero verde, henchida de culos. Los anaqueles de madera maciza, de piezas tan gigantescas que daban ganas de creer que el edificio se construyó en torno a ellos porque ni por aquella puerta exagerada parecían caber. El monitor del circuito cerrado de televisión, antigualla tecnológica. El escritorio, sobre el que descansaban mil libros, un ladrillo de obra, un sándwich de hacía ocho años, un sable de caballería, un desodorante en stick, reseco como piedra pómez. Las paredes enteladas de rojo cereza estaban tan repletas de fotos, dibujos y cuadros enmarcados como los pasillos de todo el edificio. Todo en un estilo clásico que ya estaba desfasado cuando Ausias se hizo con el Pigalle, y que fue poniéndose al día según el tiempo iba convirtiendo cada uno de los muebles en proclamas de sugerentes extravagancias atemporales. Los juguetes y los trofeos del líder andaban por doquier. Y el parqué, llorando a cada paso. El olor a polvo se confundía aquí con el olor a padre.
Al cabo de la inmensa mesa esperaba el abatido Gran Damián, con barba de días, con su traje trasnochado y su cartera de cuero sobado. Su entrada en febrero debía de haber sido desgarradora, porque no lucía mejor cara que a finales de enero. Y eso chocaba a los hermanos, que no le hacían con aquella expresión dolorosa. Era para ellos el que siempre estuvo allí, como un tío carnal que siempre se divertía y nunca con ellos tres, adscrito como estaba al progenitor. Era una presencia eterna, pero era a su vez la de un hombre del que apenas sabían nada y al que hoy no había más remedio que dirigirse, a ver qué quería. Tantas y tantas horas compartidas, pero con tan pocas vivencias en común, no movían precisamente a la fluidez. Fue Argi quien se lanzó a hablarle.
—¿Damián?
—Pasen, por favor.
De usted les trató, como si la muerte de Ausias los hubiera convertido en licenciados. A él se fueron los sobrinos postizos, y le fueron dando la mano uno a uno. Tampoco para Gran Damián parecía fácil el contacto.
Todos sonreían forzados mientras iban tomando asiento en torno al gran tablero, soltando fórmulas del tipo de «¡Cuánto tiempo...!», y colgajos así. Gran Damián no era ajeno al hecho de que a los chicos, la muerte de Ausias les dolía lo justo. Pero declaró aquello de «siento mucho lo de su padre», cuando el pesar de la pérdida era mucho más intenso en él que en sus tres hijos. En este espesor del trato estancado, Argi ejerció de nuevo de hermano mayor, con el gesto adusto que copió de niño de los westerns y que se le quedó para siempre. Le pareció que un héroe del oeste se habría lanzado a reconfortar al anciano, que fue lo que él hizo.
—Sabemos que lo siente, Damián, que estuvo muy unido a él y que lo dice de verdad.
El eterno lugarteniente quería parecer animadete. Le salía del culo de mal. Todavía no lloraba. Los esfuerzos por evitarlo le honraban.
—No queremos que se tome trabajo extra —echó Barto un capote—. Denos las instrucciones precisas, que nosotros nos ocupamos de los trámites.
—Desde luego, Damián —dijo Argi—. Usted ya ha trabajado bastante.
—Sí, queremos liquidar esto cuanto antes —dijo Barto en el mano a mano entre hermanos mayores—. Necesitaremos alguna orientación respecto a la herencia, pero queremos que usted descanse.
Fluía amable, pero la conversación cambió entonces a tono sombrío en boca de Gran Damián.
—Yo lo que les ruego es mucho ánimo.
¿Ánimo? Ya se habían dado los pésames. ¿No se les notaba a leguas que el ánimo les sobraba para encarar el deceso? Nadie supo muy bien a qué venía aquella llamada a la resignación, en una tesitura en la que sólo el viejo plañía y en la que los demás mantenían una entereza que, como no provenía más que de la indiferencia, no contaba como mérito virtuoso. Habló Gran Damián.
—Ausias no ha dejado mucho.
