Kitabı oku: «Deja que los perros ladren / El senador no es honorable / El delantal blanco»

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Viento Joven

I.S.B.N.: 978-956-12-3079-8.

20ª edición ampliada: noviembre de 2020.

Obras Escogidas

I.S.B.N. edición impresa: 978-956-12-2331-8.

I.S.B.N. edición digital: 978-956-12-3568-7.

21ª edición ampliada: noviembre de 2020.

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

Portada:

Escena de “Deja que los perros ladren”.

Fotografía de René Combeau.

(Archivo del Programa de Investigación y

Archivo de la Escena Teatral

Escuela de Teatro

Pontificia Universidad Católica de Chile)

© 1990 por Sergio Vodanovic Pistelli.

Inscripción Nº 75.164. Santiago de Chile.

Derechos reservados para todos los países.

Derechos exclusivos de edición reservados por

Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

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Índice

PALABRAS PRELIMINARES

DEJA QUE LOS PERROS LADREN

EL SENADOR NO ES HONORABLE

EL DELANTAL BLANCO

Palabras preliminares


Ética y moral social en la obra dramática de Sergio Vodanovic

Mirada a 40 años de distancia, la llamada Generación Teatral Chilena del 50 (Vodanovic, Díaz, Heiremans, Aguirre, Requena, Wolff, Josseau, etcétera) se vislumbra hoy día, ante todo, como un grupo que quiso poner en tela de juicio a la sociedad y a las personas de su tiempo, a su afán de interrogación respecto de las estructuras recibidas, a la crítica hacia una tradición que se negaban a aceptar, a la aspiración por develar el trasfondo de verdad que se escondía bajo las apariencias. Sus afanes fustigadores estaban en consonancia con la época que se vivía (finales de los años 50 y comienzo de los 60), donde las palabras “cambio” y “crisis” parecían imponerse.

En este panorama, al abogado Sergio Vodanovic Pistelli (1926-2001) le cupo un lugar casi emblemático, porque fue uno de los que mantuvo por más de 20 años de producción una constante línea temática. Sus creaciones se enmarcan habitualmente en un realismo que consigue un equilibrio entre los aspectos sociales y los individuales. Sus personajes poseen un sello muy definido en relación al comportamiento cotidiano, son homologables a la “vida real” y sus personalidades son fácilmente identificables. En este sentido, poseen el perfil característico del realismo sicológico.

Es posible que El senador no es honorable, estrenada en 1952, anticipara ya casi todos los asuntos que desarrollaría en su obra posterior. Solamente el título anuncia el afán crítico respecto de los representantes de la sociedad que aquí se aluden. Su argumento gira en torno a un joven abogado que debe reemplazar a su padre en la carrera política al momento de fallecer aquel. Al poco tiempo, el protagonista descubre que el senador no era ese hombre intachable y limpio que el resto suponía, sino alguien que utilizaba su cargo público para actividades sociales y económicas inescrupulosas.

El conflicto del hijo –suceder a su padre en la vida política, pero también en los dudosos negocios– es más o menos típico a los personajes de Vodanovic: actuar por el bien de la sociedad o aprovechar su posición para el lucro y la satisfacción personal. El pasado es aquí puesto en tela de juicio, aunque no con un afán de ruidosa “modernidad” o de propuesta de nuevas tesis presuntamente revolucionarias, sino al revés: recuperar el ideal que el padre decía defender, retornar al origen de los valores que sustentaron la carrera de un hombre público. Otra característica de la dramaturgia de Vodanovic que aquí se bosqueja, y que después desarrollará en diferentes registros expresivos, es la progresiva revelación de una realidad, el desnudamiento de verdades ocultas que, más allá de un simple misterio policial, constituyen la mirada sobre el auténtico rostro de los personajes, despojados ya de las indumentarias que los cubren.

