Kitabı oku: «Queremos hijos felices», sayfa 3

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Seis consejos para repartir «con cabeza» las parcelas correspondientes a la educación de los hijos, complementándose y actuando a la vez como un equipo:

1. Lo primero que es necesario tener en cuenta es la idea de equipo –«Somos un equipo»–, y eso implica trabajar en equipo; es decir, aunque las tareas estén repartidas, eso no significa que siempre las tenga que hacer la misma per­sona.

2. La flexibilidad será fundamental para que el equipo funcione. Se trata de conseguir entre los dos el objetivo marcado, no tanto de ver quién lo ha hecho (de apuntarse un tanto individual). Por eso, si en una determinada situación uno de los dos no puede hacerse cargo de la tarea o está en peores condiciones para ello, el otro puede realizarla sin que suponga una pelea ni lo anote como un favor personal hacia su pareja.

3. Asignemos las tareas en función de los horarios. Por ejemplo, si el padre o la madre llega a casa del trabajo a las 20:30 h, lo más razonable será que el que esté en casa sea el que vaya bañando a los niños.

4. Las tareas también se pueden repartir en función de los gustos. No obstante, todo esto será negociable y es importante dejar establecido que en cualquier momento se pueden reasignar y volver a repartir.

5. No olvidemos que una parte fundamental será trabajar la autonomía del niño, por lo que hay que ir asignándole progresivamente una mayor responsabilidad en el seno del hogar. Por ejemplo, llevar el pañal a la basura cuando son pequeños; meter la ropa sucia en la lavadora o en el cesto según vayan creciendo; ayudar a poner la mesa, etc.

6. Los adultos no deben asumir las responsabilidades que les corresponden a los niños, como es el caso de los deberes. Una cosa es que los padres les ayuden y otra muy diferente es que se hagan los responsables de ellos.

4. OJO CON EL LENGUAJE CON EL QUE NOS DIRIGIMOS A LOS NIÑOS

Aunque todos sabemos que las palabras dañinas tienen un efecto negativo en los niños, y más si vienen pronunciadas por parte de sus padres, que son sus adultos de referencia y su principal fuente de seguridad, en algunas ocasiones se nos olvida y decimos a los niños cosas de las que luego nos arrepentimos. Los padres tienen que procurar aportar a sus hijos la mayor seguridad y autonomía posible, y con frases negativas se consigue justo todo lo contrario.

La autoestima y la seguridad del niño van muy relacionadas en un primer momento con las valoraciones que recibe del exterior.

Hasta que se desarrolla el lenguaje interior, la principal fuente de seguridad del niño son los mensajes de sus padres y demás adultos de su entorno.

Si los padres se dirigen a él con frases negativas, la seguridad y la autoestima del pequeño se pueden ver resentidas.

Hay que tener en cuenta que en ocasiones los niños se pueden poner muy pesados y agotar la paciencia de los padres, que pierden los nervios y les dicen cosas de las que luego se arrepienten. Esta es una de las razones por las que será más efectivo utilizar el lenguaje no verbal. En estos casos, intentar razonar con los niños no funciona; por mucho que intentemos hacerles reflexionar no lo conseguiremos. Por eso, ser muy contundentes con el gesto y con la mirada va a ser mucho más efectivo que entrar en la provocación del niño, los adultos pueden terminar diciendo cosas de las que luego seguro que se van a arrepentir, mientras que con una mirada reprobatoria a tiempo el niño entenderá perfectamente qué es lo que no tiene que hacer.

Utiliza el lenguaje no verbal. Una mirada a tiempo puede evitar muchos gritos.

Los estudios realizados por el investigador Albert Mehrabian[4] sobre la trasmisión de emociones concluyen que a la hora de trasmitir emociones, el lenguaje verbal (las palabras), solo influye un 7 %, mientras que el lenguaje corporal lo hace un 55 %, y el paraverbal, (el tono de voz, las pausas…), un 38 %.

Si el niño está manifestando una clara llamada de atención, con amenazas por parte del adulto no se consigue nada y, además, se está reforzando su conducta. El niño percibe que con esa actitud obtiene la atención del adulto, que es lo que iba buscando. En estos casos, lo mejor es utilizar la extinción.

