Kitabı oku: «EL MISTERIO DE LA BELLEZA EXACTA»

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© Sergey Baksheev, 2019

ISBN 978-5-0050-2972-0

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Traductor de ruso: Oscar Zambrano Olivo

Copyright © Sergey Baksheev, 2019

“El número es la esencia de todas las cosas”

Pitágoras.

1

La puerta del apartamento se abrió con facilidad, la llave maestra fue escogida idealmente. La vieja alfombra peluda de la entrada también le agradó, no dejaría huellas. Si, el día en San Petersburgo, a pesar de ser mitad de octubre, se presentaba seco y con ligera brisa. Las cúpulas doradas y las cruces de las iglesias brillaban bajos los rayos del bajo sol norteño, así los anteojos oscuros y el capuchón pasarían desapercibidos. Con ese tiempo hasta las viejitas vecinas salen a los patios y no se apuran en regresar a la humedad grisácea de sus casas. El día óptimo para cometer el robo pensado. Y no cualquier robo, sino un hecho que la historia le agradecería.

El intruso, que entraba en el apartamento, trataba de controlar su creciente excitación y revisaba su recorrido. Derecho, por el corredor estaban la cocina y el baño y a la derecha estaba la única habitación. Era posible que en este apartamentico viejo y descuidado se guardara la clave del Gran misterio, clave que persiguieron las mejores mentes de la humanidad por cientos de años? Si eso era así, entonces el mundo era de una injusticia burlona. Aunque los diamantes más extraordinarios se encuentran en el barro.

Y si no hay nada? La idea desagradable le apretó el corazón. No! descartado! El tesoro del genio está aquí! Esta visita audaz debe dar el premio largamente esperado.

El intruso, delgado y ligeramente encorvado se detuvo en la entrada de la habitación. En esta había una silla giratoria vieja, un viejo sofá, un escritorio con papeles, una biblioteca llena de literatura científica, una cama estrecha; en el rincón, un estante pasado de moda con cosas innecesarias y más nada. Ni siquiera un televisor o un computador. Cierto que dicen: la saciedad es hermana de la flojera y amiga de la ociosidad. Los genios siempre han vivido pobremente. Y entonces, los que son sólo inteligentes, en comparación, debe vivir bien! Ha sido así por siglos, y cambiar eso no lleva a nada. Sintiendo anticipadamente un escalofrío agradable, se acomodó los guantes y se dirigió al escritorio. Sus ojos devoraban los papeles y las notas. El instante deseado se acercaba. Y en ese momento se oyó el ruido de una llave en el cilindro de la puerta. Las sienes se le cubrieron de un sudor frío. Quien podría venir antes de tiempo? El intruso en chaqueta azul y capuchón se metió en la cocina.

Lo más probable es que fuera el matemático. Su comportamiento extraño impedía predecirlo. Seguramente iría a su habitación y él estaría seguro en la cocina. Se presentaría una nueva situación.

Sin embargo desde la entrada se oyó una respiración pesada y pies que se arrastraban.

La vieja bruja regresó! El intruso había calculado que ella tardaría más de una hora en el mercado. Pero regresó enseguida. Que le había pasado? Miró la mesa y se dio cuenta que la vieja había olvidado el monedero. Eran una cosa seria esos viejos tontos.

Los pasos se acercaban… El intruso se colocó pegado a la pared entre el refrigerador y la puerta de la cocina. Único sitio para esconderse. Si la anciana tomaba el monedero, miraba al suelo, y se alejaba, nada sucedería; pero… si se da cuenta? La puerta de la cocina era de vidrio mate. Demasiados desagradables “si”. Sería posible que por esa vieja tonta se le echara a perder el buen plan que tenía? Irse era imposible, ya había llegado muy lejos. Un tesoro estaba cerca… En su camino estaba una vieja inútil. Salir de ella sería fácil. Empujarla y listo. Pero correr enseguida sería estúpido. O sea no bastaría con un simple empujón. Era necesario apartarla por un rato. Y para lograrlo necesitaba algo…

Se abrió la puerta… La triste anciana entró en la cocina…

Con que golpearla en la cabeza?

