Kitabı oku: «Quique Hache - El caballo fantasma», sayfa 2
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Al día siguiente, la Gertru se enojó conmigo porque le dije que el Negro estaba loco por ella. Me contestó que una cosa era que fuera mi nana desde que abrí por primera vez los ojos en este mundo y otra muy distinta, que yo defendiera al Negro. Sus asuntos con él los resolvía ella y no necesitaba mis consejos. Por último, me dijo que si quería seguir de detective, que lo hiciera solo, porque no estaba dispuesta a ayudarme. Y hasta ahí no más llegó la conversación.
Como aún estábamos en mitad de las vacaciones de invierno, León llegó a almorzar a la casa y hambriento se comió dos platos de charquicán y un sándwich de tomate, pavo y mayonesa. León y yo éramos amigos desde el verano pasado. Le conté todo sobre mi nuevo trabajo de investigación y quedó muy impresionado, con ganas de ayudar. Nos echamos sobre la alfombra del living de la casa. Mi mamá estaba orgullosa de su alfombra persa, pero debajo de ella encontramos una pequeña etiqueta que decía «fabricado en Vicuña». Nadie en la casa se atrevió a decepcionar a mi mamá porque había pagado mucho por ella. La Gertru, que seguía enojada, se fue a mirar la teleserie brasilera de las tres de la tarde.
Por más que pensamos, ni León ni yo supimos por dónde empezar a resolver el robo de los huesos del caballo. Para León, era simplemente el fantasma del caballo que se había escapado de su tumba.
Marqué el teléfono del Club Ecuestre de La Reina. Después de hablar con varias secretarias, me derivaron al guardia de la entrada.
—Quisiera saber si usted estaba de turno la noche del robo —pregunté directamente. Al otro lado, alguien pareció asustarse con la pregunta.
—¿Quién habla?
—Quique Hache, detective privado.
Hubo un silencio de hospital que se podía interpretar de dos maneras: o se reía o había preocupación.
—¿Para qué sería? —preguntó tímidamente la voz al otro lado.
—Don Chucho me encargó hacerle algunas preguntas a los empleados del club.
—Solo tengo el turno de día. Por la noche se queda don Anselmo. Yo no tuve nada que ver, no estaba de turno cuando ocurrió el... robo —dijo «robo» como si no lo creyera o le costara reconocerlo.
—Entonces, ¿usted no tiene ningún antecedente? —pregunté.
—Le diré algo, aquí los empleados del club tienen un poco de miedo por lo que ocurrió.
—¿Por qué?
—Dicen que el predio tiene fantasmas. Han escuchado galopar a un caballo las últimas noches.
—¿A qué hora ubico al guardia de la noche?
—Al pobre viejito, después del robo, lo despidieron del trabajo, le echaron la culpa a él. Aquí todos querían mucho a don Anselmo.
—¿No sabe dónde vive?
—En los libros de registro aparece una dirección, si quiere la busco —hizo una pausa y se escuchó cómo pasaba las páginas. —Acá está. La dirección es en Peñalolén.
Anoté los datos y colgué el teléfono. Preferí dejar a León mirando una película en el cable. Salí de la casa y caminé hacia Avenida Grecia, pero el Negro Molina me detuvo. Tenía cara de cebra. Antes de saludarme, dijo:
—Cuéntame, Quique, no me dejes así.
—La Gertru se vuelve loca por ti, Negro, lo que pasa es que con sus clases de actriz finge indiferencia —le mentí.
—Sabía que era eso, yo le gusto —dijo con una media sonrisa.
—Espera a que se le pase el enojo.
El Negro pareció alegrarse:
—Se le va a pasar —me dijo, y la cara se le encendió como una ampolleta. A mí me dio un poco de pena, pero continuó:
—Ya vas a ver cuando me vea en el ¿Cuánto vale el show? —dijo.
—¿En dónde?
—En ese programa de la televisión donde buscan cantantes. El ganador graba un disco y lo convierten en estrella. Cuando gane el concurso, la Gertru va a estar orgullosa de mí.
No creí mucho lo del programa. Sabía que el Negro siempre postulaba pero nunca quedaba. Tampoco tenía tiempo para escucharlo todo el día.
—Tienes toda la razón, Negro, qué bueno —le dije, y me fui dejando que soñara con las luces de un estudio de televisión.
7
Peñalolén se encuentra en los faldeos de la cordillera. Allí se acaba la ciudad de Santiago de Chile y comienza, de pronto, la montaña. Hay barrios bonitos, algunos elegantes, con árboles en las veredas y jardines. Pero también hay poblaciones con casas pequeñas y estrechas. Las calles no están pavimentadas y las canchas de fútbol no tienen nada de pasto; hay muchas botillerías y las torres eléctricas se levantan en medio de las plazas. Los condominios elegantes y bonitos están muy cerca de las poblaciones pobres, separadas por murallas. Los de las casas bonitas no ven con buenos ojos a los del otro lado de la muralla. Viven juntos, pero separados.
