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II. El tabú y la ambivalencia de los sentimientos
Tabú es una palabra polinesia, cuya traducción se nos hace difícil porque no poseemos ya la noción correspondiente. Esta noción fue aún familiar a los romanos, cuya sacer equivalía al tabú de los polinesios. El agos de los griegos y el kodausch de los hebreos debieron de poseer el mismo sentido que el tabú de los polinesios y otras expresiones análogas usadas por multitud de pueblos de América, África (Madagascar) y del Asia septentrional y central.
Para nosotros presenta el tabú dos significaciones opuestas: la de lo sagrado o consagrado y la de lo inquietante, peligroso, prohibido o impuro. En polinesio, lo contrario de tabú es noa, o sea lo ordinario, lo que es accesible a todo el mundo. El concepto de tabú entraña, pues, una idea de reserva, y, en efecto, el tabú se manifiesta esencialmente en prohibiciones y restricciones. Nuestra expresión «temor sagrado» presentaría en muchas ocasiones un sentido coincidente con el de tabú.
Las restricciones tabús son algo muy distinto de las prohibiciones puramente morales o religiosas. No emanan de ningún mandamiento divino, sino que extraen de sí propias su autoridad. Se distinguen especialmente de las prohibiciones morales por no pertenecer a un sistema que considere necesarias en un sentido general las abstenciones y fundamente tal necesidad. Las prohibiciones tabús carecen de todo fundamento. Su origen es desconocido. Incomprensibles para nosotros, parecen naturales a aquellos que viven bajo su imperio.
Wundt dice que el tabú es el más antiguo de los códigos no escritos de la Humanidad, y la opinión general lo juzga anterior a los dioses y a toda religión.
Siéndonos precisa una imparcial descripción del tabú, si hemos de someterlo al examen psicoanalítico, extractaremos aquí lo que sobre él dice Northcote W. Tomas, en el artículo correspondiente de la Enciclopedia Británica:
«La palabra tabú no designa en rigor más que las tres nociones siguientes: a) el carácter sagrado (o impuro) de personas u objetos. b) La naturaleza de la prohibición que de este carácter emana; y c) La santidad (o impurificación) resultante de la violación de la misma. Lo contrario de tabú es en polinesio noa; esto es, lo corriente, ordinario y común.»
«Desde un más amplio punto de vista, pueden distinguirse varias clases de tabú: 1º Un tabú natural o directo, producto de una fuerza misteriosa (mana) inherente a una persona o a una cosa. 2º Un tabú transmitido o indirecto, emanado de la misma fuerza, pero que puede ser: a) Adquirido; o b) Transferido por un sacerdote, un jefe o cualquier otra persona; y 3º Un tabú intermedio entre los dos que anteceden, cuando se dan en él ambos factores, por ejemplo, en la apropiación de una mujer por un hombre.»
«Los fines del tabú son muy diversos. Así (A): los tabús directos cumplen las siguientes funciones: 1º Proteger a ciertos personajes importantes -jefes, sacerdotes, etc.- y preservar los objetos valiosos de todo daño posible. 2º Proteger a los débiles -mujeres, niños y hombres vulgares- contra el poderoso mana (fuerza mágica) de los sacerdotes y los jefes. 3º Preservar al sujeto de los peligros resultantes del contacto con cadáveres, de la absorción de determinados alimentos, etcétera. 4º Precaver las perturbaciones que puedan sobrevenir en determinados actos importantes de la vida, tales como el nacimiento, la iniciación de los adolescentes, el matrimonio, las funciones sexuales, etc. 5º Proteger a los seres humanos contra el poder o la cólera de los dioses o de los demonios; y 6º Proteger a los niños que van a nacer y a los recién nacidos de los peligros que a causa de la relación simpática que los une a sus padres pudieran éstos atraer sobre ellos realizando determinados actos o absorbiendo ciertos alimentos que habrían de comunicarles especialísimas cualidades (B): Otro de los fines del tabú es proteger la propiedad del sujeto -sus campos, herramientas, etc.- contra los ladrones.
