Kitabı oku: «El libro de Shaiya», sayfa 2

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Capítulo 3
Hierba de dragón

Abrí con nervios la mochila y saqué un traje blanco que por suerte no estaba mojado. Generalmente lo utilizaba para hacer Tai Chi y era de un blanco nuclear que dañaba la vista, quizá era demasiado llamativo, pensé, y sin ninguna duda lo era en contraste con los tonos de la naturaleza circundante.

Me desnudé y decidí poner la ropa tendida encima de los troncos que conformaban la estructura de la pequeña palapa; inútil intento de secar el sudor impregnado por tanta humedad. Deposité la mochila en una de las esquinas para alejar lo máximo de mí el horroroso olor. Dejarla en el suelo de la selva resultaba peligroso por la gran cantidad de insectos y animales de todo tipo que allí habitaban, podían considerarla un buen lugar para esconderse o esperar la siguiente presa. Evidentemente no quería serlo yo. Me senté a esperar.

Estaba algo nervioso por la trascendencia de todo lo que se avecinaba y, al mismo tiempo, tenía ganas de empezar, convencido de que mi vida estaba a punto de cambiar, sin tener certeza de hacia qué sentido sería el cambio. De nuevo los sonidos me abdujeron cuando observaba la vegetación que rodeaba la palapa. Era evidente la fuerza que contenía el mundo de las plantas y los árboles, compitiendo ferozmente entre sí por un pequeño espacio para sobrevivir sobre el resto. Caí en la cuenta de que, sin un mínimo de cuidados, en unas semanas la palapa y su estructura quedarían completamente sumergidas en ella, como si de un mar de verde follaje se tratara.

Oí el sonido de un cuerno a lo lejos y mi corazón se agitó empezando a latir con más rapidez de lo normal, como si me fuera a enfrentar a un peligro. Miré a mi alrededor, suspiré profundamente y empecé a descender por la cuesta que llevaba a la Gran Palapa. El suelo estaba muy húmedo y por su composición arcillosa, uno no bajaba, sino patinaba cuesta abajo. Cuando por fin llegué, y de una pieza, algunos ya estaban en el interior de la Gran Palapa, estirándose apoyados en unos respaldos de madera que parecían encajados en el suelo. Entré, saludé y discretamente pude sentir cómo todos siguieron con la mirada mi presencia blanco angelical. Como si nada, me senté contra uno de los respaldos vacíos mientras el resto de los participantes fue llegando.

Se respiraba en el aire la tensión y seriedad del proceso que en breve iniciaríamos.

Don Pedro, ataviado con una larga túnica marrón oscuro, collares y pulseras de plumas de colores muy llamativos, se sentó en el respaldo central que era un poco más grande y seguidamente empezó a sacar objetos de una bolsa. Dispuso ante sí, en el suelo, una tela de colores sobre la que fue colocando minuciosamente minerales, amuletos, huesos y botellitas de lo que parecían ser aromas, así como un gran cigarro hecho de hojas de tabaco, conocido allí como pacheco.

—El trabajo de hoy será de purificación y limpiaremos nuestro cuerpo y espíritu de toda impureza que contenga. Tomaremos para ello la esencia de una planta llamada Hierba de Dragón que provoca fuerte sudoración para desintoxicar la piel que nos envuelve, vómitos para purificar nuestra zona estomacal y diarreas para vaciar completamente nuestros intestinos. Cuanto más limpio esté nuestro cuerpo, más se manifestará nuestro espíritu y mejor trabajará la «Abuelita» con él.

La «Abuelita», así la llamó don Pedro, interesante nombre para una sustancia que también se conoce como «la soga del ahorcado» y, aunque su principal componente proviene de una liana que bien pudiera utilizarse de soga, no podía imaginarme qué próximo a la muerte viajaría bajo su influjo.

Don Pedro extendió su mano cogiendo una de las botellitas que había delante de él, de un tono verdoso, la abrió y llenó un vasito plateado del tamaño de un chupito. Encendió el pacheco, dando fuertes caladas que llenaron el ambiente de un espeso humo, como una niebla con olor a tabaco. En una de esas inhalaciones levantó el vasito y sopló el humo encima, recitando en voz baja unas palabras que no logré entender. Miró a su izquierda para que poco a poco se acercaran por orden a tomar el brebaje. En cada toma repetía el mismo ritual hasta que llegó a mí. Ya no había vuelta atrás. Don Pedro me miró con su genuina seriedad, y respetuosamente tomé de un sorbo el brebaje. Su sabor, ligeramente amargo con tonos mentolados, era parecido a un té de hierbas frescas.