No les pillaba de nuevas la noticia. Con el tren de vida que llevaba papá, todos presentían el dato.
—Por eso no se preocupe. Nunca hemos esperado mucho de él —dijo Argi.
Gran Damián sacó un informe de su cartera.
—Muy bien. Qué dice el acta —preguntó Barto.
—Que Ausias no ha dejado nada. Sólo el Pigalle. O al menos un cacho de él.
Vaya gracia. Los hermanos se habrían mirado asombrados buscando el soporte del grupo. Pero les daba vergüenza porque hacía años que no se llamaban ni en caso de matrimonio. Fueron a la reunión a ver qué les tocaba, a ver con qué partidas entretendrían a las arañas de sus arcas hasta el día de la venta del caserón. Y se encontraron con estas poquezas y con estas embajadas.
Gran Damián habló:
—Ausias compró el Pigalle el 9 de marzo de 1971, a la una de la tarde. —Y el inciso de exactitud sentimental inquietaba a todos—. Había que haber acabado de pagarlo en 2001. Pero no se han dado las condiciones para que sea así.
Lo de llamar al ánimo tenía su sentido, se iba viendo.
—Han ustedes heredado su hipoteca.
Han ustedes: eran las dislocaciones propias del lenguaje de los nervios.
—El banco ejecutará el embargo el 27 de julio. Sin más prórroga, sin más dilación y sin más nada. Porque hace ya años que se agotaron todos los plazos.
Lo mejor era acabar de compilar los datos. Todos, y cuanto antes. Así lo veía Barto, que tomaba tal modo de hacer como norma común de actuación.
—Cuánto se debe de hipoteca.
Los Susmozas llevaban sus vidas en un modesto devenir, sin más incidencias que las justas, con sus recibos más o menos al día y con sus pagos no demasiado demorados. Conservaban sus ahorros de corto alcance, y poco más. Con Ausias como modelo de lo que no había que hacer, ninguno era titular de bienes raíces. Instalados en su encomiable austeridad, inmunes a las ingenuas rutilancias de la propiedad, vivía cada uno en su piso, de mejor o peor empaque pero en arriendo en los tres casos. Un coche, tres ordenadores, dos teles, una bici, algunos muebles. Eso juntaban, en una lista de pertenencias de valor decreciente que acababa por gomas de borrar, calzadores de hoteles, pinzas para la ropa y la pelusa de los bolsillos.
Argi tenía sus ocho mil ahorrados, a base de dar clases de alemán a zopencos que apenas dominaban su lengua materna. Barto había reunido casi trece mil, tras aprobar su oposición a funcionario de la Junta de Castilla-La Mancha y tomar un donut en vez de dos en el rato de almuerzo de media mañana. Crispo, sin oficio ni beneficio, disponía de doscientos cincuenta y tres euros en una cuenta corriente exangüe. Que, sumados a los cuarenta y siete que llevaba en el bolsillo, dejaban una cifra hermosamente redonda.
Gran Damián no se decidía a hablar. Los hermanos prefirieron pensar que era otra manifestación del desgarro por la pérdida del amigo. No era sólo por eso. Era también por lo que tenía que decir. Que era, más bien, grave. El anciano puso coto a su implada y entró en materia.
—Trescientos sesenta mil euros. Con una rayita de negativo delante.
—Y de eso, cuánto nos toca pagar a nosotros.
—Trescientos sesenta mil euros. Vamos, todo.
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En un principio, la hipoteca de 1971 se fue liquidando con puntualidad. Entró dinero durante lustros, mucho dinero, el de las taquillas reventonas y el de los patrocinios generosos. La hipoteca mamaba a lo bestia, no obstante, y el tren de vida de Ausias no ayudaba a cumplir con puntualidad. Las burbujas del champán trataban de tú a las burbujas inmobiliarias, de las que Ausias se comió tres o cuatro (muchas más se bebió de las otras). Jugaron los vaivenes de las inflaciones, las devaluaciones de moneda, los ipecés generales, los particulares del sector, todo el pifostio.
