Kitabı oku: «La isla de Circe»

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Título original: L’isola di Circe

© 2016 Giunti Editore S.p.A., Firenze – Milano

www.giunti.it

Texto original: Simone Frasca y Sara Marconi

Ilustraciones: Simone Frasca

Traducción: Ana Belén Valverde Elices

© 2018 Ediciones del Laberinto, S.L., para la edición mundial en castellano

ISBN: 978-84-1330-892-0

EDICIONES DEL LABERINTO, S.L.

www.edicioneslaberinto.es

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La barca avanzaba ligera, el aire era templado y el sol estaba a punto de ponerse.

Llevaban todo el día de viaje y el cansancio empezaba a hacer mella.

Los seis niños procedían de distintos lugares del mundo y, tras un primer momento de vergüenza, se habían puesto a charlar y ya parecía que se conocieran desde hace meses.

—En definitiva, ¿alguien sabe dónde está esa dichosa isla? Me aburro… —preguntó el niño que se llamaba Ares.

—Mi madre me habló de un viaje muuuuuy largo… —respondió vacilante una niña de pelo negro.

—Aracne, ¿y qué sabe tu madre? Ella, al igual que nuestros padres, no ha estado nunca en la Isla —contestó Ares rotundamente.

—Ares, baja la voz, por favor. Ya me siento bastante mareada y con el estómago revuelto… no es necesario que tú te pongas a perforarme los oídos… —susurró una niña inclinada por encima de la barandilla de la embarcación.

—¡Somos un grupo de héroes estupendo! —murmuró sarcásticamente otra niña con unos increíbles rizos verdes (¿un tinte equivocado?)—. A propósito Atenea, ¿por qué no pruebas a usar tus poderes para no vomitar?

—Tranquila, Medusa. No peleemos —sentenció despreocupado el mayor de los seis—. ¡Estamos todos muy cansados!

—¡Hades! ¿Pero cómo puedes estar tan tranquilo? —continuó gesticulando la niña con el pelo verde—. Eres peor que Ares, que se pasa el tiempo gruñendo como un hervidor en el fuego. Pero bueno, yo todavía no me lo creo: nuestros antepasados tenían poderes excepcionales e ¡incluso algunos de ellos eran dioses del Olimpo! ¡Yo ni siquiera sé dónde se encuentra el dichoso Olimpo!

—Ni yo —respondió Aracne, la niña de pelo negro—. ¿Será cierto que estamos yendo a una isla donde una gran maga nos ayudará a controlar nuestros poderes?

—A juzgar por vuestras reacciones parece que estos poderes no os gustan nada… —murmuró Hades.

—Pues si no hubiera parado ese coche con una mano, ahora estaría muerto —dijo Ares.

—¡¡¡Buuum!!! —cacareó Medusa.

—¡Es verdad! —protestó Ares—. Vi cómo un coche que había perdido el control se me venía encima, para protegerme alargué los brazos y ¡lo paré! La policía dijo que había sido la acera porque era muy alta… ¡Imagínate!

—Está bien, a ti te ha servido la fuerza —continuó Hades— pero Atenea ha hecho aparecer dragones voladores en el aparcamiento del supermercado—. Y miró a la niña con gafas que se abanicaba con un libro.

—Y no me parece muy entusiasmada —prosiguió—. Por no hablar de Aracne, que encuentra su poder tan repugnante que ni siquiera nos lo quiere explicar bien…—Por favor, no me lo recordéis: cosa pegajosa. Hilos. Como telas de araña. Un asco —dijo a duras penas Aracne.


—Y por lo que respecta a mí… —concluyó Hades— me ha gustado desde siempre el fuego: de pequeño, cuando no me veía nadie, me divertía dibujando en el aire con las llamas que me salían de las manos, pero es incómodo volver a casa empapado porque los detectores de incendio del colegio enloquecen a tu paso.

—¡Qué fuerte! —comentó Medusa—. Yo, lo único que tengo son mis cabellos que no obedecen y no creo que sea por el champú: aferran objetos, personas…, a veces incluso carteras. Me han metido en líos tantas veces que ya he perdido la cuenta.

En esto, un niño mucho más pequeño que los demás (tendría tres o cuatro años y tenía una especie de copete de ensalada en la cabeza) se acercó a Medusa y se quedó mirándola, mientras con un dedo buscaba algo en la nariz.

Esto disolvió la tensión.

—Aquí está nuestro autoestopista: ha subido a bordo cuando hemos detenido la nave en esa pequeña isla perdida y ya se siente como en casa. Por el nombre, debe ser el descendiente del poderoso dios del vino, ¡esto me tranquiliza! —concluyó Medusa con una carcajada.

El pequeño Dionisos pareció ofenderse, pero Atenea se separó con dificultad de la barandilla y, titubeante, se acercó a él.

—Eres el más extraño de todos, pequeño. Quién sabe cómo has acabado en esa isla deshabitada. Lo descubriremos, solo necesito que la tal maga Circe tenga una biblioteca para que me pueda documentar un poco.

—¡Esperemos más bien que tenga un ordenador y que podamos conectarnos a internet! —respondió Aracne—. Yo las búsquedas las hago así, pero mis padres dicen que exagero y me han prohibido traer mis aparatos electrónicos.

—No creo que una antigua maga de la mitología griega tenga un ordenador —intervino Ares.

Aracne se puso pálida: —No me digas… sin un teclado estoy perdida.

—Tened confianza —dijo Hades sonriendo—. ¡Veréis que nos las apañaremos!