»El castigo de la violación de un tabú quedaba abandonado primitivamente a una fuerza interior que habría de actuar de un modo automático. El tabú se vengaba a sí mismo. Más tarde, cuando empezó a constituirse la representación de la existencia de seres superiores demoníacos o divinos, se enlazó a ella el tabú y se supuso que el poder de tales seres superiores desencadenaba automáticamente el castigo del culpable. En otros casos, y probablemente a consecuencia de un desarrollo ulterior de dicha noción, tomó a su cargo la sociedad el castigo del atrevido, cuya falta atraía el peligro sobre sus semejantes. De este modo también los primeros sistemas penales de la Humanidad resultan enlazados con el tabú.»
«Aquel que ha violado un tabú adquiere por este hecho tal cualidad. Determinados peligros resultantes de la violación pueden ser conjurados mediante actos de penitencia y ceremonias de purificación.»
«El tabú se supone emanado de una especial fuerza mágica inherente a ciertos espíritus y personas y susceptible de transmitirse en todas direcciones por la mediación de objetos inanimados. Las personas y las cosas tabú pueden ser comparadas a objetos que han recibido una carga eléctrica; constituyen la sede de una terrible fuerza que se comunica por el contacto y cuya descarga trae consigo las más desastrosas consecuencias cuando el organismo que la provoca no es lo suficientemente fuerte para resistirla. Por tanto, las consecuencias de la violación de un tabú no dependen tan sólo de la intensidad de la fuerza mágica inherente al objeto tabú, sino también de la intensidad del mana que en el impío se opone a esta fuerza. Así, los reyes y sacerdotes poseen una fuerza extraordinaria, y aquellos súbditos que entrasen en contacto inmediato con ellos, pagarían su atrevimiento con la vida. En cambio, un ministro u otra persona dotada de un mana superior al corriente puede comunicar con ellos sin peligro, y tales personas intermediarias resultan por su parte accesibles a sus subordinados sin peligro para estos últimos. La importancia de un tabú transmitido depende también del mana de la persona de que procede. Un tabú transmitido por un rey o por un sacerdote es más eficaz que el transmitido por un hombre ordinario.»
La transmisibilidad del tabú es probablemente lo que ha dado nacimiento a la creencia de la posibilidad de eludirlo por medio de ceremonias de expiación.
«Existen tabús permanentes y tabús temporales. Los sacerdotes y los jefes, así como los muertos y todo lo que con ellos se relaciona, pertenecen a la primera clase. Los tabús pasajeros se enlazan a ciertos estados y actividades, tales como la menstruación y el parto, el estado del guerrero antes y después de la expedición, la caza y la pesca, etc.
Hay también tabús generales que, a semejanza de un interdicto o del Papa, pueden ser suspendidos sobre una extensa región y mantenidos durante muchos años.»
Creo adivinar la impresión de mis lectores, suponiendo que después de haber leído estas citas no se encuentran más instruidos que antes sobre la naturaleza del tabú y el lugar que deben concederle entre sus conocimientos. Ello depende, desde luego, de la insuficiencia de mis informaciones, en las que he prescindido de todo lo referente a las relaciones del tabú con la superstición, la creencia en la inmortalidad del alma y la religión. Pero una exposición más detallada de aquello que sobre el tabú sabemos no habría de servir sino para complicar más la cuestión, ya de por sí harto oscura.
Dejaremos, pues, sentado que se trata de una serie de limitaciones a las que se someten los pueblos primitivos, ignorando sus razones y sin preocuparse siquiera de investigarlas, pero considerándolas como cosa natural y perfectamente convencidos de que su violación les atraería los peores castigos. Existen relatos fidedignos de casos en los que la infracción involuntaria de alguna de estas prohibiciones ha sido seguida efectivamente de un castigo automático. Así, el inocente malhechor que sin saberlo ha comido carne de un animal tabú, cae, al darse cuenta de su crimen, en una profunda depresión, da por segura su muerte en breve plazo y acaba realmente por morir. Las prohibiciones recaen en su mayoría sobre la absorción de alimentos, la realización de ciertos actos y la comunicación con ciertas personas. Determinados tabús nos parecen racionales, pues tienden a imponer abstenciones y privaciones. En cambio, otros recaen sobre nimiedades exentas de toda significación, y no podemos considerarlos sino como una especie de ceremonial. Todas estas prohibiciones parecen reposar sobre una teoría, según la cual dependería su necesidad de la existencia de determinadas personas o cosas que entrañarían una fuerza peligrosa, transmisible por el contacto como un contagio.