Y que tan fuerte pegarle?

2

El oficial de policía Capitán Rizhkov adscrito a la zona terminó de comerse su emparedado de salchichón, de tomarse su té y sólo entonces levantó la bocina del teléfono que repicaba hacía rato. Aunque la guardia apenas comenzaba su voz sonó profesionalmente cansada.

– Aquí Rizhkov – el cachetón capitán se quitó una migaja de pan de los labios, la cual cayó en el micrófono del teléfono y tuvo que sacarla con la uña.

– Si, la escucho, diga. No se atropelle, hable ordenadamente. Apellido? Le pregunté su apellido.

Con expresión aburrida, el capitán escuchó a la doctora de primeros auxilios, quién le informaba que la habían llamado por un ataque al corazón y donde consiguió el cuerpo de una anciana ya sin respiración.

– Y para que nos llama? Resuélvalo Ud.

Rhizhkov quiso colgar la bocina pero lo detuvo la voz apresurada de la doctora.

– El asunto es de Uds., es un asesinato.

– Y de dónde saca eso? – el capitán arrugó el rostro.

– En la cabeza se observa trazas de un golpe.

– Hay sangre?

– Un poco. Hay una contusión con abrasión.

– Fractura de cráneo?

– No.

– Bueno, se da cuenta? La vieja se sintió mal del corazón, se cayó…

– Escuche – se disgustó la doctora – yo no soy una pasante nueva y ya he visto muchos cadáveres! El corazón no tiene nada que ver. Si quiere no me atienda, pero que conste que ya le advertí.

– Okay, okay. – Condescendió el capitán, sabiendo perfectamente que un médico experimentado de primeros auxilios no se equivocaría en tales asuntos.

– Cuando murió la ciudadana? —

– Aproximadamente hace una hora. —

– Quien llamó la ambulancia? —

– Una vecina o conocida de la occisa. Ella está aquí. —

– Perfecto. No deje ir a la vecina. Que todo se quede como está y que nadie toque nada. Enseguida envío una comisión. Dícteme la dirección exacta. —

El capitán escribió la dirección del apartamento y el apellido de la señora asesinada y con un gesto detuvo al oficial que pasaba. Terminó la conversación por teléfono, le sonrió al oficial y le dijo.

– Llegas tarde Strelnikov. Que pasó? La amiguita de turno no te dejaba salir? —

– Ojalá y fuera eso… Un asunto de una encuesta de un investigador, caminé por ahí y le pregunté a la gente. – Estaba tenso el oficial treintón, se desabrocho la vieja chaqueta de cuero turca y sacó un cigarrillo.

– Tienes otra tarea, Viktor. Toma esta dirección y vuela con los muchachos a ese apartamento. Es aquí cerca. Y no te obstines antes de tiempo! —

– Que hay allá? – El oficial, hosco, miró el papel.

– Una viejita muerta. Una tal Sofía Evsevna Danina. Creo que la “ayudaron”, pero puede ser un accidente. —

– Si es un asesinato, llama de una vez a la judicial. Ellos tienen expertos. —

– El de turno es Simionich, tú lo conoces, ese puede tomarle huellas digitales a una mosca en vuelo… Vamos, vamos, ver tu descontento no me interesa. Allá está una doctora y un testigo. No te estoy castigando, es un procedimiento común y ustedes lo verán en caliente. Que te pasa? Una garrapata te va a molestar en el informe? —

Strelnikov puso un cigarrillo en sus labios y, pensativamente, comenzó a jugar con el encendedor. Prendió el yesquero…

Prohibido fumar aquí… – Lo detuvo el capitán. – Puedes echar todo el humo que quieras en tu oficina. O mejor, fuma por el camino, agarra la gente y vete. —

– Me das un carro? —

– Si, tómalo. Pero no te tardes. Creo que el asunto es sencillo. —

En doce minutos, ya los tres oficiales de policía estaban subiendo al tercer piso del viejo edificio de Piter1. Dirigía la comisión el teniente Viktor Strelnikov. Tras él iba el joven oficial, algo fornido, Alexei Matykin, con nariz y puños de boxeador. De último iba Barabash, el experto cuarentón, de anteojos oscuros, bigote delgado y rostro altivo. En su sección, lo llamaban Simionich con respeto. En sus manos, el experto llevaba la maleta de servicio gastada por los años.

