Kitabı oku: «Rallo»

Yazı tipi:

A Fran Rivera.

PRIMERA PARTE
1

Martín Palco me invitó a conocer el barrio que rodeaba la pensión donde vivíamos. Al final del recorrido llegamos a una cancha de fútbol, fea, de tierra seca, producía terror imaginarse a los jugadores corriendo y cayendo. La llamaban Pedregal o Dreve Bajo, estaba a los pies del cerro, limitaba con un canal que aparecía y luego se hundía debajo del suelo.

Nos esperaba un grupo de niños que se acercaron a saludar a Martín. Más atrás venía un hombre alto, de casi dos metros, de barba negra, a quien llamaban Lazca, parecía enojado. Siempre daba la misma primera impresión, pero no era así. Lazca era ruso, sus padres en realidad lo fueron. En la ciudad vivían descendientes de las más diversas nacionalidades que llegaron a poblar el sur de Chile hacía un siglo o más: italianos, alemanes, suizos, belgas, españoles y algún ruso. Lazca nunca quiso confesar su verdadero nombre, explicó que era impronunciable así que prefería abreviarlo a Lazca.

Martín señaló a los niños gritones alrededor suyo y dijo:

—Te presento al Club de Fútbol Infantil Manuel Neculmán.

Comenzó el entrenamiento en dos grupos, uno dirigido por Lazca, otro por Martín. Si no seguían las instrucciones Lazca levantaba los brazos al cielo y exclamaba desesperado:

—¡Puchinski!

Según algunos “puchinski” era una grosería en ruso que solo entendía Lazca.

El grupo de Martín ensayaba pases con balones o realizaba un circuito de ejercicios.

Hacía un año, mientras Martín paseaba por la plaza al frente del hospital, después de un turno, se encontró al ruso sentado en un banco. Conversaron un rato sobre fútbol, un tema que a Lazca le interesaba más que ningún otro. Me imagino que, como ocurría siempre, Lazca cayó rendido ante el entusiasmo de Martín.

Una semana después recorrieron el barrio conversando con los padres para invitar a sus hijos a formar un equipo de fútbol infantil y participar en el campeonato. De esa forma lograron inscribir jugadores para dos equipos, en dos categorías.

El primer año los resultados fueron discretos, apenas destacaron, aunque quedaron animados. Al final de la temporada Martín volvió a reunir a los padres. Decidieron conseguir fondos para continuar: organizaron una gran fiesta, luego una rifa, un baile en la sede de la compañía de bomberos. De esa forma compraron camisetas nuevas, balones para entrenar y, lo más importante, arrendaron una pequeña casa, la que sirvió de sede del club y al mismo tiempo se convirtió en el hogar permanente de Lazca, porque, y esto se me olvidó contarlo antes, el ruso era un mendigo o lo fue hasta ese momento. En la plaza frente al hospital donde lo encontró Martín, dormía mirando las estrellas. Se sentía un hombre libre, pero en invierno se sentía un hombre libre con frío. A veces se sentía un hombre libre con hambre. En su nueva casa se duchó con agua caliente y se recortó la barba. Martín le pagó un pequeño sueldo para que se encargara de los implementos del equipo, lavar las camisetas y ayudarlo como Director Técnico.

Esa tarde en que los conocí, después de una hora de entrenamiento en la cancha Dreve, Martín detuvo la práctica para descansar, comer algo y conversar con los niños. Algunos, agotados, se fueron a mojar la cara al canal. Martín se estiró en el pasto, se cubrió con un sombrero y dijo que necesitaba diez minutos para repasar mentalmente las materias de un examen que tenía en el hospital -estaba en su último año de práctica antes de recibirse de médico. Su método de estudio consistía en leer una vez sus apuntes y cuadernos, luego se concentraba, cerraba los ojos y repasaba.

Entonces oímos los gritos de los niños en la orilla del canal. La corriente llevaba una caja de cartón, y algo venía adentro, algo vivo porque desde el interior se escuchaban los aullidos de un animal. La caja apenas se mantenía en la superficie, se hundía y volvía a flotar avanzando aceleradamente por la fuerza de la corriente.

—Adentro va un perro o un gato -gritó uno de los niños.

No era extraño, no tanto, que alguien quisiera deshacerse de su mascota de esa forma cruel, sobre todo cuando comenzaban a molestar, crecían y llenaban de descendientes la casa, por eso las arrojaban a ese canal, a veces amarradas en sacos o en cajas selladas para que se ahogaran.

