Kitabı oku: «Quique Hache - El caballo fantasma»

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A José Pedro y Julieta.

Primera parte

1

Todos escuchamos el teléfono mientras almorzábamos. Mi hermana fue a contestarlo. De vuelta llegó riéndose y dijo:

—Llaman por teléfono al detective privado Quique Hache.

Gertrudis Astudillo y yo nos quedamos mirando con cara de avestruces. Como momias secas, paralizados, así nos quedamos. Luego, me hundí en la sopa de arvejas. Mi papá movió la cabeza sin decir nada y mi mamá fijó directamente sus ojos sobre mí, como un rayo, como si leyera todos mis pensamientos. Me levanté de la mesa y fui a contestar el teléfono en la mesita del pasillo.

—¿Podríamos conversar en algún lugar público, señor Hache? —dijo la voz al otro lado. Estuve de acuerdo. Nos encontraríamos en una hora más en el parque Juan XXIII que está cerca de mi casa. Colgué y volví a la mesa.

Mi mamá, entonces, preguntó con voz de ultratumba:

—Explícanos, Quique, ¿qué es eso de detective privado?

La Gertru, que servía en esos momentos el postre, intentó una huida hacia la cocina, pero mi mamá la detuvo con su séptimo sentido, ese que le permite a todas las mamás del mundo descubrir siempre la verdad.

—No se me vaya, Gertrudis, apuesto que usted tiene algo que ver en esto.

Hacía tres meses que la Gertru asistía a un taller de actuación en la Corporación Cultural de Ñuñoa. Las clases las daba una actriz vieja de teleseries que no tenía trabajo, porque ahora la televisión es solo para gente joven. La Gertru respiró profundo, como le enseñaron en el taller, y le respondió a mi mamá:

—Son juegos de Quique con sus amigos, señora. Uno llama por teléfono y pregunta por diferentes profesiones, pero es solo para jugar.

Se notaban los escasos tres meses del taller teatral de la Gertru porque la mentira era difícil de creer. En ese momento, volvió a sonar el teléfono y el campanilleo nos salvó momentáneamente. Llamaban del Hogar de Cristo, donde mi mamá era voluntaria un día a la semana.

Era el domingo 27 de junio. Mitad del año. Teníamos el invierno encima, aplastándonos con lluvia y frío. Sabía que esa llamada telefónica de hacía unos minutos era importante; la esperaba para desempolvar el diploma de detective privado que obtuve por correspondencia el verano pasado y que hasta ese momento era un secreto en la casa, un secreto que solo conocíamos Gertrudis Astudillo —mi nana— y yo.

Después de almorzar, mi papá se fue a leer El Mercurio al living; mi mamá, a desenterrar las plantas del patio para volverlas a plantar. A mi hermana la pasó a buscar Lulo, su nuevo pololo, que según ella tenía mucha plata, y que se reía como idiota cuando entraba a la casa tratando de hacerse el simpático con nosotros.

La Gertru llegó silenciosamente a mi dormitorio mientras terminaba de vestirme con ropa más gruesa. Me detuvo hablando bajito y preocupada.

—No más detective privado, Quique, o le cuento a tus papás.

—Tengo que estar en el parque a las cuatro de la tarde.

La Gertru se inquietó con la noticia, pero la curiosidad le cubrió la cara como una sombra.

—¿Un nuevo caso? ¿Quién te llamó por teléfono, Quique?

—Dijo que era de parte de un tal Chucho.

—Chucho Malverde, ¿el comerciante? —se respondió ella misma—. Es el dueño de la cadena de supermercados Orión que está en todas partes. ¿Para qué te quiere a ti?

—No lo sé, por eso iré a averiguarlo.

—¿Te acompaño?

—Acuérdate de lo que aprendimos: el detective privado no puede presentarse ante un cliente con su nana.