Hacia 1995, el empresario empezó a solapar unos créditos con otros. En 2001, cuando el préstamo tendría que haber quedado liquidado, Ausias tenía el asunto de su propiedad hecho un costurón, a base de zurcidos superpuestos para los que el banco no iba a soltar más hilo. En los albores de la segunda década del siglo, en plena crisis financiera, ni el encanto del promotor ni la paciencia del acreedor dieron más de sí. Se acabaron los favores y se exigió liquidar lo que restaba, bajo la voluntad firme del banco de quedarse con el Pigalle. Luego, Ausias tuvo a bien morirse. Con sus flecos colgando. Que, como quisieron los caprichos del mercado, importaban sesenta millones de los ciento veinte que valía en 1971. La mitad aritmética, con el tantísimo dinero que Ausias había metido en eso.
Argi habló de renovar el crédito. Pero no había nada que hacer, como explicó Gran Damián con su voz casi inaudible. Hacia 2005, el banco empezó a ver clara la posibilidad de quedarse con el teatro entero. Su intención era reabrirlo y explotarlo como sala cultural con el nombre de la entidad, en una práctica que empezaba entonces a ser muy común. Sólo tenían que esperar. Se adivinaba que el viejo Ausias, ya muy mermado de ilusiones y fuerzas, no reuniría los billetes —extremo en el que no se equivocaron—. Luego sólo restaría actuar por la vía de impagados y embargo.
—No quieren más moratorias. Ahora quieren el teatro. Ya no quieren el dinero. Han visto mucho más rentable esperar a que ustedes se vengan abajo. Ya no quieren el remiendo: casi tienen la cabeza, para qué pujar por la caspa. Nunca les van a conceder otro crédito. Ustedes ya no pueden aplazar el pago: sólo hacerlo de una santa vez. No van a seguir acumulando deudas con ustedes, y menos pudiendo quedarse con el Pigalle entero, que ya hay bases sobradas para que se lo queden. Ellos tienen muy fácil quedarse con el todo porque no traigan ustedes la parte.
—No es el único banco del mundo. Hay otros.
—No para ustedes. Aparte de que el nombre del Pigalle figura en todos los registros de impagados, y aparte de que no hay ninguna voluntad entre los bancos de entrar en conflicto con sus acreedores sólo por ayudarles a ustedes, y aparte de que la situación prestataria es la que es; aparte de todo eso, es que ustedes no tienen nada con lo que avalar sus solicitudes de crédito.
Gran Damián estaba muy al tanto de los posibles de los herederos.
—Sólo este teatro. Pero vayan a contarle a los bancos que no podrán devolverles el préstamo hasta 2035. Yo ya lo he hecho. Igual tienen ustedes más suerte.
—No busquemos en los bancos. Tiene que haber particulares dispuestos a prestarnos el dinero.
—Ya lo he intentado. Quedé con siete empresarios.
—¿Y no les ha encantado la idea?
—Cuando a los seis primeros les dije lo de 2035, me dijeron lo mismo que los de los bancos. Al séptimo ya ni fui.
Inmersos en la crisis financiera del cambio de década, conseguir un crédito era poco menos que imposible. Pero la situación era tan fiera que ni siquiera en coyuntura boyante habría sido viable.
—¡Alquilarlo a compañías!
Gran Damián también lo había probado: ofrecer el Pigalle a compañías teatrales, las únicas empresas a las que, por culpa de la declaración de bien de interés cultural, les podían arrendar el teatro. En enero había fijado un precio de alquiler de 60.000 euros mes, el cociente necesario para saldar la deuda en seis meses. Las gestiones habían sido nefastas. La renta resultaba prohibitiva, por lo que ni las compañías grandes lo consideraron (casi todas tenían, de hecho, su propio coto en arriendo). Tanteó la rebaja, y lo mismo. Bajo todo ello subyacía la evidencia de que ninguna empresa quería indisponerse con la entidad acreedora, de la que casi todos eran feudatarios. Gran Damián sólo había conseguido que se corriera la voz del desastre del Pigalle, haciéndolo público y notorio.