La caja se mantenía a flote y se negaba a detenerse. Corrimos siguiéndola por la orilla sin atraparla. La corriente era intensa. Martín se adelantó hasta un codo del canal. Se quitó los zapatos y se sumergió en el agua mientras Lazca lo sostuvo con una mano. Cuando la caja pasó a su lado, la atrapó y la lanzó a la orilla. Los niños corrieron y la rodearon. Algo se movía adentro, se quejaba con aullidos de miedo. Cortaron las amarras y abrieron la caja. Aparecieron entonces dos ojos negros en una pequeña cabeza donde se mezclaba el color blanco y el negro. Era un perro pequeñito, con la mirada aterrada, mojado, temblando. No alcanzamos a hacer o decir nada, saltó afuera a una velocidad increíble y escapó. Sus patas parecieron transformarse en ruedas. Nunca había visto correr a un animal de esa forma, tal vez por miedo o porque se dio cuenta de que acababa de salvarse de morir ahogado. Zigzagueante y veloz atravesó la cancha y fue a ocultarse entre arbustos y quilas. Por un momento los niños, Lazca, Martín y yo, quedamos petrificados, sorprendidos por la huida, pero enseguida no paramos de reírnos. Ahí surgieron los primeros indicios del que sería más adelante su nombre de perro vagabundo. Alguien entre nosotros, tal vez uno de los niños, dijo que corría tan veloz como un rayo, ese dato quedó flotando para bautizarlo más tarde.

El entrenamiento siguió sin problemas. Martín dio las instrucciones para ensayar jugadas. Lazca, en la otra mitad de la cancha, exigía abdominales, rezongaba que eran lentos sus jugadores, comían demasiado o eran distraídos. Desde mi puesto, bajo los árboles, vi entre la maleza, más allá de la cancha, justo donde crecían murras y espinillos empolvados de tierra, dos ojitos negros que miraban, ahora menos asustados, tratando de agradecer o incluso de pedir disculpas por lo ocurrido.

Ese domingo fue importante entonces: conocí al Club de Fútbol Infantil Manuel Neculmán y vi por primera vez a Rayo antes de convertirse en Rallo.

2

Llegué a esa ciudad del sur del país en marzo de 1971, donde conocí a Martín Palco. Han trascurrido cuarenta años, ya no soy joven como lo era en esa época. Venía de un pueblo pequeño, perdido a los pies de la cordillera, a una hora de distancia de la ciudad. Conseguí un empleo en el hospital como ayudante de enfermería. Mi trabajo consistía en llevar las camillas, barrer, acarrear la ropa sucia a la lavandería, lavar equipos e instrumentos, es decir, labores menores pero necesarias en un hospital. A esa edad, 18 años, a mí me pareció un excelente trabajo, uno importante incluso, pero, además, fue el primero que tuve y por eso nunca lo olvidé.

Recibí mi primer sueldo después de un mes. Fue una sensación extraña. Mi esfuerzo valió la pena, pensé. La mitad del dinero se lo envié a mi papá por correo con una nota: “Viejo, para tus gastos y necesidades”. Él me escribió rápidamente de vuelta, incluía el total del dinero que acababa de enviarle. Su nota era tan breve como la mía: “Tú te ganaste ese sueldo”.

El trabajo era agotador, a veces con turnos y horarios difíciles. Me aconsejaron arrendar una pieza a unas cuadras del hospital. La dueña de la pensión resultó ser la señora Bauman, de padres alemanes que llegaron a la región a fines del siglo XIX. Era estricta y organizada para llevar su casa, imponía las reglas que se debían cumplir. Los demás pensionistas eran doctores jóvenes del hospital, la mayoría sin familia, internistas o estudiantes de medicina a punto de recibirse. La señora Bauman era implacable: permitía duchas calientes pero sin excedernos en su duración. Las comidas no podíamos dejarlas pasar sin motivo. No aceptaba ruidos molestos, ni groserías en las conversaciones durante el almuerzo. El televisor se desconectaba a las 9.30. La regla principal, no escrita, era que por ningún motivo se le debía llamar de otra manera que no fuera señora Bauman. Algunos sabíamos su primer nombre: Bettina, pero para todos, sin excepción, era “la señora Bauman”. Era soltera y nadie dudaba de que así se quedaría.

En la pensión existía una excepción a algunas de esas reglas y restricciones, una sola: Martín Palco. Martín recibía repeticiones de postres, se duchaba cinco o más minutos que nosotros, tenía la mejor habitación de la casa y, a veces, se le permitía subir una estufa a parafina hasta su dormitorio para estudiar. Los que vivíamos allí nos dimos cuenta enseguida de aquellos privilegios, pero nadie protestaba porque Martín los obtuvo merecidamente. Alguna vez le escuché decir a la señora Bauman que a ella la conquistó con su sonrisa. Era cierto, se trataba de una sonrisa acogedora, una “sonrisa abrazo”, si es que se puede llamar así, con los ojos achinados, contagiaba, daba ánimo y entusiasmaba. Martín Palco caía bien, no a todos, pero sí a la mayoría de los que lo conocían.

