Kitabı oku: «Al filo del dinero»

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© Sergey Baksheev, 2020

ISBN 978-5-4498-5708-8

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Sergey Baksheev

AL FILO DEL DINERO

Traductor: Oscar Zambrano Olivo

Presentación

La vida cuotidiana de Yury Grisov se rompe repentinamente. El se entera de una enfermedad incurable, de una agresión casi mortal a su hija y pierde el trabajo, casi simultáneamente. Para salvar a su hija se necesita una operación costosísima. Grisov quien es un especialista informático, además talentoso, se convierte en el misterioso Doctor. Su meta: producir una gran cantidad de dinero para su familia y castigar a sus enemigos. Él inventa unos billetes falsos para los cajeros automáticos, organiza la operación riesgosa con ellos y se enfrenta a delincuentes peligrosos. Además, la investigación policial, de la cual está encargado su hermanastro, el capitán Gromov, prácticamente la dirige él también.

Pero, donde hay dinero grande, siempre hay problemas grandes. El Doctor podrá manejarlos?

Prólogo

Yo tengo una sola meta: conseguir dinero. Pero todo el mundo anda en eso, se dirán ustedes, riéndose de mí. Eso es verdad, pero yo tengo una circunstancia particular. Necesito mucho dinero, y no tengo tiempo para ganarlo honradamente. Ya calculé la suma necesaria. Son más de cien millones de rublos. Pero el trabajo mejor remunerado, correspondiente a mis calificaciones, me va a acercar a esa suma a paso de tortuga. Y no puedo esperar. La razón es sencilla: en cualquier momento puedo decaer y morirme.

Pues sí, coño, yo estoy marcado para morir antes que usted. Y esta horrible realidad no puede corregirse. Ni usted, ni yo, ni ninguna otra persona en el planeta está en capacidad de ayudarme.

Pero está bien. En cuanto me resigné a lo inevitable, me di cuenta de lo fuerte que soy ahora. Si, ustedes escucharon bien. No tengo nada que perder, no temo a nada, lo peor que podía suceder en mi vida, ya sucedió. Por eso puedo arriesgar, arriesgar bastante. Puedo poner mi vida en el tapete de apuestas, para recoger el gran premio.

Pero no piensen que yo soy un asesino o un delincuente desalmado. No, yo trabajo sin armas. Yo tengo un plan limpio para obtener dinero. La gente que no sabe, lo consideran fantástico o loco, pero el plan funciona.

¿La demostración? El maletín pesado que tengo en mis manos. Está lleno de billetes de banco, los cuales, yo… ¿Como decirlo con más exactitud? ¿Los robé? No exactamente. ¿Los conseguí? Eso está más cerca de la verdad, pero de todos modos no refleja la esencia de mi actividad. ¿Los merecí? ¡Por supuesto! Yo tengo cuarenta años y, al menos, veinticinco de ellos estudié, trabajé, desarrollé mi cerebro, para qué en el momento crítico, él me mostrara el camino correcto. El maletín con el dinero es la recompensa por esos largos años de días grises.

Grises… Esa palabra sin rostro me ha perseguido toda la vida. Resulta que mi nombre es Yury Grisov y, por supuesto, mis compañeros de colegio me llamaban Gris. Gris… ni chicha, ni limonada, ni blanco, ni negro, en otras palabras, mediocre.

Bueno, ya demostré, ante todo a mi mismo, que ellos se equivocaban. Ahora tengo en mis manos una gran suma de dinero. Ahora no soy gris, ahora soy «El Doctor». Bajo este apodo soy conocido por mis cómplices y clientes. La policía ya lo escuchó, pero hasta ahora no saben quién se esconde tras él. Ya casi llegué a mi cometido. Cierto, la palabrita «casi», es como un nudo corredizo en mi garganta.

Resulta que, la suma que tengo en mis manos es grande, pero no es suficiente. Todavía no he llevado mi plan hasta el final y necesito arriesgarme más. Nuestro jueguito del gato y el ratón va a continuar. Yo estoy seguro que seguiré engañando a la policía, pero en este momento no se donde está el segundo forro de mi chaqueta «El Farito», por el cual me están rastreando.