El 27 de julio se les figuró a todos como rotulado en un inmenso paredón de fusilamiento. Argi se sonrió medio ido. Barto se aflojaba la corbata. Crispo se levantó a dar dos pasos.
—¿Y quién ha sido el contable en esta casa de putas? —Argi aguantaba la cólera.
—Ya lo saben. Ausias aquí lo ha sido todo: el director, el autor, el escenógrafo, el promotor, el tramoyista y, desde luego, el contable, el tesorero y el administrador único. Hubiera sido su propio albacea, si hubiera podido.
Gran Damián, hecho un pingajo con patas que parecía venirse al suelo a cada gesto, tensaba los músculos de la cara. Por pena, pero también por prevención. Él no tenía la culpa de nada, pero habría encontrado muy justificable que cualquiera de los tres quisiera desahogarse con el de fuerzas más mermadas y partirle el hocico por estar dando estas nuevas.
El anciano sabía que Argi daba clases de alemán y que Crispo vivía a salto de mata sin oficio ni beneficio. También que Barto se había ido por el sector administrativo. Dejó que fuera él quien diera curso al consiguiente desarrollo del drama. Le pareció menos violento que fuera uno de los hermanos (el letrado, mejor) quien verbalizara la verdad que él no se atrevía a pronunciar. Barto dijo:
—¡Nos vamos a quedar sin esto! —Y abarcaba el aire con los brazos.
No podía ser. Había que lanzar propuestas, tirando por donde fuera.
—¿Y la casa de papá? —inquirió el mayor—. Esa en la que se murió. La de las Vascongadas. —Así llamó Argi a Las Arenas.
—Llevaba un año embargada cuando murió —respondió Gran Damián—. Estaban a punto de lanzarle cuando se fue por propio pie. Nadie consiguió echarle nunca de ningún sitio.
Gran Damián seguía previendo agrios repartos de sagradas obleas si los herederos caían en el depresivo silencio. Para ganar la situación por la mano, se aprestó a intervenir.
—Piensen en algo, por favor —pidió con la mirada arrasada.
Los Susmozas iban haciendo en sus cabezas el repaso de las amistades a las que pedir ayuda. Buscaban candidatos para el sablazo. Pero flacos álbumes, los de este casting. Pocos amigos y de mal pasar, y los hermanos se hacían cruces por las pocas relaciones cultivadas, por tanto vivir de cara adentro, por dejar pasar el cumpleaños del conocido sin mandar felicitación. Haciéndose siempre los misántropos para disimular su compulsiva timidez. A algunos ciudadanos conocían, cómo no. Gentes como ellos que quizá guardaban en sus huchas el remanente para la autocesta de Navidad, para cuando el coche dijera hasta aquí, para cuando al niño le salieran unos granos preocupantes. Pero es que la guita que les hacía falta era muchísima guita. El agujero del butrón que les habían hecho era descomunal, y a ver qué coño de garantías de devolución podían ellos prometer. Para conseguir el dinero ya no valía con pedirlo. Ahora había que generarlo. El prestado no sólo no arreglaba el problema, sino que lo hacía engordar. Sólo valía el otro, el que se gana por derecho propio sin engendrar más flujo a deber.
El derrumbe era general. La imposibilidad de otra utilización que no fuera la teatral mandaba al infierno las estrategias de guerrilla que los tres hermanos estaban pergeñando: alquileres del edificio para mítines, ferias, entregas de premios y presentaciones de empresas de venta piramidal. Gran Damián lo expresó a las claras.
—Lo del bien de interés y esa mierda les perjudica lo que más. Si no, aquí íbamos a estar con estas caras de pisacacas.