Algunas de ellas poseerían dicha fuerza en un grado mayor que otras, y el peligro sería directamente proporcional a la diferencia de tales cargas. Lo más singular de todo esto es que aquellos que tienen la desgracia de violar una de tales prohibiciones se convierten, a su vez, en prohibidos e interdictos, como si hubieran recibido la totalidad de la carga peligrosa. Esta fuerza es inherente a todas las personas que presentan alguna particularidad -los reyes, los sacerdotes, los recién nacidos-, y también a todos los estados excepcionales -la menstruación, el parto, la pubertad- o misteriosos -la enfermedad y la muerte- y a todo aquello que por la facultad de difusión y contagio queda relacionado con ellos.
Son calificados de tabú todos los lugares, personas, objetos y estados que entrañan la misteriosa propiedad antes expuesta o son fuente de ella. Asimismo, las prohibiciones en ella basadas, y, por último, conforme al sentido literal de la palabra, todo aquello que es sagrado o superior al nivel vulgar, y a la vez peligroso, impuro o inquietante.
La palabra «tabú» y el sistema que designa expresa un conjunto de hechos psíquicos cuyo sentido nos escapa, haciéndonos suponer que sólo después de un penetrante examen de la creencia en los espíritus y en los demonios, característica de estas civilizaciones primitivas, nos será posible aproximarnos a su inteligencia.
Mas, ¿por qué dedicar nuestro interés a este enigma del tabú? A mi juicio, no sólo porque todo problema psicológico merece que se intente su solución, sino también por otras razones. Sospechamos, en efecto, que el tabú de los polinesios no nos es tan ajeno como al principio lo parece y que la esencia de las prohibiciones tradicionales y éticas, a las que por nuestra parte obedecemos, pudiera poseer una cierta afinidad con este tabú primitivo, de manera que el esclarecimiento del mismo habría, quizá, de proyectar alguna luz sobre el oscuro origen de nuestro propio «imperativo categórico».
Así, pues, nos interesará profundamente la concepción que del tabú haya podido formarse un investigador tan autorizado como W. Wundt, y tanto más cuanto que nos promete «explorar hasta las últimas raíces de la idea de tabú».
La noción del tabú, dice Wundt, «comprende todos los usos en los que se manifiesta el temor inspirado por determinados objetos relacionados con las representaciones del culto y por los actos con ellos enlazados».
Y en otro lugar: «Si entendemos por tabú, conforme al sentido general de la palabra, toda prohibición impuesta por el uso y la costumbre o expresamente formulada en leyes, de tocar un objeto, aprovecharse de él o servirse de ciertas palabras prohibidas…», habremos de reconocer que no existe un solo pueblo ni una sola fase de la civilización en los que no se haya dado una tal circunstancia.
Explica después Wundt por qué le parece más adecuado estudiar la naturaleza del tabú en las condiciones primitivas de los salvajes australianos que en la civilización superior de los pueblos polinesios, y divide las prohibiciones tabús en los primeros en tres clases, según se refieran a animales, a hombres o a objetos inanimados. El tabú de los animales, que consiste esencialmente en la prohibición de matarlos y consumir su carne, constituye el nódulo del totemismo. El tabú de los hombres presenta un carácter esencialmente diferente, hallándose limitado, de antemano, a circunstancias excepcionales de la vida del sujeto. Así, los adolescentes son tabú durante las ceremonias de su iniciación y las mujeres durante la menstruación e inmediatamente después del parto. Son también tabú los niños recién nacidos, los enfermos, y, sobre todo, los muertos. Los objetos de que un hombre se sirve constantemente, sus vestidos, sus útiles de trabajo y sus armas, son también tabú para los demás. El nuevo nombre que el adolescente recibe en el momento de su iniciación a la madurez constituye en Australia su propiedad más personal, y, por tanto, es tabú y debe ser mantenido secreto.
Los tabús de tercera categoría, o de aquellos que se refieren a árboles, plantas, casas y localidades, son más variables y no parecen hallarse sometidos sino a una sola regla: la de ser tabú todo aquello que por cualquier razón inspira temor o inquietud.
Las modificaciones que el tabú presenta en los pueblos de una cultura algo más avanzada, tales como los de la Polinesia y del archipiélago malayo, han sido reconocidas por el mismo Wundt como puramente superficiales. La mayor diferenciación social en ellos existente se manifiesta en el hecho de que sus reyes, jefes y sacerdotes ejercen un tabú particularmente eficaz y se hallan asimismo más obligados y limitados que los demás, por restricciones de este género.
