Kitabı oku: «Ataraxia», sayfa 3

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La hora del recreo

La mañana del veinte de diciembre de dos mil trece, ofrecía un clima apacible, un tanto caluroso, pero en el fondo se podía caminar por la ciudad y no sentir que la ropa se pega al cuerpo, incomodándote tanto. En realidad ese verano no sería tan caluroso como otros, Manuel en vísperas de las festividades del año anterior, había perdido a su compañera de años de convivencia, un cáncer la había llevado en menos de un año, y eso le había tomado como rehén, su mayor característica, su jovialidad, ese ser que otrora solía reír y hacer chistes, hoy se había convertido en un ser triste, de pocas palabras, cabeza gacha, como esperando algo que nunca llegaría.

Esa mañana había salido de su casa de Ituzaingó, con la intención de comenzar a hacer algo por él; lo de su esposa ya no tenía vuelta atrás, ya no podía remediarlo, con ella habían tenido una vida plena y dos hijos, un varón y una nena, hoy ya grandes y con camino propio, a él solo le quedaban los recuerdos y ese día debía comenzar a agregarle hechos que se vincularan a nuevas emociones y no a su pasado que, si bien fue maravilloso, pero que, indefectiblemente, lo conducía a su amada y recientemente extinta Aída, su entrañable esposa.

Caminaba por el centro intentando distraerse cambiando el rumbo de sus pensamientos, para ello tomaba atajos que dibujaran ciertos acontecimientos, que le habían en su momento proporcionado bienestar, se aferraba a ellos como al único salvavidas en un mar bravío, era la desesperación en busca de una salida; y en uno de esos atajos, los vio y se le iluminó el rostro; sus pensamientos tomaron forma de sus ojos y en su color arribó a su memoria el cálido rostro de una mujer que en su adolescencia lo había hecho soñar con algo más, pero que los vaivenes de la vida lo había llevado por otros caminos, Adela con su sesgo de buena gente y su risa que mostraba su alma cada vez que sonaba, se dibujó en su mañana y desde ese momento una idea se le hizo obsesión, debía saber de ella, hacía años que no tenía ni noticias de su vida y como un mandato sentía que algo de ella, lo estaba esperando.

Si bien ya conocemos a esa mujer que se sintió intimidada por la solvencia que le demostró Victoria, su otrora amiga del colegio, Manuel, no tenía ni idea por dónde andaba, y su objetivo inmediato era saber de ella, pensaba que eso le devolvería las ganas de levantar la cabeza y volver a reír y creer en la vida, y hacia ese objetivo debía arremeter, sin pausa.

Solo que sin saberlo, debía sortear un pequeño obstáculo, y señaló este obstáculo como pequeño, porque literalmente era un pequeño obstáculo, y era el lastre que en la vida de Adela se había convertido Francisco, su pareja devaluada, su ancla que inmovilizaba el barco de su vida, una frase de Joaquín Sabina en la canción “Ruidos” sostiene, “ella quiso barcos y él no supo qué pescar” y a veces estas letras derivan de situaciones tan reales que sirven al autor como espejos de dónde mirar las historias contadas y cantarlas.

Ya hablé de Francisco, ya lo conocemos y ¿saben qué? No cambió en nada, sigue y seguirá siendo ese ser taciturno, como lo llamó un día un amigo de Adela y que ella adoptó como una descripción perfecta, que lo mostraba no solo desde el desdén por sí mismo, sino desde su concepción y naturaleza.

Solo que esta vez, en el fondo de las cosas, en un costado oculto de los sortilegios, se asomaba una madeja de hilo rojo y que en cada extremo iba delineando dos nombres que, sin saberlo, el destino les tenía guardada una bella historia de amor y compañía que ellos estaban mereciendo, y ese hilo rojo cada vez estaba más tenso, cada vez más cerca… desde un extremo, Adela con su tribulación y carencia de emociones, y en el otro extremo, Manuel con su soledad dibujada de viudez.