Con Martín nos unía un detalle que nos convirtió rápidamente en amigos, a pesar de que él tuviera cinco años más de edad: provenía de un pueblo. Aunque la diferencia era que el suyo era costero, enclavado en el codo de una bahía, una caleta que no salía en los mapas. Con sacrificios sus padres lo enviaron a estudiar medicina a la ciudad. Una vez nos contó, emocionado, que su padre era pescador, o lo fue durante muchos años, pero el mar y el trabajo difícil lo enfermaron, entonces se resignó a mirar desde la costa cómo se embarcaban los demás. La madre levantó un restaurante al frente del muelle con el cual se mantenían y pagaban los estudios de Martín. Su padre era un buen lector de libros, diarios y revistas, tal vez allí estuvo la principal motivación que llevó a Martín a salir de la caleta y estudiar en la universidad. El trabajo en el restaurante, al que el matrimonio se dedicó por completo, permitió que pagara la universidad y esa pensión. Faltaban solo algunos meses para terminar su práctica profesional en el hospital y obtendría su título, lo que llenaba de orgullo a su familia.

3

En el país, cuarenta años atrás, las cosas no estaban bien. Los vecinos se peleaban, pocos se saludaban, siempre alguien discutía por lo que ocurría en Santiago, nadie quería escuchar, solo hablar o gritar. El ambiente era tenso. Tal vez esto ocurre en cualquier país, en cualquier tiempo, pero para mí ocurrió en mi tiempo, es decir, cuando era joven, a principios de la década del setenta. Tengo que ser sincero, la verdad era que yo poco entendía esas discusiones. No tenía ideas políticas, ni siquiera sabía lo que eso significaba o si importaba. No entendía de marchas y manifestaciones que llenaban las calles. Mi papá nunca me enseñó nada de eso, él era un hombre simple, trabajó su vida entera en nuestro pueblito al pie de la cordillera donde ocurría tan poco.

Muchas cosas cambiaron en el país en esos años. No diré si fueron buenas o malas. Cada uno puede revisar la historia para atrás y sacar sus conclusiones.

Una tarde en la pensión de la señora Bauman escuché gritos de dos que discutían descontrolados. Uno era un profesor joven que pagaba una pieza por un mes. El otro era un médico que llevaba más tiempo en la casa. Al parecer la discusión se trabó, se hizo difícil de seguir, los ánimos se calentaron y terminaron a gritos. En ese momento la señora Bauman estaba en misa de siete de la tarde. Los gritos pasaron a feos insultos. El profesor y el doctor se apuntaban con el dedo, uno decía: —Te espero afuera y lo resolvemos.

El otro:

—Aquí mismo te parto la cara.

Al escucharlos bajé pero no supe qué hacer. El profesor y el doctor eran hombres grandes, maduros, no me escucharían si intentaba calmarlos. Entonces apareció Martín Palco. Les habló con tranquilidad y respeto. Hizo sentarse al profesor en un sillón y al doctor en otro. Les pidió tranquilizarse. Uno de ellos, furioso, quiso oponerse a cualquier arreglo. Martín levantó las manos y siguió hablando con la misma serenidad. Les dijo que tenía algo que contarles, que lo escucharan un momento nada más. Acababa de recibir, dijo, hace solo unos minutos, una llamada desde la costa, desde su pueblo, le avisaban que su padre acababa de fallecer después de una breve y fulminante enfermedad. Los que lo escuchamos ese día en el living de la pensión nos quedamos de piedra, tal vez por su tranquilidad. Agregó que su padre pasó su vida entera en una caleta de pescadores, allí conoció a su mamá, se casó con ella y luego se dedicaron al restaurante. Su papá, dijo para terminar, nunca discutió con nadie y de esa forma fue medianamente feliz. No dijo nada más. Enseguida se levantó y se fue a su pieza a preparar un pequeño bolso para acudir al funeral, mientras cada uno de nosotros, incluidos los que discutían, nos sentimos verdaderamente avergonzados y nos retiramos en silencio sin decir nada más.

Esa tarde lo fui a dejar a la terminal de buses.

Antes de subir al bus, con sus ojos achinados, pero tristes, Martín dijo:

—Mi viejo no alcanzó a verme recibido de doctor.

Mientras estuvo ausente ocurrieron algunas cosas importantes en el barrio.

Encontré a Lazca, el ruso, en la plaza frente al hospital, adonde muchos vecinos pasaban las tardes conversando. Hablamos de fútbol por supuesto. De un morral destripado hizo aparecer un enorme sándwich de queso y mortadela, era su almuerzo. En ese momento vimos llegar al perro que rescató Martín del canal unos días antes. Lazca lo reconoció, lanzó una carcajada, se acordó de lo divertido que fue verlo correr asustado a la velocidad del rayo:

—Mira a quien tenemos aquí, el salvado de las aguas.