Pero las fuentes verdaderas del tabú deben ser buscadas más profundamente que en los intereses de las clases privilegiadas; «nacen en el lugar de origen de los instintos más primitivos y a la vez más duraderos del hombre; esto es, en el temor a la acción de fuerzas demoníacas». «No siendo, originariamente, sino una objetivación del temor al poder demoníaco que suponía oculto en el objeto tabú, prohíbe el tabú irritar a dicha potencia y ordena apaciguar la cólera del demonio y evitar su venganza siempre que se ha llevado a cabo una violación, intencionada o no.»
Poco a poco va constituyéndose el tabú en un poder independiente, desligado del demonio, hasta que llega a convertirse en una prohibición impuesta por la tradición y la costumbre, y, en último término, por la ley. «Pero el mandamiento tácito disimulado detrás de las prohibiciones tabú, las cuales varían con las circunstancias de lugar y tiempo, es originariamente el que sigue: «Guárdate de la cólera de los demonios.»
Nos enseña así Wundt que el tabú es una manifestación y una consecuencia de la creencia de los pueblos primitivos en los poderes demoníacos. Ulteriormente se habría desligado el tabú de esta raíz y habría continuado constituyendo un poder, simplemente en virtud de una especie de inercia psíquica, formando así la raíz de nuestras propias prescripciones morales y de nuestras leyes. Aunque la primera de estas afirmaciones no despierta en nosotros objeción ninguna, creo interpretar el sentimiento general de mis lectores manifestándome defraudado por estas explicaciones de Wundt.
Explicar así el tabú no es remontarse hasta las fuentes mismas de su concepto y mostrar sus últimas raíces. Ni el mundo ni los demonios pueden ser considerados en Psicología como causas primeras, más allá de las cuales sea imposible remontarse. Otra cosa sería si los demonios tuvieran una existencia real, pero sabemos que no son -como tampoco los dioses- sino creaciones de las fuerzas psíquicas del hombre. Tanto unos como otros han surgido de algo anterior a ellos.
Sobre la doble significación del tabú expresa Wundt ideas muy importantes, pero no del todo claras. A su juicio, la idea primitiva del tabú no entrañaba una separación de los conceptos de sagrado e impuro, razón por la cual carecen en ella tales conceptos de la significación que luego adquirieron al ser opuestos uno al otro. El hombre, el animal o el lugar sobre el que recae un tabú son demoníacos, pero no sagrados, y, por tanto, tampoco impuros, en el sentido ulterior de esta palabra. Precisamente a esta significación indiferente e intermedia de lo demoníaco, esto es, la de aquello que no debe tocarse, es a la que mejor se adapta la expresión tabú, pues hace resaltar un carácter que permanece común a lo sagrado y a lo impuro a través de todos los tiempos: el temor a su contacto. Pero esta comunidad persistente de un carácter importante constituye un indicio de la existencia de una primitiva coincidencia de ambos conceptos, coincidencia que bajo ulteriores circunstancias fue siendo sustituida por una diferenciación, a consecuencia de la cual se estableció la antítesis que luego presentan entre sí. La creencia, inherente al tabú primitivo, en un poder demoníaco oculto en determinados objetos y que castiga el uso de los mismos o simplemente el contacto con ellos, embrujando al culpable, no es, en efecto, sino el temor objetivado. Este temor no ha pasado todavía por el desdoblamiento en veneración y execración que luego experimenta en fases más avanzadas.
Pero, ¿cómo se produce este desdoblamiento? Según Wundt, por medio del paso de las prescripciones tabú, desde la creencia en los demonios a la creencia en los dioses. La oposición de sagrado e impuro coincide con la sucesión de dos fases mitológicas, la primera de las cuales no desaparece por completo al ser dominada por la segunda, sino que sigue subsistiendo a su lado en una situación cada vez más inferior, hasta perder por completo la estimación de que un día gozó y convertirse en algo despreciable. En la Mitología se realiza siempre la ley de que una fase ulterior, dominada y reprimida por otra, se mantiene, por el hecho mismo de su represión, al lado de la dominante, en una situación de inferioridad y transformándose lo que en ella era venerado en objeto de execración.