Ensimismado en sus pensamientos, Manuel se había propuesto exprimir esa mañana del veinte de diciembre de dos mil trece, mientras miraba vidrieras sin ver, se detenía ante cualquier situación que lo distrajera, como el que no tiene apuro por cumplir con ningún horario, sus pensamientos viajaban y se percató de algo muy curioso, y era que a cada instante, durante esos viajes, sus pensamientos se detenían en las estaciones donde Adela se asomaba tomando su imaginario camino y lo volvía a la realidad, ella se había convertido, sin siquiera pretenderlo, en su compañera imaginaria; reitero, hacía años que no tenía noticias de ella, y ni siquiera sabía si estaba casada, con hijos o eventualmente esposo, solo sabía que deseaba mirar nuevamente esos ojos que en un tramo de su adolescencia lo había hecho soñar con algo más.

Manuel había ganado algunos kilos durante su matrimonio, pero seguía portando su elegancia, era un hombre alto y bien parecido, después de todo llega un punto en la vida en que lo estético propiamente dicho tiende a flexibilizarse.

Una prima de Adela había sido el nexo que en su momento los había acercado y pensó que también esta vez podía bien cumplir con ese rol, y el hilo rojo, seguía tensándose. La serendipia del azar redunda en esta historia, ya que mientras el hilo rojo conector, tiende a cortarse, dos personas en cada uno de su extremo no hacen otra cosa que recoser su tensado intentando prolongar su vida útil, para que al fin el destino haga justicia.

Adela venía tomando pequeñas decisiones tendientes a mutar cada componente de sus días, obligándose a mirar en otra dirección a la que Francisco intentaba inducirla, creía, y voy más allá, estaba convencida de que ya algo se había roto y no existían paliativos que sirvieran a la hora de la búsqueda de alguna solución, no, no existían… intentar nuevamente era como rescatar un chicle ya desechado, es como zurcir un remiendo, una redundancia.

Adela merecía algo mejor sin dudas, y a la hora de hablar de los méritos, me obligo a hacer un paréntesis, ¿cuándo el mérito conlleva el argumento que lo nutra, que lo haga sustentable? Creo que éste es tácito, aflora por defecto, es una virtud o contra virtud al que accede la gente, según su conducta en la vida, en este caso, lo de Adela es una virtud, sin dudas. De lo que puedo estar seguro es de que ella tiene el derecho de tomar la vida desde otra perspectiva, mirar su realidad con ojos no solo desde el anti compromiso pero sí desde la anti soledad, desde la compañía, que le ofrezca la posibilidad de compartir con alguien sus días con sus noches.

Aunque la culpa la venga a ver a diario, y quiera permanecer en su cuarto, desmadejando encrucijadas de dolores soportados, de antiguos pesares que convivieron con ella desde la primera hora de la obligación, hasta hacerse un mal hábito, y a la que deba hoy atribuirle a un estigma, la llamada del instinto en la ronda del pensamiento que da vueltas y vueltas sobre su alocado y frenético ritmo infinito, y que a cada momento acelera su búsqueda del tropiezo. Se mira y en perspectiva condena su andar, la impavidez del que nada tiene que ocultar, cargando sin embargo a sus espaldas jirones de culpas ataviadas de razones para abandonar ese destino.

La connotación del acto, la desnuda y en carne viva, va deseando la muerte del deber vestido de contradicción y muy de la mano con la infamia.

Y vuelve a verse en perspectiva y esta vez ya no tiene dudas, no es la connotación que la desnuda, son las intenciones que aceleran su pulso y no logra detenerlas…

¡Qué falta de ganas de morir, tiene, a veces, el deseo!

Qué torpe y cruel, siempre, se presenta lo prohibido con intenciones de socavar morales y tentar al pecado, que se monta sobre la peripecia y lo vuelve contingencia.

Cómo hacer para detener un impulso, como orientar el pensamiento hacia el terreno de la ausencia de culpas, si a cada instante muerde el nudo del lazo que la ata. Cómo hace para darle entidad a lo que la sujeta, desde el deber, al arrojo, y desde la trama oculta, hasta el umbral del desatino.