Su metáfora más clara es el sacarse las ropas, como ocurre en la trilogía Viña (1964), subtitulada, precisamente, Tres comedias en traje de baño. Ahí, el intercambio de trajes, el striptisse y la levedad veraniega son alegorías del auténtico carácter que esconden los protagonistas bajo su sólida fachada: falsedad, inseguridad, vacuidad.

De esas tres obras breves, El delantal blanco –incluida en este volumen– es la que más se acerca al tono “comedia” propuesto en su subtítulo. Se relata ahí la historia de una señora y su empleada que descansan en la playa. La primera es una mujer orgullosa y pedante que hace ostentación de su clase social. La sirvienta, en cambio, es tímida y servicial y no oculta su modesto origen. Como un juego, la señora le propone intercambiar sus ropas y así demostrar que, a pesar de los atavíos, su linaje aristocrático será siempre un sello de identidad. Pero, al revés de lo que pensaba, la sirvienta ocupa su lugar con total propiedad, mientras que ella es confundida con aquella empleada a la que humillaba y es sacada del lugar cuando proclama su auténtica condición. El carácter risible y hasta caricaturesco de este suceso pretende revelar que la presunta alcurnia de la patrona no es tal, que únicamente su ropaje exterior es el que le confiere su condición social, que debajo de aquello externo no se esconde nada que la diferencie de su sirvienta, solo una persona vaciada de humanidad.

Sin embargo, es probable que la mayor expresión de dicha desnudez –que expone sus auténticas miserias– se encuentre en la obra Perdón... ¡Estamos en guerra! (1966), una mezcla de comedia y drama, definitivamente subvalorada en la producción de Vodanovic. Ahí se cuenta la historia de un pueblo ocupado por los invasores en tiempos de guerra. En él solo hay viejos y mujeres, los que viven angustiados sin comida ni bebida. Deciden entonces montar un cabaret a través del cual obtendrán información del enemigo y adquirirán provisiones, que son el importe por asistir a las funciones. La idea nace como un ideal patriótico para ayudar a los aliados, pero a medida que la acción avanza, su objetivo se desvirtúa y refleja las verdaderas intenciones de los protagonistas; las mujeres, al principio reticentes para desvestirse en público, después se pelean entre ellas por hacerlo. Su inicial pudor y moralidad se convierten en vanidad. Así, en Perdón... ¡Estamos en guerra!, las mujeres “patrióticas” van dejando sus prendas graciosamente en el escenario creado para los enemigos. Método teatral y tema dramático, la desnudez está asociada a otra, una especie de “desnudez del espíritu” o quedar en evidencia, que es la alegoría de la revelación de las apariencias.


Carátula de videograbación, dirigida por Naum Kramarenco en 1961.

Lejos, la obra más polémica y exitosa de Vodanovic fue Deja que los perros ladren, estrenada en 1959, que capturó las inquietudes del momento, porque estaba inserta dentro de la voluntad crítica volcada en una familia: el microcosmos de padres e hijos se resentía de los acontecimientos que estaban afectando a casi toda la sociedad chilena. En ella, Esteban, el jefe del Departamento de Salubridad de un Ministerio, actuó siempre conforme a sus convicciones y a lo que su conciencia le dictaba, sin ocupar jamás su puesto para beneficio personal. Pero en un momento su amigo, el Ministro, le obliga a firmar un decreto que supone la clausura inmediata de un periódico opositor. Si no lo hace, sobre Esteban pesa la amenaza de quedar cesante.

Accede entonces el protagonista a dicho cierre y a partir de allí se enreda en una trampa de negociados, arreglos y componendas, y donde el Ministro es un hábil jugador. Así, el protagonista conoce la verdadera cara que se oculta tras la fachada, los auténticos “pilares de la sociedad”, según diría Ibsen, un autor que sin duda influyó en Vodanovic. Aquí, una sociedad descompuesta ha traicionado los ideales de Derecho, Ley y Moralidad sobre los que fue fundada.

