Kitabı oku: «El libro de Shaiya»
El libro de Shaiya
El libro de Shaiya
Sergi Bel
© del texto: Sergi Bel
© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas
© corrección del texto: Equipo Mirahadas
© de esta edición:
Editorial Mirahadas, 2022
Avda. San Francisco Javier, 9, 6ª, 24
Edificio Sevilla 2
41018 - SEVILLA - España
Tlfns: 912.665.684
Producción del ePub: booqlab
Primera edición: febrero, 2022
ISBN: 978-84-19106-94-0
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»
Índice
Introducción
PARTE PRIMERA
Capítulo 1. La llegada
Capítulo 2. Primer día
Capítulo 3. Hierba de dragón
Capítulo 4. La primera ceremonia de ayahuasca
Capítulo 5. El primer día de integración
Capítulo 6. Noche en compañía
Capítulo 7. La segunda ceremonia de ayahuasca
Capítulo 8. El segundo día de integración
Capítulo 9. La tercera ceremonia de ayahuasca
Capítulo 10. El tercer día de integración
Capítulo 11. La cuarta ceremonia de ayahuasca
Capítulo 12. El cuarto día de integración
Capítulo 13. La quinta ceremonia de ayahuasca
Capítulo 14. El quinto día de integración
Capítulo 15. La ceremonia final de ayahuasca
Capítulo 16. Fin de trabajo
PARTE SEGUNDA
Capítulo 1. ¿Quién soy yo?
Capítulo 2. La muerte
Capítulo 3. El ser de luz vibracional consciente
Capítulo 4. La evolución
Capítulo 5. La reencarnación
Capítulo 6. El A.D.N.
Capítulo 7. Los chakras
Capítulo 8. Los chakras y las emociones
Capítulo 9. Los chakras secundarios
Capítulo 10. Los alimentos
Capítulo 11. La importancia del dormir
Capítulo 12. Hábitos dañinos energéticos
Capítulo 13. La red planetaria
Capítulo 14. Tipos de sanación energética
Capítulo 15. Principios de la sanación energética
Capítulo 16. Método de sanación enteógena
Capítulo 17. Dones, poderes y dominios
Capítulo 18. La vida en el universo
Capítulo 19. Ángeles, elementales y demonios
Capítulo 20. La consciencia global superior
Capítulo 21. Epílogo
Agradecimientos
Introducción
Shaiya, hace ya cinco años que me inspiraste para que creara este trabajo, cuando con solo tres añitos tu sonrisa iluminaba correteando las esquinas de nuestra casa.
Sentí entonces que lo más valioso que podía ofrecerte en esta vida no era algo material, sino todo aquello que yo había aprendido de ella; sus aromas, sus colores, sus secretos, sus entresijos y sus esencias.
Empecé esta obra sin saber dónde me llevaría, pues solo tenía una ligera idea de la senda que debía de seguir, para expresar aquello que sentía de una forma palpitante en mi interior.
Podía experimentar cómo la luz y el conocimiento que la Ayahuasca me había ofrecido seguían dentro de mí, revoloteando de forma salvaje en una especie de banal intento por liberarse de esa jaula física que lo aprisionaba.
Era consciente que tenía que construir un saber mediante una estructura entendible, y que disponía de las piezas para hacerlo, aunque todas revueltas en un aparente sin sentido.
Solo, en lo más profundo de mi ser, podía visualizar de forma muy tenue y fugaz, una especie de línea de saber donde todo aquello inconexo parecía conectarse, como si por un breve instante y de forma efímera, observara la imagen completa de un inmenso puzle aún por componer.
Era conocedor que no sería fácil y que me exigiría mucho, pues la complejidad de tal labor era, a primera vista, para mí, algo inimaginable.
A pesar de ello, sencillamente me lancé al vacío sin esperar nada, sin querer nada, sin buscar nada, solo con el afán de plasmar algo que te fuera verdaderamente útil.
Han pasado ya cinco años desde entonces y como un filósofo moderno, he tenido que sumergirme en multitud de mundos y realidades, absorbiendo, digiriendo e integrando sus esencias para ser capaz de exponerlas de la forma más fácil, entendible y sencilla posible.