Las restantes consideraciones de Wundt se refieren a las relaciones de las representaciones de tabú con la purificación y con la víctima expiatoria.
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Aquel que aborde el problema del tabú hallándose familiarizado con el psicoanálisis, esto es, con la investigación de la parte inconsciente de nuestra vida psíquica, habrá de darse cuenta, después de una breve reflexión, de que los fenómenos del mismo no le son desconocidos. Sabe, en efecto, el de personas que se han creado por sí mismas prohibiciones tabú individuales y que las observan tan rigurosamente como el salvaje las restricciones de su tribu o de su organización social, y si no estuviese habituado a designar a tales personas con el nombre de neuróticos obsesivos hallaría muy adecuado el nombre de enfermedad del tabú para caracterizar sus estados. Ahora bien: la investigación psicoanalítica de esta enfermedad obsesiva le ha proporcionado un tan rico acervo de conocimientos sobre ella y sobre su etiología clínica y los elementos esenciales del mecanismo psicológico, que no podrá privarse de aplicar tales conocimientos al esclarecimiento de los fenómenos correlativos de la psicología de los pueblos.
Habremos de formular, sin embargo, una reserva con respecto a esta tentativa. La analogía entre el tabú y la obsesión patológica puede muy bien ser puramente exterior. La Naturaleza gusta, en efecto, de servirse de las mismas formas en conexiones biológicas muy distintas. Así, en las formaciones coralíferas, las plantas, determinados cristales y algunos depósitos químicos. Sería, pues, poco prudente y harto ligero deducir de estas coincidencias, dependientes de una analogía de las condiciones mecánicas, una afinidad interna. Habremos, pues, de conservar presente esta reserva, aunque no por ella debamos renunciar a la comparación intentada.
La primera y más evidente analogía que con tal tabú presentan estas prohibiciones obsesivas (en los neuróticos) es la carencia de toda motivación y el enigma de sus orígenes. Surgieron repentinamente un día, y desde entonces se ve obligado el sujeto a observarla bajo la coerción de una irreprimible angustia. En estos casos resulta absolutamente superflua una amenaza exterior de castigo, pues el sujeto posee una convicción interior (una conciencia) de que la violación de la prohibición traería consigo una terrible desgracia. Lo más que estos enfermos obsesionados pueden comunicarnos es que experimentan un indefinible presentimiento de que la violación traería consigo un grave perjuicio para una de las personas que los rodean, pero son incapaces de precisar la naturaleza del mismo. Además, tampoco nos proporcionan, por lo general, estas vagas informaciones con ocasión de las prohibiciones mismas, sino que las enlazan a los actos de expiación y defensa de los que más adelante trataremos.
La prohibición central y principal de esta neurosis es, como en el tabú, la del contacto, carácter al que debe el nombre de délire de toucher, con el que suele ser designada. Pero la prohibición no recae tan sólo sobre el contacto físico, sino que se extiende a todos los actos que definimos con la expresión figurada «ponerse en contacto con algo». Todo aquello que orienta las ideas del sujeto hacia lo prohibido, esto es, todo lo que provoca un contacto puramente mental o abstracto con ella, queda tan prohibido como el contacto material directo. En el tabú hemos hallado también esta misma extensión.
La intención de algunas de estas prohibiciones y prescripciones obsesivas nos resulta comprensible. En cambio, otras nos parecen inexplicables, estúpidas y absurdas. A estas últimas les damos el nombre de «ceremoniales». Idéntica diferenciación se nos ha revelado en las costumbres tabú.
Las prohibiciones obsesivas son susceptibles de grandes desplazamientos y utilizan todo género de enlaces para extenderse de un objeto a otro y hacerlo a su vez imposible, según la expresión de una de mis enfermas. De este modo, acaba muchas veces por resultar «imposible» el mundo entero. Los enfermos obsesionados se conducen como si las personas y las cosas imposibles fueran fuentes de un peligroso contagio. Estos mismos caracteres de contagiosidad y transmisibilidad se nos mostraron antes como inherentes al tabú. Sabemos también que aquel que ha violado un tabú, tocando algo que entrañaba dicha condición, se hace a su vez tabú, y nadie debe entrar ya en contacto con él.