La Gertru se quedó pensando en lo que acababa de escuchar, sin entender si yo hablaba o no en serio. Al final dijo:

—Ten cuidado. Y, lo más importante, a la vuelta me lo cuentas todo, si no quieres que tu mamá se entere de que eres un detective.

2

Juan XXIII era un papa que tenía un sobrenombre, le decían El Bueno. En el barrio, a una cuadra de mi casa, Juan XXIII era el nombre de un parque alargado que corta varias cuadras, entre las calles Dublé Almeyda y Castillo Velasco. En el parque existe un anfiteatro que casi nunca se ocupa. Fui solo una vez con mi papá a ver una obra de teatro a ese lugar. Era una obra griega y yo tenía la esperanza de que fuera igual que las películas de romanos, pero me equivoqué y me aburrí, aunque no le dije nada a mi papá para no decepcionarlo.

Cuando entré al parque, un automóvil elegante se detuvo en la calle. Bajó un hombre alto y muy serio que se acercó hasta mí. Me preguntó no muy convencido:

—¿Usted es el detective?

Para tranquilizarlo, le respondí enseguida, sin titubear:

—Señor Malverde, yo sé que le parezco un poco joven para la profesión, pero estoy bien calificado y tengo buenos antecedentes...

El hombre, sin mover un músculo de la cara, me detuvo y dijo:

—No soy el señor Malverde, soy su chofer; él lo espera en el auto. Prefiere conversar allí, es más privado —indicó el auto estacionado un poco más allá.

Volvimos por el camino de piedras hasta la entrada del parque. Subí por la puerta trasera y me encontré cara a cara con Chucho Malverde. Se parecía a mi papá; tenía más o menos la misma edad, pero en versión desordenada, con la ropa colorinche sin planchar y despeinado, como Albert Einstein.

—Harto joven para ser un detective —fue lo primero que dijo Chucho recostado en el asiento, tomando una copa de un bar que salía del respaldo del asiento delantero. Debía estar cerca de los cincuenta años, pero pretendía verse mucho más joven con bluyines y unas enormes botas rojas de vaquero. Cuando me quedé pegado mirando las botas, él dijo:

—Son de cuero de serpiente del desierto de Sonora.


No tenía idea de qué estaba hablando, pero puse cara de entenderlo todo. Prosiguió:

—Tenía guardado un recorte de diario donde un tal Quique Hache ofrece servicios de detective, supongo que eres tú.

—Él mismo —respondí con algo más de confianza para disimular mejor.

—Entonces, tengo un trabajo para ti. La única forma de explicarte el asunto es que me acompañes al Club Ecuestre de La Reina. No es muy lejos.

—¿Ahora? —pregunté.

—Te llevamos y te traemos de vuelta hasta aquí.

El automóvil era gigante y poderoso. Aceleró por las tranquilas calles de Ñuñoa ese domingo por la tarde. El aspecto relajado y desordenado de Chucho me daba confianza. No parecía un millonario. Mientras subíamos hacia La Reina me resumió su vida.

Su papá, don Aladino Malverde, trabajó toda su vida. Comenzó con un pequeño negocio en la Estación Central que luego se convirtió en el primero de los supermercados Orión, que ahora estaban por todas partes. De la pobreza pasó a la riqueza, con mucho esfuerzo y trabajo. Chucho era su hijo mayor y lo educó en los mejores colegios. Cuando terminó la Enseñanza Media, lo enviaron a estudiar a Inglaterra, a un college muy caro y exclusivo donde tenía como compañero de curso al príncipe Carlos de Inglaterra, el mismo al que se le murió la señora en un accidente automovilístico. Chucho nunca fue un buen estudiante, pero se llevaba bien con todo el mundo; tenía muchos amigos y disfrutaba la vida. El príncipe y él compartían la misma pasión: los caballos.