Ha sido un viaje increíble, lleno de aventuras y descubrimientos, algunos, sinceramente, inimaginables.
En la primera parte, te cuento la que para mí fue la experiencia más importante de mi vida antes de tu nacimiento, un viaje chamánico en las mismas entrañas del Amazonas para sumergirme en las enseñanzas de la conocida Ayahuasca.
Estando allí, escribí parte del diario que ahora te ofrezco.
En la segunda parte, te expreso ese saber y conocimiento, que ella me mostró, manteniendo un íntimo diálogo contigo.
Algunos capítulos han brotado en días, otros, en meses, pues al verme sumergido en ellos, estos me han requerido y forzado a aprender, cambiando mi percepción de la realidad, creciendo y evolucionando internamente al tiempo que los iba exponiendo en el libro.
Destacar que el propio saber se ha ido desarrollando y distribuyendo por sí solos como si tuvieran vida propia, siendo yo incapaz de dirigirlo en ningún caso, pues este me ha llevado a través de su propia voluntad por donde creía que tenían que ir.
A pesar de ello, ha sido un viaje de una profunda trasformación e iluminación, al igual que espero lo sea para ti a medida que te vayas adentrando en él, ayudándote a ver y a entender aquello que se esconde detrás de la misma realidad, aquello que realmente eres.
Mencionar que tú justo acabas de iniciar tu andadura por esta vida, mientras que yo, poco a poco, me voy adentrando en la vejez y esto implica, inevitablemente un distanciamiento entre nuestras mentes, aunque nunca entre nuestros corazones, pues quizá cuando estés preparada y capacitada para aprender aquello que te deseo expresar, yo ya no esté con las facultades para hacerlo.
Esta es la otra razón y sentido de este escrito, pues a través de él, nos podremos comunicar de forma atemporal, permitiéndome acompañarte en tu vida siempre que lo necesites, a pesar de quizá yo, ya no esté capacitado para ello.
Bienvenida, mi hermosa viajera.
PARTE PRIMERA
Llevo tiempo planteándome cómo expresar un conjunto de experiencias y la mejor forma de hacerlo. He llegado a la conclusión de que solo es posible a través de la sinceridad.
Capítulo 1
La llegada
Tras dos horas de viaje desde Lima, el avión ya estaba descendiendo para aterrizar. Me sentía emocionado, llevaba medio año preparándome para vivir aquella experiencia. Medio año trabajando arduamente mi faceta más espiritual, junto a una estricta dieta alimentaria. Probablemente se avecinaban los catorce días más duros de mi vida y era consciente de que lo pasaría mal. Los poderes a los que me iba a someter conocerían sobradamente el grado de esfuerzo realizado y el respeto que les tenía; si mi actitud era respetuosa, me ayudarían como a un hijo a andar por la senda de la vida, mostrándome algunos de sus secretos; si me entregaba a ellos desde la incredulidad y la indiferencia, sencillamente para experimentar, probablemente mi trayecto sería mucho más corto y desafortunado de lo que nunca pudiera imaginar.
El ruido de las ruedas al impactar contra el suelo me hizo regresar al presente, por fin había llegado a aquel verde rincón del mundo. Me desabroché el cinturón, guardé la guía del viajero que me acompañaba, y con la satisfacción de saber hacia dónde me dirigía y por qué, caminé hasta la salida con el resto de los pasajeros. La forzada sonrisa del rostro cansado de la azafata me despedía cuando un fuerte golpe de humedad y calor penetró por todos los rincones de mi piel. La imagen de un cálido invernadero me vino a la mente como un rayo, cayendo en la cuenta de que los invernaderos sencillamente imitan las condiciones ambientales de lugares del mundo como este.
A cada paso, la ropa se me fue adhiriendo al cuerpo como una segunda piel, en cada inhalación saboreé los aromas de la tierra y su vegetación, como si estuviera lamiendo el producto de la pegajosa humedad del suelo. Estaba en Pucallpa, el último pueblo habitable del centro norte de Perú, parada obligada antes de iniciar el trayecto hacia el inmenso y majestuoso Amazonas.