En un extenso terreno había un campamento donde vivían los más pobres, los que no tenían siquiera una casa. Dicen que la gente pobre es más alegre y feliz. Yo no estoy seguro. Escuchan radios bulliciosas y celebran las fiestas y cumpleaños todos juntos, pero la vida en un campamento es dura. El invierno pasado el colegio nos llevó a ayudar a ese campamento. Había temporal y las casas de cartón, con tablas delgadas de cajones de manzana y ventanas de polietileno, no resistían el viento y volaban por la noche. Ese día, los vecinos nos recibieron y nos agradecieron la ayuda. Mientras yo miraba esas viviendas frágiles, un tipo que debía tener cinco años más que yo, unos veinte, se acercó y me dijo con rabia:
—Ahora te puedes ir tranquilo a tu casita donde tienes estufa, comida y tele.
Así conocí al Bombo. Al principio nos caímos mal. Él era pobre y yo tenía más que él. Pero inmediatamente nos dimos cuenta de que teníamos algo en común: nos gustaba el mejor equipo de fútbol del país, Colo-Colo. Entonces, por arte de magia, todo cambió entre nosotros y el ser albos de corazón nos unió para siempre. Al Bombo lo llamaban así porque tocaba el bombo en el estadio, en medio de la Garra Blanca, la barra oficial del equipo. Un día, en una micro, le robaron el bombo y los barristas del otro equipo le dieron una paliza. Bombo salió en los diarios y fue un héroe durante meses, pero nadie le devolvió su instrumento. El sobrenombre no se lo quitaron. Comenzamos a ir juntos al estadio Monumental a ver al equipo, pero él no tenía el entusiasmo de antes; sin el instrumento se sentía inútil. Así y todo, y aunque él ya no lo hacía, Bombo me enseñó muchas groserías para gritar arriba del tablón del estadio. Cuando una vez le pregunté por qué había cambiado, me respondió: "Parece que crecí". En parte tenía razón. Recién acababa de ser padre y estaba obligado a trabajar para alimentar a su hija que, por supuesto, se llamaba Alba María. Cada vez que el Bombo se acordaba de ella, ponía cara de ñandú. Vivía con su mujer en una de esas casas frágiles del campamento, al frente de la casa de su mamá, atrás de la de su hermano y al lado de la de su padrino. El Bombo trabajaba en distintas ocupaciones temporales. Me había llamado hacía unos días para contarme que estaba feliz porque había sido contratado hasta fines de año en una viña en Quilín, al sur del campamento. El trabajo era relajado y por las tardes se desocupaba temprano. Por eso lo encontré enseguida cuando llegué esa tarde de invierno.
Bombo le dio un beso a Alba María y bajamos juntos, buscando la casa de don Anselmo Cherino.
8
Recorrimos calles y pasajes desordenados. Algunas calles terminaban misteriosamente en la nada y debíamos volver a empezar la búsqueda por otro lado. Por fin encontramos el pasaje 4, que llevaba anotado en un papel. La casa era como todas las demás, de madera, baja, con un cerco por delante donde se leía el nombre de un candidato de unas elecciones pasadas. Golpeé la puerta y después de un rato apareció un hombre viejo.
Cuando nos acomodamos dentro de la casa, don Anselmo dijo:
—A mí siempre me gustaron los caballos, por eso le tenía cariño a mi trabajo en el Club Ecuestre. Son animales muy inteligentes.
Se veía triste, abatido, enfermo. Recién había quedado sin trabajo. Dijo que no tenía parientes en Santiago, solo un hermano enfermo en Quillota. Recibía plata de una antigua pensión, pero no le alcanzaba para vivir. Tenía algunos ahorros con los que sobreviviría por ahora. Le pregunté por la noche del robo y si estaba enterado de los anónimos firmados por la «Furia Verde».
—Parece que llamaron varias veces por teléfono a don Chucho. Nos acusaban de maltratar a los animales, pero eso no era verdad, no lo hacíamos, a mí me consta. Don Chucho se preocupó y llamó a los carabineros, pero no encontraron ningún grupo con ese nombre.
Don Anselmo se levantó. Puso la tetera en la cocina y se preparó un mate con toronjil que luego Bombo rechazó amablemente y me lo ofreció a mí. Para que no se molestara, lo acepté. Hacía años que no tomaba mate y los ojos se me llenaron de lágrimas, no porque me hubiera emocionado, sino porque me quemé la lengua. Cuando me recuperé, le pregunté:
—¿Qué pasó la noche del robo?