Deja que los perros ladren cimentó su celebridad, por apelar a una situación nacional que el autor miró con ojos críticos: la pérdida de los ideales de una generación intelectual que hacia 1940 conquistó el poder a través del Frente Popular. Ellos, los jóvenes de entonces, propusieron y llevaron a cabo una modernización nacional basada en el Estado de Compromiso, donde Chile logró un desarrollo económico y social gracias al apoyo estatal.

Parecida reflexión se advierte en Nos tomamos la universidad (1969), basada en un suceso chileno auténtico ocurrido en 1967, cuando un grupo de estudiantes de la Universidad Católica se apoderó de su sede central, con el objeto de presionar a las autoridades académicas para que se efectuara la tan anhelada Reforma. Aunque tales cambios efectivamente se realizaron, la mirada de Vodanovic es desencantada: cuando los estudiantes han triunfado en su movimiento, el grupo organizador se une a la mediocridad que aún sigue en poder, consigue cargos académicos y renuncia blandamente a los principios por los que ayer luchaba, traicionando a los jóvenes que en la base lucharon por los cambios.

Un personaje clave de la obra es Arnaldo, estudiante ya mayor. Con él, Vodanovic representa lo que ve como las progresivas “traiciones históricas” de los gobiernos chilenos desde 1940 en adelante. El padre de Arnaldo fue un luchador del Frente Popular, aunque el hijo sabe que solo lo hizo para conseguir un cargo en el gobierno, esperanzas que se frustraron a lo largo de los años. Incluso Arnaldo vio llegar a la Democracia Cristiana al poder en 1964, y al poco tiempo se desencantó. Él sigue peleando en una mezcla de ingenuidad y misticismo, y con métodos casi infantiles por algo que en el fondo sabe que está perdido. Se aferra casi como un adolescente a los ideales juveniles, aunque intuye que con los años serán disueltos. Le dice a uno de sus compañeros de toma: “¿Sabes lo que a todos nos espera en un par de años más? Seremos profesionales, saldremos de la universidad. ¿Para qué? Para integrarnos a la sociedad, a esa sociedad que ahora nos parece hipócrita, injusta, podrida. Y principiaremos a ganar dinero; tendremos autos, casas, hijos... ¡Y habrá que defender todo eso! Entonces, entonces recordaremos esta toma como una aventura juvenil, idealista”. Arnaldo se queda, entonces, enredado en estas luchas universitarias y no hace lo que todo el mundo, por el terror a contaminarse, por el miedo a perder esos sueños.

En este sentido, la visión del autor es que cuando se impone una tesis, cuando un movimiento gana sus propuestas, este triunfo llevará aparejada, necesariamente, la corrupción y la deslealtad al ideal que los inspiró. De ahí que en estas obras las luchas de los protagonistas sean individuales, personajes prácticamente solitarios que se marginan y cuyo mensaje queda agitándose como una acusación al colectivo que se acomodó a las formas de uso. Aquí ocurre lo mismo que en Perdón... ¡Estamos en guerra!, donde Sergio, uno de los organizadores del cabaret, es el único que tiene lucidez respecto de las verdaderas intenciones que animan a quienes representan la oficialidad. En toda esta maraña de componendas e hipocresías, solo parecen salvarse algunos personajes puros, pero que al final son siempre sacrificados.

Con los años, Sergio Vodanovic acogió nuevas modalidades de producción a las cuales la mayoría de sus compañeros de generación se resistieron: el dramaturgo como “aportador de textos” para que fueran trabajados por un colectivo (Nos tomamos la universidad y ¿Cuántos años tiene un día?, con Ictus, en 1978), aunque ya en los años 80 se vio avasallado por fórmulas teatrales lejanas a la modalidad del realismo sicológico que él había cultivado. Escribió, aunque sin estrenar, Nosotros, los de entonces (1974), El gordo y el flaco (1992) y Girasol (2000). En todas ellas se vuelven a plantear sus temas característicos, todavía de permanente actualidad.

Juan Andrés Piña

Deja que los

perros ladren

Personajes

Obra estrenada en 1959 por el Teatro de Ensayo de la Universidad Católica, en el Teatro Camilo Henríquez, de acuerdo al siguiente reparto:

Esteban Uribe: Mario Montilles

Octavio: Héctor Noguera

Carmen: Silvia Piñeiro

Ministro: Justo Ugarte

Cornejo: Hugo Sepúlveda

Dirección: Pedro Mortheiru

ACTO PRIMERO

Cuadro I

El living-room de una casa de familia de la clase media en la avenida Portugal de Santiago. Es una casa de un piso, cuya entrada da directamente a la calle. El living-room está amoblado en tal forma que lo característico en él es la ausencia de unidad. Hay muebles y objetos pertenecientes a diversos estilos y épocas. Así, por ejemplo, se ve una radio de sobremesa antigua, de forma vertical, al lado de un sencillo pick-up, y una biblioteca con puertas de vidrio y madera barnizada negra. Los sillones y las sillas están cuidadosamente conservados, pero pasados de moda. En cambio, lámparas, ceniceros y otros adornos son modernos y revelan cierto buen gusto. En la pared y repisas se entremezclan cuadros modernos y viejas litografías o retratos familiares. Diríase que en esa sala se advierte el deseo de los dueños de casa de llegar a tener un hogar moderno y cómodo, pero solo han logrado proporcionarse uno que otro objeto de acuerdo con sus deseos. El living-room tiene solo una entrada al centro, en el foro. Ésta, desprovista de puerta, comunica con el pasadizo que, a la izquierda, lleva a los dormitorios y habitaciones interiores. A la derecha, conecta con la entrada de la casa.

Al levantarse el telón están en escena Esteban Uribe y su hijo Octavio. Esteban se halla cargando una antigua máquina fotográfica de cajón, mientras Octavio, en mangas de camisa y con un pantalón viejo, examina y limpia, en una palangana con bencina, el carburador del automóvil.

Octavio: Con este carburador no sé cómo diablos podía caminar el pobre Ford.

Esteban: (Sin dejar de operar en su máquina fotográfica). Porque es un auto sufrido como ninguno. Estoy seguro de que hasta puede andar sin bencina.

Octavio: Mejor no hagas la prueba, papá.

Esteban: El Ford y yo nos conocemos hace veinte años. Más que un auto, es un buen amigo.

Octavio: Veintiuno, papá. Lo compraste antes que yo naciera. Ya me lo sé de memoria.

Esteban: ¿Veintiún años? El Ford es mayor de edad entonces.

Octavio: ¡Hace rato! Lo compraste usado.

Esteban: ¿Crees que la Ford ha hecho un modelo mejor que el del año treinta?

Octavio: ¡Claro que sí!

Esteban: Veamos... ¿Cuál?

Octavio: Todos los que ha hecho después del treinta.

Esteban: ¡Siempre soñando con un auto último modelo!

Octavio: ¿Hay algo malo en eso? El otro día un compañero me trajo a la casa en su propio auto. No en el del papá. En el propio. ¿Sabes lo que era? Un Dodge nuevo. ¡Qué auto!

Esteban: (Dejando en una mesa la máquina). Me gustaría sacar una fotografía de una rompiente enorme. Se me ocurre que en la puntilla de El Quisco puedo encontrar lo que ando buscando.

Octavio: Con esa máquina solo sacas manchas blancas: el agua, y manchas negras: las rocas. Tu álbum está lleno de manchas blancas y negras.

Esteban: Pero un día voy a sacar una fotografía realmente buena. Vas a ver. Una fotografía que en nada envidiaría a las del Life.

Octavio: Hace años que estás sacando la misma fotografía, papá. Algún día te tiene que resultar. A lo mejor mañana, en el paseo.

Esteban: ¿Sabes? Me gustaría averiguar si podemos conseguir alguna casita para el verano...

Octavio: ¡Oh, papá, sería formidable!

Esteban: Irías tú y tu madre por la temporada, y yo los visitaría los fines de semana. Si no hay mucho trabajo en la oficina, hasta podría pedir mis quince días...

Octavio: ¿Y la Clarisa?

Esteban: Le damos vacaciones y que se vaya al campo con su gente. Está muy vieja la Clarisa y me temo que cualquier día se nos muera aquí.

Octavio: ¿Y tú quieres mandarla al campo para que se muera allá?

Esteban: ¿Sabes que sería una buena idea? (Con resignación). Pero va a volver. Estoy seguro de que va a volver. Estas viejas no se mueren nunca.

Octavio: ¡Tres meses en la playa! Bañarse todos los días, acostarse de guatita al sol...

Esteban: Eso, claro está, si apruebas tus exámenes.

Octavio: No te preocupes. Seguiré la tradición familiar y seré un abogado como mi padre y como mi abuelo, saliendo bien en todos los exámenes.

Esteban: Y con distinciones.

Octavio: ¿Cuántas coloradas* te sacaste en Derecho Romano, papá?

Esteban: A ver... déjame recordar... Bueno, fueron... fueron... Fue una, en verdad.

Octavio: ¿Te das cuenta? Yo me saqué tres. La familia está progresando.

(Entra Carmen, esposa de Esteban, trayendo un canasto con provisiones para el paseo).

Carmen: Esto es todo lo que he juntado para mañana. Mejor que lo revisen bien para que después no reclamen.

Octavio: ¿Cuándo he reclamado yo?

Carmen: La última vez, en el viaje de vuelta, no hiciste más que alegar que te habías quedado con hambre.

Esteban: ¿Y yo? ¿He protestado alguna vez?

Carmen: (Dándole un beso en la mejilla). Siempre.

Octavio: Mamá, tu hijo está presente.

Carmen: Aprende, entonces.

Octavio: No tengo nada que aprender. Que ella aprenda.

Carmen: ¿Ella? ¿Quién es ella?

Octavio: Bueno... la que me toque.

Carmen: (Remedándolo). La que me toque... La que elijas, querrás decir. ¿O crees que yo le toqué a tu padre? El me eligió.

Esteban: No le hagas caso, Octavio. Las que eligen son siempre ellas.

Carmen: Si estás descontento con la elección, lo siento. Ya es tarde para devolver la mercadería. (Haciendo mutis). ¿O no, dices tú?

Octavio: (Que está intruseando en la canasta, saca un paquete). ¡Sandwiches de jamón!

Esteban: (Imitando y sacando dos huevos). ¡Huevos duros!

Octavio: (Igual). ¡Duraznos al jugo!

Octavio: (Haciendo lo propio con otra fuente y poniendo mala cara). ¡Acelgas!

Esteban: Y tampoco nos podemos quejar de estas botellas.

Carmen: (Entra, blandiendo un salchichón). ¡Y para terminar! ¡Salchichón!

Esteban: ¡Pero éste va a ser un banquete!

Octavio: Apuesto que mañana no parte el auto.

Esteban: Octavio, no te permito que desconfíes del Ford.

Carmen: Esteban...

Esteban: ¿Sí...?

Carmen: ¿No podríamos llevar a la Clarisa?

Esteban: (Rotundamente). ¡No!

Carmen: Pero, Esteban...

Esteban: Hay que hacer algo con la Clarisa. Tiene que volverse al campo con su familia. Ya no nos sirve. Eres tú la que está trabajando en vez de ella. No podemos convidar a nadie a la casa, porque la Clarisa no sabe servir a la mesa; no podemos...

Carmen: ¿Y a quién podríamos convidar?

Esteban: Al Ministro.

Carmen: ¿Y para qué lo quieres convidar?

Esteban: Me gustaría hacerlo. Tú sabes. Somos amigos desde la universidad. Fue compañero de curso y no un compañero cualquiera. Estudiábamos juntos, vivíamos cerca, íbamos uno a la casa del otro.

Carmen: De eso solo tú te acuerdas. El ya lo habrá olvidado.

Esteban: Es que ahora es el Ministro, y solo hablamos de lo que sucede en el Ministerio; pero muchas veces me ha dicho: “Uno de estos días te voy a invitar a la casa para que charlemos y hagamos recuerdos...”.

Carmen: Pero no te ha convidado nunca...

Esteban: A él le es difícil. Tiene muchos compromisos. Se le olvida... Me hubiera gustado decirle: “¿Por qué no te vas mañana a comer a la casa? Te presento a mi señora y a mi hijo y pasamos horas acordándonos de cuando éramos estudiantes”. ¿Sabes por qué no lo he hecho? La Clarisa.

Octavio: ¿Era buen alumno el Ministro en la universidad, papá?

Esteban: Regularcito. Yo tenía que ayudarlo para que aprobara los exámenes. Siempre andaba en reuniones y líos. Desde chico le gustó la política.

Octavio: Le ha ido bastante bien.

Esteban: Ha llegado lejos. Ahora, él es el Ministro y yo un jefe de departamento. El jefe del Departamento de Salubridad Social. ¡Qué título más estúpido!

Carmen: ¿No estás contento, Esteban?

Esteban: Esto es lo que quería ser. Era el puesto que tenía mi padre cuando murió, y yo estoy seguro de que si él viviera estaría orgulloso de verme ocupar su mismo escritorio, pero...

Carmen: ¿No eres feliz?

Esteban: Tanto como tú.

Carmen: Mucho, entonces.

Esteban: No todo lo que te mereces.

Octavio: Creo que ya terminé con ese carburador.

Esteban: Anda a colocarlo, entonces, y trata de que no te sobren piezas. No confío mucho en tus conocimientos mecánicos.

Octavio: Un abogado no tiene por qué saber de mecánica.

Esteban: Yo soy abogado y ningún mecánico ha sido capaz de meterme el dedo en la boca, todavía.

Octavio: Salvo cuando mandaste a ametalar las bielas y después de darle tu visto bueno se fundieron a la semana siguiente.

Esteban: Esa vez...

Carmen: (Interrumpiendo). Bueno, no principien a discutir ahora quién tuvo la culpa en el famoso asunto de las bielas. Nunca han sido capaces de descubrir al culpable.

(Suena el timbre. Carmen hace ademán de ir hacia la puerta).

Esteban: No vayas tú, Carmen. Para eso está la Clarisa.

Carmen: Pero... (Los tres esperan que Clarisa abra. Clarisa no aparece y nuevamente suena el timbre). Anda tú, Octavio. La Clarisa no se siente bien.

(Octavio hace mutis hacia la puerta de entrada. Se oye abrir la puerta).

Esteban: Cualquiera de estos días vas a terminar llevándole el desayuno a la cama.

Octavio: (Dentro). Un momento, señor. Voy a avisarle. (Entra Octavio apresuradísimo y excitado).

Octavio: (A media voz). Papá, es a ti. Me parece que es el Ministro.

Carmen: ¿El Ministro? (Se dirige de inmediato a la mesa y trata de arreglar algo).

Esteban: No lo dejes esperando. Hazlo pasar. (Octavio hace mutis).

Octavio: (Dentro). Pase, señor.

(Entra el Ministro, seguido de Octavio. Es un hombre seguro, elegante. Hay en sus facciones y en sus gestos la marca del hombre acostumbrado a ser el número uno).

Ministro: Excúsame, si molesto.

Esteban: ¡Ramiro! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo se te ocurrió venir? Mi señora. (Se saludan cambiando algunas palabras). Este es mi hijo Octavio.

Octavio: (Estira la mano y luego la retira rápidamente). Perdone, pero tengo las manos sucias con aceite... el carburador... (Muestra hacia la palangana).

Ministro: Tu padre habla mucho de ti. Es su tema favorito.

Esteban: ¿Sucede algo?

Ministro: No, nada especial. Necesitaba conversar contigo un asunto de la oficina y...

Carmen: Con permiso. Los dejo solos.

Ministro: Si usted lo prefiere...

Carmen: Tengo que hacer en la cocina. Mañana estamos de paseo y la Clarisa... (corrigiéndose), la empleada está algo enferma... Con permiso. (Hace mutis).

Esteban: Y tú, Octavio, es mejor que coloques ese carburador antes de que se haga más tarde.

Octavio: Sí, papá. (Inicia el mutis).

Esteban: Y pruébalo después que lo coloques. Si no te funciona, cébalo con bencina.

Octavio: Sí, papá.

Esteban: No demasiado, que se ahoga.

Octavio: (Ha llegado hasta la puerta y, acordándose de pronto que debe despedirse del Ministro, se vuelve hacia él). Mucho gusto de haberlo conocido, señor Ministro. Aquí en la casa usted es el tema favorito de mi papá.

Ministro: ¿Se queja de que lo hago trabajar mucho?

Octavio: No. Nada de eso. Siempre se acuerda de cuando eran compañeros en la universidad y cómo le ayudaba a salir bien en los... (Se da cuenta de que ha ido muy lejos. Mira temeroso a Esteban). Quiero decir, cómo estudiaban juntos. (En voz baja, avergonzado de su indiscreción). Con permiso. (Mutis rápido).

Esteban: Toma asiento. (El Ministro va a sentarse en un sillón, pero Esteban lo detiene). No. En ése no. Tiene la pata suelta. Nunca he podido arreglarlo bien. (Lo lleva a otro sillón). En éste vas a estar más cómodo.

Ministro: (Se sienta. Mira la habitación). ¿Así que ésta es tu casa?

Esteban: Bueno, ahora está un poco desarreglada, pero... Sí. Esta es mi casa.

Ministro: Propia, ¿verdad?

Esteban: Sí. Era de mi padre. El la compró.

Ministro: ¿No has probado nunca a conseguir un préstamo en la Caja para edificar una nueva?

Esteban: Todos los años. Pero no hay caso. Nosotros somos tres y para conseguir un préstamo hay que tener, por lo menos, una docena de chiquillos. El reglamento, ¿sabes?

Ministro: ¡Ah! ¿Hay un reglamento?

Esteban: Lo cambian todos los años, pero solo es para agregarle más requisitos y poner más dificultades.

Ministro: Varios amigos míos que no tienen hijos, y aun algunos que son solteros, han conseguido préstamos.

Esteban: Pero el reglamento...

Ministro: Siempre eres el mismo... ¡Lo único que te importa son los reglamentos!

Esteban: Pero si...

Ministro: ¿Quieres edificarte una casa nueva?

Esteban: Carmen no hace más que soñar con una casa con jardín y en el barrio alto.

Ministro: Déjalo por mi cuenta, entonces.

Esteban: Pero no quiero hacer nada incorrecto...

Ministro: ¿Incorrecto? ¿Quién habla de hacer algo incorrecto?

Esteban: ¿Entonces...?

Ministro: ¿Es incorrecto hacer lo que todos hacen?

Esteban: Si lo que todos hacen es... (Se interrumpe). Deja que lo converse con Carmen. No te apresures. Después de todo, le tengo cariño a esta casa y... Ya conversaré contigo sobre esto.

Ministro: Si lo prefieres...

Esteban: Sí, mejor... (Se deja caer en un sillón. La pata suelta se sale y el sillón se tumba). ¡Miéchica! (Trata de arreglar la pata, pero desiste). ¡Siempre pasa lo mismo! Cada vez que me siento, voy a parar al suelo. (Dominándose). Excúsame. (Se sienta en una silla). Bueno, supongo que no habrás venido solo a ofrecerme una casa.

Ministro: No. No es ése el motivo de mi visita. Esta tarde hubo consejo de gabinete...