Nos fuimos sentando de nuevo cada uno en su sitio, en silencio. Todo estaba tranquilo hasta que en mi estómago sentí un fuerte calor expandiéndose por todo el cuerpo. Era sofocante, empezó a incomodarme, a hacerme sentir intranquilo. Mi cuerpo se fue empapando como si fuera un helado que se deshacía; por cara, brazos, vientre y piernas veía el sudor saliendo para caer sobre el suelo de madera. En medio del calor empecé a sentir un punzante dolor en los intestinos, creciendo hasta que mis tripas cobraron vida propia. Levanté la vista y, por la cara y gestos de los demás, yo no era el único en esa situación. Creo que transcurrió una larga media hora cuando don Pedro hizo una señal que parecía ir dirigida a la zona externa de la palapa, aunque yo no había visto a nadie allí. Dos chicas aborígenes de unos trece años fueron entrando unos bidones de agua que iban colocando al lado de cada uno, también trajeron un cubo y un vaso. Por las rayas de medida que tenían, los bidones eran de quince litros.

—La ceremonia no finaliza hasta que cada uno de vosotros haya bebido toda el agua que le corresponde. El cubo es para vomitarla. Inés y María os los retirarán a medida que se vayan llenando. Podéis empezar cuando queráis y que Dios os bendiga —dijo don Pedro.

Quedé atónito de pensar en beber toda esa agua, era mucha, nada más y nada menos que quince litros, lo que solía beber en una semana. Entre dudas empecé y mi cuerpo sudoroso agradeció la ingesta de agua fresca, sabía a gloria, sofocando el calor que sentía y mitigando en algo el dolor intestinal. Bebí tres litros en nada e ingenuamente pensé que no sería tan difícil. Sin embargo, mi cuerpo reaccionó de forma adversa, queriendo expulsarla de su interior. La sudoración aumentó bruscamente y un profundo malestar, en forma de espasmos, se concentró en mi vientre. Me acerqué el cubo y fue abrir la boca y salir gran cantidad de líquido de mi interior. Sorprendido ante toda el agua sucia vomitada casi sin esfuerzo, sentí la barriga vacía, volví a tener mucha sed y empecé de nuevo a beber, sucediendo de nuevo lo mismo.

Poco a poco fue anocheciendo entre el sonido de los pájaros y el de las bascas de los participantes. La verdad es que todo aquello parecía surrealista, para nada una imagen digna de ser recordada, pero intenté verlo como el paso necesario para viajar hacia nuestra esencia.

Debieron pasar cuatro horas hasta que finalmente acabé vaciando el bidón. Sentí gran alivio, pese a las costillas doloridas tras tantos espasmos y arcadas, las mandíbulas desencajadas y la garganta irritada.

Todos acabamos, mientras María e Inés iban retirando bidones, cubos y vasos. A medida que fue anocheciendo también fueron encendiendo a nuestro alrededor grandes velones blancos, creando una bonita sensación de calidez que instó a todos a seguir, a pesar de los rostros desgarrados por el esfuerzo. Durante todo el proceso observé que los vómitos se tiraban a la base de una gran planta frente a la Gran Palapa. No era por comodidad y vi claro que tenía una explicación, aunque la desconocía en ese momento.

Don Pedro, que se había mantenido callado durante todo el trabajo, se levantó y dijo:

—Vuestros cuerpos seguirán purificándose durante la noche. Podéis dirigiros a vuestras palapas, Inés y María os acompañarán a cada uno. Mañana empezaremos el trabajo serio con la «Abuelita».

Algunos no pudieron evitar mirarse entre sí ante sus palabras, si esto no fue serio, qué lo sería. Los rostros eran todo un poema. A mis treinta y cinco años yo era el segundo más joven, después del chico de Nueva York, que debía rondar los veinticinco y parecía realmente agotado en todos los sentidos. La mayoría superaba con creces los cincuenta y la edad en esas circunstancias debía ser un factor crucial.