Manuel representa toda esa gran obra, es más, él es el principal protagonista, la figura estelar de la puesta, y hasta me atrevo a aseverar que es el autor del guion o, mínimo, el instigador de la historia, hasta que de nuevo las piezas busquen su encastre y el mérito se atreva a ver las eventuales carencias y desde el costado del desacuerdo aflore algún nuevo personaje, todo puede ser en este tramo del camino, todo puede ser posible si ella siente que puede serlo.

Fin

Después del confesionario

… y con tu espíritu, podéis iros en paz…

Ese domingo, como tantos otros, la misa se había consumado y los feligreses se disponían a retirarse, cada uno a sus casas para seguir con sus vidas, desde sus alegrías para unos y desde sus pesares y tristezas para otros, como era el caso de María.

Había enviudado luego de 25 años de casada; se había casado muy joven y su esposo, que también cultivaba la fe católica, solía acompañarla cada domingo a la ceremonia de la misa que tan meticulosamente se encargaba de cumplir el sacerdote del barrio, el padre Marcos, (un español que había llegado desde su Galicia natal para predicar la palabra de Dios con tan solo 21 años –hoy andaría más o menos en los 55 años– y después de andar por varios templos de la Argentina, finalmente el destino quiso que el arzobispado lo enviara a la parroquia del barrio de Flores de Capital Federal, Argentina).

Cuando acudían juntos cada domingo a esa cita religiosa, a ella le subyugaba las manos del padre Marcos, cómo las movía, la forma con la que partía la ostia y cruzando cada mitad, la tomaba con ambas manos y elevándolas rezaba, “este es el cordero de dios que quita los pecados del mundo, dichosos los que asisten al cena del señor”, a lo que los feligreses contestaban a unísono, “tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre señor”, y luego manipulaba los ornamentos litúrgicos que están sujetos a las reglas de la iglesia, luego de beber la sangre de cristo, cómo cubría el cáliz con la palia y lo dejaba a un costado del altar, era una ceremonia que a ella le fascinaba y no sabe por qué causa, a su marido nunca se lo había contado.

Durante la ceremonia religiosa, María que siempre se sentaba en las primeras filas, había percibido que el padre Marcos en reiteradas oportunidades, había cruzado su mirada con la de ella como sosteniendo el discurso de la liturgia, casi podríamos decir, como una simbiosis entre ambos, la iglesia toda desaparecía y desde al altar, imaginaba la exclusividad del mensaje.

Aunque solo debería ser su imaginación, seguramente.

Los días transcurrían entre el duelo de María por la pérdida de su esposo, y las misas del padre Marcos, intentando acercar la palabra del señor, al agnóstico.

Fue un domingo lluvioso de los que tanto abundaban en Buenos Aires, la misa había sido de mañana pero el sacerdote había hablado con las fieles informando que esa tarde iba a ofrecer un espacio donde cada uno podía descargar sus miedos, angustias, pesares, mediante una suerte de confesiones a modo de descarga con el fin de alivianar esa cruz que cada uno intenta cargar a diario. Los feligreses asistieron puntualmente ese domingo de tarde, y para cada uno, el padre Marcos tenía la palabra justa, esa que cada alma necesitaba.

Terminaba la tarde, cuando en la puerta de la iglesia aparece la figura de María, el ciclo de descarga, ya había finalizado pero el padre Marcos viendo que se trataba de ella y por el tiempo que se conocían hizo una excepción.

—Buenas tardes, María, sostuvo el padre, dime en qué puedo ayudarte.

Su voz retumbó en la soledad de la sala con sus arcos y su techo ataviados de ángeles e imágenes celestiales.

—He tenido sueños impuros y deseaba confesarle lo que creo que sería un pecado, padre Marcos… –sostuvo María.

—Bien, entonces déjame que busque mi atuendo y te tomo la confesión, mientras tanto pasa al confesionario, espérame un momento que ya regreso –a esa altura todo su indumentaria la había guardado prolijamente en su armario.

María se dirigió al confesionario, posó sus rodillas sobre al taburete dispuesto para las personas que debían entregar a la fe del señor, sus culpas o pecados.

Pasaron unos minutos y escucharon unos pasos que salían de atrás del altar y se dirigían hacia donde ella se encontraba. Escuchó la puerta que se habría y luego desde adentro del confesionario el padre Marcos la cerraba, conformando un ambiente de absoluta intimidad, que a los fines de las confidencias eran condiciones indispensables para llevar adelante la ceremonia de confesiones.

—Bueno, María, ¿qué es lo que tanto te tiene preocupada? Abre tu corazón y deja que tu discurso sea coherente con tus sentimientos, deseos y anhelos y que si en cada mañana sientes que la vida golpea tu puerta y que, a la tentación de atenderla, no la veas como un motivo de culpa ni miedo, sino que, por el contrario, hacerlo debe ser un motivo de fiesta y celebración –sostuvo el padre Marcos, con su voz pausada y tan segura que María percibía el camino allanado y listo para su confesión. Sentía que el padre había penetrado en su psiquis y desde allí no hizo más que adelantarse en el camino hacia todo lo que tenía, esa tarde/noche lluviosa, para confesarle.

—Te escucho, querida María…

Entonces María tomó coraje y se dispuso a desnudar su almita sufrida, aquella que luego de 25 años de saberse una esposa, hoy debía hacer las paces con su viudez y aceptarla, aunque algunas veces, a pesar de sí misma.

Y comenzó su confesión:

—Partiendo de los preceptos religiosos a los que nosotros, los católicos, les debemos el mayor de los respetos y a los que debemos honrar en cada acto de nuestras vidas, debo aceptar que a veces las divergencias con su legado nos enfrentan, y en sueños, (el estado mental, más genuino y puro, donde tus ansias se visten de arrojo y transitan el absurdo con una naturalidad pasmosa), nos liberamos y nos dejamos llevar sin medir consecuencias y adoptamos hasta el mismísimo pecado como bandera.

Al sostener esta última parte del relato, María, a través de la mirilla que tenía el confesionario y que les permitía tener contacto visual al feligrés con su confesor, se había encontrado con los ojos de padre Marcos, esos ojos que en silencio tantos años le habían fascinado y en silencio se lo había guardado solo para ella. Esos ojos de color verde mar, que la miraban desde la lejanía de la posibilidad, ajena a cualquier intención, presa del misterio y desierta de indicios que al menos la acercaran a sus miedos y desataran esos nudos eternos que la teología, había dispuesto entre el mundo de la carne y vuelo onírico del intento.

El padre Marcos inmediatamente después de enterarse del fallecimiento del esposo de María se había acercado en carácter de apoyo espiritual con el fin de que hiciera más liviana su carga de padecimiento y el duelo no pesara tanto en su vida. Hasta había asistido a su casa a modo de ofrecerle una oreja ante su dolor.

El sacerdote escuchaba atentamente lo que María tenía para confesarle, y desde su costado humano, iba tejiendo tramas pecaminosas que hasta lo hacían pensar por qué Dios le situaba en su camino estos momentos de dudas y tentaciones y sentía que no debería permitirse ni siquiera pensarlas, pero que entre el celibato y la ausencia de la excitación provocada, sentía que la procacidad le mostraba su cara y la incontinencia infame y blasfemante, lo estaba haciendo temblar y hasta su vida estaba en ese momento temblando y sus votos caminaban por una débil cuerda que estaba a punto de sucumbir.

Intentaba desde su más íntimo fuero, alejar y controlar sus pensamientos, pero en ese preciso momento María le asestaba el golpe que lo derribaría del altar del juramento y lo convertía en un hereje del cruento autoflagelo, al que en ese momento, se veía sometido.

—Es que anoche tuve un sueño con Ud., padre, señaló María.

Y el padre Marcos en ese punto no encontraba ninguna causa justa que lo hiciera entender lo que su carne le indicaba, estaba como en un sopor de dudas y sortilegios se mecía entre lo que le dictaba su conciencia y lo que le indicaba su instinto natural de la vida, esa contradicción que tanto, en su etapa de formación, situaba en una tela de juicio que nunca había logrado desentrañar, y era el cómo hacer para ir en contra de la corriente natural de las cosas, cómo hacer para no aceptar el lenguaje de tu cuerpo solo por respetar sectariamente un mandato, él siempre había renegado de eso, y la vida le estaba presentando la posibilidad de confirmar su mirada. Nada más y nada menos.

Y hasta intuyendo la respuesta, preguntó:

—Entonces, te escucho, ¿cuál fue ese sueño, mi querida María?

La voz temblorosa de María cargaba en sus recuerdos inmediatos el sueño de la noche anterior, en la que tan feliz se había sentido, esos sueños en los que al despertar, maldices que solo se trate de un cuadro onírico y no sea real. Esos sueños que hasta te hacen sonreír a la hora del recuerdo, se había sentido tan plena que hasta aún podía sentir ese cansancio mágico del final del cuento, donde el esfuerzo te hace gemir de placer, donde la vida te dice, este es el propósito, disfrútalo.

—Anoche estuve en el cielo, padre…

Tratando de negarse al momento, haciendo un esfuerzo titánico para recomponerse de sus pensamientos pecaminosos, de esos nubarrones tormentosos que tantas noches había logrado dominar, pero que esta vez creía no estar dispuesto a repetir la estrategia, contestó.

—Ah, veo que has estado con Dios y debe haber sido muy placentero, me supongo.

Entonces María le daba forma a su pecado, vistiendo su confesión con el traje de la lujuria y dejaba por el suelo cada principio teológico, cada consejo dado, cada momento de oración y retiro, cada promesa al comulgar cada domingo.

—No, padre, anoche soñé con el usted, pero con Marcos el hombre, no el sacerdote.

Y en ese preciso momento sus ojos se buscaron, como al agua busca a la tierra, como el mar sucumbe en cada playa, sus ojos miraron las mismas cosas, hurgaron lugares comunes, se abrazaron sin tocarse, se amaron sin que sus lenguas húmedas y deseosas se besaran, sus mundos se fusionaron, despreciando cada precepto, desobedeciendo dulcemente lo que la virtud, roja de vergüenza les indicaba y el confesionario, como ámbito de la historia, no pudo más de deseo y los manchó de un hermoso pecado.

Y después del confesionario, qué importa del después, toda mi vida es del ayer, que me suspende en un recuerdo… ¿la culpa? La culpa puede esperar…

Fin

El chofer del escribano

Sucede en los países en vías de desarrollo, donde las políticas están siempre untadas por la informalidad, donde las normas de lo permitido carecen de ese rodaje que lo da la experiencia de haber caminado por esa vereda y a prueba y error haber corregido las impurezas de lo impropio, del momento en el que nace el despropósito y cada uno haya aprendido lo que se debe hacer.

Esta historia nace desde la memoria de la exesposa del hijo del chofer del escribano. Podemos darle nacimiento desde el momento en el que este era integrante del pool de motoristas de presidencia, había sido en algún momento el encargado de transportar a políticos notables del momento, hasta presidentes había llevado a sus casas luego del mérito o error en su gestión, pero esta historia no está pensada para denunciar esos tipos de anomalías ni mucho menos entrar en el terreno político. La historia estará vinculada con la vida del suegro de Adela, la exesposa de su hijo.

Cuando de amores se trata, si uno de los componentes es lo prohibido, el suceso toma una envergadura superior, y éste me lleva a una trama de lo más atractiva, y en épocas de la suelta de emociones reprimidas, este se convierte en un coctel explosivo, y que deja mucha tela para cortar. En épocas del segundo gobierno de Perón, Evaristo Mendizábal era el escribano del poder, era el letrado que convertía en posible los manejos espurios que en el poder de entonces no cerraban con las gestiones normales de ninguna administración, él era el letrado que con su firma avalaba desde un dolo hasta el dibujo de un balance, en esa época era moneda corriente soslayar el digno ejercicio de la lealtad y la honradez, hasta podríamos sostener que era hasta meritorio, así de informales eran las cosas durante esos tiempos.

Para entonces Evaristo Mendizábal estaba casado con Carmen Barrios, una hermosa morocha que había conocido durante la etapa de la facultad, ella era cordobesa de Villa María, que luego de terminar su carrera, y al haber conocido a Evaristo, se habían radicado definitivamente en la Capital Federal ella había terminado psicología y ejercía también en presidencia. Evaristo y Carmen se habían casado y tuvieron solo un hijo.