Ya en el patio anterior, Strelnikov había notado la ausencia de gente. A pesar del tiempo claro que hacía, los bajos rayos del Sol no llegaban al patio y no se podía esperar encontrar pensionados, calentándose en los bancos, que hubieran visto algo sospechoso. En días así ellos preferían pasear por la avenida o ir a la orilla del río.

La doctora de primeros auxilios, una mujer grande y fuerte con voz grave, los recibió no muy contenta que digamos.

– Por fin! Y yo, para que ustedes lo sepan, todavía tengo otras llamadas, para las cuales no me van a sustituir. —

– Oficial superior Strelnikov. – Con sequedad se presentó el policía. Hacía tiempo se había convencido que el tono oficial, la credencial abierta y el arma sugerida bajo la axila bajaban innecesarias altanerías de la gente común.

– Maslova Vera Anatolevna, médico de primeros auxilios. – Respondió con reserva la doctora.

Strelnikov dejó a Aleksei en la puerta y él acompañado de Simionich pasó a la cocina donde se veían los zapatos de la mujer que yacía en el piso. La doctora se apuró tras ellos.

– Cuéntenos como encontró el cuerpo, Vera Anatolevna. —

– Nos llamaron, al principio supusimos un infarto; pero al primer vistazo nos dimos cuenta que llegamos tarde. Miren ustedes mismos… —

La mujer, anciana y gorda, yacía boca arriba, con el abrigo abierto. Sus ojos estaban cerrados y su rostro mostraba una mueca de dolor. En el piso, cerca, había restos de un florero de vidrio y tres rosas marchitas en un charquito de agua sucia. El oficial consideró donde pudo haber estado el florero y dedujo que, o en la mesa o sobre el pequeño refrigerador. Le llamó la atención el monedero en un extremo de la mesa y la cartera en el piso, ambos cerrados.

– Continúe Vera Anatolevna. – Recordó Strelnikov. – Como estableció la causa de muerte? —

– Al principio le abrí la ropa en el pecho, para ponerle una inyección, pero noté que no tenía pulso ni respiraba. Le levanté la cabeza, le quité la boina, la puse en el taburete, y noté la huella de un golpe fuerte en el cráneo. —

Viktor Strelnikov dirigió la vista hacia la boina marrón y delgada. Esa boina no la iba a proteger de un golpe fuerte, pensó.

– No pudo golpearse en la caída? —

– No. La excoriación con sangre está en la parte superior de la cabeza. Ahí no te golpeas con el piso. Además ella cayó de frente. —

– De frente? —

– Si. La mano izquierda tiene una fractura característica. Trató de apoyarse en la caída pero la edad y el peso… —

El imperturbable Simionich, asintió enérgicamente, aprobando las palabras de la doctora.

– La golpearon desde atrás con un objeto contundente, presumiblemente con el florero. El golpe no fue fuerte, pero lo suficiente para la viejita. —

– O sea, cien por ciento asesinato. Y el cuerpo ya lo manipularon mucho. – Constató el teniente superior. Su voz descolorida no transmitió ninguna emoción.

– Yo no toqué más nada. – Se justificó la médica.

– Quien fue el primero que encontró a la víctima? – Strelnikov quiso decir “cadáver” pero se detuvo a tiempo para no herir susceptibilidades. No hay nada peor que interrogar a quienes están al borde de un ataque de nervios.