Nunca terminó los estudios, pero se quedó en Inglaterra mucho tiempo, hasta que don Aladino, su padre, lo mandó a llamar de vuelta a Chile por dos motivos: uno, para que se hiciera cargo de la cadena de supermercados junto a su hermano Esteban; y dos, porque según los doctores que lo atendían, a don Aladino le quedaban pocos meses de vida. Chucho no tuvo otra opción y debió regresar a Santiago. Antes de volver a Chile, el príncipe Carlos le regaló una montura impecable y muy cara.

Chucho y su hermano, que sí entendía de negocios, se dividieron la administración de las empresas. De las obligaciones nuevas que adquirió, la única que le gustó fue hacerse cargo del Club Ecuestre en La Reina. La equitación y los caballos eran lo que más interesaba a Chucho Malverde. Todas las tardes subía al club a cabalgar, mostrando la montura inglesa que le regaló el príncipe Carlos, a quien él llamaba «Charles».

El automóvil comenzó a subir por avenida Larraín, hacia la cordillera. La montaña era un gigante tremendo, manchado de nieve en la cima. De pronto, el automóvil dobló, enfrentó un portón que se abrió automáticamente y entró. En el interior, el terreno era plano pero con distintos niveles; había canchas de pasto y árboles por donde cabalgaban jinetes. Abajo se veía la ciudad de Santiago cubierta por el smog.

—Quiero mostrarte algo —dijo Chucho cuando bajamos del auto. Caminamos por detrás de una casa hacia otros patios llenos de jardines. Nos detuvimos en una placa de cemento. En el lugar, la tierra estaba removida y había una fosa apenas cubierta con una sábana de plástico amarilla. Chucho abrió los ojos, respiró profundamente, y luego de botar el aire dijo:

—Desde hace tres días, esta tumba está vacía.

3

En ese momento tuve un pensamiento absurdo, de esos que solo se tienen cuando uno no entiende nada: me imaginé a Chucho Malverde enseñándole a bailar cueca al príncipe Carlos de Inglaterra. Chucho se dio cuenta de que yo estaba en la luna y trató de ordenar sus ideas para explicármelas mejor:

—Hace cincuenta años, los equitadores chilenos eran muy buenos, respetados y famosos en el mundo. Uno de esos jinetes comenzó a entrenar a un caballo para una prueba especial de salto de altura. Se preparó durante dos años hasta que una tarde en Viña del Mar, en una prueba de equitación importante, intentó romper el récord mundial de salto a caballo. En el segundo intento, pasó los 2,47 metros de altura y logró el primer récord mundial para Chile y el único hasta el momento. El jinete era un capitán del ejército llamado Alberto Larraguibel y el caballo se llamaba Huaso. Los dos se hicieron famosos. En todo el mundo, hasta hoy, el récord no ha sido superado. El capitán siguió su vida deportiva, participó en competencias, incluso en las Olimpíadas y, finalmente, murió en 1989. Huaso, el caballo, también tuvo una larga vida; pasó a retiro y vivió descansando en los patios del regimiento de Quillota, donde murió en 1961.

Chucho hizo una pausa y el pelo se le alborotó aún más con el viento cordillerano de esa hora de la tarde. Todavía no lograba entender por qué Chucho me contaba estas historias de caballos, ni por qué me había llamado. Pero sabía que lo más indicado era callarme y escuchar lo que tenía que decir:

—Hace cuatro años, solo meses después de que yo volviera a Chile desde Inglaterra, me hice cargo del Club Ecuestre. Entonces, con el directorio del club decidimos que debíamos homenajear al caballo Huaso, el caballo más famoso del país. La mejor forma de hacerlo fue pidiendo permiso al Ejército y a las autoridades para trasladar los restos del caballo desde el cementerio de animales en el regimiento de Quillota. Los trámites tardaron mucho y, finalmente, dos años después, lo enterramos aquí mismo, debajo de esa placa recordatoria, con una ceremonia muy bonita —contó Chucho nostálgico.

—Todavía no entiendo... —traté de decir algo.

—Hace unas semanas comenzamos a recibir amenazas.

—¿Amenazas de quién? —pregunté.