—¡Guau! ¡Qué frase! —inició irónica Medusa. Pero en ese preciso momento, la cháchara de los seis fue interrumpida por una voz sobrecogedora y profunda: —¡Silencio, por mil ballenas, u os tiro por la borda! ¡Mirad a estribor: ahí está la Isla de Eos!

Era la voz de Caronte, el capitán de la embarcación. Y allí, delante de ellos, estaba la Isla.


Los niños se apelotonaron sobre la barca de Caronte para observar la Isla. Por fin podían ver el lugar donde iban a estudiar y donde iban a conocer a la gran maga Circe, donde…

El capitán interrumpió sus pensamientos con su vozarrón: —En menos de una hora pondréis los pies en tierra y mis oídos descansarán. ¡Por todas las sardinas de Poseidón! ¡No habéis parado de charlar desde que hemos dejado el puerto de Nicea!

Se volvieron todos hacia él. Lo habían visto muy poco y mucho menos escuchado: casi se habían olvidado de su presencia a bordo. Ahora se acariciaba la barba gris, llena de almejas y estrellas de mar incrustadas, y los miraba socarrón.

—Caronte… tú… ¿tú conoces a nuestra instructora? —le preguntó Hades.

—¿Circe? ¿La gran maga Circe, quieres decir? —se carcajeó el capitán—. ¿Y quién no conoce a esa loca? Tenía un amigo que una vez intentó pelear con ella, ahora mide cuatro centímetros de alto y en vez de hablar, ¡chilla!

—¿¡¿Quieres decir que tu amigo ha sido transformado en un… ratón?!? —preguntó Medusa estupefacta.

—En un hámster, para ser exactos. Son cosas que suceden cuando de ella se trata. Y le podría haber ido peor, pensad que hace años transformó a la tripulación entera de un barco en una piara de cerdos y si no hubiera sido por su comandante, un tal Ulises, se habrían convertido en salchichones, jamones y salchichas.

Se hizo de nuevo el silencio. Por supuesto que todos sabían que Circe era una maga. Una gran maga, hija del Día y de la Noche. Una maga poderosa. Y la historia de Ulises la habían leído en los libros de clase. Pero claro, en los libros. Difícil de creer que de verdad estuvieran a punto de conocer a esa misma Circe.

—¿Y es verdad que es guapísima? —preguntó tímidamente Aracne.

Caronte suspiró, abandonando con una mano la rueda del timón para rascarse la nuca: —Puedes decirlo bien alto, pequeña. Es tan guapa que si no fuera igual de locuela, ¡me hubiera casado con ella hace tiempo! —Luego, con aire soñador, volvió a coger el timón con las dos manos, pensando quizá en la última vez que la había visto.

—¿Y es verdad que estudia las plantas y sabe preparar pociones mágicas? —preguntó Medusa.


—Es verdad, es verdad, es verdad… ¡lo vais a ver vosotros! —explotó el vozarrón de Caronte, irritado porque sus sueños con los ojos abiertos habían sido interrumpidos—. Se han dicho tantas cosas de ella que es inútil que os la describa, ya os haréis vosotros vuestra idea. Y ahora dejadme trabajar —concluyó— dentro de poco atracaremos.

Desde la nave la Isla parecía una gigantesca tarta que flotaba en el mar: los acantilados, iluminados por el sol al atardecer, sobresalían bruscamente sobre el agua y subían en picado una treintena de metros, casi sin salientes.

A medida que la barca se acercaba, los niños comenzaron a divisar, justo en la cima del acantilado, el Palacio que se alzaba blanco. Estaba atravesado por una enorme columna con una gran C de mármol.

—¡Mirad! ¡La C de Circe!

—¡Qué grande es el Palacio!

—¿Pero de verdad que estaremos nosotros solos?

—¿Creéis que tendremos que subir hasta allí arriba a pie?

—Quizá bajen una cesta…

—Tal vez con una merienda dentro… ¡tengo un hambre!

Estaban emocionados y cansados. Dionisos parecía adormecido y jugaba con un gran chupete verde que llevaba atado al cuello.

Atenea parecía haberse recuperado del mareo y estaba tratando de meter en el bolso todos sus libros. Ares pinchaba a Medusa, desafiándola a escalar el acantilado. Aracne y Hades estaban en silencio, pero mientras él parecía tranquilo como siempre, ella estaba terriblemente preocupada.

—Esta isla parece tan… salvaje —dijo por fin.

—La Isla de Eos ha sido siempre la morada de la maga Circe —declaró Atenea, citando de memoria uno de sus libros—. La isla toma el nombre de Eos, la aurora…

—¿Tienes planeado recitarnos toda la enciclopedia? —la interrumpió Ares bostezando—. Me parece más interesante descubrir quién más vive allí arriba: me refiero a si creéis que existan muchos monstruos en ese bosque.

—¿¡¿Monstruos?!? —gritó Aracne, horrorizada—. ¡No me gusta el giro que está dando esta historia!

—¡Silencio, por Zeus! —explotó el vozarrón del capitán—. ¡Aquí hay alguien que trabaja! ¿Creéis que la barca maniobra sola? Y por lo que respecta a vosotros seis: recoged vuestros trastos, dentro de poco bajamos.

Cada niño se había podido llevar solo una maleta. Medusa y Ares tenían dos grandes mochilas, Dionisos una extraña bolsa abultada, los otros tres unas maletas de ruedas normales. La idea de llevar todos esos bultos hasta el Palacio parecía casi imposible, pero los niños, obedientes, fueron a por ellas.

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