Seguí las líneas amarillas de la pista en dirección al pequeño hangar donde nos entregarían el equipaje. Al entrar, la chapa metálica que cubría el recinto creaba la sensación de estar en un horno y, no muy lejos, llegamos a una cinta transportadora por donde las maletas caían bruscamente, tiradas sin cariño por un hombre bajito y fornido. Mi mochila no fue excepción. Estaba en otro país e inevitablemente las cosas no funcionaban igual que en el mío; lo que creemos a veces tan evidente en nuestra tierra, no lo es en otra.
Cuando fui a cogerla, observé que estaba empapada de una sustancia que olía realmente mal, muy mal, cuya textura aceitosa era incapaz de identificar. La idea de que la ropa que llevaba también se había mojado, empezó a revolotear por mi cabeza y no me hizo ninguna gracia. Acabé concluyendo que quizá era mejor no saber dónde había caído y qué era aquello.
Para mi desgracia, ese desagradable olor me acompañaría desde entonces hasta el final de la experiencia.
No tardé en llegar a la salida del pequeño aeropuerto, allí me esperaba un hombre de unos sesenta años, mediana estatura, tez oscura y ojos penetrantes. Su larga coleta negro azabache resaltaba sobre la camisa blanca y los pantalones tejanos embutidos en unas botas de agua amarillas le conferían un aspecto, cuanto menos, llamativo. Pude sentir que me observó extrañado cuando me dirigí hacia él, pero, sin dilación, ofreciéndome un abrazo, se presentó como don Pedro, el chamán con el que trabajaría. Se le veía un hombre sincero y amable, de buen corazón, sonrisa agradable y ojos siempre profundos, que parecían esconder un gran saber.
Al encontrarnos, me dijo que cayó en la cuenta de que no me conocía y eso le sorprendió; según me contó, solo trabajaba con gente con la que había mantenido contacto largo tiempo. Cuando contacté con él desde Barcelona me confundió con otra persona, así que lo consideré una jugada del destino que me permitiría vivir algo especial en un grupo relativamente cerrado y hermético. Tuve la sensación de estar donde tenía que estar y una profunda alegría afloró por mi cuerpo.
Don Pedro curiosamente también era de origen español, aunque me confesó que ya hacía muchos años que residía allí para dedicarse plenamente a lo que consideraba el cometido de su vida.
Cogimos un tuc-tuc, el taxi triciclo típico de la zona, hacia un pequeño hotel del centro del pueblo mientras compartíamos recuerdos de España. No tardamos en parar frente a un establecimiento mayor que los que lo rodeaban. En la entrada, un grupo de nativas de tez morena y largo pelo lacio azabache se dedicaban a vender colgantes y diferentes productos artesanales realizados por su tribu, a la espera de los pocos turistas que, como yo, caían del cielo. Entramos en la vieja recepción, atendida por un hombre mayor llamado Juan que, agradeciendo la visita, me entregó las llaves de la que sería mi última noche en una cama como Dios manda. Me apresuré en dejar las cosas porque don Pedro iba a realizar una reunión en el jardín trasero del hotel con todos los participantes de la experiencia.
La habitación no era muy grande pero sí su cama, con un majestuoso ventilador encima que se balanceaba al ritmo de sus rotaciones y que refrescaba un poco el pegajoso ambiente. Vacié atento la mochila, observando si la poca ropa que llevaba también se había mojado de la pestilente sustancia. Mala suerte, no era impermeable y muchas prendas estaban húmedas. Decidí ponerlo todo en el balcón antes de que el olor quedase atrapado en la habitación y me amargara la noche. Rápidamente bajé para reunirme con el grupo en la hermosa zona ajardinada del hotel.
Llegué el último y me senté en la única silla vacía mientras observaba la increíble variedad de colorido y forma de las plantas y arbustos que parecían crecer de la nada. Si el hotel era viejo, aquel jardín lo iluminaba con todo su esplendor, creando una acogedora y hermosa atmósfera.