Al escucharlo, el perro retrocedió un poco avergonzado, como si también se acordara de nosotros. Creíamos que se iría, pero se detuvo en el caminito que llevaba al banco de la plaza. No parecía decidido sobre qué hacer exactamente a continuación. Tampoco le dimos importancia y seguimos la charla. Repentinamente el ruso volvió a mirar a aquel perro de cabeza blanca y negra y dijo:

—Ese está igual de hambriento que yo hace unos meses en esta misma plaza.

Dividió su sándwich, dejó una mitad en el suelo con la hoja de mortadela y le ordenó:

—A comer, Rayo.

Justamente fue lo que hizo el perro flaco y quiltro. Se acercó con timidez, casi arrastrándose hasta el pan, con la cola entre las piernas.

De ese modo recibió su primer bautizo, el de Rayo, pero que no sería el definitivo.

4

Martín Palco regresó después de los funerales de su papá, lo recibimos en la cancha Dreve Bajo en un partido oficial de la liga. Era un sábado por la mañana. Durante su ausencia lo reemplacé como director técnico o ayudante de director técnico porque el ruso Lazca decía que el único “deté” era Martín. Mi turno permitía ocupar mi tiempo libre los sábados o domingos por la mañana en algo distinto como acudir a las canchas y dar un par de instrucciones.

Esa mañana el Neculmán ganaba con tranquilidad al equipo Escudo Nacional. Los niños, Lazca y yo, nos estábamos acostumbrando a la compañía de Rayo, que no se separaba del equipo. No tenía dueño, por eso algunos niños, y yo mismo, guardábamos parte de los almuerzos o algún resto sustancioso de comida y se lo dejábamos en un plato de lata al frente de un galpón abandonado, donde alguna vez funcionó una vulcanización, a pasos de la pensión de la señora Bauman. Desde entonces Rayo no se movió del barrio y los vecinos comenzaron a apreciarlo o aceptar que se paseara por ahí.

En los partidos del equipo infantil, cada vez que el Neculmán convertía un gol, Rayo ladraba de felicidad, ingresaba a la cancha y rodeaba al grupo de jugadores, celebrando con ellos como si fuera parte del equipo.

Martín se encontró ese día con nuestro perro y quedó impresionado. Para Rayo también fue importante el reencuentro porque reconoció a su salvador. Tal vez solo quiero suponer aquello, no sé qué pensaría un perro abandonado, pero su expresión hacia Martín fue de total admiración. Lo miró expectante, con las cuatro patas tensas, el cuerpo congelado, pero entonces, un segundo después, comenzó a mover desesperadamente la cola de quiltro y sus orejas apuntaron hacia el cielo. Martín sonriendo, le acarició la cabeza y le dijo:

—Así que tú eres Rayo.

Después del partido, para celebrar el triunfo, nos fuimos a la fuente de soda de las hermanas Bastías. Martín Palco invitó a tomar refrescos al equipo. Por supuesto, Rayo se invitó a sí mismo. Al llegar una de las hermanas, la menor, le calentó a nuestro perro una salchicha gorda para que masticara y no molestara.

Nos contó Martín que a su papá lo enterraron en el cementerio de la caleta. El cementerio se levantaba en un pequeño cerro detrás del pueblo. Desde allá arriba se apreciaba completa la bahía, por ello tal vez era un cementerio menos triste. Cada una de las tumbas era sencilla, con cruces de madera y flores de papel para que resistieran la ventisca marina.

Ese año el equipo tenía que llegar más alto en la liga infantil y mejorar el rendimiento del año anterior. Creíamos que éramos mejores que Santos, Industriales Unidos, Santa Rosa, Lagunilla, Ferrocarriles junior, Deportivo Llaima, Andrés Cabalo F.C., es decir, que muchos de los equipos favoritos. Martín se atrevió a contarnos que en la tumba de su papá, arriba del cerro, prometió que nuestro club sería campeón.

La promesa la cumplió el Neculmán a fines de ese año. Bueno, exagero, estuvimos a punto de cumplirla. En el último partido ante Santos tuvimos algunos problemas. En realidad nos llenaron de goles: perdimos 3 a 0. Los niños salieron llorando de la cancha. Lazca le gritó “puchinski” al árbitro por no cobrar unas jugadas clave. Martín Palco movió la cabeza de tristeza y decepción. Por su parte, Rayo mordió a un loro, que era la mascota de Santos. De todas maneras, ese año el club de fútbol infantil Manuel Neculmán obtuvo el segundo lugar en la liga de los barrios en su categoría. Una semana más tarde, Martín Palco se recibió de médico.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺363