Kitabı oku: «El libro de Shaiya», sayfa 5
Capítulo 11
La cuarta ceremonia de ayahuasca
Mis ojos se centraron en la estructura del techo de la gran palapa mientras mi cuerpo dolorido despertaba entre quejidos, invadiéndome la extraña sensación de repetir, continua y reiteradamente, el mismo día.
El tiempo allí era solo perceptible a raíz de los pequeños cambios de flores y plantas, a diferencia de nuestras ciudades donde el bullicio hace que todo se mueva a gran velocidad y el tiempo parezca escaparse de entre los dedos. En este rincón de mundo, el tiempo parecía no existir, siempre todo era igual y parecía que el tiempo se había detenido. Solo los ojos entrenados de los aborígenes eran capaces de ver ese fluir de la vida donde yo solo veía árboles y vegetación por todos lados, como un náufrago incapaz de ver más allá del oleaje encima del mar.
El sudor me bañaba la cara y el cuerpo por un denso bochorno que dificultaba hasta respirar. De nuevo sentía la tierra y su verdor en todos los poros de la piel, acordándome entre destellos de las hermosas experiencias de las noches anteriores. Suspiré profundamente intentando llenarme de vida y coger el bastón que me esperaba paciente junto a la entrada. En esa especie de bucle temporal en el que nuevamente se interponía la cuesta en mi camino, me dije que nada en esta vida es fácil, aunque, eso sí, la vida es generosa; donde hay una subida o dificultad, nos encontraremos después un descenso o gratificación y me animé a sacar, nunca mejor dicho, fuerzas de flaqueza.
Consecuencia de esa cálida humedad, a medio camino el ambiente se fue tornando más espeso y fantasmagórico, llegando al tambo con la respiración algo agitada, entrecortada por la más que aparente ausencia de aire. Al ver las hojas en la mesa, por mi mente apareció la imagen del fresco riachuelo que a buen seguro me despojaría de esa agonía que empezaba a invadirme.
No lo pensé dos veces y cogiendo el manojo caminé hacia el arroyo.
Ante aquel paisaje con cada vez más humedad suspendida en el aire, rodeado de aquellos sonidos, mi mente se vio poco a poco atrapada en una creciente inseguridad, a buen seguro la ayahuasca en aquellos momentos todavía me agudizaba los sentidos, pero no me ayudaba nada, más bien lo contrario, todo se escuchaba magnificado y me provocaba un constante estado de perturbación. El espesor de la niebla aumentó y no tardé en perder de vista pies y manos si estiraba los brazos, con la sensación de estar en una sauna de vapor. Tenía que regresar, quedarme allí quieto o seguir.
El corazón se me encogió ante la inesperada situación. Regresar podía significar perderme, y eso era algo que no deseaba allí, si me desorientaba, probablemente moriría antes de que pudieran encontrarme. Quedarme quieto tampoco era una buena opción, estaba expuesto a cualquier peligro que rondara por las cercanías. Entre dudas y temores decidí centrarme en el sonido del agua y dirigirme hacia allí. A ciegas fui zigzagueando el palo ante mí, en un intento de evitar pisar serpiente, tarántula o animal alguno, ya que las botas que llevaba me cubrían poco más que por encima del tobillo, dejando el resto de la pierna a merced del punzante acto reflejo de tales animalillos.
No sé el tiempo que tardé en notar el agua bajo los pies, pero me resultó eterno.