Qué sorpresa, de los doce participantes, once eran americanos y solo una chica, un poco mayor que yo, Isabel, era española. Nos presentamos al grupo y cada uno fue explicando un poco sus inquietudes y qué buscaba con aquella experiencia. Por lo que pude entender, la mayoría de ellos se dedicaba al mundo espiritual. Había tres astrólogos, profesión muy reconocida en Estados Unidos, y tres sanadoras de diferentes ramas y técnicas. Un par trabajaban en Reiki y terapias energéticas y otros tres eran profesores de yoga. Isabel se presentó como vidente, aunque señaló que su dedicación no era profesional, sino con amigos y familiares que ya desde pequeña conocían sus capacidades.
El único que estaba fuera de este grupo era yo, pensé, un simple curioso llamado con fuerza a la selva verde para descubrirse. Mi principal objetivo al realizar aquella experiencia era desarmar un poco mi ego. Desde pequeño siempre había tenido una ligera sensación de superioridad sobre los demás, sin entender muy bien el porqué y de dónde procedía la idea. Llegué a constatar que me perjudicaba; la humildad es uno de los valores más importantes a desarrollar, esencia opuesta a la soberbia. Si quería seguir creciendo personal y espiritualmente, tendría que desprenderme de esa naturaleza.
Los gestos del grupo fueron de aprobación ante aquella búsqueda, cosa que me tranquilizó debido a que mi camino probablemente estaba muy lejos del que aquellos individuos estaban ya andando.
Finalmente, don Pedro con rostro serio se dirigió a nosotros diciendo:
—Los trabajos se realizarán sin un orden preestablecido, si bien la dieta dura catorce días, las tomas se realizarán en función al sentir y fluir del grupo al igual que las horas de las ceremonias pueden variar dependiendo de la necesidad de experimentar unos estados u otros.
Todos asentimos con la cabeza.
Acabada la reunión la gente empezó a conversar en un americano realmente muy cerrado que rápidamente me desanimó, por la incapacidad de mantener cualquier tipo de comunicación. Isabel y don Pedro se habían marchado en busca de algo. Con cierta contrariedad me despedí y decidí dirigirme a comer un poco de fruta a un chiringuito de zumos y batidos que observé en las cercanías del hotel.
No tardé en disfrutar de una vista impresionante, inverosímil en Barcelona, compuesta de multitud de colores florales que aparecían en todos los rincones aparentemente sin esfuerzo.
Me encaminé al pequeño local hipnotizado por el magnífico olor dulzón que aquellas frutas desprendían maduradas al sol, y me decanté entre dudas por los rojos y suculentos gajos de una sandía. Aquello era caramelo y tomé consciencia de que esta sería probablemente mi última comida hasta transcurridos catorce días, con lo que intenté saborearla todo lo que pude, tarea que no me resultó difícil, no recuerdo haber comido en mi vida una sandía tan buena.
Seis meses atrás había iniciado lo que se conoce como pre-dieta, teniendo que evitar en mi alimentación todos los productos del cerdo, los fritos, las grasas, las conservas y los alimentos fermentados. A partir de los tres meses tenía prohibido cualquier tipo de estimulante como el café o el té, así como el alcohol. Tampoco la sal, el azúcar refinado, las especias y el picante. Nada de ajos, cebolla y ningún tipo de carne. La mayoría de los días me alimentaba a base de pasta con tomate y algo de fruta. La verdad es que no fue tan duro como pueda parecer, soy un apasionado de la pasta, eso sí, el tema del café fue algo más arduo, parece ser lo único que me despierta y activa por las mañanas con lo que las horas matutinas se hacían algo más largas de lo deseable.
Poco a poco, desde hacía un mes, decidí ir disminuyendo la cantidad de alimento que ingería para adaptarme a sobrevivir con poco. Iniciar un periodo de ayuno acostumbrado a comer mucho lo puede hacer aún más duro de lo que ya de por sí es, y era mejor evitar ese factor en la medida de lo posible.
Regresé al hotel cuando ya había oscurecido. Me tumbé en la cama y recordé a lo que había venido, mañana empezaba la prueba y no tenía ni idea de cómo acabaría. Me invadió un cierto temor ante la sensación de estar solo en medio de la nada sin que nadie supiera que estaba allí. Solo yo podría cuidar de mí y mi vida. Mi familia vivía ajena a aquella experiencia que estaba a punto de iniciar, entre otras cosas, porque era mejor no preocuparles por un lado, y porque muy probablemente tampoco la entenderían por el otro. Supongo que me imaginaban con la mochila, viajando por el amplio y extenso Perú como un viajero más, pero aquella no era la razón de mi viaje.
Cansado entre pensamientos, acompañado del ruido del ventilador, la realidad se fue desvaneciendo hasta quedarme dormido.
Capítulo 2
Primer día
Eran las 7.30 de la mañana cuando sonó el despertador del móvil. La luz entraba por los cristales del balcón como si fuera pleno día y con la ilusión de un niño salté de la cama, recogiendo lo poco que tenía en la habitación. Por suerte recordé que llevaba una bolsa de basura, me serviría para guardar la ropa que se había ensuciado y cerrarla luego con un nudo para evitar la difusión de la pestilencia. Siendo sincero, me preocupaba que los demás lo identificaran con mi olor corporal, causando un rechazo grupal. Aproveché para una ducha con agua bien fresquita y liberarme así, de buena mañana, de la sensación pegajosa que ya empezaba a sentir. Por suerte, no toda la ropa se había mojado y pude ponerme algo de ropa limpia y seca que mi piel agradeció.
En la entrada nos reunimos todos, como se dijo el día anterior. Observé que algunos llevaban maletas en las que parecían traer media casa, y me pregunté si eran conscientes de a dónde íbamos. Nos esperaban cuatro grandes vehículos todoterreno blancos y nos distribuimos como don Pedro indicó, cargamos las cosas y nos subimos agradeciendo que dispusieran de aire acondicionado. Yo viajaba con don Pedro que se sentó al lado del conductor. Isabel, un chico joven que dijo ser de Nueva York, y yo, estábamos en la parte trasera, relativamente cómodos por lo amplio del vehículo.
El trayecto duró unas tres horas en las que recorrimos varios caminos llenos de socavones que nos hacían volar dentro del auto, como ingrávidos. Me pregunté de qué marca serían esos coches capaces de soportar cargas a esa velocidad y en esas condiciones. El conductor acompañó nuestro viaje cantando canciones típicas de la zona que sonaban en el radiocasete. Por suerte, no cantaba mal.
Mi mente no tardó en abstraerse observando el trayecto que recorríamos y tomando consciencia de que, poco a poco, me alejaba del mundo que conocía para sumergirme en la verde espesura.
Por fin llegamos a un recodo del río Amazonas. Descargamos los trastos y el chamán nos señaló que ayudáramos a bajar todo del maletero de los vehículos a unas canoas que nos esperaban. Observé que, aparte de las maletas había botellas grandes de agua, varias cajas de comida y unos sacos cerrados donde, por el sonido, deduje había gallinas. Los conductores se despidieron entre sonrisas y nos montamos en largas canoas, de unos 10 metros, con maderos transversales para que nos sentáramos a pares con nuestras pertenencias. En la parte trasera había un pequeño motor con un largo timón.
No fue nada fácil ubicarnos con todas las cosas ante la inestabilidad de los botes cuando uno se mueve por ellos, incrementada si eres algo torpe y portas maletas.
Don Pedro recordó que el ayuno ya había comenzado y que, desde ese preciso instante, estaba terminantemente prohibido comer nada hasta que él lo autorizara. El trayecto esta vez sería de unas dos horas hasta la llegada, nos dijo. Arrancaron los motores y en unos instantes noté cómo empezamos a planear sobre el agua.
El sol era muy fuerte, sentí su quemazón a pesar de estar acostumbrado, y con frecuencia me mojaba cabeza, hombros, brazos y piernas para aliviarme. Algún americano creo que no sabía lo que era el sol y las consecuencias de una larga exposición. Me preocupaba tan solo mirarles el blanco de sus pieles expuestas a condiciones tan extremas. A pesar de ello, poco a poco, el paisaje empezó a absorberme con sus miles de verdes, acompañados de rojos, naranjas y amarillos bordeando el río. De los majestuosos árboles surgía una multitud indescriptible de sonidos de pájaros, monos e insectos que superaban el ruido del motor fueraborda.
Algunos cocodrilos observaban atentos nuestro paso y cientos de pájaros nos sobrevolaban dándonos la bienvenida a su hogar.
Estaba en el Amazonas, el pulmón verde de la tierra del que tantos documentales había visto y yo estaba allí, en medio de ese lugar increíble, y no pude evitar sentirme afortunado por la emoción de vivir ese instante en un lugar tan simbólico. Embelesado con la magnífica sensación, el dolor creciente de mi culo sobre la madera me fue recordando que las dos horas llegaban a su fin, la parada sería inminente.
De pronto aminoramos la marcha y nos dirigimos hacia un pequeño claro al borde del río. El bote ascendió un poco en el barro hasta pararse completamente de forma estable. Don Pedro indicó que recogiéramos todas las cosas y que lo siguiéramos, haciendo hincapié en la necesidad de no desviarnos de un pequeño camino, sin perdernos de vista los unos a los otros. Pensé que quizá no era para tanto, pero sí lo era. La selva es muy espesa y en solo dos metros puedes perderte, casi no pasa la luz del sol por la cantidad de árboles y plantas, con lo que resulta muy fácil desorientarse sin darse cuenta. El pequeño camino nos facilitaba ver dónde y qué pisabas, aquello no era simple bosque, era la entrada a un mundo salvaje.
Cargados, fuimos caminando por un trayecto estrecho y resbaladizo de espeso barro que me acabó cubriendo completamente las deportivas. Cruzamos dos riachuelos hasta llegar a un majestuoso claro donde se erigía una gran palapa, la estructura donde realizaríamos los trabajos de grupo, una hermosa y gran superficie de madera que se elevaba un metro por encima del suelo, al aire libre. Sus ocho troncos laterales sujetaban un alto techo octogonal de unos cinco metros que se alzaba creando una preciosa forma cónica, recubierta de grandes hojas de palma.
Fuimos llegando y formamos un círculo alrededor de don Pedro quien, en tono serio, señaló que a partir de ese instante todos los objetos que trajéramos de la civilización quedaban requisados hasta el fin de la experiencia. Ante la incredulidad de algunos, depositamos en unas cajas de cartón nuestros relojes, cámaras, teléfonos…, así como colonias, jabones, pasta de dientes… Solo podíamos disponer de un lápiz y una libreta para escribir sobre aquello que creyéramos oportuno, así como una linterna y algún instrumento musical si era el caso.
—Cada día os limpiaréis en un riachuelo que hay cerca con unas hojas que os traeré para que el olor humano desaparezca y paséis desapercibidos ante depredadores y el resto de los animales. Se trata de integrarse en el corazón de la selva, todo lo civilizado debe permanecer alejado de vuestra naturaleza —dijo don Pedro.
Decididamente señaló a un hombre alto del grupo, le indicó que cogiera sus cosas y que lo acompañara. Uno tras otro fue repitiendo la operación hasta quedar yo solo. De nuevo apareció y se dirigió hacia mí:
—Cada participante tiene un lugar en este sitio donde encontrará aquello que busca, recuerda que no podéis tener contacto entre vosotros —me advirtió.
Subimos por una cuesta embarrada hasta llegar a otra palapa, esta mucho más pequeña y escondida entre el follaje.
—Aquí pasarás tus días y tus noches. Deja tus cosas y prepárate, en un rato escucharás el sonido de un cuerno, te indicará que tienes que bajar a la casa de las ceremonias, la palapa mayor que has visto al llegar. Recuerda que tienes que vestir únicamente de blanco. —Me miró fijamente, sonrió y se fue.
Esta sería mi casa durante catorce días, una base de madera cubierta por un techo de hojas y un fino colchón en el centro rodeado por una mosquitera. En uno de los laterales colgaba una hamaca y en el otro había una pequeña mesa con un tronco cortado que hacía de silla. Me emocioné al pensar en lo afortunado que era de poder formar parte de ese mundo salvaje durante todos esos días.
Lo cierto es que no sabía lo que me estaba esperando en ese rincón del mundo.