Ya era noche cerrada y me fijé en cómo los sonidos habían sido sustituidos por otros distintos, aunque no menos intensos y llamativos; eran mucho más agudos y, aunque de fondo se escuchaba perdido algún mono aullador, la mayoría provenía de insectos compitiendo entre sí en tono y volumen por aparearse.

Inés y María nos fueron acompañando uno por uno a las palapas, iluminando el trayecto con pequeñas linternas. Nadie dijo nada y todos esperamos en silencio a que nos llegara el turno, solo algún suspiro aislado denotaba el estado general de agotamiento físico padecido. Como siempre, me quedé el último hasta que de nuevo aparecieron las dos jóvenes, me agarraron de la mano, miré hacia atrás, don Pedro seguía recogiendo sus cosas y empezamos el camino. Me daban la mano para asegurarse de que pisaba por donde ellas lo hacían, prestando especial atención al suelo por la multitud de tarántulas y serpientes que por allí transitaban. Cuando llegamos a mi palacete de madera esperaron unos instantes a que abriera mi mochila para ponerme una pequeña linterna frontal que había comprado antes del viaje, convencido de que sería más cómoda que una de mano. Se despidieron con una sonrisa y, silenciosas, desaparecieron en la oscuridad de la noche.

De nuevo empezaron a sonarme las tripas de lo lindo y pensé que ya no contenían nada, pero, al parecer, guardan mucho más de lo que creemos. En uno de esos retortijones no pude aguantar, salté de la palapa para correr hacia un agujero que había a cinco metros de distancia que servía de letrina. Estaba tapado con un trozo de madera y al apartarlo con el pie empezaron a salir más insectos y gusanos de los que mis ojos eran capaces de dar cuenta. Me bajé los pantalones y sin esfuerzo una parte de mí se desprendió dentro de ese oscuro socavón, al tiempo que rezaba para que a ninguno de esos animalillos les diera por averiguar de dónde procedía aquello.

Mi cuerpo desprendía agua como si fuera una fuente. Me parecía imposible que de mi interior saliera tal cantidad de líquido. Muy a mi pesar, preocupado, no osaba moverme; permanecí allí en cuclillas quizá una hora.

Poco a poco la cosa fue a menos, pero empecé a notar un dolor agudo en el estómago que me asustó, con las piernas doloridas me limpié e iluminando con atención el suelo, subí de nuevo a lo alto de la palapa. El calor y la humedad eran sofocantes, seguía empapado y decidí desnudarme para estar más cómodo.

Abrí la mosquitera y me recliné sobre el delgado colchón, de unos cinco centímetros de espesor, que me permitía notar las juntas de madera de la estructura. Intenté relajarme después de tanta tensión aplicando una respiración profunda y abdominal que aprendí en cursos de yoga hacía ya tiempo. A pesar de ello, el dolor aumentó en intensidad y profundidad hasta llegar a lo que debe sentir alguien cuando le clavan algo afilado en el estómago. No era un dolor continuo, sino que remitía casi completamente y luego volvía, como las olas del mar.

Poco a poco me fui encogiendo ante aquella sensación adoptando inconscientemente una posición fetal. No entendía qué estaba pasando y me asusté de una forma como nunca lo había hecho a lo largo de mi vida.

El fuerte dolor desencadenó otra vez la necesidad de vomitar. Instintivamente me puse a cuatro patas en un intento de que aquello saliera de mí. Era imposible que hubiera nada más dentro, pero, aun así, la sensación de vomitar se hizo cada vez más fuerte, acompañada por el horrible dolor.

Mi mundo se detuvo en aquellos instantes y me vi encima del bosque dándome cuenta de que estaba en medio de la nada. Tomé clara consciencia de que mi vida estaba en peligro y de que allí no había nada ni nadie para ayudarme.

Ante las olas de dolor y los espasmos del cuerpo, empecé a gritar sin parar. Las olas iban y venían de la misma forma en que yo me revolvía sobre el colchón, de un lado a otro, chillando como un animal al que están matando lentamente. Mis gritos eran tan fuertes que no tardé en quedarme sin voz y la sombra fría de la muerte empezó a entrar en mi cabeza y cuerpo.