La exigencia a la que se veía sometido por el gran caudal de trabajo y debido a su particular participación en los asuntos del poder, al escribano le asignaron un chofer dado que sus horarios eran casi siempre extraordinarios, digamos no convencionales, a veces se lo requería en horas de la noche donde el ojo indiscreto no se entrometiera con lo que debía ser secreto. Por razones lógicas el chofer se había convertido en la mano derecha del escribano, atendía además de su necesidad de transportarse de un lugar a otro, sabía de su agenda como nadie, y como sabemos que el poder lo da la información, en poco tiempo el chofer (Gino Curti, un italiano extrovertido, entrador pero muy discreto, y protagonista del relato, casado y coincidentemente con su jefe, tenía un solo hijo) pasó a formar parte de la elite del poder, el confidente, el que conocía al pie de la letra cada acuerdo que debía firmar, dónde convenía poner la firma, que le reportaría mayor beneficio, hasta podemos decir que se ocupaba de todas sus necesidades, y los de su esposa psicóloga, también…

Los días pasaban tan asimétricos que la rutina se moría de vergüenza y callaba ante el sentido del trámite, preocupada más por lo que debía callar, que lo que tenía para decir. Entre sus tareas diarias, que sí conformaban una mini rutina, era la de llevar, luego de dejar a Evaristo en su estudio, a su esposa Carmen a su consultorio, había trabado por cotidianeidad, casi un acercamiento que románticamente podríamos llamar cuasi familiar, también ella lo tenía como su primer crítico desde la indumentaria que le venía bien, según el día, de los lugares donde le convenía almorzar, dado que en varias oportunidades por motivos de horarios le había tocado acompañarla, y eso le daba un rango de consejero y chofer al mismo tiempo.

Una tarde en las que las cosas no andaban bien dentro de su matrimonio, hubo un episodio que podemos llamar de atípico…

—Gino, ¿puedes llevarme? –pidió Carmen.

—Dime la dirección e inmediatamente te llevo, Carmencita –contestó Gino, con ese tono que la relación entre ambos le otorgaba.

—No se trata de un lugar, Gino, sino de un estado, que me saques del conflictivo y tóxico estado al que a veces Evaristo me lleva, ¡¡¡hay momentos en los cuales consigue sacar lo peor de mí!!!

Gino, entre sorprendido y protector, sintió una oleada de ternura desmedida y ganas de abrazarla y consolarla. Pero debía guardar las formas. Aunque después de todo Carmen era una mujer hermosa, una treintañera, que por cierto tenía lo suyo, muchas veces Gino jugó con la fantasía de lo extraordinario que resultaría acordar con la genética la unión de los dos costados, el sol y la playa de los mares europeos, con reminiscencia desde el Imperio romano con sus luchas y conquistas, con la exótica América tal vez, desde el sueño de los reyes católicos y que Colón hizo realidad navegando los mares para unir esos continentes inexplorados, llenos de riquezas legadas de los incas, los aztecas o algún recuerdo maya, que lo hacían volar de imposibles pero que recrudecía en sueños de unos ojos claros, color mar del Norte, con la piel morena de las razas entremezcladas, total soñar no se encuentra regulado por ningún impedimento.

Siete años después…

El niño de ojos color mar Mediterráneo, y su piel morena de las Américas, correteaba detrás de una pelota que su padre, en secreto, le había regalado. Dos mundos se habían encontrado y habían coincidido en cada gen liberado, en cada emoción reclamada, en cada silencio escuchado, en cada pena redimida.

Evaristo había fallecido un año antes de cumplir sus 65 años y se llevó a la tumba el secreto de Carmen, ese secreto que si bien conocía pero que se permitió negar hasta su muerte, y nunca se animó a aceptar el momento en el que su honor devaluado por su propia actividad gubernamental, era lastimado con el pecado de su querida esposa, que presa de un rapto de pasión contempló el adulterio como un hecho y se deslizó entre las sábanas de Gino y desde ese día, sus almas se atravesaron y sin control vivieron, no sin culpas, su propia historia prohibida.

Fin

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