Expondré aquí dos ejemplos de transmisión (o más bien de desplazamiento) de la prohibición. Uno de ellos está tomado de la vida de los maorí y el otro de una observación clínica de una de mis enfermas, atacada de una neurosis obsesiva.
«Un jefe maorí no intentará jamás reanimar el fuego con su aliento, pues su aliento sagrado comunicaría su fuerza al fuego, el fuego a la vasija colocada sobre él, la vasija a los alimentos que en ella cuecen, y los alimentos a la persona que los consumiere, lo cual traería consigo la muerte de la persona que hubiere comido los alimentos preparados en la vasija calentada sobre el fuego y reanimado con el aliento del jefe, sagrado y peligroso».
Por lo que a mi enferma respecta, exige que un objeto que su marido acaba de comprar sea alejado de la casa, sin lo cual le será imposible residir en ella, pues ha oído decir que dicho objeto ha sido comprado en una tienda situada, por ejemplo, en la calle de los Ciervos. Ahora bien: una de sus amigas, que reside en una lejana ciudad y a la que conoció en otros tiempos, de soltera, es actualmente la señora de Ciervo. Esta amiga es hoy, para ella, imposible o tabú, y el objeto comprado aquí en Viena resulta tan tabú como la amiga misma, con la cual no quiere tener relación ninguna.
Del mismo modo que las prohibiciones tabús, las prohibiciones obsesivas aportan a la vida del sujeto enormes privaciones y restricciones, pero algunas de estas prohibiciones pueden ser levantadas merced a la realización de determinados actos, que tienen también, a su vez, un carácter obsesivo, y son, incontestablemente, actos de arrepentimiento, expiación, purificación y defensa. El más corriente de estos actos obsesivos es la ablución (ablución obsesiva). También una parte de las prohibiciones tabú puede ser sustituida -o expiada en caso de violación- por un ceremonial semejante, y también suele ser el agua lustral el medio preferido.
Resumiendo, ahora los puntos en los que más claramente se manifiesta la coincidencia de los síntomas de la neurosis obsesiva con las prohibiciones tabú, hallamos que son en número de cuatro: 1º La falta de motivación de las prescripciones; 2º Su imposición por una necesidad interna; 3º Su facultad de desplazamiento y contagio, y 4º La causación de actos ceremoniales y de prescripciones, emanados de las prohibiciones mismas.
Ahora bien: el psicoanálisis nos ha descubierto el desarrollo clínico y el mecanismo psíquico de la neurosis obsesiva. Como ejemplo del primero expondremos el historial clínico de un caso típico de délire de toucher: En la más temprana infancia del sujeto se manifestó un intenso placer táctil, cuyo fin se hallaba harto más especializado de lo que pudiera esperarse. A este placer no tardó en oponerse, desde el exterior, una prohibición de realizar los actos con él ligados, prohibición que fue obedecida por apoyarse en importantes fuerzas interiores, merced a las cuales se demostró más vigorosa que la tendencia que aspiraba a manifestarse en el contacto. Pero a causa de la constitución psíquica primitiva del niño no consiguió la prohibición suprimir la tendencia. Su resultado fue tan sólo el de reprimirla y confiar el placer táctil en lo inconsciente. Pero tanto la prohibición como las tendencias continuaron subsistiendo: la tendencia, por no haber sido suprimida, sino tan sólo reprimida, y la prohibición, porque sin ella hubiera penetrado la tendencia en la consciencia y habría impuesto su realización. De este modo quedó creada una situación intencionada, una fijación psíquica, y todo el desarrollo ulterior de la neurosis se deriva de este duradero conflicto ante la prohibición y la tendencia.
El carácter principal de la constelación psíquica así fijada reside en aquello que, según la acertada expresión de Bleuler, podríamos llamar la actitud ambivalente del sujeto con respecto al objeto, o más bien el acto prohibido. Experimenta de continuo el deseo de realizar dicho acto -el tocamiento-, pero le retiene siempre el horror que el mismo le inspira. Esta oposición de las dos corrientes no resulta fácilmente solucionable, pues la localización de las mismas en la vida psíquica excluye toda posibilidad de encuentro. Mientras que la prohibición es claramente consciente, la tendencia prohibida, que perdura insatisfecha, es por completo inconsciente y el sujeto la desconoce en absoluto. Si así no fuera, no podría la ambivalencia mantenerse durante tanto tiempo ni producir las manifestaciones a que acabamos de referirnos.