Atacaron pues por la zona de inventariables: liquidación al peso de butacas, cañerías de plomo y marcos para fotos. Pero no se podía tocar ni un tornillo hasta mediados de los treinta. Luego pasaron a los fungibles: bombillas de cien watios, cuadernos sin empezar, botes de pintura empezados. Pero nadie quería comprar morralla. Todas las posibilidades de saldo las había concebido antes Gran Damián, y ninguna valía. Sintiéndolo mucho, el anciano derribaba planes de choque como quien achicharra francotiradores en un videojuego. Los Susmozas no podían enajenar los bienes estructurales, y los de valor espurio no los quería nadie porque la basura siempre ha sido artículo gratuito en los vertederos. Y la mano de Ausias, abriendo boquetes a cañonazos en el paramento que estos cuatro querían enlucir a llana y yeso.
A cada hermano le pasó ante los ojos la película de su vida. Porque los tres se estaban muriendo y porque todo lo que estaba ocurriendo contradecía tantos recuerdos de abundancia. Recuerdos de infancias de desprecios, pero en las que siempre había dinero por todos sitios.
—¡Pero todo lo que estrenaba papá reventaba las taquillas! —gritó Argi—. ¡Vivía como nadie!
—Pues se ha gastado todo lo que ganó, más los trescientos y pico mil que les deja de recuerdo. —Gran Damián no hacía más que pintarlas negras.
Al fin, todos quedaron en silencio. Se posaron en el alféizar del ventanal los gorrioncitos que dan envidia por su sustento resuelto por el Creador, y Argi recordó un episodio que le pareció que venía muy a cuento.
—Había un sargento en la mili que cargaba las copas que se tomaba en la cantina a un soldadito de Murcia. Cuando se licenció, el de Murcia debía casi medio millón de pelas en el bar. Qué risa nos pasamos todos a cuenta de él. Y ahora el de Murcia soy yo...
—Lo que no me cabe en la cabeza —dijo Barto— es que alguien sea un sucio de corazón con tantas ganas. Papá tenía encima todas esas deudas y se pegaba la vida padre.
—A eso sí que nunca renunció —recordó Gran Damián—. Pero al fin y al cabo era su dinero.
—¡No era su dinero! ¡Era el que debía al banco! ¡Era el que nos iba a endilgar a nostros! —Argi.
—Se lo ha comido todo sabiendo que nosotros veníamos detrás. Cada vez que se cogió un taxi o cada vez que se tomó un whisky en un bar estaba robándonos una baldosa del Pigalle —Barto.
—La que nos toca pagar ahora. Me corto un dedo si no lo ha hecho aposta —Crispo.
A Gran Damián no le cupo otra que callarse, entre lo contundente de los argumentos, lo evidente de la desconsideración de Ausias y lo profundo de su amor por él.
Luego ya, el mayor se echó a llorar. Le siguieron los demás. Se la habían jugado después de jugársela, y eran conscientes de que estaba encalomándoles una inmensa deuda aquel padre que tantas cuotas les debía.
—También pueden renunciar ustedes a la herencia.
Perder el Pigalle era como no cobrar la indemnización de cada día de jodienda sufrido allí en sus infancias. Este era un debe de sentimientos, de contrarrencores, de tasaciones sobre las decepciones. Aunque la venta a futuro enjugaría el desagravio global de toda una niñez de cabronadas, lo último que se estaban jugando los hermanos era una jubilación de buen pasar. Pero no iba a quedarles ni eso. Barto adjetivó sin ambages.
—Ausias era un hijo de puta. Y eso no lo podemos cambiar. Así que hemos perdido el Pigalle. Lo único que me cabe esperar, ya que no el teatro, es que ninguno hayamos salido a él.
Gran Damián llevaba semanas haciendo acopio de fuerzas en busca de algo parecido a una solución, entre la fidelidad a su pasado y el afecto debido a tres niños a los que vio crecer. Con resultados hueros, pero hueros, eso sí. A base de destilar el mosto de su inventiva, sin embargo, había dado con una idea. Que expuso estirando el pescuezo, para boquear fuera de su puré de abatimiento.
—Les cabe una posibilidad para salir de esta.
«A ver qué dice este, el íntimo del hijo de puta», pensaron los tres. Y en su desesperación y en sus ganas de abanicar a alguien se hacían cábalas inciertas sobre la culpabilidad del albacea en la gracia postrera de Ausias.