Mis manos se agarraban al colchón como si de una tabla salvavidas se tratara, al tiempo que por mi boca salía un sonido grave y ahogado, parecido al bramido de un animal que lucha desesperado por vivir. Grité y grité sintiendo toda la tensión de mis costillas en cada arcada, de lo forzada que estaba mi espalda encorvada por el sufrimiento, y la quemazón de mi garganta completamente abrasada, notando toda la musculatura de mi cuerpo tensa como si en cualquier momento fuera a romperse.

Extenuado hasta quedarme sin aire en los pulmones, mi cuerpo, como si de un edificio se tratara, colapsó y, con él, mi mente, cayendo desmayado sobre el colchón.

Capítulo 4
La primera ceremonia de ayahuasca

Ya era pleno día y los pájaros inundaban mis oídos. Abrí los ojos poco a poco como un recién nacido. Noté el profundo dolor de mi garganta completamente irritada y seca. El colchón mostraba manchas húmedas de algo que deduje por el olor eran restos de la noche anterior. Me tranquilizó sentir que el dolor de barriga había desaparecido por completo y apartando la mosquitera me incorporé. En la mesa habían dejado una jarra con un líquido amarillento y un vaso. Estaba sediento y me lo arrimé a la nariz. No olía muy bien y tenía unas notas de amargor parecidas a las del té verde, pero podría ayudarme a calmar el escozor del cuello, pensé. Me llené un vaso y bebí; su sabor no era tan malo y repetí.

Estirándome como buenamente pude por mi falta de práctica sobre la hamaca, decidí meditar sobre lo sucedido la noche anterior y todo aquello que había aflorado en mí. No sé si todos los participantes de la ceremonia sufrieron lo mismo que yo al llegar a sus respectivas palapas, pero la verdad es que no me pareció escuchar a nadie. Al atardecer volvería a celebrarse otro trabajo, este ya con la conocida Madrecita, Abuelita, Yagé o Ayahuasca entre otros muchos nombres, según el círculo desde el cual se habla de ella. Esta es una bebida utilizada ancestralmente en el Amazonas a partir de la combinación de una liana y un arbusto que, cocinados cuidadosamente, producen una sustancia que tras ser ingerida permite trascender tu propia naturaleza y ascender en comprensión y saber. En quechua, Ayahuasca significa «soga del espíritu o soga de la muerte», porque según este pueblo dicho elixir permite que el espíritu de una persona abandone su cuerpo sin que este haya muerto.

Antes de decidirme por iniciar esta experiencia había leído extensamente sobre el brebaje y sus posibles efectos, así como situaciones que podría vivir, pero no conseguía tranquilizarme ante la sensación de que me aproximaba a un mundo completamente desconocido. Teniendo en cuenta cómo acabó la noche anterior, la idea de estar bajo esas circunstancias me preocupaban profundamente en aquel momento.

Balanceándome suavemente me relajé intentando convencerme de que todo aquello tenía un sentido y una finalidad, aunque por ahora no fuera capaz de verla. Me repetía constantemente que solo estaba empezando, aún quedaban muchos días por delante. Me centré en la fragancia de la vegetación y en la tierra húmeda que mis sentidos captaban intensamente, llenando mis pulmones varias veces en el intento de recargarme de energía vital para superar la intranquilidad que me invadía.

Sin darme cuenta, las horas transcurrieron entre pensamientos y la luz solar empezó a disminuir hasta ser incapaz de cruzar entre tanta arboleda. Casi me caigo de la hamaca cuando el sonido del cuerno en la lejanía sacudió bruscamente mi traspuesto corazón.

Suspiré profundo, me levanté y me vestí de nuevo con el traje ya no tan blanco y, dubitativo, tomé el caminito hacia la casa de las ceremonias; dejé las botas a la entrada y, observando que todos ocupaban el mismo lugar que el día anterior, me senté en el mismo sitio. Don Pedro estaba disponiendo de nuevo todos los enseres encima de una tela arcoíris. A su lado lo acompañaba un indígena de unos dieciséis años que lo ayudaba atentamente a que todo estuviera correctamente dispuesto, probablemente un hermano de las chicas. Don Pedro se dirigió a nosotros con su típico tono.

—Hoy empezaremos el viaje del alma hacia los otros mundos, los mundos donde uno puede sanar el espíritu. Lo haréis de la mano de la sabia Ayahuasca, también conocida como la «Abuelita», una medicina tradicional de la Amazonia. Esta se compone por la decocción y reducción de Banisteriopsis Caapi, conocida propiamente como Ayahuasca y la Psychotria Viridis, de nombre común, Chacruna. Su mezcla es la que nos permite elevarnos a estos mundos trascendentales.

»Dejaros fluir hasta las profundidades de vuestro ser para conocer aquello que de lo que hay que tomar consciencia. El trabajo durará unas ocho horas y se realizará con la energía de esta hermosa noche que en breve nos abrazará. Que Dios os bendiga y que la Luz os acompañe.

Isabel, la chica española, levantó la mano para hablar. Me sorprendió que don Pedro iniciara la ceremonia porque todavía faltaban dos participantes.

—Estimado don Pedro —dijo—, quiero expresar mi preocupación porque en la noche anterior estuve escuchando muy cerca los rugidos de lo que parecía ser una fiera, creo que un jaguar, y según tengo entendido viven por estas zonas selváticas.

—No tiene de qué preocuparse, todos los animales, insectos y plantas que viven con nosotros y en nuestro entorno son conocedores de los procesos que aquí realizamos. Ninguno de ellos os molestará, puesto que es un rito sagrado —dijo el chamán mirándome sutilmente, entendiendo qué clase de animal era aquel que por la noche rugía en las cercanías.

Don Pedro anunció también, con cierta decepción, que una de las parejas había decidido abandonar la experiencia, sin expresar nada más al respecto.

«Espero que no les pasara nada malo intentando abandonar rápidamente ese tipo de sensaciones», pensé.

Encima de la tela, unos minerales, huesos, botellines pequeños de varios colores, plumas, flores y en el centro un vasito de color dorado, advirtiendo que todo era diferente a lo que había visto en la ceremonia anterior, deduje que cada cosa tenía su energía concreta y por ello unos objetos son más idóneos para unos procesos que para otros.

El chico le entregó un gran pacheco que don Pedro encendió inhalando con fuerza. Al exhalar el humo silbaba lo que reconocí como un icaro, un canto sagrado que utilizan los chamanes para rituales de sanación espiritual y generalmente se silba, aunque también hay versiones cantadas con letras muy simples, pero de gran fuerza cuando uno está bajo esos estados. El joven, sentado al lado de don Pedro, le entregó una botella llena de un líquido oscuro, mientras aquel siguió silbando y soplando el humo sobre la botella, al tiempo que la abría y, vertiendo un poco en el vasito dorado, se lo acercó, susurró algo en él, miró a su izquierda y empezamos a levantarnos por orden como el día anterior.

Isabel, a falta de la pareja que se había ido, estaba en la toma justo por delante de mí. Cuando ella se levantó, me senté ante don Pedro que cogió el vasito dorado y lo llenó de la sustancia oscura y espesa, mientras soplaba el humo encima. Silbando, se lo acercó a los labios para decirle algo al tiempo que lo reverenciaba y me lo entregó, mirándome fijamente. Hice un gesto de agradecimiento y lo bebí de un sorbo.

Un desagradable sabor agrio almizclado descendió por mi garganta provocándome un profundo escalofrío. Era como si hubiera bebido un chupito de petróleo que parecía recorrer todo mi cuerpo.

Volví a mi lugar cuando don Pedro empezó a silbar un icaro y su ayudante dispuso un cubo al lado de cada uno. Inmediatamente colocó velas blancas en el centro de la palapa, en círculo, y las prendió.

Ya era noche cerrada, el sonido de la selva de nuevo había cambiado.

En menos de quince minutos mi interior empezó a removerse de nuevo. Dios mío, otra vez no, pensé recordando la noche anterior. Tomé consciencia de que aquello no era hierba de dragón, era ayahuasca y su poder infinitamente mayor. Probé de tranquilizarme, respiré profundamente varias veces en un acto de aceptar, resignado, lo que pudiera suceder e intenté relajarme.

De pronto, sin saber cómo, empecé a sentir que todos mis sentidos se ampliaban más allá de mi comprensión. Con los ojos cerrados, mis oídos eran capaces de percibir el más mínimo sonido entre toda esa multitud, pudiéndolo aislar del resto y ubicarlo espacialmente de forma exacta y precisa; era como si viera a través de los sonidos que penetraban por mis oídos. Pero no solo eso, podía identificar y sentir en mi interior las «conversaciones» que cada uno de esos insectos mantenían con los de su especie; de pronto la selva se convirtió en un lugar lleno de vida consciente que se interrelacionaba entre sí. Ningún sonido era al azar, todo tenía un sentido y mi mente era capaz de verlo con una claridad difícil de expresar. De la misma forma, los olores eran mucho más fuertes e intensos, pudiéndolos separar entre ellos con la misma facilidad que diferenciamos los colores cuando vemos algo.

No daba crédito a lo que sentía, advirtiendo el olor de cada uno de los que allí estaba, su piel, la ropa, la esencia del humo del pacheco, los restos de ayahuasca que quedaban en el pequeño vasito dorado y cada uno de los tablones de madera del suelo. Mi mente se entretuvo en todas esas maravillosas experiencias hasta que sentí algo realmente extraño, los icaros de don Pedro me atravesaban. La densidad de mi cuerpo se había desvanecido en el aire y las ondas sonoras de sus cantos me atravesaban como si no fuera material.

Dios, era una sensación increíblemente hermosa, como si en esencia yo fuera esas vibraciones que cruzaban armoniosamente el aire por donde viajaban. Era tan profundo mi sentir que perdí la noción del espacio y el tiempo, hasta que mi barriga se agitó de nuevo. Mi atención aterrizó al escuchar cómo algunos empezaban a vomitar. De pronto mis sentidos se centraron en cada vómito, en cómo cada arcada era producto de un dolor, una pena, una tristeza expulsados con violencia de un cuerpo doliente. No era un simple vómito, se vomitaban experiencias traumáticas liberando al individuo de ellas, llegándolo a percibir sin entender muy bien cómo, viendo flashes de aquello que supuestamente pasó. Poco a poco, como por contagio, los vómitos fueron aumentando en el grupo y un profundo olor amargo y desagradable penetró en mí provocándome una gran sensación de angustia que me inclinó rápidamente hacia el cubo.

Era como si el aire se hubiera cargado de penas y dolores haciéndolo irrespirable. Me sentí algo desnudo al pensar que probablemente los demás percibirían lo mismo de mí que yo de ellos, pero mi interior se abrió como un volcán para inducirme tres potentes sacudidas que me liberaron de ese malestar, acabando en el fondo del cubo. El olor del recipiente era repulsivo y tragué saliva rápidamente en el vano intento de cambiar ese horrible sabor en mi boca.

La verdad es que en ningún momento había sentido la necesidad de abrir los ojos, mis otros dos sentidos me ofrecían toda la información que necesitaba con respecto a lo que allí sucedía de una forma que nunca hubiera imaginado. Don Pedro hizo una pausa para encender de nuevo el pacheco. Pude escuchar los pasos de María e Inés entrando en la palapa y retirando los cubos de cada uno. La atmósfera fue cambiando y el olor a tabaco fue expandiéndose, impregnando todo el lugar y a todos nosotros.

Don Pedro inició de nuevo un icaro, más rítmico y rápido. Sin saber de dónde surgió, una fuerte energía me envolvió densamente y sentí la sincera necesidad de ponerme a cuatro patas sin saber muy bien por qué. De nuevo, con los ojos cerrados, era capaz de notar la extensión de mi alrededor, el espacio que existía y ocupaba cada uno de los que allí había. Con solo centrar un poco mi atención hacia ellos podía notar sus vibraciones y sus dolores, su respiración los delataba y un ligero movimiento adquiría un gran significado. Podía oler literalmente su miedo. Llevado por esa increíble y poderosa sensación acentué mi respiración, exhalando e inhalando profundamente, produciendo una especie de rugido. La vibración de los presentes cambió, invadiéndoles el miedo. Era tan evidente y simple que mi excitación fue en aumento. A cuatro patas podía sentir cómo de forma natural movía una larga cola y no pude evitar la tentación de arañar el suelo con las uñas para producir un profundo escalofrío a mi alrededor. Se me hacía la boca agua con solo pensar en lo frágiles que eran. Me convertí en un increíble tigre negro que expandía la oscuridad y su fuerza a todos los que estaban allí. Excitado y abrumado por tanto poder empecé a golpear con fuerza el suelo de la palapa. Las ondas del sonido y la vibración del impacto se desplazaban por el aire y el suelo penetrando en todo y todos, asustándolos aún más.

Podía notar mi pelo erizado, mis fuertes garras, mis potentes músculos y el movimiento de satisfacción de mi larga cola de un lado a otro. Se me caía la saliva de la boca al escuchar sus entrecortadas y temerosas respiraciones. Eran tan frágiles, vulnerables y apetecibles.

—Deja de molestar a los demás y siéntate bien en tu sitio —dijo alto y tajante don Pedro dando un fuerte golpe al suelo.

Sin abrir los ojos, giré mi cabeza hacia él. Una profunda sensación de desagrado ante aquella orden surgió en mí y estuve tentado de mostrarle a quién se dirigía ese simple humano. Una parte de mí accedió, y me senté otra vez para relajarme nuevamente. No tardé en abrir los ojos y, viendo mi entorno, entendí lo que había provocado; la oscuridad y la inquietud aún revoloteaban en el aire. Don Pedro inició otra pausa, cogió su pacheco, lo encendió, se levantó y vino hacia mí. Se puso de rodillas y empezó a soplarme el humo por todo mi cuerpo como si de una ducha se tratara, brotando una profunda tristeza desde mi corazón; había sido un egoísta que llevado por el orgullo hizo sentir a los demás lo que no merecían. De mis ojos surgieron unas cálidas lágrimas que resbalaron por mis mejillas. Don Pedro se levantó para regresar a su sitio e inició un nuevo icaro, esta vez acompañado de una maraca. Cerré los ojos y me fui relajando. Mi pelo negro se fue transformando en blanco, mis bigotes, mis orejas, mis pezuñas, mi cola, toda la fuerza del tigre negro se fue transmutando a los de un tigre blanco. Ante una fuerte e incomprensible necesidad, poco a poco, volví a reclinarme hacia el suelo procurando no hacer mucho ruido.

De nuevo estaba de cuatro patas moviendo la cola, pero esta vez mi actitud y sentir era diferente. Escuché la naturaleza del corazón de todos los que allí había, de la que percibía cualquier intranquilidad o indicio de dolencia.

Incomprensiblemente, de mi interior surgió la necesidad de realizar un largo y suave soplido que al tocarlos les ayudara a sanar. Si la sensación de la oscuridad había sido increíble, esta era inmensamente mayor. No había nada más hermoso que ayudar a los demás en sus problemas, ser bueno. Cada vez que soplaba notaba cómo el blanco de mi pelo adoptaba unas tonalidades más brillantes y doradas. Visualizaba en mi mente cómo ese soplido era de color dorado, penetrando hasta el corazón de ese ser, al igual que sucedió con el miedo, pero, en este caso, liberándolo de aquello que preocupaba o dolía.

Entendí que una de las misiones que tenía en aquel lugar era la de proteger al pequeño grupo de cualquier intromisión externa de carácter oscuro que le pudiera dañar o perjudicar. El tigre blanco en el que me había convertido no solo era un sanador, sino también un protector.

No sé el tiempo que pasó hasta que los icaros cesaron. Desde el suelo pude escuchar cómo cada uno se iba marchando a su palapa con la ayuda de María e Inés. Ya no quedaba nadie, solo don Pedro que acababa de recoger sus cosas y yo. Escuché sus pasos dirigirse hacia mí hasta que, una vez a mi lado, empezó a acariciarme la cabeza con cariño, mi larga y blanca cola mostró satisfacción, al tiempo que me susurró al oído «gracias» y se fue. Una enternecedora sensación de felicidad invadió todo mi cuerpo.

Plácidamente relajado mientras escuchaba la selva conversar, el cansancio apareció y, sin darme cuenta, me quedé dormido.

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