—Cartas anónimas firmadas por un grupo de protección de animales llamado «Furia Verde». Alegaban contra el trato que le dábamos a los caballos aquí en el club. La amenaza no nos pareció importante, hasta hace tres días, alguien entró al club durante la noche, desenterraron los restos de Huaso y se los robaron.

—¿Me está diciendo que se robaron los huesos de un caballo? —dije abriendo los ojos.

—Así fue —respondió tristemente Chucho—. Dejaron panfletos firmados por «Furia Verde». Imagínate el escándalo que habrá cuando los diarios se enteren. Los restos de Huaso son una reliquia histórica. Por eso te llamé a ti, para que los encuentres.

Tragué saliva. El rompecabezas se armaba poco a poco.

—A ver si le entiendo, don Chucho...

—Chucho nomás, no estoy tan viejo.

—¿Quiere que busque lo que queda de un caballo muerto para volverlo a enterrar?

—No pues, no es cualquier caballo. Como te dije, se trata de una gloria del deporte nacional que no se puede perder.

Siempre que aparecía Sergio Livingstone en la televisión comentando los partidos de fútbol, mi papá decía: «Don Sergio es una gloria del deporte nacional». A Livingstone, a pesar de la edad, le decían Sapo, no porque hablara demasiado, sino porque, cuando joven, era el mejor arquero del fútbol chileno. Livingstone siempre atajaba la pelota, y por eso se convirtió para siempre en una gloria nacional.

4

El chofer de Chucho Malverde me dejó al comienzo de la calle Juan Moya, donde estaba mi casa. Bajé caminando por la cuadra, pateando un tarro de café vacío, meditando todo lo que había ocurrido.

Tenía un nuevo caso en mis manos.

Antes de llegar a mi casa, el Negro Molina me detuvo alzando una mano, como los carabineros cuando detienen un auto en la carretera. El Negro era el guardia de la cuadra. A todos los vecinos les caía bien porque era trabajador, empeñoso y alegre. El Negro tenía su oficina en la esquina: una caseta de guardia de seguridad, estrecha, decorada con fotografías de Colo-Colo y de Rafael de España, su cantante preferido. Molina decía que estaba hecho para ese trabajo porque nunca dormía; tenía una enfermedad que solo le permitía dormir dos horas diarias. Trabajaba incluso la noche de Año Nuevo. Después de las doce, de los abrazos y brindis, los vecinos salían a saludar al Negro. Era flaco y atlético. Una vez contó que fue elegido «Míster Chile» en una discoteca de Horcones. El Negro era mi amigo, aunque un amigo interesado, porque su principal preocupación era, además de no quedarse dormido por las noches, Gertrudis Astudillo. No era tonto; ganándome tenía pavimentado el camino hacia la Gertru. Ambos lo sabíamos.

—Momentito —me dijo. —Tienes que hacerme una paleteada, Quique, la última, te lo prometo—. De la camisa extrajo un sobre color verde con el nombre de Gertrudis Astudillo subrayado. —Para la Gertru, de parte mía.

—¿Y por qué no se lo entregas tú? —lo dije solo para molestar.

—No es lo mismo. La Gertru está enojada conmigo porque no la invité al cine el domingo pasado.

—Está enojada porque te vieron en el cine acompañado de la enfermera del Policlínico de Avenida Grecia.

—Cómo se te ocurre, nada que ver —dijo el Negro Molina, pero olía a mentira por todas partes.

Aunque mujeriego, el Negro era una buena persona. No tuve otra opción y me llevé su carta de amor y arrepentimiento.

Cuando recién llegó a trabajar como vigilante, la Gertru se derretía por el Negro Molina. Un 18 de septiembre, los vecinos cerraron la entrada del pasaje, instalaron bancos y mesas de madera y prepararon un asado. No recuerdo si alguien se lo pidió al Negro o si fue por iniciativa suya, pero cantó una canción de Rafael de España a todo pulmón. Tal vez no era lo más adecuado para cantar en un Dieciocho, pero nos sorprendió a todos. Su voz era impresionante y daba gusto escucharlo. Parecía que llevaba un parlante sintonizado en la garganta. Desde ese día, la Gertru tomó una decisión: se autoproclamó mánager artístico del Negro Molina. Intentaron presentarse en alguno de los canales de televisión, en concursos y festivales, pero no tuvieron suerte.