– A mí me recibió una anciana. Está en la habitación. —Respondió la doctora y preguntó. – Me puedo ir? —

– Primero que nuestro colega escriba su declaración. Y después si el experto no tiene más preguntas, quedará libre. – Strelnikov llamó al oficial-boxeador. – Aleksei, atiende a la doctora. En cualquier lado, menos en la cocina, allí trabaja Simionich. —

– Dónde? – preguntó Matykin.

– Si quieres en el baño. Yo estaré en la habitación. Ahí está la testigo principal.-

El teniente entró en la habitación. De espaldas a la puerta estaba sentada una mujer delgada con el cabello completamente canoso, en impermeable beige y con el cuello levantado. Ella se distraía hojeando un libro con el brazo extendido y no notó al policía sino cuando este golpeó la puerta y se presentó.

– Vishnevskaia, Pensionada. – Con dignidad respondió la dama, como si pronunciara un título nobiliario.

– Se quedó sentada y sólo volteó con la silla giratoria. Ahora Strelnikov podía verla mejor.

De postura altiva, cabello y cejas arreglados, con pequeños zarcillos de oro y un toque de lápiz labial se veía que la dama cuidaba su apariencia. El cuello cubierto con un pañuelo cuidadosamente anudado, pero las arrugas alrededor de los ojos denunciaban su edad. Más de cincuenta y, seguro, gran lectora.

– Su relación con la dueña del apartamento? —

– Nos conocemos hace muchos años. Yo vivo en el edificio de al lado, a la derecha del arco. —

– Usted confirma que la señora en la cocina es Sofía Evcevna Danina? —

– Indudablemente, es ella. —

El oficial se extrañó del tono tranquilo de la vecina. Estaba más bien acostumbrado a mujeres histéricas y desmayos en presencia de un cadáver.

– Cuando vio usted, por última vez a la dueña del apartamento? Quiero decir, viva. —

– Hoy. No hace ni una hora. —

– Ajá. Cuénteme con más detalle. —

– Dos veces por semana vamos al almacén. Ella es mayor que yo, y yo la ayudo con sus compras. Hoy, por teléfono, nos pusimos de acuerdo en encontrarnos en el almacén. Conoce el almacén “Productos”, en la esquina de la avenida? —

Viktor asintió, también era su barrio.

– Pero Sofía se dio cuenta que había olvidado el monedero. Propuse prestarle dinero, pero ella no quiso. El tiempo está bueno, dijo, no hay que apurarse, paseamos. Regresamos a la casa y ella entró. Yo la esperé afuera, para aprovechar el Sol. Pasaron quince minutos y me preocupé. Le habrá pasado algo? —

– Tan rápido? – El oficial arrugó las cejas.

La mujer se apuró a explicar.

– La salud de Sofía ya no era buena. Vivía de las medicinas. Sobrepeso. Presión. Diabetes.

– Y usted decidió ir a buscarla. —

– Sí. —

– Cuando esperaba, y después cuando entró, vio a alguien? —

– Por supuesto, en la calle había gente. Pero pasaban. —

– En el arco, tampoco? —

– No. – La mujer negó con seguridad. – Nadie. Esperaba a Sofía y todo el tiempo miraba hacia el arco. De todas maneras por aquí se sale a la ota calle también. Para el metro es más corto. —

– Y en la escalera? Cuando usted subió. —

– No había nadie. Lo hubiera informado inmediatamente. Con el tiempo que ustedes tardaron, lo hubiera recordado todo con detalle. —

– “O inventar la versión para esconder su participación en el crimen” —, sin querer pensó el oficial mirando a la imperturbable mujer. Mataron a su amiga cercana y ella conserva su tranquilidad de hierro.

– Ahora, dígame, como entró en el apartamento? —

– La puerta estaba semicerrada. Yo toqué el timbre y entré. Desde afuera ya se veían sus piernas. Pensé que se sintió mal y se cayó. Caminé hasta la cocina, la volteé, la sacudí, le rocié agua en la cara, pero no reaccionó. Enseguida llamé a primeros auxilios. Mientras llegaban noté el florero roto y la herida de Sofía en la cabeza. —

– Bien. Supongamos que fue así. —

– Como que supongamos? No me cree? – La mujer canosa se molestó. Sus pequeños ojos grises se clavaron inquisidoramente en Strelnikov.

El oficial superior ignoró esa reacción. Ya es tiempo de ponerla en su sitio, decidió. No es infrecuente que el primer testigo sea el asesino.

– Como pudo haber notado la herida en la cabeza si la occisa tenía puesta la boina? – preguntó con voz capciosa.

– Es muy bueno que usted ponga esa atención. – Reaccionó tranquilamente la mujer aguantando la mirada fría del teniente. – Efectivamente Sofía tenía puesta la boina. Cuando yo la volteé y le agarré la cabeza para ponerla más cómoda noté con los dedos el cabello mojado en sangre.

– O sea, en el momento que usted la vio estaba boca abajo. —

– Sí. Cuando quiera le muestro como se veía. —

– Más tarde. – De nuevo extrañándose de la tranquilidad de la anciana testigo.

Observó lo simple del mobiliario del apartamento y pensó. – Aquí no hay nada que robar, hasta el monedero, está ahí. Crimen doméstico? Hasta puede ser. Aunque señas de borrachera no hay. Pero ya ha sucedido, a consecuencia de la resaca y por estupidez, matan, en sentido propio y figurado.

Strelnikov, de nuevo, se dirigió a Vishnevskaia.

– Dígame, quién más vive en el apartamento? —

– El hijo de Sofía Evseevna, Konstantin. —

– Ajá. Y a que se dedica? —

– Viktor Strelnikov, usted es el detective. Adivínelo usted! – Las palabras sonaron duras, como una llamada de atención.

El oficial superior se cortó. Se sintió, literalmente, en un examen. Ni siquiera pensó en hacerle un desaire a la dama. De nuevo recorrió con la vista la habitación.

Por todas partes se veían cosas sin valor, la ventana desvencijada, la vieja lámpara de mesa y en la cocina goteaba una llave. No parecía que aquí viviera un trabajador manual. Pero los innumerables libros y revistas científicas decían que vivía algún “nerd” científico con lentes que ni televisor necesitaba. Siempre metido en sus papeles y ni siquiera se preocupaba de limpiar bajo el escritorio. – Ya vamos a determinar su profesión. – pensó.

Strelnikov se detuvo ante el retrato de un barbudo sobre el estante. Debía ser un escritor o un científico. Pero no era ni Einstein, con su lengua afuera, y a Hemingway no se parecía. A estos últimos el teniente los conocía bien. A la intelectualidad de Piter en la época de sus padres le gustaba colgarlos en la pared. También científicos y escritores, al igual que estrellas, de cine y del deporte, de acuerdo a la moda. Pero llegó el tiempo del caos global, en pensamientos y acciones. Ahora las mentes están dirigidas por las bolsas financieras y los “talkshows” televisivos.

A su espalda chirrió la silla. La testigo se había levantado.

– No reconoce, Viktor Strelnikov? —

Con asombro se volvió. La mujer lo miraba con ironía. Qué quiso decir con la pregunta? A quién no reconoce? Al barbudo del retrato? La profesión del habitante del apartamento? Puede ser que a ella?

– Y yo, cuando escuché su apellido, lo miré, y enseguida lo recordé. Como está usted, Viktor? —

La mujer intencionalmente caminó por la habitación, cojeando del pie izquierdo, y ahí, a la memoria del policía, se le vino como un chispazo, una clase escolar.

– Vishnevskaia. Profesora de matemáticas. – balbució él confusamente.

– Como dos por dos es cuatro! Esa misma, Valentina Ipolitovna Vishnevskaia. – confirmó le valiente mujer, que nunca se avergonzó de su cojera, ni de sus canas. Hizo una pausa y con condescendencia señaló el retrato. – Y este es Pitágoras. El gran matemático del mundo antiguo. —

– Yo les conté acerca de el en la escuela. Recuerda? —

3

510 años antes de Cristo. Crotona. Antigua Grecia

El rugido de la muchedumbre bajo las ventanas se hacía más amenazador. Pitágoras2 abarcó con la mirada el rostro preocupado de algunos alumnos. Se alisó la barba blanquecina por las canas y, conservando la dignidad, salió al balcón. Abajo, decenas de antorchas, temblorosas en manos inseguras, peleaban contra la densa oscuridad de la noche. Toda la plaza de la famosa escuela de matemáticas estaba llena de una turba enfurecida. La gran casa, en la cual vivía Pitágoras con sus mejores alumnos, y también el palacio del gobernante de la ciudad de Crotona, estaban rodeados por el pueblo indignado. Se habían colocado barricadas en el interior de las puertas del edificio, pero era dudoso que fueran un obstáculo serio para los insurgentes.

Viendo en el balcón al ciudadano más influyente de la ciudad, por un momento, la turba hizo silencio.

– Que quieren Uds? – preguntó el matemático.

De la masa negra, embriagada por el vino, salió una persona obesa en túnica ancha con adornos plateados en los hombros. Entre los dobleces de la túnica se observaba un gran kinyal.

– Justicia! – gritó el susodicho. – Tu, Pitágoras, y tus alumnos, viven en comodidad, y nosotros trabajamos para Uds. —

– Uds. viven con lujo y nuestros niños mueren de hambre. Ustedes no saben lo que es trabajar y, nosotros, descansar, solamente en sueños.

A Pitágoras le pareció esa voz y esa agresividad vagamente conocidas.

El matemático quiso objetar, pero él estaba acostumbrado a trabajar con cifras exactas y afirmaciones claras, las cuales se necesitaba demostrar o contradecir. Por eso sólo sonrió.

– Dices disparates. Nosotros también trabajamos. —

– Ajá! – Se oyeron carcajadas entre la turba – Miren, él trabaja!

– Muéstranos los callos en tus manos!

– Nosotros producimos lo más importante. Conocimientos! – Precipitadamente gritó Pitágoras.

El que dirigía el populacho agarró la palabra en el aire. Las antorchas dejaron ver su rostro distorsionado por la maldad.

– Uds. convierten sus conocimientos en misterio! Son altivos y se escabullen. Ninguno de nosotros sabe que hacen detrás de esas paredes. Su hermandad se aisló del mundo. Como utilizan los misterios conseguidos? Que ritos realizan? A que dioses veneran? Exigimos respuesta! —

– Respuesta! Respuesta! – gritó la muchedumbre.

Cientos de ojos resentidos taladraron a Pitágoras. Se les veía con impaciencia codiciosa, como si vieran manjares a través de una reja.

– Al número – exhaló el matemático, y viendo, que, no lo escucharon, con pasión gritó.

– Nosotros veneramos al Número!

Quiso explicar la grandeza y el poder de la más exacta majestad, pero la muchedumbre lo calló.

– No hay tal Dios! —

– Se burla de nosotros! —

– Aprendió a contar, para robarnos! —

– Silencio! – Agitó con sus manos el rufián que dirigía. Se sentía que, de toda la chusma reunida, era el único que sabía exactamente que quería.

– En la última salida de nuestro ejército, con su propia sangre, obtuvieron una dura victoria. —

– Los ciudadanos los apoyaron con lo que pudieron. Regresaron con un gran botín. Y donde están estas riquezas?

El maleante, con la mano levantada, se volvió hacia la muchedumbre callada.

La gente, sin respirar, esperaba la respuesta. Haciendo una pausa, levantando un dedo, con ira, y apuntándolo hacia el matemático.

– Lo tomaron todo y lo dividieron entre el gobernante de la ciudad y la hermandad de Pitágoras. Y a la gente sencilla la dejaron otra vez, sin nada. Es justo?

– No! – gritaron cientos de voces.

– Quién es el culpable? —

– Él! —

– Que se debe hacer? —

– Que muera! Que muera! —

La gente, agitando amenazadoramente las antorchas, se acercaba a las paredes del edificio. El ruido de la muchedumbre no dejaba responderle. Pitágoras se dirigió a uno de los estudiantes

– Abandone el balcón, alumno. Usted sólo los enfurece más. —

Pitágoras se metió en la habitación. El rufián con túnica y adornos plateados lo siguió con la mirada triunfante.

– Quién es el que dirige a los locos? – preguntó el matemático.

– Silón. Hace muchos años usted no lo recibió en la hermandad. Él desarrolló odio hacia usted. —

– La envidia negra es capaz de convertir un muchacho con mala suerte en un malhechor vengativo. – Sacudió la cabeza con tristeza Pitágoras.

– Donde está el gobernador? Por qué no viene a nuestra ayuda? —

– Se fue en la mañana con sus guardias. En el palacio sólo queda la servidumbre. —

Gritos aislados afuera se fusionaban en un zumbido iracundo de un mar que se levantaba. En el balcón cayó una antorcha prendida. El más joven de los alumnos rápidamente la tiró de nuevo a la calle y volvió con Pitágoras. Sus bellos ojos estaban horrorizados.

– Están prendiendo las paredes del edificio. – Con miedo informó el joven.

Con una mirada triste el matemático dijo pensativamente:

– Lástima que no lo lograré. —

– Maestro! Nuestra casa se incendia. —

Pitágoras miró lentamente al asustado joven y con palmadas paternales en el antebrazo le dijo:

– El pánico es mal consejero, amigo mío. Vamos donde los hermanos. —

Por la ancha escalera bajó Pitágoras hacia la cómoda sala grande donde lo esperaban más de una veintena de alumnos preocupados. Entre ellos había tanto jóvenes de quijada lampiña como hombres maduros con tupida barba. Por muchos años Pitágoras escogió a los más talentosos y los introdujo al maravilloso y misterioso mundo de los números. Ellos vivieron como hermanos y obtuvieron resultados excelentes pero fueron incapaces de llevar esos conocimientos afuera de la escuela. La belleza descubierta y lo grandioso del mundo matemático lo guardaban como objetos invalorables en el santo altar de la ciencia. Con ayuda de los resultados obtenidos construyeron un modelo del mundo circundante y no quisieron presentar al público un trabajo inconcluso. Sin embargo hoy se destruía ese sistema.

El matemático se detuvo en el penúltimo escalón. Desde ahí el sería visto y oído mejor.

– Hermanos – Pitágoras se dirigió a los presentes. – muchos años nos hemos inclinado a su majestad El Número. Y gracias a nuestra perseverancia y paciencia hemos descubierto no pocos y asombrosos misterios. Entre ellos hay grandes, y con los cuales se puede mejorar el mundo que nos rodea. Cuidadosamente los guardamos y sólo los trasmitimos entre nosotros. Muchos envidian nuestros conocimientos. La envidia se traga sus pequeñas almas, nos temen, y por eso nos quieren destruir. Ustedes escuchan como arden las paredes de esta buena casa que siempre nos ha resguardado. Aquí nos ha visitado la iluminación. Aquí construimos una atmósfera donde el mismo aire estaba lleno de números y fórmulas. Los respiramos y nos deleitábamos con ellos. Pero hoy les ordeno que abandonen esta casa para siempre. Traten de salvar nuestros manuscritos, salvarse ustedes mismos y dispersarse por todos los rincones de la gran Grecia. Llegó el momento de compartir nuestros conocimientos con la sociedad. De ahora en adelante Uds. no son alumnos sino maestros. Nuestros éxitos en las matemáticas no deben ser destruidos! —

Se oyó un murmullo de preocupación en la hermandad.

