Kitabı oku: «El misterio de Licaón»

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Título original: Il mistero di Licaone

© 2017 Giunti Editore S.p.A., Firenze – Milano

www.giunti.it

Texto original: Simone Frasca y Sara Marconi

Ilustraciones: Simone Frasca

Traducción: Carmen Ternero Lorenzo

© 2018 Ediciones del Laberinto, S.L., para la edición mundial en castellano

ISBN: 978-84-1330-888-3

EDICIONES DEL LABERINTO, S.L.

www.edicioneslaberinto.es

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Los días transcurrían tranquilos en la Isla de Eos. Los Seis estaban aprendiendo a conocer a sus animales y sus poderes, exploraban los alrededores y de vez de en cuando se escabullían para charlar un rato con la nave Argo. Ya se habían acostumbrado a las descabelladas clases de Circe, los churretes de Pan, el mal carácter de Lica y la inquietante cabeza de chacal del serísimo Anubis. Lo único a lo que no lograban acostumbrarse era a la comida de Arpía: Misión Imposible, era absolutamente incomible.

—Tarde o temprano nos pillará —dijo Ares corriendo escaleras abajo mientras masticaba uno de los tres bollos que había conseguido zamparse en el último momento.

—¡Te pillará a ti! —lo corrigió Medusa—. Ya te lo hemos dicho mil veces. El desayuno de Circe hay que comérselo en la habitación, ¡no en las escaleras!

Ares negó con la cabeza y acarició a Fiel, su gran perro blanco.

—No les hagas caso, amigo mío —le susurró con un guiño.

—¡Ya era hora! —graznó una voz en la cocina—. Hoy es vuestro día de suerte. ¡Os he preparado una tarta!

Arpía levantó un trapo (que tampoco es que estuviera limpísimo, la verdad) que Pan había puesto sobre una bandeja y les enseñó orgullosa una especie de ladrillo maloliente y más negro que el carbón que había decorado con extraños frutos violáceos y una crema grisácea.

—¿Listo? —le susurró Atenea a Dionisos.

Como única respuesta, el pequeñín se quitó el chupete y, señalando a la mesa, susurró:

—Ahí está. Lo ha entendido, ¿ves? ¡Qué lista es Patty!

Y así era. Debajo de la mesa se había escondido la cabra de Dionisos, Patty, que era capaz de digerir hasta el metal y estaba deseando que los niños le lanzaran sus trozos de tarta.

—¡Hoy estás muy elegante! —le dijo Medusa a Arpía señalando el traje oscuro de siempre y, mientras ella se miraba de reojo en el cristal de la ventana, ¡Aracne y Atenea se terminaron la tarta por arte de magia!

—¿Qué es eso? —le preguntó Hades señalando al techo y, cuando Arpía alargó el cuello para verlo mejor, ¡los platos de Dionisos y Medusa se vaciaron!

Para que no se oyera rumiar a la cabra, los demás animales entraron en acción: Fiel empezó a ladrar y Omega a aletear mientras a Pica «se le caían» un cucharón y una olla y Zen y Web echaban a correr por todas partes para distraer todavía más a la cocinera.


Aquella mañana, el truco también funcionó a la perfección.

—Pero ¡qué jaleo formáis siempre! —resopló Arpía—. Venga, fuera de aquí, que tengo que ponerme ya con el almuerzo. Voy a cocinar el pez araña que ha pescado Pan. Lo voy a hacer con un relleno de castañas, una verdadera delicatessen francesa, ¡ya veréis!

Sin que tuviera que repetírselo, los Seis salieron corriendo de la cocina.

—¡Buenos días, jóvenes luces del universo! —los acogió la voz melodiosa de la hermosa maga Circe mientras tintineaban sus miles de pulseritas y les dirigía una mirada alegre—. Esta noche las estrellas se han alineado y la luna estaba casi llena, de forma que el poder de las tinieblas no puede sino disminuir —continuó la maga, inspirada—. Hoy es un día perfecto para que os entrenéis en el gran arte de la transformación: la energía se transforma en luz, la luz en fuerza vital, la fuerza vital…

En ese preciso instante le sonó el móvil, que se le materializó en el oído.

—¿Cómo? Sí, está bien, pero tengo que terminar una cosa —contestó molesta antes de continuar—: En fin, como os decía, la luz y la energía. Total, la transformación. ¿Y quién mejor que Licaón —improvisó al verlo llegar por el bosque— para enseñaros este arte? Yo ahora tengo que irme, pero volveré pronto, prontísimo. Ven aquí, querido —añadió llamando a Lica con un gesto.

—¡Qué guapo! —susurró Medusa, que se sonrojó y se escondió detrás de su medusita.

—Si tú lo dices —murmuró Aracne—. Pero lo que sí es seguro es que ese no tiene ninguna intención de darnos clase. Sería la primera vez, ¿no?

Y la verdad es que no parecía muy convencido: Lica avanzaba arrastrando los pies y mirando al suelo. Él siempre se había mantenido a una cierta distancia de los niños y a todos les parecía bien así.


—Bueno, querido —prosiguió Circe atravesándolo con la mirada—, les estaba diciendo a estos adorables niños que hoy estarán contigo, que sabrás enseñarles el maravilloso arte de la transformación.

—¿Yo? —preguntó Lica estupefacto.

—Sí, tú —contestó Circe con determinación.

—El maravilloso, ¿qué?

—El maravilloso arte de la transformación —repitió ella como si fuera obvio.

—Tengo muchas cosas que hacer —intentó zafarse él.

—No, no creo —insistió la maga fulminándolo con la mirada.

Los dos adultos se miraron. Circe volvía a mostrarse tal y como la habían conocido la noche en que llegaron a la isla: determinada, dura. Una jefa.

—Muy bien —concluyó Lica con una mueca—. Muy bien. El maravilloso arte. Perfecto. Pues nos vamos de acampada. Os espero dentro de una hora en el muelle. Mochilas ligeras, zapatos cómodos y ni una palabra de más —dijo y se dio media vuelta hacia el bosque, dejándolos sin palabras y muy preocupados.


La clase terminó enseguida. Llegó un momento en el que a los niños les dio la impresión de que Circe se había convertido en una ardilla, ya que, mientras el animalillo trepaba rápidamente por un árbol, oyeron la voz de la maga que les deseaba buen viaje.

—¿A qué esperamos? —dijo Ares—. ¡Vamos a preparar las mochilas!

Aracne lo miró perpleja.

—¿De verdad que Lica pretende llevarnos a dormir al aire libre, tumbados incómodamente en el suelo, con un montón de mosquitos y rodeados de un bosque hostil?

—Se llama acampada, Aracne —resopló Ares—, y aunque te parezca raro, puede ser divertido.

—A mí no me importaría ir de acampada —intervino Atenea levantando la mirada del libro ilustrado que le estaba leyendo a Dionisos—, pero no tengo mochila. A lo mejor podría pedirle a Pan que me busque una.

—No creo que haga falta —dijo Hades sonriendo—. Conociendo a Circe…

Como siempre, Hades tenía razón. Las mochilas los estaban esperando en sus habitaciones, una en cada cama. Tan solo un débil halo fluorescente dejaba entrever que eran productos de la magia.

Los niños se abalanzaron hacia sus camas para cogerlas, las sacaron a la terraza y empezaron a abrirlas. Estaban llenísimas de cosas, pero no pesaban nada.

—¡Guau! ¡Mirad qué buena idea para mis enredos de pelo! —exclamó Medusa y sacó de su mochila un cepillo verde agua que de repente empezaron a disputarse sus mechones.

—En la mía hay una brújula, una linterna y una navaja suiza —comentó Ares muy contento.

—Es genial —dijo Atenea incrédula mientras les enseñaba a sus amigos un álbum lleno de libritos minúsculos de los que sobresalía una antena, una lamparita con forma de lápiz para leer en la oscuridad.

—Me alegro por vosotros —farfulló Aracne—. En la mía no hay nada tecnológico.

Su arañita violeta se subió al borde de la mochila y empezó a dar saltitos de un lado a otro produciendo rapidísimas e incomprensibles formas con sus telarañas.

—¿Cómo dices, Web? Sí, es verdad, aquí hay algo —murmuró Aracne mirando mejor. En el bolsillo lateral había un paquete.

—¿Osito? —preguntó interesado Dionisos abrazando su mochila llena de deliciosas chuches de todos los colores.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Aracne entusiasmada—. ¡Es el osito atrapa-pesadillas que se me olvidó en mi casa!


—Circe ha pensado en todo —sonrió Hades mirando a Zen, que estaba jugando con el pequeño mandala tridimensional que había encontrado en la mochila.

—Pues, venga, ¡vámonos! —dijo Ares encaminándose hacia las escaleras.

—¿Ir adónde? —lo detuvieron enseguida.

—Y además, con tanta prisa…

Las dos escobas, encargadas de todo (o de nada, según se mire), no lo dejaban pasar. Estaban ocupadísimas intentando resolver un crucigrama mientras los cubos y los trapos yacían abandonados en el suelo.

—Diez letras, horizontal: «En las leyendas y fantasía popular, hombre que se transforma en lobo».

—¡Licántropo! —exclamó Atenea sin pensarlo siquiera.

—Sí —le dijo la escoba de los rulos a la otra—, licántropo. ¿Tú te irías de acampada con un licántropo, querida?

—¿Te has vuelto loca? Prefiero mil días de esta vida de esclava…

—Bien dicho —dijo la primera escoba—. Y dime: «Siete letras, vertical: Posibilidad de que ocurra algún mal, que ha de evitarse siempre que sea posible».

—Yo diría que es «peligro», querida, y me parece un buen consejo —añadió mirando a los niños antes de marcharse con su amiga por el pasillo.

Los Seis, que habían escuchado a las escobas cada vez más inquietos desde la puerta, bajaron las escaleras en silencio, pensativos, y se dirigieron hacia la entrada.

—¡Esperad! Os he preparado la merienda —graznó detrás de ellos una voz familiar.

Al cabo de cinco minutos ya estaban en el sendero escarpado que cruzaba el bosque y bajaba hasta el mar. Habían colgado las bolsas de la merienda de Arpía en la parte exterior de las mochilas para que el olor no les contaminara el resto de sus cosas, pero el pestazo que les llegaba de vez en cuando los dejaba sin respiración.

—¡Puaj! —soltó Medusa—. Desde luego, mientras llevemos estas bolsas no corremos el riesgo de que nos ataque la Quimera.

La Quimera era el incontrolable monstruo guardián de la isla de Circe y el gran bosque era su oscuro territorio.

—Medusa, por favor, a esa ni la nombres —le imploró Aracne—. Todavía me entran escalofríos cuando pienso en la noche en que la vimos.

—¿Y quién nos salvó? —le preguntó Medusa con tono desafiante—. ¡Lica! Que no digo que no sea un licántropo, pero eso no quiere decir que…

Los razonamientos de Medusa se interrumpieron cuando por fin vieron la pequeña bahía que se abría un poco más abajo. Lica estaba en el muelle, terminando de cargar unas cosas en una barca a motor.

—¡Pues sí que os lo habéis tomado con calma! —gruñó—. Pero si creéis que esto es un crucero, ¡estáis muy equivocados!


Atenea miró la carga desconcertada.

—Pero ¿cuánto va a durar la acampada?

—Ni idea —con Lica dándole la espalda—. El arte de la transformación es una disciplina difícil de aprender. Yo no enseño a caminar sobre huevos, como un chacal que conozco.

El chacal, evidentemente, era Anubis, con el que nunca se había llevado muy bien.

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