El lunes de la semana anterior, le contaron a la Gertru que habían visto al Negro del brazo de esa enfermera. Fue suficiente. Gertru rompió la fotografía de Molina y dijo con una voz que daba miedo:

—Al Negro lo borré de mi lista.

5

Llegué a comer a la casa. Me preparé un sándwich de lechugas con queso y un vaso de jugo. Tenía hambre. No sabía por dónde empezar la investigación para encontrar los huesos o lo que quedara del caballo muerto. Era domingo y en la casa todo andaba extremadamente lento. Mientras comía en la cocina, llegó la Gertru y me llenó de preguntas que respondí evasivamente. Al final, ella miró hacia el techo, suspiró y dijo:

—Ese Chucho Malverde es un playboy.

No entendí en seguida lo que significaba ser un playboy. Parecía algo bueno, pero no decente. Mientras tanto, ella vació leche y chocolate en polvo en un vaso, batió bien y añadió un poco de crema. Me ofreció el vaso obligándome a beberlo; según ella tenía que alimentarme. Volvió a mirar al cielo de la cocina como si hablara a una cámara de televisión ubicada en lo alto y dijo que si yo seguía trabajando como detective privado, se moriría de los nervios. Ambos nos inscribimos en el curso de detective por correspondencia, pero ella estaba arrepentida.

Igual aceptó ayudarme. Revisamos en la guía de teléfonos, pero además de la Sociedad Protectora de Animales, no encontramos nada como «Furia Verde». Si existía un grupo llamado así, probablemente mantendrían escondidos los huesos robados y los ocuparían para pedir un rescate o para hacerse publicidad más tarde.

Entonces, a la Gertru se le ocurrió visitar a Conchita Ossa, su profesora de teatro, una vieja actriz que alguna vez apareció en la televisión, aunque según la Gertru nunca más la volvieron a llamar por motivos políticos. Conchita fue famosa en el teatro de los años cincuenta y en los inicios de la televisión en el país. Ahora vivía en una casa vieja de Ñuñoa, en una callecita corta y tranquila, casi al llegar a Pedro de Valdivia.

Subimos a un colectivo que se fue recto y rápido por Avenida Irarrázaval. Diez minutos después, estábamos en la entrada de la calle Capitán Orella. Solo entonces me acordé del sobre que llevaba encima, la carta del Negro Molina para la Gertru. Cuando se la entregué ella abrió los ojos, pero no dijo nada y fingió indiferencia.

—La leeré después, cuando tenga tiempo. El Negro no merece que gaste mis ojos en él —dijo Gertru con decisión.

Golpeamos a la puerta de una casa de cemento, oscura y misteriosa, con enredaderas cubriendo algunas paredes. Nos abrió la empleada, una señora que, después supimos, venía de Iquitos, un lugar apartado del Perú. Hablaba bonito y tenía cara de gato. Nos llevó hasta un living que olía a cera de piso, con paredes llenas de fotografías donde aparecía, en casi todas y en diferentes épocas, la dueña de casa, Conchita Ossa. En una aparecía con Frank Sinatra, el cantante, tomados del brazo en una calle de Nueva York. Sinatra llevaba un divertido sombrero y sonreían a la cámara con esa mirada inmóvil del pasado.

De pronto apareció Conchita Ossa, la misma de las fotografías, pero con un siglo más de vida. Llevaba un vestido largo y ancho, estilo árabe. Era teatral para hablar y moverse. Se parecía vagamente a esas fotografías clavadas en la pared. La Gertru la trató con respeto y cuando me presentó, la señora Conchita me apretó una mejilla con dos de sus dedos fríos y flacos.

