Kitabı oku: «La claridad velada», sayfa 2

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¿Y conseguiste lo que

querías en esta vida?

Lo conseguí.

¿Y qué querías?

Considerarme amado, sentirme

amado sobre la tierra.

Así sea.

JUAN DE MOLINA

PERDERME EN UN POEMA

Cuántas veces me pierdo en un poema

y al instante las musas me abandonan…

A menudo no sé

si debo entremeterme entre sus versos,

si es bueno compartir de voluntad

su vida con la mía.

Y entonces me respondo:

la amistad tiene un riesgo

y el brío de un poema es pernicioso,

mas yo lo necesito.

Si soy capaz de amar a cada verso

y no quiero arriesgar por lo que amo,

está mi corazón

sumido en las tinieblas.

El dolor de un poema es algo hermoso

y en mi dolor aspiro a conmoverme,

no hay nada como hurgar entre los sueños

de unos versos que avanzan

por el rastro de lo desconocido.

Perderse en un poema

es febril aventura,

indecisión y riesgo, la esperanza

de hallar el arrebato inapelable,

el intrépido vínculo

que nos lleva al parnaso de los tiempos

o nos rompe de un tajo el corazón.

No sé qué pasará

si me consagro a aquello a lo que adoro,

pero tal vez me arriesgue,

porque un poeta nunca se extravía

cuando pone su alma

en todo lo que debe ser amado,

incluso aunque el peligro,

compañero que habita en su razón,

lo aceche en cada verso.

ELLA ESTÁ EN EL ESTANQUE

Taciturno está el sauce donde mana la fuente

su dolor centenario, lo mismo que nosotros.

En el calmado estanque rompemos con los dedos

la telaraña frágil del sueño adolescente.

Sentimos nuestra piel estremecida, el roce

de las manos, la ilustre presencia de las rosas,

un beso desmedido, los deseos al viento,

la quietud de las hojas, el amor sosegado…

Tu presencia me acerca los recuerdos añejos

y tu halo levita flotando entre nenúfares.

Sutil te desvaneces cuando intento abrazarte

en las aguas tranquilas del estanque dormido.

¡No, no emerjas al alba! ¡No rompas el embrujo!

¡Espérame en las tardes, que yo vendré a buscarte!

HEMOS LLEGADO LEJOS

Aunque a veces se ausente la memoria

y dude de mí mismo

sé que nuestro camino ha sido largo.

Quizás todas las huellas

que marcaron nuestros pasos unidos

se hallaban en el asilo sombrío

del sitio de los sueños,

en el bosque frondoso

de robles y abedules

que no dejó elevar nuestros deseos

más allá de sus copas.

A veces una espina

se clavaba en los pasos indecisos

de nuestro firme rumbo

y en lugar de arrancarla

para huir del dolor

quedaban sus vestigios

en la sangre candente;

tal vez fueran señales del camino

cuya hilera de gotas salpicadas

viniera a revelarnos

la senda del retorno.

Los dedos enlazados a menudo

marcaban la tensión de nuestras dudas

y, de repente, un lazo se rompía.

Mirábamos entonces a los lados,

a las verdes praderas

pletóricas de flores,

y como abejas ávidas

libábamos la vida en un instante.

Después nos parecía que anduviéramos

en opuesto sentido,

con la necesidad

de enterrar cada uno la memoria

por ambos compartida.

Hasta que levantábamos los ojos

el uno para el otro,

y el lazo que flotaba por el aire

nos volvía a amarrar por nuestros hombros,

arrastrando los cuerpos por el sitio

donde habíamos dejado

la penúltima huella.

Mas siempre retomábamos la ruta

por los pasos inciertos del sendero.

Y aunque pienso que el tiempo desdibuja

los años compartidos

lloraré con nobleza y regocijo

las horas de tu honesta compañía

y habitarán conmigo

tus besos y tus gestos de cariño

en el largo y sinuoso camino

que juntos iniciamos hace tiempo.

ETERNAMENTE HONESTO

(A mi madre, que tuvo valor)

Te perdiste en la magia de un amor atrevido

inherente a tu alma. Me trajiste a la vida

a poco de un verano: no quise hacerte daño

al sembrar rosas negras en tu seno impoluto,

ni deshojar sus pétalos y con su néctar ácido

mancillar tu memoria. Te arrebaté la paz

y en tu ser, madre mía, inició mis latidos

el germen imprevisto, mas conseguí nacer

entre rosas doradas para rasgar el odio

y alejar los escarnios, la impureza falsaria

de los que difamaron tu infinita decencia.

Eternamente honesto esparciré mi voz,

para que el mundo sepa del gesto generoso

de haberme protegido en tu alcoba de reina.

¿PARA QUÉ HUIR?

Si en mi sueño intranquilo

te llega mi pesar,

y en mi triste delirio

la voz me delatara…

Si encontraras la grieta

en la pared del tiempo

de una época tibia

de dulces primaveras…

Si te deslumbra el brillo

del sublime fulgor

de los años dorados

del existir ingenuo…

No quieras despertarme,

que no es nada que importe

a tu dolor de cera.

Si ajeno a mis desvelos

simulas un deseo

y pregonas al alba

tu cariño fingido…

Si adulas a tu ego

con tu frágil conciencia

y vives en lo cierto

de un amor de oficina…

Si vinieras a mí

con los brazos abiertos…

No intentes convencerme,

que no hay nada que mate

mi insondable amargura.

Si acudes hasta mí

cubierto de bondades

bajo un aura bruñida

de falsa vanidad…

No malgastes tu tiempo,

ya es tarde para nada.

No deseo decir

jamás que te he perdido,

ni que habitas en mí

como alivio del alma.

Sin embargo la duda,

eterno soliloquio

que se agita en el aire

cual necio interrogante,

endurece mi guardia.

Y entre lágrimas secas,

con el dolor añejo,

me digo taciturno:

¿para qué huir de ti

si estás siempre tan lejos?

ATRÁS QUEDARON COSAS

(A la memoria de mi abuela Ana)

Atrás quedó la casa.

A lo lejos, la oxidada cancela

tallada de recuerdos

que acudía quejosa a saludarnos

con su herrumbre de lustros.

Fuimos dos las imágenes fundidas:

yo niño y tú anciana:

impecable armonía en la vereda,

la memoria de un tiempo

ligado a los almendros.

Atrás quedó la leña en la tahona,

la añoranza del horno y los rescoldos,

la fragancia del trigo,

la vieja y grata esencia que encandila

a los dos caminantes,

el aroma de ayer

eternamente en ascuas.

Atrás quedaron firmes

la higuera y la bodega,

los ladridos de Listo

recorriendo nervioso la pared,

repartiendo arrumacos

al alba y a nosotros,

la libertad sublime

naciendo en la alborada.

Atrás resuena el canto de los gallos,

relojes que separan

la luz de la penumbra

reclamando a la aurora

el dominio del alba

y mostrando el plumaje

a los olivos tiernos

para guiar, con legítimo orgullo,

su serrallo y agradecer al día

su amor desmesurado.

Atrás quedó la viña:

un brote de sarmientos

que puso verdecida mi esperanza,

un bucle de zarcillos

planeó mi niñez

con los brazos ligados,

y los prietos racimos

granaron con la siesta

ya prestos a calmar

la sed de los viajeros.

Atrás quedó la casa

y a lo lejos el sol:

una yema dorada tras los pinos

con sus duros destellos

y una anciana que ampara,

con sus manos a modo de visera,

el suplicio de sus ojos cansados.

La casa quedó sola,

los deseos del niño y la mujer

fundidos a la hora del regreso.

Difícil describir

la triste despedida de la tarde

cuando los pasos cubren

el camino de vuelta.

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