Kitabı oku: «Grace y el duque», sayfa 2
—Era tu especialidad, ¿verdad? —dijo Dahlia.
—Es mi especialidad. Y no puedo decir que su técnica sea perfecta. —La otra mujer le lanzó una mirada.
Dahlia le dedicó una breve sonrisa de complicidad. Era perfecta, y ambas lo sabían.
—Dile que venga a verme mañana. Le presentaré a algunas personas. —Con un enorme suspiro, la diva agitó una mano en el aire.
—Qué bondadosa eres, Nastasia. —La chica estaría de gira por los escenarios antes de darse cuenta.
—Como se lo digas a alguien, provocaré un incendio que hará arder este lugar hasta los cimientos. —Los ojos castaños brillaron detrás de la máscara verde.
—Tu secreto está a salvo conmigo. —Dahlia sonrió—. Peter ha preguntado por ti. —Era la verdad. Además de ser una auténtica celebridad londinense, Nastasia también era un premio codiciado entre los hombres del club.
—Por supuesto que sí. Supongo que dispongo de unas horas libres. —La mujer se pavoneó.
Dahlia se rio y señaló a Zeva.
—Lo encontraremos para ti, entonces.
Tras finalizar la conversación, avanzó atravesando la multitud, que se había reunido para escuchar a la que pronto sería una famosa cantante, hasta una pequeña antesala, donde las partidas de faro solían ser bastante tensas. Dahlia percibía la emoción en el aire y la absorbió junto al poder que llevaba consigo. Las mujeres más poderosas de Londres, reunidas allí para su propio placer.
Y todo gracias ella.
—Tendremos que buscar a una nueva cantante —refunfuñó Zeva mientras se movían entre los jugadores.
—Eve no va a pasarse la vida amenizando nuestras juergas.
—Pero podemos permitírnosla un tiempo más, ¿no?
—Tiene demasiado talento para nosotros.
—Eres tú la que es demasiado bondadosa. —Fue la réplica.
—… La explosión… —Dahlia se detuvo al oír el fragmento de una conversación cercana y su mirada se encontró con la de una sirvienta que llevaba una bandeja de champán al grupo de chismosos. Un asentimiento apenas perceptible le indicó que la otra mujer también estaba escuchando. Le pagaban, y bien.
Sin embargo, Dahlia se demoró.
—He oído que son dos —añadió una mujer que desprendía escandalizado deleite. Dahlia resistió el impulso de fruncir el ceño—. Y que han diezmado los muelles.
—Sí, e imagínate, solo dos muertos.
—Un milagro. —La mujer susurraba las palabras como si de verdad lo creyera—. ¿Hubo algún herido?
—El periódico dice que cinco.
«Seis», pensó, y apretó los dientes mientras se le aceleraba el corazón.
—Estás mirando —dijo Zeva en voz baja, y aquellas palabras apartaron a Dahlia de la conversación. ¿Qué más había que saber? Ella estuvo allí apenas unos minutos después de la explosión. Conocía el recuento de heridos.
Pasó la mirada por encima de Zeva y de la multitud hasta llegar a una pequeña puerta, que estaba camuflada en el otro extremo de la sala, cuyos laterales quedaban ocultos por los profundos revestimientos color zafiro de las paredes, atravesados en plata. Incluso los miembros que habían visto al personal utilizarla se olvidaban de aquella modesta abertura antes de que se cerrara, y creían que lo que había detrás era mucho menos interesante que lo que tenían delante.
Pero Zeva sabía la verdad. Aquella puerta se abría a una escalera trasera que subía a las habitaciones privadas y bajaba a los túneles subterráneos del club. Era una de la media docena instalada en torno al número 72 de la calle Shelton, pero la única que conducía a un pasillo privado de la cuarta planta, oculto tras una pared falsa. Solo tres miembros del personal sabían de su existencia.