Por los días anteriores sabía que, si bordeaba el riachuelo, llegaría a un pequeño recodo que me permitiría estar casi completamente sumergido. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de que la niebla se levantara, pero fuera el que fuese, estar en el agua era más seguro que estar fuera. Me llegaba por la cintura, suficiente para sentarme y quedar cubierto hasta el cuello. Dejé las hojas, palpé unas piedras en el lecho del riachuelo y con el traje puesto me dispuse a esperar. Vino a mí la imagen de ese pequeño pez, llamado Candidú, que tiene el vicio de adentrarse por los orificios de los bañistas extendiendo dentro unas largas y fuertes espinas que imposibilitan su extracción. Solo la visita al quirófano puede sacar el parásito del interior de las personas y a mí, el hospital más cercano, me quedaba muy pero que muy lejos. Cerraba mis piernas bajo el agua pensando que mientras mi traje se limpiaba, evitaba también el desafortunado accidente. Respiré de nuevo profundamente, cerré los ojos para dejarme llevar por el frescor del agua, sin lograr evitar cierta nostalgia de la seguridad que disfrutamos diariamente en nuestra sociedad, y poco a poco se fue alejando de mi mente la intranquila realidad. Cuando ya me estaba empezando a destemplar, como por arte de magia, la niebla se disipó, los rayos del sol irrumpieron y el entorno retomó sus alegres verdes, asomando entre la arboleda un claro cielo azul.
Aproveché para salir con cuidado, desnudarme, tender el traje, que ya lucía algo mejor, y frotarme las hojas por todo el cuerpo mientras me calentaba al sol. Decidí que ya no valía la pena regresar al tambo, no había nada interesante allí que valiera el esfuerzo de volver. Me vestí y con la ropa mojada me senté al sol, observando el riachuelo hasta que de alguna forma el sonido del agua me hipnotizó. El fluir de la vida sonaba igual y era igualmente fugaz. El agua y la vida eran sinónimos; el agua en movimiento era lo mismo que la vida que llevamos en nuestro transcurso diario, semanal, mensual, anual… Abducido por esa imagen y sensaciones, quedé absorto en una especie de vacío temporal donde yo era un observador que contemplaba el devenir, mi vida en este universo no era mucho más importante que aquel sonido, vi que la entera realidad está formada por una infinidad de pequeñas cosas que, agrupadas, crean lo majestuoso, lo inimaginable. La imagen de un gran fractal en movimiento apareció en mi mente. Lo pequeño y efímero, como yo, era todo, así mismo ese todo residía en todas y cada una de sus partes. Mis ojos se humedecieron del sentimiento cuando el bramido del cuerno me devolvió a la realidad más prosaica.
Por suerte, ya estaba completamente seco y la gran palapa no quedaba muy lejos, cogí el palo y me dirigí allí. Al entrar don Pedro me siguió atentamente con la mirada hasta que me senté. Todos fueron llegando y ocupando sus respectivos lugares.
—Hoy cruzaremos el ecuador de este viaje —dijo don Pedro muy respetuoso—, un viaje de descubrimiento nada fácil. La selva y vuestros seres de luz os acompañan en este aprendizaje. Dejaos llevar por ellos y sus maestros, e integrad en vuestro ser todo lo que vislumbréis para crecer en sabiduría y conocimiento. Que así sea y que Dios os bendiga.
El grupo asintió con la cabeza en silencio.
Don Pedro inició el ritual y empezaron las tomas, inevitablemente llegó mi turno. No conseguía acostumbrarme al horrible sabor, su proximidad ya me causaba malestar y rechazo. Suspiré y me dije entre dudas que estábamos allí por algún motivo y que nada me impediría seguir el camino trazado, así, entre náuseas y arcadas, notando cómo se extendían sus raíces fuertemente dentro de mí, la tragué.
Mi barriga rugió y sentí una aguda punzada en la base de la espalda que me estremeció. Mi cuerpo, extrañamente, empezó a balancearse realizando un movimiento circular, como si de un péndulo se tratara. El malestar fue dando paso a una ligera sensación agradable que ascendía y descendía por la espalda. Cerré plácidamente los ojos disfrutando de ese estado que fue armonizándose con mi respiración. Con cada inhalación y exhalación, el movimiento circular era un poco más fuerte, al igual que la intensidad de aquello que ascendía y descendía. Empecé a sentir una ligera vibración que se fue extendiendo desde las extremidades al pecho acompañada de una cálida y reconfortante impresión. Atentamente me observé por dentro, con detenimiento, notando todas y cada una de mis partes. Todo vibraba y parecía estar armonizado cuando percibí un punto frío en la barriga, por el lado derecho, cerca de donde está el apéndice. En sí no parecía tanto frío como hueco y, sorprendido, abrí los ojos para ver qué sucedía. Observé que don Pedro seguía con sus icaros y en el grupo cada uno estaba centrado en lo suyo. Los movimientos rotatorios cesaron de pronto hasta quedarme completamente quieto.
El hueco seguía allí por la sensación extraña que sentía, aunque al mirarme no vi nada fuera de lo normal. Instintivamente mis manos se dirigieron encima del estómago, en actitud de protección, supongo que intentando revertir la desagradable percepción interior. Noté cómo poco a poco mis manos se calentaban hasta llegar a tener un ligero ardor y quemazón que cubría ese agujero. Las palmas de mis manos no solo estaban muy calientes, sino que parecían vibrar en una frecuencia muy alta. Era una sensación realmente extraña pero también muy agradable y reconfortante. Me relajé ante aquella experiencia, dejándome llevar por un estado de paz interior, sintiendo el trabajo de mis manos iluminando el punto oscuro. El calor creció al igual que la vibración cuando mi barriga rugió bruscamente y ascendió escopeteado un vómito. Solo tuve tiempo de girarme de lado, estirando la cabeza hacia donde sabía que estaba el cubo. Vi con toda claridad, a pesar de que ya estaba anocheciendo, cómo se precipitó algo oscuro fuera de mí. No era en sí nada físico, sino otra cosa entremezclada con la ayahuasca y a saber qué más. La curiosidad hizo que mirara con más atención qué era aquello y metiendo la mano para tocarlo, me di cuenta de que de mi piel salía un ligero brillo anaranjado claro. Más sorprendido aún, dejé el cubo y empecé a observarme. La vibración continuaba y la totalidad de mi cuerpo se encontraba envuelto de esa luz etérea que identifiqué rápidamente como el aura.
Al levantar la vista mi sorpresa fue mayúscula, pues todos los participantes desprendían su propio color áureo, diferentes tonos y brillos de verdes, azules, rojizos, amarillos… Era majestuoso contemplar a todos esos seres rodeados de hermosos colores. Algunos tenían halos más amplios y brillantes que otros, centrándose mi atención en un hombre mayor, de pelo y barba blancos que estaba sentado a la izquierda de don Pedro. Sus tonos eran de un intenso dorado, un color oro que brillaba casi un metro alrededor de él, similares en intensidad a los de don Pedro, que eran de hermosa tonalidad violácea. Ciertamente quedé algo decepcionado con mi escueto naranja ante la majestuosidad de colorido que presentaban otros, evidenciando que tenía mucho que aprender y crecer para poder mostrar un aura de aquellas características.
Un susurro me dijo algo por mi derecha que no conseguí entender, volteando mi cabeza vi a Isabel, que desprendía unos increíbles destellos verde-amarillentos, aunque en la zona de su pecho izquierdo veía con claridad un pequeño círculo oscuro de unos diez centímetros que carecía de todo brillo y vida. De pronto, vi cambiar su rostro sereno para realizar una mueca y coger el cubo para vomitar. Algo surgió también de ella y lo vi claro cuando se volvió a poner erguida, el círculo oscuro ya no estaba. Miré mi barriga dándome cuenta de que ya no sentía ese vacío, parecía haberse transferido también al fondo del cubo.
Noté algo a mi derecha que hizo que me girara de nuevo. Don Pedro me miraba fijamente. Al centrarme en sus ojos, estos se desvanecieron entre una bruma. No veía nada, solo dos llamas violeta rodeadas de una especie de neblina. En la zona de mi pecho reapareció esa profunda sensación de calor. La bruma desapareció cuando don Pedro dejó de mirarme, aunque algo me decía que siguiera contemplándole. Comencé a percibir cómo su rostro cambiaba, muy lentamente, para convertirse en otro ser completamente diferente. Tenía rasgos orientales, vestía una túnica naranja y su piel era amarillenta, el aura aún mayor y sus destellos más potentes, anaranjados. Tras unos instantes, de nuevo su rostro volvió a cambiar suavemente, adquiriendo los rasgos de un hombre negro, vestía toga morada, y esta vez el aura era mayor, chisporroteando rojos y amarillos sobre una gran aura violeta. Nuevamente, ante mi incredulidad, surgió otro rostro, este de tez pálida, ojos azules y rubio, con manto rojizo. El halo era rojo también, aunque todos los colores surgían espontáneamente entre destellos. Los ojos me dolían como si se estuvieran esforzando en ver más allá de lo común, en ver una realidad más lejana y profunda. A pesar de ello, decidí no parpadear por temor a perder la experiencia que estaba contemplando, procurando permanecer estático. La última forma humana se desvaneció surgiendo tras él un perfil oscuro que no podía acabar de ver. Descifraba su contorno y claramente no era humano por el gran tamaño de su cabeza y sus aparentes rasgos, aunque sí humanoide, tenía dos brazos y dos piernas. No era capaz de ver tampoco halo ni color, por mucho que me esforzara, no podía dilucidar qué era lo que había detrás de esa figura. Tuve la sensación de que sencillamente esa información me era vetada y, por algún motivo que desconocía, no podía acceder a ella. Aunque reconozco que esa forma era algo perturbadora y extraña, en ningún momento me produjo mala sensación, más bien al contrario, yo quería ver, pero no me era dado. Con los ojos completamente doloridos parpadeé y de nuevo allí estaba don Pedro, como si nada, girando su cabeza para mirarme mientras silbaba sus icaros. Las auras y halos se habían desvanecido recuperando el entorno sus matices nocturnos.
Don Pedro, sin parar de silbar, se acercó para sentarse justo frente a mí mientras yo lo seguía con la mirada. Raúl le acercó una botella amarilla de la que, tras susurrarle algo, sorbió un poco que agitó en la boca y lo vaporizó en un fuerte soplido por encima de mi cabeza, pecho y piernas. Un fuerte olor a limón invadió mi cuerpo, produciéndome una extraña sensación de frescor que me revitalizó. Al mirarme de nuevo sus ojos desprendían un brillo violeta, el mismo que había visto en su halo. Era realmente increíble y en mí surgió una sincera sonrisa por serme dado ver todo aquello. Don Pedro levantó su índice y lo dirigió a mi frente, cuando la tocó, algo recorrió mi cuerpo produciéndose un estallido blanco en la mente, entrando todo mi ser en una cálida, tranquilizadora y pacífica oscuridad que abracé plácidamente.
Capítulo 12
El cuarto día de integración
—Sergi, Sergi, despierta… Sergi, Sergi…
Una vez más, mis ojos al abrirse se anclaban en el techo de la gran palapa.
—Sergi, Sergi… ¿estás bien?
Giré levemente la cabeza, era el rostro sonriente de Isabel que atentamente me miraba. Estaba claro que no parecía estar en el mismo mundo que yo. Su cara emanaba frescura, paz y tranquilidad inversamente a mi sensación de regreso a la realidad.
—Sergi, don Pedro dice que los días que restan te ayude en los traslados, aunque no podemos hablar, a menos que sea imprescindible —enfatizó Isabel.
Me sorprendió que don Pedro permitiera esa injerencia, aunque probablemente era debido al propio proceso evolutivo que cada uno de los dos tenía que recorrer. Quizá sentirme acompañado en mi caso, y en Isabel expresar su necesidad de ayudar al prójimo. Era evidente que todo mostraba un sentido, aunque yo, en mi desconocimiento, quizá no era capaz de verlo.
—Vámonos a tu tambo —me dijo con voz cálida.
Dolorido, me incorporé para dirigirme a mi bastón fiel en la entrada. Me puse las botas e Isabel me agarró fuertemente por un brazo al tiempo que con el otro me apoyaba en esa suerte de improvisada muleta. Un fuerte sol asomaba por el bosque y deduje que sería mediodía, aunque, la verdad, me importaba bien poco. Despacio, con dificultad, subimos la cuesta hasta aproximarnos a la pequeña y esquelética estructura de madera que me cobijaba. En la mesa de nuevo, las hojas, el té y un plato con un poco de arroz acompañado de plátano macho. Mi estómago pareció alegrarse de esa visión hasta que una ligera brisa me insufló el pestilente olor de la mochila en la cara y una potente rabia surgió de mi interior. Con un gesto brusco me despojé de Isabel.
—Cálmate, Sergi, no te enfades, ahora tienes que comer aunque tu cuerpo y tus sentidos lo rechacen. Has de discernir entre aquello que tienes que hacer y aquello que quieres hacer.
Sus palabras me sorprendieron y la miré fijamente. Nuevamente sonreía como si de una forma u otra ella ya hubiera transitado por ahí y me comprendiera plenamente. Vestía toda de blanco y por el cuello asomaba tímidamente una fina cadena de oro con una cruz. Cuidadosamente me ayudó a sentarme ante la mesa mientras su mirada se centró en la bolsa de la mochila que asomaba entre la vegetación.
—No te preocupes, me la llevaré.
Era como si me hubiera leído el pensamiento, aunque quizá era evidente lo que pasaba por las expresiones desencajadas de mi rostro.
—Siéntate y, por favor, esfuérzate en comer un poco.
Me decía esto y al moverse la cruz se balanceó, produciendo un destello dorado que me cegó momentáneamente. No entendí muy bien de dónde salió ese brillo, ella estaba conmigo a la sombra del tambo, lo más probable es que sencillamente me lo había imaginado.
—Hoy mejor quédate aquí y descansa. Mañana vendré por la mañana para ir al riachuelo a purificar tu cuerpo con las hojas.
Cariñosamente se acercó y me besó tiernamente en la cabeza como si de un recién nacido se tratara, bajó del tambo y su blanca vestimenta desapareció por el caminito. Me di cuenta de que se había dejado la mochila y maldije mi suerte, tendría que seguir respirándola hasta la mañana siguiente. Sentado frente al maloliente plato que tenía ante la nariz, sin las más mínimas ganas de acercarme nada a la boca, recordé lo que me dijo Isabel y con asco cogí el plátano para comer un poco. Olía muy mal y sabía peor. Su textura era pastosa y tuve que ayudarme del brebaje para tragarlo.
Entre arcadas, me comí casi medio, el arroz ni lo probé.
Perdido entre pensamientos de lo que me estaba sucediendo el tiempo transcurrió hasta que por el caminito asomó de nuevo la peluda presencia. Me recliné para observar que su morada era un agujero que había a la altura del suelo, en la corteza del primer árbol, entre el tambo y el camino. «Bueno era saber aquello», pensé. Me levanté y me acerqué al otro borde del tambo a tirar los restos de la comida. Un río de grandes hormigas se movía agitadamente debajo. Levanté el plato girando la mano para que cayera el arroz con el medio plátano en aquella marabunta.
De mis pies ascendió un golpe de calor que me hizo tambalear, nublándome la vista. Estaba a punto de desmayarme cuando de mi interior surgió una voz muy clara, nítida y serena.
—Si caes hacia adelante, morirás.
En un acto reflejo de pensamiento mi cabeza se inclinó hacia atrás, provocando que el peso de mi cuerpo también se dirigiera allí. Mis ojos se oscurecieron sintiendo en cámara lenta el rozar del aire en mi piel hasta impactar con los tablones del suelo.
No sé el tiempo que estuve allí inconsciente.
La sensación de un fuerte golpe en la mano me hizo abrir los ojos de par en par. Un golpe seco y duro que se repitió estremeciendo mi cuerpo. No era el impacto de aquel sonido lo que me dolía, sino lo que se me clavaba. No podía moverme del suelo y giré la cabeza a la izquierda para ver qué pasaba. Tenía un fuerte dolor también en la cabeza, acompañado de una sensación entre húmeda, cálida y seca por cara y pelo. El sonido de un martillo golpeando algo metálico me estalló de nuevo en la cabeza. Un fuerte dolor en la palma de mi mano izquierda me hizo gritar. Algo muy punzante y frío me acababa de atravesar la mano. El martillo de nuevo golpeaba en mi interior y mi mano derecha explotaba de dolor. Desesperado, intenté moverme, pero no era posible y de nuevo grité todo lo fuerte que pude, aunque de mi boca no salía nada.
No veía nada, el techo del tambo se difuminaba por el dolor que estaba pasando. ¡Qué era aquello!
Tenía las manos inmóviles de dolor y de pronto mis pies parecían romperse en añicos. El sonido del martillo golpeando de forma seca hacía que algo penetrase profundamente en ellos, perforándolos como si fueran de mantequilla. Escuchaba el sonido de risas y burlas que se entremezclaban con el indescriptible dolor en manos y pies.
Mi cuerpo extrañamente cobró posición vertical y de pronto lo vi, allí estaba yo, en medio de un paraje árido, rodeado de gente y crucificado.
La multitud se reía y en mi interior sentía profunda tristeza. Era infinitamente mayor el dolor de mi corazón que el dolor de los clavos en mi carne. La sangre se deslizaba por mi rostro al igual que mis lágrimas.
Qué era aquello, qué hacía yo allí, yo que no soy un hombre religioso en el cuerpo de Jesús en la cruz.
Vi la imagen de mi madre que siendo yo pequeño nos llevaba siempre a misa, cosa que a mí nunca me gustó. Si bien comprendía la profundidad de las palabras de Jesús en los Evangelios, no entendía la mayoría de los sermones, por contradictorios, del cura en su púlpito. Hablaba de ofrecer al prójimo, pero la propia Iglesia estaba llena de ostentación; hablaba de ser bueno y comprensivo, pero yo veía gente altiva e intransigente alrededor. Tenía la sensación de que, si bien aquellos textos expresaban algunas verdades muy profundas, la mayoría de las personas que por allí iban ni las entendían ni mucho menos las sentían, y menos aún las practicaban. Todo ello hizo que poco a poco sintiera una profunda aversión a la realidad eclesiástica y que mi espíritu se focalizara en los instrumentos de la razón y la filosofía para entender el mundo que me rodeaba.
Pero allí estaba yo, a pesar de mi rechazo, colgado de esa cruz y con el corazón destrozado por la ignorancia del prójimo. Una inconfundible voz clara y nítida me repetía en mi interior: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». En cada una de ellas mi sensación de tristeza aumentaba exponencialmente. El llanto me invadió por completo y mi alma, lo más íntimo, lamentaba que en este mundo hubiera sucedido algo tan triste como aquello.
Mi corazón se empezó a abrir con la delicadeza de los pétalos de la rosa en un amanecer frío de primavera. Mi entorno se impregnó del fuerte olor dulzón que me transmitía todo aquello de bueno que tiene la vida. Era como estar rodeado de miles de rosas que me embriagaban con su fragancia. La selva olía de forma celestial, alimentaba mi alma indescriptiblemente. No entendía muy bien qué me estaba sucediendo, pues por un lado mi cuerpo se agitaba de sufrimiento y por otro, mi alma se sentía inmensamente gozosa y feliz, guiada intensamente por aquel aroma. Mi percepción viajaba del dolor a la felicidad, y de la carne al espíritu en milésimas de segundo, en un ir y venir incesante.
De pronto, en un destello, lo entendí.
Este mundo constaba de dos realidades: el mundo material y carnal, y el mundo espiritual. Alimentar el cuerpo de placeres produce inevitablemente un profundo daño al alma, alimentar el espíritu y engrandecerlo implica someter al cuerpo despojándolo de sus caprichos.
Tenía que escoger qué camino quería transitar.
Mi corazón latió fuertemente como si me hablara, pues la verdad, la bondad, la honestidad y el amor siempre residían en él. Esta fue mi elección.
Cada vez me costaba más respirar, el dolor iba y venía en oleadas al igual que las risas, las visiones de esas gentes y el techo del tambo. De pronto sentí un fuerte dolor en las costillas y la palabra «perdónalos» se enredó por mi mente hasta desvanecerse en un eco.
Me entregué a la muerte de mi carne y desaparecí en el todo.