—La venimos a molestar, señora Conchita —dijo la Gertru—, queremos que nos dé algunos datos de una época pasada.

—En eso soy experta —respondió ella—, soy un museo que camina, eso es lo que soy... —indicó la fotografía que yo había mirado en el centro de la pared—. Ahí estoy yo con Frank en New York City, los dos jóvenes, riéndonos de la vida. Les voy a contar un secreto: Frank todavía me escribe. Solo ustedes lo saben, porque su señora moriría de celos si se entera.

Ni la Gertru ni yo le recordamos que Frank Sinatra llevaba muerto varios años. Como se estaba oscureciendo y la lluvia amenazaba con volver con más fuerza, la interrumpí y le pregunté directamente lo que quería saber.

—¿Conoció usted a Alberto Larraguibel, un conocido equitador chileno de fines de los años cuarenta?

Ella me miró como si hubiera visto una mosca en medio de una torta de novia.

—Conocí a todo ese grupo, a Larraguibel, a Izurieta, a Montti, a..., no me acuerdo del nombre de ese otro, pero a todos. Eran muy famosos en esa época y mi papá los invitaba siempre a la casa porque le gustaban los deportes menos el fútbol, porque lo consideraba indecente. Fíjense ustedes que...

—Sobre el capitán Larraguibel... —traté de apurar la conversación.

—Era un amor ese capitán, venía del sur, de Angol, era tímido, pero muy buen jinete. Se hizo famoso cuando saltó con un caballo. No me acuerdo del nombre del caballo...

—Huaso.

—Qué feo nombre para un caballo, ¿no creen? Pero, bueno, logró saltar una altura tremenda, el salto más grande del mundo en caballo y, desde ese día, se hizo famoso.

—¿Se acuerda del salto?

—Poco, yo era muy jovencita en esa época. Recuerdo que fue en Viña del Mar, porque mi papá asistió a esa competencia como espectador y llegó a la casa contando que ese caballo volaba al saltar. Al día siguiente la hazaña salió en todos los diarios. Me acuerdo de todo esto porque fue cerca de mi cumpleaños, a comienzos de febrero. Yo recién cumplía diecinueve años.

—Y... —traté de hablar, pero Conchita me detuvo.

—Antes de que se hiciera famoso, un año antes, hicimos una fiesta aquí en la casa. Debió ser enero de 1948. A la fiesta llegó todo el mundo, entre ellos, equitadores como Larraguibel, aunque en ese momento todavía no era famoso... —pareció acordarse de algo y, sin decir nada, se levantó del sillón, abrió un mueble cerca de la pared y eligió un álbum de fotografías con tapa de cuero que olía a remedio. Revisó las fotografías sin decir una palabra, concentrada. La Gertru me miró y se encogió de hombros, sin entender. Entonces, pareció encontrar lo que buscaba. Nos alcanzó el álbum para que pudiéramos ver mejor la fotografía que indicaba con un dedo. Aparecía ella en el centro, bonita, sonriente y muy joven, con el pelo largo, rodeada de cinco hombres, tres de los cuales estaban vestidos con uniforme. Todos la abrazaban y ella parecía disfrutar en medio de ellos. Uno de los equitadores de la fotografía, nos dijo, era Larraguibel, un poco más serio que el resto.

La señora Conchita nos sirvió una taza de té. Escuchamos sus quejas sobre la televisión actual, donde no tenía cabida. Nos contó de su paso por Hollywood y de su pelea con una actriz llamada Dolores del Río. Luego se cansó de hablar y se quedó en silencio. Aprovechamos ese momento para despedirnos, agradeciéndole la información y la taza de té.

De regreso en el colectivo, la Gertru comenzó a leer disimuladamente la carta del Negro Molina. Cuando caminamos por calle Juan Moya, pasamos cerca de la caseta de vigilancia, pero la Gertru desvió la mirada.

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