—Es importante que sepamos lo que se comenta en la ciudad sobre la explosión. —Dahlia ignoró el ansia por desaparecer a través de la ranura.
—Creen que los Bastardos Bareknuckle perdieron dos cargueros, una bodega llena de carga y un barco. Y que la dama de tu hermano estuvo a punto de morir. —Hizo una pausa. A continuación, añadió con tono mordaz—: Y tienen razón. —Dahlia ignoró las palabras. Zeva sabía cuándo no iba a ganar la batalla—. ¿Qué les digo?
—¿A quiénes? —Dahlia la miró.
—A tus hermanos. ¿Qué quieres que les diga? —La mujer levantó la barbilla en dirección al laberinto de habitaciones por el que habían llegado.
Dahlia maldijo en voz baja y echó un vistazo a la multitud que aguardaba en la oscuridad. Junto a la entrada de la sala, una distinguida condesa terminaba de contar un chiste verde para un puñado de admiradores.
—¡Es más estimulante por la puerta de atrás, querida!
Se oyeron carcajadas y Dahlia se volvió hacia Zeva.
—Dios, no estarán aquí, ¿verdad?
—No, pero no podemos mantenerlos alejados para siempre.
—Podemos intentarlo.
—Tienen que saber…
—Deja que yo me encargue de ellos —la interrumpió Dahlia, con una mirada dura y una respuesta aún más dura.
—¿Y qué hay de eso? —Zeva levantó la barbilla hacia la puerta oculta y las escaleras que se extendían más allá. A Dahlia la invadió una sensación de calor, algo que habría sido un rubor si fuera el tipo de mujer que se ruboriza. Lo ignoró, así como los latidos de su corazón.
—Deja que yo también me encargue de eso.
—Te tomo la palabra. —Zeva arqueó una ceja para dar a entender que tenía mucho más que decir. En cambio, se limitó a asentir. Se dio la vuelta y se abrió paso entre la multitud, dejando a Dahlia a solas.
Sola para presionar el panel oculto de la puerta, activar el pestillo y cerrarlo con fuerza a su espalda para dejar atrás la cacofonía de sonidos.
Sola para subir las estrechas escaleras a un ritmo tranquilo y constante, un ritmo que no se acompasaba con el de su corazón, que aumentó al llegar al segundo piso. Y al tercero.
Sola para contar las puertas del pasillo del cuarto piso.
«Una. Dos. Tres».
Sola para abrir la cuarta puerta a la izquierda y cerrarla tras de sí, quedando envuelta en una oscuridad lo bastante densa como para olvidar la fiesta alocada que se desarrollaba unas plantas más abajo. El mundo entero se había concentrado en esa habitación —que estaba dotada de la única ventana que daba a los tejados de Covent Garden— y en su escaso mobiliario: una mesita, una silla y una cama individual.
Sola en esa habitación.
Sola con el hombre que yacía inconsciente en la cama.
Capítulo 3
Los ángeles lo habían rescatado.
La explosión hizo que volara por los aires hasta hacerlo caer en la parte más oscura de los muelles. Dio varias vueltas de campana en el aire, pero en el aterrizaje se había dislocado el hombro y no podía mover el brazo izquierdo. Se decía que la dislocación era uno de los peores dolores que podía soportar un cuerpo, y esa era la segunda vez para el duque de Marwick. Las dos veces se había puesto en pie tambaleándose, con la mente en blanco. Las dos veces se había esforzado para soportar el dolor. Las dos veces había buscado un lugar donde esconderse de su enemigo.
Las dos veces los ángeles lo habían rescatado.
La primera vez, el ángel tenía un rostro radiante y amable, con un alboroto de rizos rojos, mil pecas en la nariz y las mejillas, y los ojos castaños más grandes que él hubiera visto nunca. Ella lo había encontrado en el armario donde se escondía, se había llevado un dedo a los labios y le había sujetado la mano buena mientras con la otra —más grande y fuerte— le recolocaba la articulación. Se había desmayado por el dolor y, cuando despertó, ella estaba allí como la luz del sol, esperándolo con una suave caricia y una voz melodiosa aún más amable.