—Cultura convoca subvenciones anuales para producciones teatrales. Formen persona jurídica y soliciten una. Estrenen. Una Comisión Técnica de Valoración acudirá a ver lo que han hecho. Son seis miembros nombrados cada año. Puntúan los montajes de 0 a 10, a 30.000 euros por punto. Procuren lucirse y les calificarán alto.
—¡Pero si no llegamos ni con un 10!
—¿Y cómo nos van a dar un 10? ¡Si no hemos estudiado en la vida!
—Intenten esforzarse. Las subvenciones se fallan a finales de junio. Un poco justo, pero no les queda otra. Los trámites de cobro les llevarán un mes. Entre el estreno y el 27 de julio, con la obra montada, procuren que el público entre. A ver si así juntan lo que no cubra la ayuda. Habrá gente que venga, como antes. Que el público pase al Pigalle, que pague gustoso su tique, que lo recomiende por ahí —recordar los años buenos le ponía en el cielo—, que de cada espectador surja otro nuevo...
Los Susmozas no estaban para nostalgias de días ni vividos ni añorados. Hablaron sin tapujos.
—Yo no he ido al teatro desde que nos obligaba papá a meternos en sus estrenos —dijo Barto.
—No es ya que no sepamos nada de teatro —contó Argi—. Es que el teatro nos da asco a todos.
Para los Susmozas, el teatro era una marranada que se merecía en cada alzada de telón todos sus males endémicos. Los actores, unos piernas que buscaban en la calle el caso que no les hacían en casa. Los técnicos, unos enterados de mirada torva. El público, una masa de sujetos ansiosos por dejar claro al de la butaca de al lado que entendían todos los chistes y todas las segundas lecturas. El ambiente general, una cursilada en la que todo el mundo parecía forzado a demostrar gran emotividad. El ambiente particular, una tortura de egos disparados en la que las susceptibilidades saltaban a las primeras de cambio. Tanto besuqueo, tanta expansividad, tanto gritito, tanta moñarronería, tanta baratez. Una asquerosidad. Y sin embargo, con todos esos motivos para el repelús hacia la escena, el motivo gordo quedaba aún por consignar.
—Nos da asco. Pero asco asco. Porque nos recuerda a papá.
A Gran Damián, al fin, le pudo la tensión. Comenzó a llorar todavía con menos disimulo. Su recuerdo de Ausias era bien otro.
—No digan eso de Ausias, se lo ruego. Hizo muy felices a muchos de los que le conocimos. Él me presentó a mi mujer, sin ir más lejos. Que está en casa destrozada por su muerte y que no quiere verme ni a mí.
El albacea estaba poco menos que confesando cuál era el verdadero amor de su esposa, que llevaría décadas amando con careta, como en el teatro mismo. Era todo tan penoso, daba todo tanta impresión de que nada merecía la pena, que Crispo venció la repulsión a las babas de viejo y se dio a su consuelo, a base de un abrazo sincero (pero un tanto despegado por lo de las babas).
Como se había colocado en el sector privado, Argi se tenía por un emprendedor de tomo y lomo. No era la academia en la que impartía docencia el Instituto Goethe, pero el esfuerzo titánico que había tenido que desplegar para vencer tanta inseguridad inoculada por su padre le había acabado convenciendo de que él era un capitán con toda la barba, hecho a pulverizar dificultades a partir de recursos movedizos.
—No tenemos un duro, pero al menos tenemos el teatro. Están mucho peor los que lo tienen al revés.
Con el brazo escrupuloso de Crispo en torno al pescuezo, Gran Damián recogió el comentario del Susmozas grande.
—Dios me libre de aconsejarles nada. Pero de aquí al verano, ustedes no tienen más que dos opciones. O juntar el dinero o tirarse desde lo alto del telar.
Gran Damián supuso que, por «telar», los Susmozas entenderían algo de fabricar pantalones, o almohadones, o albornoces de rizo. Así que pasó a explicarse.