En cualquier momento esto puede ser una catástrofe.

¿Quieren conocer los detalles? Espero que ustedes no sean de la policía. A propósito, cuando allá lean estas notas, lo más seguro es que yo ya no esté aquí. ¿Qué? ¿Ustedes creen que su vida va por una alfombra desenrollada y siempre será así? Ustedes creen saber que sucederá mañana, la semana que viene y creen que pueden planificar sus vacaciones para dentro de seis meses. Ingenuos. Así vivía yo, hasta que un día la fatalidad me mete una zancadilla y… Bang! ¡Al suelo!

Doloroso. Tan doloroso que ya uno no quiere vivir. Pero yo no puedo abandonar los míos a su suerte. Después del golpe del destino yo estaba en otra realidad y tuve que cambiar completamente para ponerme de pie de nuevo.

1

Cuando llegué al hospital una barrera me obstaculizaba el camino. Dejé el auto en cualquier sitio y corrí directo a la recepción, sin importarme los charcos. A mi espalda quedaba esa calle de mayo, la cual, aunque no había entrado la primavera, ya olía a lilas. Tras el umbral me esperaba ese mundo cuidadoso de la asepsia, con sus luces blancas y su insistente olor a desinfectante y detergente que lo que hace es fortalecer la ansiedad. Quizás por eso, a mi siempre se me echa a perder el estado de ánimo cuando visito un hospital, sin hablar ya de esta circunstancia particular. Rompí dos juegos de cubre-zapatos de plástico, que no querían abrirse, antes de ponerme un par en mis zapatos mojados.

Un ser humano en bata blanca (no pude determinar ni sexo, ni edad) me condujo hasta la puerta de una oficina en el segundo piso. Allí me recibió la mirada cansada de un georgiano calvo de edad madura. Era un médico quien estaba sentado en su escritorio y estaba vestido de uniforme quirúrgico con mangas cortas y un corte triangular en el pecho que dejaba ver una franela blanca y sobre cuyo cuello se veía una buena cantidad de pelos negros. Esos bucles ridículos, parecidos a alambres, se veían completamente inapropiados en una institución de salud.

Mientras yo recuperaba mi aliento, el médico me estudiaba a través de sus lentes de montura de metal. Al fin, el denso cepillo de su bigote, que llegaba hasta la comisura de sus labios, se movió y el dueño de la oficina se presentó:

– David Guelashvili, cirujano. – Con un gesto de la mano propuso sentarme y, entonces, me preguntó: – Usted es el padre?

– Grisov, Yury Andreevich, – me apuré a responder e, incluso, quise sacar la cédula, pero me contuve. La incertidumbre me atormentaba. – Que le pasa a Yulia?

– Nosotros la salvamos, pero su condición permanece difícil. – El

cirujano calló y cruzó, frente a él, sus fuertes manos peludas, donde se le veía el dibujo de sus venas.

– Pero no se calle! – Salté de la silla. – Que significa «difícil»?

El médico se tomó su tiempo. Escogió unas hojas de papel, las puso sobre la mesa, se quitó los lentes y masajeó sus ojos cansados.

– ¿Qué edad tiene su hija? – Preguntó, sin levantar la vista.

– Dieciocho.

– Un amor no correspondido?

– Que quiere decir con eso?

Exhaló fuertemente y se acomodó los anteojos sobre la nariz. Como dudando un poco, él explicó:

– Su hija bebió ácido acético. Como resultado, afectó el tracto gastro-intestinal y tuvo una deficiencia renal aguda…. Es una forma de suicidio extremadamente dañino.

La horrible palabra cortó como un cuchillo en carne viva. Yo sacudí la cabeza:

– No. Yulia no pudo hacer eso. Eso es imposible. Mi hija disfrutaba de la vida, estaba haciendo planes, en estos días iba a tener un gran éxito. ¡Para ella…, apenas todo comenzaba! ¿De dónde sacó usted esa conclusión? —

Guelashvili tomó una toalla de papel de una caja, se secó la frente y murmuró:

– Gajes del oficio.

– Eso a usted no le imp… – Me contuve. No recordaba si yo le había mencionado la profesión de mi hija.

– Si importa, por desgracia más frecuentemente de lo que uno quisiera. Yo, como cirujano, observo constantemente como se rompe una vida tranquila. La persona no ve, no oye que hay un abismo ahí cerca: un paso lateral y ya está volando. O se salva, o se destroza en el fondo… – Guelashvili miró la toalla de papel arrugada en su mano, como si ella simbolizara en lo que se transforma una vida serena después de una acción imprudente.

– No. El suicidio está excluido, – mi voz sonó indignada. – Ni siquiera podríamos pensar eso de nuestra hija. Ella, ella… Usted no la conoce.

– Entonces, alguien puso ácido en su bebida.

– Quien? ¿Por qué?

– Yo soy médico, no un policía. A la paciente la trajeron del club nocturno «Hongkong» en una ambulancia. Afortunadamente a tiempo. Nosotros pudimos hacer bastante pero el daño interno es bastante serio. —

– Donde está Yulia? Quiero verla. – Salté de mi asiento.

– Ahorita no se puede, – con un gesto me detuvo el cirujano. – La muchacha está en terapia intensiva. Y sin conocimiento.

Lentamente me senté de nuevo.

«Terapia intensiva. Sin conocimiento». No es posible que se esté hablando de mi hija con estas palabras tan feas. ¿Cuál suicidio?, vayan ṕal carajo! Apenas ayer…

«Ayer», como si fuera hoy, nuestra familia era feliz. Se había cumplido un sueño de muchos años. Nos habíamos mudado de un estrecho apartamento en un quinto piso a un nuevo y cómodo townhouse. Una casita como en las revistas. La fachada de ladrillos rojos, como si la hubieran traído así desde la vieja Inglaterra. En el frente una grama bien cortada y estacionamiento para dos carros. Dos pisos decorados y un ático suplementario. Y esta maravilla a solo quince minutos de Moscú por la carretera de Novorizhsk. ¡Vive y se feliz!

Anoche, apenas hace unas horas, Katya, mi esposa embarazada, quien caminaba entre los corotos sin arreglar, en la nueva casa, con una sonrisa radiante hacía planes:

– Aquí estará el cuarto del bebé, al lado del nuestro. La habitación de Yulia estará lejos para que no moleste al niño. Ay, falta comprar muchas cosas y el ático no está listo. Menos mal que ya pusieron la cocina y con el diván en la sala podemos invitar amigos. Katya puso sus manos en el vientre redondo y me miró: – Yury, tendremos el dinero para enfrentar esto?

– Claro, ya calculé todo, – me apuré a tranquilizarla y la abracé, con cuidado, por la espalda.

Puse mis manos sobre las suyas, mi mejilla se cubrió con sus abundantes rizos castaños, miré el corte triangular de la bata a la altura de su pecho y me sentí tan bien. El embarazo tardío y no planeado generó ternura en nuestra relación y le dio un nuevo sentido a nuestra vida cotidiana. Apareció el deseo de cambiar todo. Literalmente, rejuvenecimos.

El futuro bebé creó una motivación tan fuerte que, en seis meses, resolví el problema de la nueva casa y, además, insistí en un automóvil más seguro para Katya. Tuve que sacar otro crédito para comprar un «Volvo» nuevo.

Entonces sentí el conocido y embriagador olor de mi mujer, toqué con los labios su cuello y le susurré:

– Eres tan…

– No, no. Eso no, – y se separó de mi abrazo. – Sabes que eso de los gastos me preocupa.

– No hay razones para preocuparse. La hipoteca es a veinte años, con una tasa de interés moderada. Ahorita pago un tercio de mi salario a esa hipoteca y con el tiempo, mi sueldo subirá. Estamos bien.

– Veinte años, – suspiró Katya. – Tendremos sesenta años cuando liberemos la hipoteca. Y todavía queda el crédito del carro.

– No pienses en las dificultades, piensa en el bebé.

– Durante mucho tiempo no podré trabajar, y el pequeño necesitará muchas cosas.

– Tendremos todo, yo proveeré. Ahora… – Con disimulado orgullo, moví el brazo, como mostrando la nueva casa. – Hoy tenemos fiesta. ¿Celebramos? —

– Disculpa, pero yo no preparé nada.

– No importa. Con vino y queso bastará.

– Yo no puedo beber vino. – Con disimulado orgullo, y suavemente, Katya pasó la mano por su vientre.

Cada vez que yo veía ese gesto, sentía algo en el corazón. Ella caminó hacia la sala. Verla por detrás todavía era agradable, su cintura no había cambiado. Se sentó en el diván.

– Estoy cansada. Celebraremos pasado mañana, cuando vengan tu hermano y Natasha. Ella va a ayudarme con eso. La fiesta la tiene hoy Yulia.

– A propósito, ¿dónde está ella? Salió muy elegantemente vestida. Ya es tarde. – Me preocupé por mi hija de dieciocho años.

– ¿Qué te pasa, se te olvido? Yulia va a salir en la portada de «Elite Style» – Katya se sonrió. Evidentemente se enorgullecía de su hija, tan parecida a ella cuando era joven.

– Uno se puede golpear en este desorden. – Aparté una caja con el pie, abriendo camino hacia el diván.

Sinceramente hablando, yo no aprobaba esa aspiración terca de mi hija de convertirse en modelo. Yulia es bonita, es fotogénica, eso no se lo vas a quitar, pero de muchachas así, hay un montón y el éxito llega a unas pocas. ¿Además, que es eso de comerciar con la belleza propia? La belleza es efímera. Hoy está ahí y mañana se marchita. O el standard de belleza cambia. Eso no tiene futuro.

Fíjense, yo terminé la facultad de Matemática Computacional de la UEM1. Yo quería ser un científico, pero la vida me empujó a una profesión más demandada. Trabajo en programación para la actividad bancaria. Y me vale verga como me veo, lo importante es que la cabeza trabaje. Katya también estudió en la misma facultad. Después de que terminó la universidad no le interesó la programación seria, pero se convirtió en una profesional calificada en contabilidad. Yulia también es buena en Matemáticas, pero malgastó el tiempo y el dinero en la actuación, el baile y la cosmetología, la creación de su imagen, pues. La persistencia le trajo resultados, ya la notaron. ¿Pero que será de ella dentro de cinco, siete años? La nueva generación de bellezas, inevitablemente, desplazará las modelos marchitadas.

No aguanté y expresé mi descontento:

– Que?, ¿Van a fotografiarla en la madrugada?

– La sesión de fotografía para la revista es pasado mañana. Hoy, Yulia fue con las amigas al club. Tú no hagas pucheros. Es un asunto de jóvenes y hay razones para alegrarse. Tendrá tiempo para dormir bien y conservar el cutis fresco. —

– Clubes nocturnos, estilistas, fotógrafos… Mejor hubiera sido que entrara a la universidad como nosotros. —

– No gruñas. – Katya me haló por la mano y yo me senté a su lado. Se recostó de mi hombro y suspiró. – Quien sabe que es lo mejor y que es lo peor? En la vida hay tantas posibilidades diferentes. Nosotros vamos por una escalera hacia arriba… —

– Y ella quiere saltarse todos los escalones. – Con duda moví la cabeza.

– ¿Y, si de repente ella tiene éxito?

Oh, esta fe femenina en los milagros. En el fondo de su alma todas ellas son Cenicienta. Yo callé, para no discutir.

Katya me miró a los ojos y me sonrió, como avergonzada:

– Me voy a dormir, no aguanto los pies.

– Si, ve, por supuesto. Yo voy a…

Yo moví la mano como mostrándole que continuaría arreglando los corotos. Ella no aguantó para darme más instrucciones:

– Las cajas con la ropa las subes al segundo piso. Las de la vajilla la pones en la cocina. Pero no te pongas a arreglar nada, me lo vas a enredar. Mañana, yo misma lo hago.

Quien iba a discutir, así sería más fácil. Katya salió. Moví las cajas, sin cansarme de alegrarme por lo grande de la nueva casa. Hasta habría una habitación aparte para un tercer hijo. Lástima que nos tardamos con el segundo. Antes de acostarme bebí vino y me dormí con una sensación cálida en el pecho: Que bueno era todo.

Pero en la madrugada me despertó la desagradable vibración del celular. Le había quitado el sonido. En la pantalla apareció un número desconocido. El corazón se me apretó del mal presentimiento. Para responder la llamada salí del dormitorio. Llamaban de un hospital e informaban que habían recibido una muchacha de nombre Yulia Grisov y solicitaban, urgentemente, un familiar cercano.

Se me doblaron las piernas. Por varios minutos estuve aturdido. Un vacío denso, como barro, me bloqueaba las ideas. Convencido de que la conversación no había sido un sueño y, en mi mano, el pedazo de papel de envoltura, donde yo había escrito la dirección del hospital, me vestí y salí, tratando de no despertar a mi esposa.

Y he aquí que estoy sentado en la oficina del cirujano, el cual me acababa de explicar las horribles consecuencias de lo sucedido. Mi fuero interno no quiere creer que nos haya caído tamaña desgracia. ¿Por qué nosotros? Todo lo malo le sucede a los demás, en alguna parte lejos, en la televisión, en las noticias, en Internet. Mi familia está protegida contra la infelicidad. ¿Por qué a nosotros?

– Yo debo verla, ¡DEBO! – le informo al médico, mirándolo a los ojos con esperanza. – De repente no es Yulia. De repente ustedes están equivocados.

– Ok. Vamos, – aunque duda, el cirujano asiente.

En la sección de terapia intensiva, en una cama especial con barandas, yace una joven muchacha, con goteo intravenoso y tubos en la boca. Yo me acerco completamente, la considero largamente pero mi corazón ya se estremece. No hay ninguna duda, es Yulia, mi única hija. Externamente ella no ha cambiado, es tan linda como siempre, solo que tiene una palidez mortal. Pero internamente, por las palabras del médico…

Imaginarme las horribles consecuencias de haber tragado ácido me estremece. Aparto la vista de ella, retrocedo un paso y, con voz enronquecida, le pregunto a Guelashvili:

– ¿Qué puedo hacer por ella?

– Done sangre. Siempre se necesita.

2

Mi viejo «Peugeot», abandonado en el medio de los charcos, se encaprichó y no arrancó enseguida. Cuando el motor reaccionó, encendí la calefacción y, cansado, cerré los ojos. No me sentía bien. Me desconecté durante la donación de sangre y, hasta ahora, la cabeza me daba vueltas de una manera desagradable.

El tormento del dolor anímico se complementó con una nueva preocupación: ¿Como recibiría Katya la noticia sobre su hija? Los médicos le habían advertido que un embarazo tardío era particularmente peligroso y debía evitar emociones. Y como no emocionarse en esta situación. ¿Con que la tranquilizo? Poco a poco llegué a la conclusión que mejor me callaba por ahora y esperar que Yulia volviera en sí.

Aunque lo dudé un poco, decidí no volver a casa e irme directo al trabajo. Eran casi las siete de la mañana, pero no llamé a Katya para no preocuparla.

En el «Jupiterbank» yo ocupo la posición de director de la sección de seguridad informática. Mi tarea consiste en mantener la funcionalidad de los cajeros automáticos, de los terminales de pago, de los receptores de las tarjetas plásticas y de los trasmisores de transferencias electrónicas. Los empleados clave de la sección son dos, yo y el ambicioso ingeniero principal Oleg Golikov. Nosotros ocupamos la misma oficina donde hay una media docena de computadores, que nunca se apagan y con sus respectivos grandes monitores.

Oleg es un cínico mercantilista pero muy buen especialista. Y aunque hay una diferencia de edad (doce años) nos tratamos amigablemente.

– Epa, hola! ¿Y eso? ¿Tú tan temprano por aquí? – se sorprendió Golikov, mirando a su pensativo jefe por encima de una taza de té frío.

A mi no me gusta ir en traje y corbata. En invierno, prefiero los sweaters tejidos, y en verano, chaquetas sencillas y jeans. Oleg, al contrario, siempre anda encorbatado. El asocia la apariencia exterior con el éxito. Por eso tiene un coupé «Jaguar», se compra trajes italianos prestigiosos y complementa con accesorios de marca. Es verdad que hay pocos que no saben que su carro no es nuevo, qué en vez de relojes suizos, él se compra copias chinas y vive en las afueras, con sus padres, en un apartamento pequeño.

– Yo no vengo de casa, estuve por ahí anoche, me encontré a alguien… ¿Y tú? – Golikov continuó su curiosidad.

Mentalmente me vi con los ojos del colega presumido. El cuello de la camisa Polo muy gastado, sudor en las axilas, pantalones arrugados, con mal semblante. El típico perdedor para un joven como él. Todavía ayer, avergonzado, hubiera arreglado mi ropa y limpiado mis zapatos, pero después de la visita al hospital, la propia apariencia disminuyó, en la escala de prioridades, a nivel de granos de arena. A mi me molestaba otra cosa: ¿qué le iba a decir a Katya?

No quería continuar la conversación con mi molestoso colega, entonces me decidí, por fin, llamar a mi esposa. Le di la espalda a Oleg.

– Katya, buenos días, – traté de hablar alegremente al saludar a mi esposa. – No te extrañe que saliera sin despedirme. No quise despertarte. Resulta que hay algunos problemas en el trabajo y me llamaron temprano. Yulia? No te preocupes por ella. Me llamó para avisarme que se iba a quedar en la casa de una amiga… Aquella, la de siempre… Era tarde para ir a la casa y su amiga vive cerca del club. —

– Una amiga que se llama Arsenio? – Oleg intervino sarcástico. Yo estuve anoche en un club… Había unas carajitas…, tentadoras y seductoras. —

– Ok. Katya, ahorita no tengo tiempo. Te llamo más tarde. – Corté la llamada no fuera que descubriera algo falso en mi voz.

Con una mirada indiferente observé el ritual acostumbrado. Golikov colocó el portafolio de cuero sobre la mesa, se quitó la chaqueta y la colocó, con cuidado, en el respaldar de la silla. De un paquete de lavandería sacó una camisa limpia. Se quito la del día anterior y se cambió. El nudo de la corbata lo dejó flojo y subió los puños de sus mangas, justo lo suficiente, para que se viera el reloj «de marca». Por la crucecita de caballería en la esfera y en el portafolio, el conocedor podía determinar que ambos accesorios pertenecían a la casa suiza y costosa «Vacheron Constantin».

– Pasó algo? Por el teléfono hablaste de problemas, – preguntó Oleg, sacando del portafolio un paquete de manzanas verdes.

Habiendo decidido dejar de fumar, las compraba todas las mañanas. Cambió los cigarrillos por manzanas según un consejo de una revista de moda. – «Vitamina en vez de nicotina», – bromeaba. El ritual ya tenía un año de cumplirse, pero la ración diaria de manzanas había disminuido bastante.

– Eso fue para mi esposa, – sacudí la mano para no explicar más.

– No puedo creer lo que dices. Eres un mentiroso, Yury Andreevich. ¿No te habrás conseguido una modelo de piernas largas como nuestro presidente Radkevich? Su esposa se la pasa en el extranjero, pero aquí, él no pierde el tiempo. ¿Viste la hembra que tiene? Agarra ahí —

Oleg me lanzó una manzana. El lanzamiento era parte del ritual, pero hoy estaba atontado y no atajé la manzana. Esta me pegó en el pecho, se cayó y rodó por el piso.

– No la he visto, ni quiero verla, – mascullé, y levanté la manzana.

– Pero esa carajita yo no la rechazaría. En cualquier momento se la quito al presidente. – Un mordisco hizo crujir la jugosa fruta, masticó y se sonrió, soñadoramente. – Quizás me levante algo mejor. —

Yo no quise seguir esa conversación vacía y traté de concentrarme en el trabajo. Fue inútil. Pronto me convencí que hoy no podía mejorar ese programa complicado. El dolor anímico no me permitía concentrarme. Me molestaba todo: el zumbido característico de los computadores, el ruido del aire acondicionado, el chirrido de las sillas y hasta la manzana mordida que caía en mi campo de visión.

Yo me dediqué a una tarea rutinaria, las que normalmente hacía Golikov. Comprobación de canales de comunicación, análisis de cifras del momento, búsqueda de operaciones dudosas. Traté de ocupar el cerebro en algo para apartar las ideas autodestructivas sobre la tragedia familiar. Poco a poco los problemas técnicos llevaron lo otro a un segundo plano. De repente una discrepancia cayó en mis ojos.

En voz alta comenté lo que vi en el monitor:

– Un error. A los terminales llegó una cantidad y en la cuenta hay una suma menor. —

– Donde? – preguntó Golikov, arrastrando su sillón hacia mí. – Ah, ¿eso? No es ningún error, ahorita lo arreglo. Muévete. —

– Que estás haciendo? – Fruncí el ceño cuando vi como Oleg hacía cambios en la tabla de las transacciones bancarias.

– Mi trabajo. Meto el coeficiente corrector secreto, de acuerdo a las instrucciones del presidente. Así. Ahora las sumas en las cuentas coinciden y no hay que hacer ninguna comprobación. —

– Algo de ese coeficiente como que no entendí. —

Golikov se sonrió.

– Yury Andreevich, no seas ingenuo. Para que crees tú que Radkevich puso esos dudosos terminales de «Jupiter pago» si nosotros ya tenemos cajeros automáticos.

– Expansión del negocio. —

– Claro. Pero, ¿cuál negocio? – Los ojos de Oleg brillaron con malicia y bajó la voz: – Por los terminales hay una comisión no contabilizada. El presidente me baja el porcentaje apropiado y yo ajusto la contabilidad para que todo salga bonito. —

– Y por qué a mí no me dijeron nada? —

– Porque tú eres muy recto y yo soy flexible. – Golikov sonrió condescendiente e hinchó su pecho. – Para que te metiste en eso?, esta no es tu zona. —

Me agarré la cabeza con ambas manos y, recordando a mi hija, le dije:

– Déjame tranquilo. —

– Tuviste una pelea ayer? – Oleg dijo, compasivo. – Sal. Relájate. Tómate un café fuerte. Te puedo dar una aspirina. —

– No quiero nada! – grité y, entonces agarré la manzana mordida y la lancé al bote de basura.

Después de ver el lanzamiento, la papelera volcada y la fruta por el suelo, Golikov comentó: – Tú eres un basquetbolista malo. —

Movió la cabeza y fue a corregir las consecuencias del lanzamiento errado. Yo me quedé solo con mis malos pensamientos sintiéndome peor que nunca. La vida y el trabajo me mostraron, de un trancazo, su lado desagradable. Largo rato estuve sin tocar el teclado y el monitor se apagó. El espejo negro del monitor me mostró mi rostro endurecido y los contornos oscuros de la oficina, como si el mundo y yo hubiéramos caído en la penumbra. Ya fue insoportable mirar esa pantalla negra.

Golpeé algunas clavijas y en la ventanita que apareció en el monitor puse mi clave y abrí las tablas de movimientos por cuentas. Había que hacer algo para que esas ideas opresivas no me afectaran más. Mi memoria visual recordaba los números perfectamente. Al fin y al cabo, yo soy matemático y no un poeta. El flujo de números que correspondían a cantidades de dinero, me metió en un embudo mental obligándome a compararlas y analizarlas. A la hora yo había encontrado toda una serie de operaciones dudosas.

– Otros errores. Algo no está bien, – mascullé y copié las sumas de dinero y los números de cuenta en un archivo separado.

– Que pasó ahora? – Golikov expresó su desagrado y se acercó hacia mí, dudoso.

Imprimí la hoja y le expliqué:

– Mira. En las relaciones diarias están las transferencias, pero en el resultado final del mes, no. —

Oleg empujó su silla con rueditas y se acercó a mí. Su mirada era punzante e irónica. Hizo sonar sus dedos cerca de mis oídos, como si me hubiera quedado dormido, para despertarme.

– Epa, idealista, despiértate! Piensa: ¿con que estamos trabajando? ¿Débitos-créditos? Esos se manejan fácilmente. Nosotros no somos el Banco Central en quien todo el mundo confía. Radkevich escogió otro nicho para el negocio.

– Tomar el dinero y hacernos los locos? —

– Hasta ahí no hemos llegado. Nuestro banco presta servicios de un tipo particular. —

– Cuales? —

– En dos palabras: el dinero ilegal hay que lavarlo, los funcionarios corruptos tienen que cobrar los sobornos y ponerlos en cuentas off shore. ¿Hay una necesidad? Habrá una sugerencia. —

– Cobrar y esconder. —

– Por fin se comprendió. —

Me sentí insultado:

– Hace meses trabajo en programas con obstáculos para ladronzuelos, y ahora esto… —

– Pero que te pasa? – Oleg empezó a disgustarse. – No eres el mismo de antes. —

– Algo sucedió. —

– Que? —

Yo no quería hablar de mi hija. Para una persona ajena era solo una información curiosa, pero para mí era un dolor constante.

– Esto sucedió! – Golpeé, con la palma de la mano, la página impresa.

Con aspecto sombrío, Golikov me miró fijamente, como si me viera por primera vez. Desafiante, le respondí su pregunta silenciosa:

– Que? ¿No te gusto? —

– Olvídalo. —

Oleg tomó de debajo de mi mano la hoja de papel con los números de cuenta, volvió a su mesa y, concentrado, mordió su manzana. Inclusive su espalda expresaba desdén. Tiró el pedazo de manzana como si fuera una colilla de cigarrillo y salió de la oficina.

«Va a chismear», – pensé, indiferente.

Pasados veinte minutos, yo me reí de mi perspicacidad: me llamaron desde donde Radkevich.

El camino a la oficina del director no tomaba mucho tiempo. Solo subir un piso.

– Ah, eres tú, Yury. Entra. – El propietario del banco me saludo particularmente amistoso.

Radkevich no me propuso sentarme, él mismo salió de detrás de su mesa para recibirme. Él es un poco mayor que yo. Yo sabía que su primera fortuna la había hecho traficando alcohol clandestino. Ese negocio riesgoso templó su carácter, le dio seguridad, pero le destrozó sus nervios. Estos últimos años Boris Mikhailovich Radkevich se había concentrado en el negocio bancario, menos ganancioso, pero respetable y cómodo. Ahora él podía apartar mucho tiempo para su pasión principal: los caballos de raza. Decían que él tiene unas caballerizas en alguna parte fuera de la ciudad. La expresión de la cara del banquero cambiaba levemente, dependiendo de las situaciones. Estaba acostumbrado a dar órdenes a sus subordinados y expresar un respeto reservado a los más fuertes de su mundo.

Viendo al presidente, me convencí una vez más, de a quién quiere parecerse Golikov. Trajes, zapatos, reloj, automóvil de marca. Solo que los de Radkevich si eran de verdad, y se actualizaban más frecuentemente.

En las paredes de la amplia oficina había colgadas, fotografías de caballos. Fotografías de estilo, en blanco y negro, impresas en tela.

– Bellos animales. – Radkevich se detuvo al lado de uno de los cuadros. – A los caballos los aman y los valoran, les crean condiciones tales, que lo pueden envidiar muchos animales de dos patas. —

Radkevich se sonrió de su chiste sardónico, pasó su mirada a mi persona y se ensombreció.

– Pero todo semental, inclusive el más costoso y espléndido, tiene su dueño. Y este decide cual va a montarse y cual va a tirar de una carreta. —

– Yo no supe que responder. El presidente hizo una pausa y entonces señaló al siguiente cuadro:

– Mira que trío tan expresivo. Animales mágicos. Se siente la potencia, la velocidad, parecen que fueran una unidad. Y mira esta pequeña cosa al lado del ojo. Es una gríngola. Es una cosa muy útil, el caballo solo ve hacia adelante y no se distrae hacia los lados. Si uno necesita doblar, el jinete le indica la dirección con un golpe de fuete. ¿Tú comprendes a que me refiero?

1.– UEM: Universidad Estatal de Moscú.
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Yaş sınırı:
18+
Litres'teki yayın tarihi:
15 nisan 2020
Hacim:
310 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9785449857088
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