Esteban: ¿Consejo en una tarde de sábado?

Ministro: Sí. Había algunos asuntos delicados que tratar. Fue un consejo informal, que se hizo en esa forma para despistar a los periodistas. Tú sabes... No se puede tratar nada sin que al día siguiente aparezca en los diarios.

Esteban: Sí. Ya sé.

Ministro: Uno de los asuntos que se conversó fue esa campaña que está haciendo La Razón contra el gobierno. Tú la has visto, ¿no es cierto?

Esteban: Sí. Como tengo que leer todos los diarios... Es parte de mi trabajo.

Ministro: Además, se consideró que La Razón era un diario sin moralidad alguna. Tú estás de acuerdo, ¿verdad?

Esteban: (Con cautela). Sí... en cierto modo... Todas esas historias de crímenes...

Ministro: Eso es. Bueno, se discutió el asunto y se llegó a la conclusión de que había que silenciar esa campaña.

Esteban: ¿Y cómo?

Ministro: Clausurando el diario.

Esteban: No lo pueden hacer.

Ministro: Tienes razón. El gobierno no puede hacerlo directamente, pero un funcionario en determinadas circunstancias tiene autoridad para ello...

Esteban: Claro. Yo, por ejemplo, si los talleres estuvieran insalubres... (Se interrumpe al darse cuenta de que ésa es la intención del Ministro).

Ministro: Exactamente. Tú, por ejemplo. Tú eres el funcionario que puede hacerlo.

Esteban: (Queda unos instantes perplejo. Luego reacciona, tratando de ganar tiempo). ¿Un trago? (Sin esperar respuesta se dirige a un armario, lo abre). Aquí había una botella de whisky. (Saca la botella, la mira, está vacía). ¿Dónde está el coñac? ¡Ah! (Se dirige a otro armario, saca una botella de coñac; también está vacía). Bueno... (Mira para todos lados y su vista tropieza con el canasto del paseo. De ahí saca una botella de cerveza). ¿Una pílsener?

Ministro: No gracias. Estoy invitado a comer y...

Esteban: (Interrumpiendo). ¿Estás invitado a comer? Te estás atrasando. Si quieres, seguimos conversando el asunto el lunes en el Ministerio.

Ministro: No te preocupes por mi comida. Un Ministro nunca se atrasa. La hora en que él llega siempre es la hora justa.

Esteban: ¿Así que se trató eso en el consejo de gabinete?

Ministro: Sí. Eso se acordó. Que tú clausurarías La Razón porque sus talleres son un peligro para la salud de los operarios.

Esteban: En estos días me llegó el informe mensual del médico del departamento. Estoy casi seguro de que los talleres de La Razón están funcionando normalmente.

Ministro: Según la ley, ese informe puede ser apreciado en conciencia por el jefe. Por ti, mi querido Esteban.

Esteban: ¿No hay otra forma?

Ministro: Es lo único que pudo discurrir todo el gabinete.

Esteban: ¡Tenía que tocarme a mí! (Pausa). Me estás pidiendo que abuse de mis funciones.

Ministro: Es una de las prerrogativas de los jefes. Tú sabes el dicho: “El jefe que no abusa, pierde su autoridad”.

Esteban: Es un dicho que no existía en los tiempos de mi padre.

Ministro: ¿Él ocupaba el mismo puesto que tú tienes ahora, no?

Esteban: Sí. Fue la culminación de su carrera funcionaria. Murió desempeñándolo. Siempre me decía que a él le gustaría que yo ocupara su puesto algún día. Que estaba seguro de que yo lo iba a desempeñar bien. Mejor que él, tal vez. Tú sabes: la vieja escuela. Él estaba orgulloso de ser un alto funcionario del gobierno. No es como ahora que... Bueno, son otros tiempos.

Ministro: ¿Así es que tu padre quería que ocuparas su puesto? (Esteban asiente con la cabeza). ¡Curioso!

Esteban: ¿Qué tiene de curioso?