Y se había enamorado de ella.
La segunda vez, los ángeles que lo rescataron no habían sido amables ni habían cantado. Habían ido a por él con fuerza y sin miramientos, encapuchados para ocultar el rostro en la sombra, con abrigos ondeando como alas mientras se acercaban y las botas resonando sobre los adoquines. Iban armados como soldados del cielo, flanqueados por espadas, que se convertían en dagas de fuego a la luz del barco que ardía en los muelles, destruido por la orden que él había dado, y que casi había acabado también con la vida de la mujer a la que su hermano amaba.
La segunda vez, los ángeles eran soldados y venían a castigarlo, no a salvarlo.
Aun así, era un rescate.
Se había puesto en pie cuando se acercaron, preparado para enfrentarse a ellos, para recibir el castigo que le infligirían. Se estremeció ante un dolor en la pierna que no había notado antes, provocado por una esquirla del mástil del carguero destruido que se le había clavado en el muslo y le cubría de sangre la pernera del pantalón, lo que le impedía luchar.
Cuando estuvieron lo suficientemente cerca para golpearlo, perdió el conocimiento.
Y fue entonces cuando llegaron las pesadillas; no de bestias y brutalidad, ni llenas de dientes afilados y un terror todavía más agudo. Eran peores que todo eso.
Los sueños de Ewan estaban repletos de ella.
Durante días había soñado con el alivio de sus agradables caricias en la frente. Con el brazo de ella levantándole la cabeza para que bebiera el líquido amargo de la taza que le acercaba a los labios. Con los dedos de ella recorriendo sus doloridos músculos, aliviando el agudo dolor de su pierna. Con el aroma de ella, a sol y a secretos, como la sonrisa de aquel primer ángel que lo había atendido tantos años atrás.
Estuvo a punto de despertarse una docena de veces, quizá cien… Y eso también convertía el sueño en una pesadilla: el miedo a que el paño frío en la frente no estuviera realmente allí. El terror a que pudiera perderse aquellos cuidados, cómo le cambiaba el vendaje en la herida del muslo, a que el sabor del caldo amargo que ella le daba de comer fuera pura fantasía. A que la delicada aplicación del bálsamo sobre sus heridas no fuera más que una alucinación.
Y siempre soñaba que el tacto permanecía mucho tiempo después de que el bálsamo desapareciera, suave y persistente, recorriéndole el pecho, bajando por su torso, explorando las crestas y valles.
Siempre soñaba con que sentía los dedos de ella sobre su cara, que le acariciaba las cejas y trazaba los huesos de sus pómulos y de su mandíbula.
Siempre había soñado con sentir sus labios en su frente. En su mejilla. En la comisura de su boca.
Siempre había ansiado tener su mano en la suya, enredar sus dedos con los de ella, notar su palma cálida contra la de él.
Y el sueño lo había llegado a convertir en una pesadilla: en la dolorosa conciencia de que lo había imaginado. De que no era ella. De que no era real. De que él no podía devolver las caricias. Los besos.
Así que se quedaba tumbado, dispuesto a soñar, a revivir la pesadilla una y otra vez, con la esperanza de que su mente le diera lo último de ella, su voz.
Nunca fue así. El contacto llegaba sin palabras; los cuidados, sin susurros. Y el silencio escocía más que la herida.
Hasta esa noche, cuando el ángel habló, y su voz llegó como un arma malvada: un largo suspiro, y luego, intenso y delicioso, como el whisky caliente: «Ewan».
«Como si hubiera vuelto a casa».
Estaba despierto.
Abrió los ojos. Todavía era de noche, ¿otra vez de noche? Una noche eterna… en una habitación oscura, y su primer pensamiento fue el mismo que había tenido cada día al despertar durante veinte años: «Grace».
La chica que había amado.
La que había perdido.
La que se había pasado media vida buscando.
Una letanía que nunca curaba. Una bendición que nunca obtendría porque jamás la encontraría.
Pero allí, en la oscuridad, el pensamiento era más persistente que de costumbre. Más urgente. Llegó como un recuerdo, como el roce de un fantasma en su brazo. En su frente. En su pelo. Llegó con el sonido de la voz de ella en su oído: «Ewan».
«Grace».
Un susurro apenas.
«¿El roce de una tela?».
La esperanza estalló, dura y desagradable. Entrecerró los ojos en las sombras. Negro sobre negro. Silencio. Vacío.
«Fantasía».
No era ella. No podía ser ella.
Se pasó una mano por la cara. El movimiento le produjo un dolor sordo en el hombro, un dolor que recordaba de años atrás, cuando se había dislocado el hombro y se lo habían vuelto a colocar. Intentó sentarse, pero el muslo herido, casi curado y rígidamente vendado, se lo impidió. Apretó los dientes por la persistente punzada de dolor, aunque la acogió con agrado porque lo distraía del otro dolor, mucho más familiar. El de la pérdida.
Se le estaba despejando la cabeza rápidamente y reconoció que la niebla que se disipaba era un efecto del láudano. ¿Cuánto tiempo llevaba drogado?
¿Dónde estaba?
¿Dónde estaba ella?
Muerta. Le habían dicho que estaba muerta.
Ignoró la angustia que siempre acompañaba a ese pensamiento, se acercó a la mesilla cercana a la cama, buscando una vela o un pedernal, y derribó un vaso. El sonido del líquido cayendo al suelo le recordó que debía intentar escuchar.
Y, entonces, se dio cuenta de que oía lo que no podía ver.
Una sucesión de sonidos apagados, gritos y risas próximos, pero más allá de la habitación, y un estruendo que venía de más lejos, quizá de fuera del edificio. ¿Dentro, pero no cerca? El ruido sordo de una multitud, algo que nunca había oído en los lugares en los que solía despertarse. Algo que apenas recordaba. Pero la memoria llegó con aquel sonido desde una distancia similar, desde más lejos, desde hacía una vida.
Y, por primera vez en veinte años, el hombre conocido por todo el mundo como Robert Matthew Carrick, duodécimo duque de Marwick, tuvo miedo. Porque lo que oyó no era el mundo en el que había crecido.
Era el mundo en el que había nacido.
Ewan, hijo de una cortesana de alto copete caída en desgracia por un bebé en el vientre, que se había acabado convirtiendo en una de las mejores prostitutas de Covent Garden.
Se puso de pie y atravesó la oscuridad, tanteando a lo largo de la pared hasta que encontró una picaporte. Una puerta.
Estaba cerrada.
Los ángeles lo habían rescatado y trasladado a una habitación de Covent Garden cerrada con llave.
No tenía que salir de allí para saber lo que encontraría al otro lado: tejados de pizarra con chimeneas torcidas. Un niño nacido en el Garden no se olvidaba de sus sonidos por mucho que lo intentara. Sin embargo, se acercó a la ventana y descorrió la cortina. Llovía, las nubes bloqueaban la luz de la luna y se negaban a dejarle ver el mundo exterior. Le negaban ver, pero le permitían oír.
«Una llave en la cerradura».
Se giró con los músculos tensos, preparado para enfrentarse a un enemigo. O a dos. Listo para la batalla. Llevaba meses, años, toda una vida en guerra con los hombres que gobernaban Covent Garden, donde los duques no eran bienvenidos. Al menos, no los duques que habían amenazado sus vidas.
No importaba que fuera su hermano.
Tampoco le importaba a él. Habían roto la confianza que depositó en ellos, incapaces de mantener a salvo a la única mujer a la que había amado.
Y, por eso, presentaría batalla hasta el fin de los tiempos.
La puerta se abrió y él cerró los puños. El muslo le escoció mientras se mantenía de pie, preparado para el golpe que iba a recibir. Preparado para asestar un golpe similar.
Se quedó inmóvil. El pasillo que había más allá apenas era más luminoso que la habitación en la que se encontraba, pero sí lo suficiente como para revelar una figura. No en el exterior. Sino dentro. No entraba, salía.
Había habido alguien en la habitación cuando se había despertado, en las sombras. Había acertado, pero no eran sus hermanos.
El corazón comenzó a palpitarle en el pecho, salvaje y violento. Sacudió la cabeza para despejársela.
Había una mujer en las sombras. Era alta, esbelta y fuerte. Llevaba unos pantalones que se ceñían a unas piernas increíblemente largas, un par de botas de cuero que terminaban por encima de las rodillas y un abrigo que podría haber sido el de un hombre sin problemas, si no fuera por el forro dorado que, no sabía cómo, brillaba en la oscuridad.
«Hilo de oro…».
No lo había acariciado un fantasma. No se había imaginado la voz.
Dio un paso hacia ella para alcanzarla, dolido con ella y por ella.
—Grace… —pronunció su nombre con desgarro, como el traqueteo de ruedas sobre adoquines rotos.
Una pequeña inhalación. Apenas un sonido. Apenas estaba allí.
Pero era suficiente.
Y entonces lo supo.
«Estaba viva».
La puerta se cerró de golpe y ella desapareció.
Él rugió de tal manera que temblaron las vigas.
Capítulo 4
Grace giró la llave en la cerradura como un rayo. Apenas la había sacado cuando la manilla vibró: alguien intentaba abrir desde dentro. Y no, nadie quería huir, sino perseguirla.
Oyó un grito furioso y herido. Y algo más…
El grito finalizó con un golpe que reconoció al instante. Un puño contra la madera, lo bastante fuerte como para aterrorizar a cualquiera.
Aunque ella no estaba asustada. Apoyó una mano en la puerta, la palma sobre la hoja de madera, y contuvo la respiración, esperando.
Nada.
«Y si él hubiera golpeado de nuevo, ¿qué habría pasado?».
Retiró la mano cuando aquella idea le atravesó la mente.
No entraba en sus planes que se despertara. Le había dado una dosis de láudano suficiente para derribar a un oso. Suficiente para mantenerlo en cama hasta que su hombro y su pierna estuvieran listos para afrontar un esfuerzo. Hasta que estuviera preparado para el enfrentamiento que ella ansiaba.
Pero lo había visto ponerse de pie sin vacilar, una prueba de que sus heridas estaban sanando con rapidez. Que sus músculos eran tan fuertes como siempre.
Conocía bien esos músculos. Incluso aunque no debiera.
Había querido ser lo más fría posible. Atender sus heridas y curarlo para luego mandarlo a paseo, para darle el castigo que se merecía desde aquel día, hacía ya dos décadas, en que destruyó sus vidas. Sobre todo la de ella.
Había planeado esa venganza con años de anticipación y rabia, y estaba preparada para llevarla a cabo.
Aunque había cometido un error. Lo había tocado.
Estaba quieto, y era fuerte y muy diferente al chico que no había vuelto a ver; sin embargo, en los ángulos de su cara, en la forma en que el pelo demasiado largo le caía sobre la frente, en la curva de sus labios y en el corte de sus cejas, era demasiado parecido. No había tenido elección.
La primera noche se había dicho a sí misma que estaba buscando lesiones, palpando las costillas de su torso, fijándose en las crestas y los valles de los músculos. Estaba demasiado delgado para su constitución, como si apenas comiera o durmiera.
Como si hubiera estado demasiado ocupado buscándola.
No tenía excusa que justificara el modo en que había explorado su rostro, acariciándole las cejas, maravillándose con la suave piel de sus mejillas, notando la aspereza de la barba incipiente que le cubría la mandíbula.
No tenía forma de catalogar los cambios que él había sufrido, la forma en que el niño que había amado se había convertido en un hombre fuerte, anguloso y peligroso.
Y fascinante.
Pero él no debería resultarle fascinante. Y ella no debería sentir curiosidad.
Lo odiaba.
Durante dos décadas, él la había perseguido. Había amenazado a sus hermanos. En última instancia, los había perjudicado a ellos y a los hombres y a las mujeres de Covent Garden, a quienes los Bastardos Bareknuckle habían jurado proteger.
Y eso lo había convertido en su enemigo.
Así que no debería resultarle fascinante.
Y no debería haber deseado tocarlo.
Tampoco debería haberlo tocado, no tendría que haberse quedado con los ojos clavados en su torso, en el ascenso y descenso uniforme de su respiración, en la aspereza de la barba de su mandíbula, en la curva de sus labios, en su suavidad…
Las tablas del suelo de la habitación cerrada crujieron cuando él se agachó.
Grace retrocedió y se arrimó a la pared en el lado opuesto del pasillo, lo bastante lejos como para que el hombre que estaba dentro no la viera cuando mirara por el ojo de la cerradura. Era él quien le había enseñado a espiar por las cerraduras cuando era tan joven para creer que una puerta cerrada suponía el final de la historia.
Se quedó mirando el pequeño vacío negro que había bajo el pomo de la puerta, consumida por el potente recuerdo de otra puerta. Del tacto de otro picaporte en la palma de su mano, de la fría caoba contra su frente cuando se había inclinado cerca de ella, en otra vida, para mirar dentro.
La oscuridad absoluta del interior.
El tacto de la estructura metálica de la cerradura contra sus labios mientras susurraba a la habitación de al lado: «¿Estás ahí?».
Dos décadas más tarde, todavía notaba cómo le palpitaba el corazón al acercar el oído a la misteriosa abertura, buscando el sonido donde no podía usar la vista. Todavía percibía el miedo. El pánico. La desesperación.
Y entonces, desde la nada…
«Estoy aquí».
La esperanza. El alivio. La alegría al repetir sus palabras.
«Yo también estoy aquí».
El silencio. Y luego…
«No deberías».
«Qué tontería».
¿Dónde más iba a ir?
«Si te descubren…».
«No me descubrirán».
Nadie la veía nunca.
«No deberías arriesgarte».
«Riesgo». La palabra que llegaría a serlo todo entre ellos. Por supuesto, ella no lo había sabido entonces. Solo sabía que hubo un tiempo en el que nunca se habría arriesgado en esa enorme y fría finca, a kilómetros de cualquier lugar. El hogar que le dio un duque, el que le dijeron que debía estar agradecida de tener. Después de todo, había sido la bastarda de otro hombre, nacida de su duquesa.
Había tenido suerte, le dijeron, de que no la hubiera mandado lejos al nacer, con una familia del pueblo. O algo peor.
Como si una vida escondida, sin amigos ni familia ni futuro, no fuera ya lo peor.
Como si no la consumiera la certeza siempre presente de que algún día se le acabaría el tiempo. De que se quedaría sin metas.
Como si no supiera que llegaría el día en que el duque recordaría que ella existía. Y entonces se libraría de ella.
Y luego, ¿qué?
Había aprendido pronto la lección de que las chicas eran prescindibles. Y por eso más valía mantenerse fuera de su vista y de sus oídos. Su meta era sobrevivir. Y no cabía lugar para el riesgo.
Hasta que llegó, junto con otros dos chicos —sus hermanastros—, todos ellos bastardos, como ella. No. No eran como ella.
Eran chicos.
Y por eso eran tambien infinitamente más valiosos.
Se olvidaron de ella en el instante en que nació: una niña, la hija bastarda de otro hombre, indigna de recibir atención o, incluso, de tener un nombre propio, valiosa solo por haber nacido como sustituta de un hijo varón.
El único modo de que el duque mantuviera su posición en la aristocracia.
Y, aun así, se había arriesgado por él. Para estar cerca de él. Para estar cerca de todos ellos —tres chicos a los que había llegado a querer, a cada uno de manera diferente—, dos de ellos hermanos de corazón, no de sangre, sin los cuales nunca habría sobrevivido. Y el tercero… era él. El chico sin el que nunca habría vivido.
«No…».
«¿Qué?»
«No te vayas. Quédate».
Ella lo había querido. Había querido quedarse con él para siempre.
«Nunca. Nunca me iré. No hasta que puedas irte conmigo».
Y ella no se había ido…, hasta que él no le dio otra opción.
Grace negó con la cabeza al recordarlo.
En los veinte años transcurridos, había aprendido a vivir sin él. Pero esa noche tenía un problema, porque él estaba allí, en su club, y cada segundo que él estuviera consciente era una amenaza para todo lo que había construido Grace Condry, empresaria de éxito, emprendedora y líder de una de las redes de inteligencia más codiciadas de Londres.
No era solo el chico al que una vez susurró a través del ojo de la cerradura.
En la actualidad, él era el duque. El duque de Marwick, y su prisionero. Rico y poderoso, además de lo suficientemente loco como para derribar los muros, y su mundo.
—Dahlia… —Zeva de nuevo, en la distancia, con tono de advertencia.
Grace negó con la cabeza. ¿No le había dejado claro a Zeva que no debía seguirla?
«¿Qué narices había hecho?».
—¿Qué narices has hecho? —Ah, de ahí la advertencia de Zeva.
Grace cerró los ojos al oír la voz de su hermano en la oscuridad, aunque los abrió un segundo después. Se apartó de la puerta cerrada y del inquietante silencio que rodeaba a su prisionero, y caminó por el estrecho pasillo levantando un dedo para pedir silencio.
—Aquí no. —Se encontró con la mirada de Zeva, oscura y cargada de intención. Ignoró su expresión—. La habitación necesita un guardia. Que no entre nadie —dijo.
—¿Y si sale? —Zeva señaló la puerta.
—No saldrá.
Intercambiaron un asentimiento para mostrar que estaban de acuerdo, y Grace pasó de largo para encontrarse con su hermano en la oscura entrada de la escalera trasera.
—Aquí no —repitió ella, viendo que él iba a hablar de nuevo. Diablo siempre tenía algo que decir—. En mi despacho.
Él arqueó una de sus negras cejas con irritación, algo que enfatizó con un rápido golpe del bastón que siempre llevaba consigo. Grace aguantó la respiración esperando que él aceptara…, sabiendo que no tenía ninguna razón para hacerlo. Consciente de que tenía todas las razones del mundo para ignorarla y enfrentarse al duque. Pero no lo hizo. En lugar de ello, hizo un gesto con la mano en dirección a la escalera, y Grace soltó el aliento que contenía para guiarlo hacia el último piso del edificio, donde sus habitaciones privadas colindaban con el despacho desde el que dirigía su reino.
—Ni siquiera deberías estar aquí —le recriminó a su hermano en voz baja mientras se abrían paso por el espacio oscuro—. Sabes que no me gusta que estés cerca de las clientas.
—Y sabes tan bien como yo que no hay nada que tus distinguidas damas quieran más que ver a un rey de Covent Garden. No les gusta que yo ya tenga una reina.
—Al menos esa parte es cierta —dijo ella, burlándose de sus palabras. Ignoró cómo le latía el corazón, pues sabía tan bien como Diablo que, en cuanto estuvieran dentro de sus aposentos, esa conversación intrascendente llegaría a su fin—. ¿Dónde está mi cuñada? —Haría cualquier cosa por tener a Felicity allí en ese momento, distrayendo a Diablo de su propósito con su sentido común.
—En casa de Whit, haciéndole compañía a su señora —dijo cuando llegaron a la puerta de sus aposentos.
—Y Whit no le está haciendo compañía a su señora porque… —Lo miró por encima del hombro, con la mano quieta en el pomo de la puerta. Su hermano levantó la barbilla, indicando la habitación que había más allá—. ¡Maldita sea, Diablo!
—¿Qué se supone que debía hacer? ¿Decirle que no podía venir? Tienes suerte de que lo convenciera de que esperara allí mientras te buscaba. Quería registrar el edificio. —Se encogió de hombros.
Grace apretó los labios en una delgada línea y abrió la puerta para enfrentarse al hombre que estaba dentro y que ya cruzaba la habitación hacia ella, enorme y tenso.
Una vez que estuvieron dentro, Grace cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, fingiendo no sentirse inquieta por la evidente furia de su hermano. En los veinte años que hacía que lo conocía, desde que escaparon de su pasado común y se reinventaron como los Bastardos Bareknuckle, nunca había visto a Whit tan enfadado. Lo había visto castigar con frialdad letal, pero solo después de que agotaran su paciencia, que era de una mecha tan larga como el Támesis.
Pero eso había sido antes de enamorarse.
—¿Dónde diablos está?
—Abajo. —No intentó hacerse la despistada.
—¿Dónde? —gruñó Whit, con un sonido grave apenas audible pero amenazante, como un animal salvaje, listo para atacar. Conocido por todo Covent Garden como Bestia, esa noche estaba en tensión; lo había estado durante toda la semana desde que la explosión en los muelles, obra de Ewan, casi había matado a Hattie.
—Encerrado.
—¿Es eso cierto? —Miró a Diablo.
—No sé. —Diablo se encogió de hombros.
Que Dios la librara de tener hermanos odiosos.
—¿Es cierto? —Whit la miró.
—No —dijo ella—. Está abajo bailando una giga.
—Deberías habernos dicho que estaba aquí. —No mordió el anzuelo.
—¿Por qué?, ¿para que lo matarais?
—Exactamente.
—No vais a matarlo. —Se enfrentó a su ira de frente, negándose a acobardarse.
—No me importa que sea duque —dijo cada centímetro de aquella Bestia a la que Londres había apodado así—. Lo destrozaré por lo que le hizo a Hattie.
—Y que te cuelguen por ello —dijo ella—. ¿De qué le servirá eso a la esposa que te ama?
Su hermano rugió de frustración y se dirigió al enorme escritorio que había en un rincón, encima del cual se apilaban decenas de papeles con los asuntos del club: expedientes de las socias actuales, cotilleos, facturas y correspondencia.
—¡Oye! Ese es mi trabajo, patán. —Ella avanzó mientras él pasaba una mano por una torre de solicitudes de nuevas socias y hacía volar papeles por la habitación.
Bestia se llevó las manos al pelo y se volvió hacia ella, ignorando su protesta.
—¿Qué tienes planeado, entonces? Casi la mata. Estuvo a punto de… —se interrumpió, sin querer pronunciar las palabras—. Y eso después de dejar que Diablo casi muriera congelado. Después de casi matarte a ti, hace tantos años. Dios, todos vosotros podríais haber…
A Grace se le encogió el corazón. Whit siempre había sido su protector. Se desesperaba por mantenerlos a salvo, incluso cuando era demasiado pequeño y estaba demasiado herido para hacerlo.
—Lo sé. Pero todos estamos aquí. Y tu mujer está a salvo. —Asintió.
—Esa es la única razón por la que mi espada no está en sus entrañas. —Dejó escapar un suspiro áspero y aliviado.
Ella asintió. Merecía venganza. Todos la merecían. Y ella pretendía que la obtuvieran. Pero no así.
—Y tú, no entiendo por qué estás tan tranquila, Grace. De alguna manera, sigues dispuesta a dejarlo vivir —dijo Diablo junto a la puerta, donde estaba apoyado en la pared, falsamente relajado, con una larga pierna cruzada sobre la otra.