—Estuve en la portería. La verdad es que yo no escuché nada. Los perros no ladraron. A cada hora me daba una vuelta por todo el recinto con mi linterna, pero nunca pensamos que nos robarían, y menos esos huesos. ¿A quién le podría servir llevarse algo así? Al día siguiente encontramos el hoyo de tierra y papeles firmados con eso de «Furia Verde». Esa misma tarde, don Chucho me llamó a su oficina y me comunicó que estaba despedido. Lo había decidido el directorio, él solo cumplía órdenes, me dijo. Quedé sin trabajo justo ahora que tengo que hacerme unos exámenes médicos en el hospital. Pero lo que más echo de menos es estar cerca del predio y ver a los caballos, respirar el aire fresco de allá arriba.
No dijo nada más. Nos quedamos en silencio. Muy cerca de allí, en la radio de una casa vecina, escuchamos la música de Myriam Hernández, que amargaba más el ambiente.
9
Bajamos por Tobalaba, por la orilla del canal San Carlos. Nos olvidamos un momento de don Anselmo y comenzamos a hablar de fútbol, nuestro tema preferido. Discutimos lo mal que estaba el equipo esa temporada, la mala racha, la sequía goleadora y los posibles refuerzos para el próximo año. El sol apareció tímidamente y cayó detrás de las nubes negras e hinchadas de agua. Empezó a oscurecer.
Fue Bombo quien se dio cuenta y de pronto me advirtió:
—No te des vuelta ahora, pero desde hace un rato nos sigue una camioneta.
Miré disimuladamente. Era una camioneta gris, maciza, que nada tenía que ver en aquel paisaje de calles polvorientas. Avanzó lentamente detrás de nosotros. Bombo tomó la iniciativa y buscó con la mirada los cercos más bajos entre las casas que teníamos adelante. Cuando encontró el apropiado, un patio largo de cerco bajo, me empujó hacia delante. Corrimos y saltamos el cerco. Fue fácil pasar hacia el otro lado, pero enseguida vimos que desde la camioneta bajaban dos hombres altos y rubios que nos siguieron. Ni Bombo ni yo esperábamos algo así. Subimos al techo de un gallinero y saltamos hacia el patio siguiente. Por el ruido de tablas rotas supimos que los dos hombres seguían persiguiéndonos. Bombo corría más rápido y yo apenas lo podía seguir. Saltamos unos tablones. Por debajo pasaba un hediondo zanjón, y al otro lado nos encontramos con una cancha de fútbol barrosa y húmeda. Ya estaba oscuro. Me resbalé y caí. Bombo me ayudó y finalmente atravesamos la cancha. No veíamos nada y solo seguimos las luces de la calle. En ese momento quedamos los dos paralizados; a nuestras espaldas oímos dos disparos. Desesperados, y a pesar de que ya respirábamos con dificultad, seguimos corriendo.
—Nos están disparando —le grité a Bombo, aunque era evidente que eso ocurría. La calle por delante estaba vacía y mal iluminada. A lo lejos, detrás de nosotros, se veía Santiago. Al final de la cuadra nos encontramos con un botadero de fierros. Había cerros de fierros oxidados y amontonados como un cementerio. Bombo saltó el cerco y yo lo seguí. Nos escondimos debajo de un camión desguazado. Escuchamos a los dos hombres saltar el mismo cerco. Y luego nada más. Bombo y yo nos doblamos debajo de los fierros del camión. Entre los escombros, vi a uno de los hombres que revisaba el lugar con una pistola en la mano. Pero sabíamos que eran dos. Bombo me hizo una señal y nos arrastramos por debajo como serpientes. Delante nuestro había un portón que conducía a otro patio. Tratamos de no hacer ruido. Cuando llegamos al portón, el otro hombre apareció desde el pasillo de fierros del fondo. Era tremendo, con el pelo corto y rubio. No pude moverme. Se acercó, me miró directamente a los ojos y dijo:

—Hache —luego sonrió como en las películas, cuando el malo sonríe porque se sabe ganador. Miré hacia delante y no encontré a Bombo. El rubio me apuntó con su pistola. Estábamos solos, él y yo en ese pasillo de fierros. Quedé completamente paralizado y con ganas urgentes de ir al baño. El rubio solo dio dos pasos y enseguida escuché un ruido como si una bolsa de agua se estrellara contra una pared. El hombre cambió la cara por una de pez globo. La sangre me bajó a cero grados. El rubio cayó hacia delante, como cuando cortan un árbol alto; se desplomó a pocos centímetros de mis zapatos.
Por detrás apareció Bombo con una cañería en la mano. Le había dado duro.
—Vamos —dijo.