– Maestro, con quién se irá Ud. —

– Ya estoy viejo y me quedo aquí. —


– Pero Maestro…

– No tienen tiempo! Apúrense! Dispérsense por la casa y salgan por diferentes ventanas. Alguno de Uds., sin falta, saldrá. – Pitágoras, con un gesto, detuvo los murmullos.

– Y recuerden mi último gran problema. Aquellos, que queden vivos, deberán hacer los mayores esfuerzos para resolverlo. Si ustedes no lo resuelven, pásenlo a sus estudiantes. Este problema hay que resolverlo. —

En un rincón de la sala se prendió una cortina, el fuego se extendió a la pared y alcanzó el techo.

– Ya es hora! Corran! – agitó la mano Pitágoras.

Esperó, hasta que los alumnos apresurados abandonaron la sala y se dirigió a su habitación en el ala derecha del edificio. El viejo matemático cerró completamente la puerta, tapó la rendija inferior con una cobija y se sentó a la mesa. Le quedaban algunos minutos para dedicarse a su amada actividad. En los últimos días yacía en su mesa de trabajo la fórmula de su más famoso teorema:

a2 + b2 = y2

en cualquier triángulo rectángulo la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Abajo estaban escritos tríos de números enteros que satisfacen la fórmula y a la cabeza de ellos el trío más bello de todos: 3, 4, 5. Estaba también la asombrosa combinación: 99, 4900, 4901. Sus alumnos llamaron a estas combinaciones las triadas pitagóricas. Pitágoras desarrolló un método para hallar tales tríos y demostró que había un conjunto infinito de ellos. Pero en esa ecuación si, simplemente, se cambia el exponente 2 por 3 todo cambia de una manera insondable. El problema se convierte en un problema archicomplicado. En el último año Pitágoras no había podido hallar ni una sola combinación de números enteros positivos que satisficieran la ecuación de tercer grado. Ni sus alumnos más adelantados pudieron enfrentarlo. Un problema que, a primera vista, es muy simple, no se le dio a nadie.

El gran matemático se hundió en meditaciones. Con gran pasión él quiso encontrar esas misteriosas combinaciones de cifras para completar su vida y disfrutar de una nueva victoria de la razón sobre el mundo secreto de los números.

La habitación se puso caliente, ya se colaban delgados hilos de humo, pero el sabio sólo se cubrió la boca con un paño delgado, empapado en vino. El siente que la solución está cerca, en el aire. Bajo la presión del fuego chasquea la puerta y las llamas irrumpen en la habitación alcanzando con tentáculos amarillos la mesa y la silla bajo Pitágoras. El matemático se estremeció. Pero no se estremeció de las llamas que ya alcanzaban su ropa, sino de la idea extraordinaria que, como un relámpago iluminó su mente.

Y si, de repente, él busca algo que no existe? En efecto, los resultados negativos en matemáticas también pueden ser muy valiosos.

No hay tales números enteros! Precioso resultado!

Rápidamente escribe rigurosas fórmulas que demuestran su idea. Toma el manuscrito y se dispone a salir de la habitación. Estos nuevos resultados no deben desaparecer, está obligado a salvarlos!

Se lanza a la puerta pero ahí respira aire muy caliente y entonces se dirige a una ventana. Ya está agarrando el borde, la salvación! Pero, en ese momento, cae una viga encendida sobre su espalda que lo hace caer. Trata de levantarse pero sus piernas no le responden.

Y entonces Pitágoras se tranquiliza. Cierra los ojos sumido en la alucinante Belleza de su demostración genial. El fuego ya lo toma pero la felicidad que invade su espíritu es mayor que el dolor del cuerpo en llamas.

El gran matemático muere absolutamente feliz.

1.Nota del traductor: Piter es la denominación usual de los rusos para San Petersburgo.
2.Pitágoras. (c. 570—500 AC) Matemático y filósofo de la Antigua Grecia. Nació y vivió en la isla de Samos. Después se trasladó a la ciudad de Crotona (Sur de Italia) donde fundó una escuela filosófico-científica.