En la historia clínica antes resumida señalamos como factor decisivo la prohibición impuesta al sujeto en sus más tempranos años infantiles. Ulteriormente, en toda la evolución de la neurosis pasa a desempeñar este papel principal del mecanismo de la represión sobrevenida en dicha época de la vida.
A consecuencia de esta represión, que se muestra enlazada con un proceso de olvido (amnesia), permanece ignorada la motivación de la prohibición devenida consciente, y todas las tentativas encaminadas a descubrirla tienen necesariamente que fracasar, faltas de un punto de apoyo en el que basarse. La prohibición debe su energía - su carácter obsesivo- precisamente a sus relaciones con su contrapartida inconsciente -el deseo oculto insatisfecho-, o sea una necesidad interior ignorada por la consciencia. La transmisibilidad y la facultad de expansión de la prohibición reflejan un proceso por el que pasa el deseo inconsciente y cuyo desarrollo es favorecido por las condiciones psicológicas de lo inconsciente. La tendencia prohibida se desplaza de continuo para escapar a la interdicción que sobre ella pesa e intenta reemplazar lo que le está vedado por objetos y actos sustitutivos. Pero la prohibición sigue estos desplazamientos y recae sucesivamente sobre todos los nuevos fines elegidos por el deseo. A cada nuevo avance de la libido reprimida responde la prohibición con una nueva exigencia. La coerción recíproca de las dos fuerzas en pugna crea la necesidad de una derivación -de una disminución de la tensión existente-, necesidad en la que hemos de ver la motivación de los actos obsesivos. En la neurosis se nos revelan estos actos como transacciones, constituyendo, por una parte, testimonios de arrepentimiento y esfuerzos de expiación, y, por otra, actos sustitutivos con los que la tendencia intenta compensar la privación de lo prohibido.
Es ley de la neurosis que tales actos obsesivos vayan entrando cada vez más al servicio del deseo y aproximándose así paulatinamente al acto primitivo prohibido.
Intentemos ahora analizar el tabú como si fuera de igual naturaleza que las prohibiciones obsesivas de nuestros enfermos. Sabemos de antemano que muchas de las prohibiciones tabú de que habremos de ocuparnos son de naturaleza secundaria, desplazada y deformada, y que deberemos declararnos satisfechos si conseguimos proyectar alguna luz sobre las más primitivas e importantes. Por último, nos damos perfecta cuenta de que las diferencias entre la situación del salvaje y la del neurótico son suficientemente hondas para excluir la posibilidad de una completa coincidencia de las prohibiciones tabú con las obsesivas.
Una vez consignadas estas indispensables reservas, habremos de decirnos que no tendría objeto ninguno interrogar a los salvajes sobre la motivación verdadera de sus prohibiciones, o sea sobre la génesis del tabú, pues, según nuestras hipótesis, ha de serles imposible proporcionarnos información alguna sobre tal motivación, inconsciente en ellos. Ahora bien: por lo que sabemos de las prohibiciones obsesivas, podemos reconstituir la historia del tabú en la forma que sigue: Los tabús serían prohibiciones antiquísimas impuestas desde el exterior a una generación de hombres primitivos, a los que fueron quizá calculadas por una generación anterior. Estas prohibiciones recayeron sobre actividades a cuya realización tendía intensamente el individuo, y se mantuvieron luego de generación en generación, quizá únicamente por medio de la tradición transmitida por la autoridad paterna y social. Pero también puede suponerse que se organizaron en una generación posterior, como una parte de propiedad psíquica heredada. Comprenderán nuestros lectores que no es posible decidir, para esclarecer el tema que nos ocupa, si existen o no ideas innatas de este género, ni si tales ideas han determinado la fijación de tal tabú por sí solas o con el auxilio de la educación. Pero de la conservación del tabú hemos de deducir que la primitiva tendencia a realizar los actos prohibidos perdura aún hoy en día en los pueblos salvajes y semisalvajes, en los que hallamos tales prohibiciones. Así, pues, estos pueblos han adoptado ante sus prohibiciones tabú una actitud ambivalente. En su inconsciente, no desearían nada mejor que su violación, pero al mismo tiempo sienten temor a ella. La temen precisamente porque la desean, y el temor es más fuerte que el deseo. Este deseo es, en cada caso individual, inconsciente, como en el neurótico.
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