Corrimos hacia la salida. Pero en la oscuridad, al otro extremo del recinto, explotó una luz y escuchamos el disparo. Bombo se dobló y cayó de rodillas. Tenía una herida en el estómago y la sangre le mojó la camisa y el chaleco. Se levantó apretándose la herida con los dedos y siguió corriendo. Llegamos hasta el siguiente patio, que terminaba en una casa de madera. Escuchamos cantos religiosos en su interior. Era el patio de una iglesia evangélica. Buscamos la puerta. Bombo comenzó a desacelerar la carrera, perdiendo fuerzas. No se veía bien. Tenía la cara pálida y los ojos muy abiertos. Adentro del templo, un pastor y algunos vecinos practicaban cantos para los servicios del próximo sábado. Pedí ayuda, desesperado. Bombo alcanzó a dar los últimos pasos y cayó en una banca de madera. Tenía todo el chaleco manchado de sangre.
Cuando escuchamos las sirenas de la ambulancia, Bombo recobró el conocimiento. Hizo que me acercara y dijo:
—Arráncate ahora, Quique. Voy a estar bien, pero si te ven conmigo, los pacos te van a llenar de preguntas.
Tenía razón. Me aparté disimuladamente y me escabullí entre los vecinos. Salí del templo de madera y comencé a bajar por Peñalolén, mareado, con sentimiento de culpa y de miedo.
10
Llegué agotado a mi casa. Temblaba de frío. Tenía la ropa llena de barro. Casi no pude dormir esa noche. Al otro día llamé al hospital El Salvador. Habían operado a Bombo para sacarle la bala. Se recuperaba bien, pero debía permanecer internado dos semanas.
Ese día amaneció despejado, aunque algunas nubes comenzaron a bajar después del mediodía. En la casa no conté nada de lo ocurrido, ni siquiera a la Gertru. Me encerré toda la mañana en mi dormitorio para tratar de pensar mejor. Redacté una carta de renuncia dirigida a Chucho Malverde. Por supuesto que no le decía que me había acobardado. Inventé la peor de las excusas de un detective adolescente: no podía seguir porque en una semana más comenzarían las clases en el colegio y no tendría tiempo para ocuparme de la investigación. Redacté tres veces la carta, hasta que quedó con menos faltas de ortografía.
La Gertru y yo almorzamos en la cocina, pero ninguno de los dos quería hablar. Ella encendió la televisión. En medio de la teleserie de la tarde, mientras daban comerciales, anunciaron ¿Cuánto vale el show? Mostraron los ocho seleccionados de la competencia para elegir a un cantante. Entre el cuarto y el sexto, vimos en la pantalla la cara del Negro Molina. Lo escuchamos cantar tres segundos una canción de Rafael de España antes de pasar al próximo seleccionado. La Gertru y yo quedamos atónitos, inmóviles frente a la pantalla. El Negro lo había conseguido. En tres días más estaría en el estelar compitiendo para que lo viera todo el país. Si ganaba, se haría famoso, dejaría su trabajo de cuidador de la cuadra y se casaría con la Gertru. A ella, los ojos se le cayeron después de ver al Negro. Puso cara de tórtola. Aunque todo parecía absurdo y chistoso, yo no pude reír; tenía mis propias preocupaciones.
Miré la cuadra hacia arriba y hacia abajo toda la mañana desde mi ventana para comprobar si me vigilaban, si había una camioneta estacionada. Pero nada sucedió.
—A ti te pasa algo, te conozco —adivinó la Gertru cuando me levanté por cuarta vez.
—A mí, nada —mentí.
Mi mamá llegó temprano, se lavó las manos y entró a la cocina, donde seguíamos enganchados en un programa de televisión.
—¿Qué pasó con Chucho Malverde? —dijo de pronto mi mamá.
El corazón me dio un salto; había sido descubierto y el peor de los castigos me esperaba. Estaba perdido. La Gertru tartamudeó. No aguanté más y dije:
—Te lo explicaré todo, mamá. El año pasado leí en una revista que ofrecían un curso de detective por correspondencia.
Mi mamá arrugó la cara y dijo:
—¿Qué tiene que ver eso con lo que te pregunté, Quique?
—Mucho —respondí.
—Señora... —trató de intervenir Gertru en mi defensa.
Mi mamá dejó La Segunda sobre la mesa.
—No sé si hablamos de lo mismo —dijo mi mamá—. Me refiero a Chucho Malverde, el dueño de los supermercados Orión.
—No tuve nada que ver con el asunto, señora, se lo prometo —se arrepintió cobardemente la Gertru.
—Cómo ibas a tener que ver —dijo mi mamá e indicó el diario: «Fallece en un accidente automovilístico Chucho Malverde, hijo de Aladino Malverde, fundador de la cadena de supermercados Orión».
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