Consideramos refuerzo a cualquier consecuencia positiva y, será muy importante que no lo confundamos con el recurso a premios materiales; el mejor refuerzo para los niños puede salirnos muy barato: consiste en la atención de sus padres. Se trata de aprender a reforzarles cuando estén mostrando las conductas que queremos instaurar; es decir, estar con ellos y reforzar y premiar a los pequeños mientras se portan bien y no prestarles atención cuando están realizando las conductas disruptivas o las llamadas de atención que queremos que desaparezcan. Esto es lo que se conoce como extinción.

Cómo utilizar de forma correcta el refuerzo y la extinción es un aspecto que trabajaremos a lo largo del libro.

Lo mejor, para evitar que se nos escapen ese tipo de frases negativas, es utilizar la extinción. Además, será más efectivo demostrarle al niño que mientras se esté portando así, que mientras no deje de llorar, de chillar o de patalear, no le haremos caso. De esta forma, entenderá que así no va a conseguir la atención de los padres y estos no entrarán en su provocación.

Intentando razonar con el niño en el momento de la rabieta lo único que conseguiremos es que la situación vaya a más. El niño percibirá que suscita atención y las posibilidades de que los adultos pierdan los nervios y griten o digan frases desafortunadas aumentan exponencialmente.

A continuación, mencionamos las principales frases con connotaciones negativas que suelen escuchar los niños, sobre todo en situaciones como las anteriormente comentadas, en las que sus padres pierden la paciencia, y que hacen que luego se sientan especialmente culpables.

«Eres malo».

Consecuencias: No cometamos el error de «etiquetar» a los niños, como si el ser malo fuese algo inherente a ellos y que no se puede cambiar; de esa forma solo conseguiremos que el niño se habitúe al adjetivo y que lo viva como «Yo soy así, y por tanto no lo voy a cambiar».

Alternativa: «Te estás portando mal, porque no estás obedeciendo, estás gritando». Se trata de centrarnos en lo que el pequeño está haciendo mal, sin caer en generalizaciones ni etiquetas.

«Eres un vago».

Consecuencias: de nuevo estamos etiquetando al niño como si ser vago fuera algo que va con su persona y que no va a poder cambiar.

Alternativa: El niño funcionará mejor si le decimos «Hoy has hecho el vago porque no te esforzaste todo lo que podías o porque no hiciste los deberes, porque no estudiaste, pero estoy seguro de que mañana sí que lo harás». Se trata de hacerle ver al niño qué conducta puede cambiar e, incluso, le indicamos cómo hacerlo.

«Eres muy torpe, todo lo haces mal» / «Eres tonto».

Consecuencias: Con frases de este tipo es muy probable que minemos la autoestima del niño.

Alternativa: «Esta actividad en concreto no se te da bien; vamos a trabajar juntos para que mejores» y, sobre todo, haced hincapié en las cosas positivas del niño, en lo que sí que se le da bien o en aquello en que destaca.

«No me das más que disgustos. ¡Con lo bien que estaba yo sin hijos!».

Esta frase, que vista en frío parece una barbaridad, a algunos adultos se les llega a escapar cuando los niños pasan por épocas extremadamente problemáticas.

Consecuencias: Nunca se le puede decir algo así a un niño; con ello se le está culpando de muchos de los problemas que tiene el adulto de los que el niño no es responsable, y, además, de esta forma no se le trasmite ni cariño, ni afecto, ni amor.

Alternativa: «Hoy estoy muy disgustado contigo por esto que has hecho». De nuevo, enfatizamos en el problema que ha ocurrido, y recalcamos que es hoy en concreto cuando el padre está enfadado, pero nunca se debe entrar a poner en duda el amor hacia el hijo.

«Te vas a quedar solito».

Cuando los niños pegan a otros niños, o se pelean con ellos, esta es una frase habitual en los padres.

Consecuencias: Fomentamos el miedo en el niño.

Alternativa: Dependerá de la edad del crío, pero en cuanto sea un poco mayor (en torno a los cuatro años), podremos explicarle que con determinadas conductas, como pegar o pelearse, conseguirá que los otros niños no quieran jugar con él, pero no hay que exponérselo de forma tan rotunda y tajante.

«Ya no te quiero».

Consecuencias: De nuevo jugamos con el amor y con el cariño del niño, lo que puede hacer que se sienta solo e inseguro.

Alternativa: «Cuando te portas mal, nos ponemos tristes / no queremos estar contigo», pero nunca entraremos a cuestionar el amor hacia el hijo.

«No digas tonterías» / «No tengo tiempo para tus tonterías».

Consecuencias: Damos al niño un mensaje contradictorio: le decimos que no tenemos tiempo para sus tonterías, a la par que le estamos recriminando. Así, el niño se ve reforzado porque sí que está consiguiendo la atención de sus padres.

Alternativa: Cuando el niño hace el tonto se le deja de prestar atención y, además, se le explicita: «Cuando tú haces el tonto, yo no te hago caso».

«No pareces de esta familia».

Consecuencias: El niño puede sentirse rechazado.

Alternativa: «No me gusta que hagas esto». De nuevo, focalizando directamente la conducta que hay que extinguir, o aludiendo a las normas que tenemos en casa o en la familia.

«Cuando lleguemos a casa te vas a enterar» / «Cuando lo sepa tu padre o tu madre te vas a enterar».

Consecuencias: Con frases de este tipo, el niño puede percibir poca autoridad en la madre o en el padre, que tiene que recurrir a una segunda persona. Los niños necesitan que sus padres sean por sí mismos fuentes de autoridad para sentirse seguros.

Alternativa: Las consecuencias de la conducta tienen que ser inmediatas, y ya hemos señalado que lo que mejor funciona es la extinción –«Cuando te estás portando así yo no te hago caso»–, con las amenazas el niño sigue consiguiendo la atención del ­adulto.

«¡Aparta; estoy harta de que estés siempre pegado a mí!».

Hay niños a los que les cuesta mucho estar o jugar solos y piden continuamente que sus padres estén con ellos y les presten atención.

Consecuencias: El niño lo puede vivir como un rechazo, como una falta de cariño, lo que puede incrementar su inseguridad.

Alternativa: «Ahora mamá / papá está haciendo la comida (o lo que corresponda en ese momento) y hasta que termine tú tienes que jugar solito. Cuando mamá / papá termine te irá a buscar y haremos algo juntos».

«Como suspendas, te llevo a un internado».

Consecuencias: No podemos amenazar con nada que no vayamos a cumplir, ya que perderemos nuestra credibilidad. Si realmente no vamos a llevarle a un internado no debemos pronunciar esa frase.

Alternativa: Los niños funcionan mejor con los estímulos positivos: «Seguro que te va a salir bien el examen, lo vas a aprobar»…

«Menos mal que tu hermano se porta bien (o hace tal cosa bien), porque tú...».

Consecuencias: Entrar en comparaciones entre hermanos es complicado; no es bueno compararlos, cada niño es diferente y, sobre todo, debemos evitar las etiquetas de «hermano bueno» vs. «hermano malo».

Alternativa: Haremos caso al hermano que se esté portando bien, que es el que tiene que salir reforzado, es decir, el que tiene que tener una mayor atención, sin entrar en comparaciones, dado que mientras criticamos al que se porta mal, es este el que está acaparando la atención del adulto.

«Si sigues portándote mal, vendrá el hombre del saco (o el coco) y te llevará».

Consecuencias: Provocamos un miedo irracional en los niños.

Alternativa: «No te vamos a hacer caso hasta que te portes bien».

«Deja de llorar como una niña. Los chicos no lloran».

Consecuencias: Además de entrar en juicios de tipo sexista, podemos hacer que el niño inhiba la expresión de sus sentimientos.

Alternativa: Tendremos que distinguir entre el llanto de llamada de atención, al que extinguiremos con frases como «No se lloriquea» (independientemente del sexo), de aquel que se desencadena cuando el niño tiene un problema. En este último caso, lo consolaremos y trataremos de ponernos en su lugar para ayudarle.

¿Cómo establecer una comunicación positiva con los hijos?

Utilicemos palabras que ellos entiendan.

Seamos claros, no ambiguos.

Seamos breves.

Asegurémonos de que nos están atendiendo cuando hablamos.

Mantengamos nuestra palabra, tanto en promesas como en advertencias.

Escuchémosles, prestémosles atención y no les interrumpamos cuando hablan.

5. ¡CUIDADO CON LO QUE HACEMOS! LOS NIÑOS APRENDEN POR MODELADO

No debemos olvidar que la principal fuente de aprendizaje de un niño es el modelado. Los niños copian lo que ven, y sobre todo lo que ven en sus adultos de referencia, que principalmente son sus padres y sus hermanos mayores. Por eso es fundamental no caer en la trampa de exigir al niño que no manifieste una determinada conducta, si los padres sí que lo hacen, pensando que el niño va a entender que es una excepción y los mayores están exentos de dicha norma. Por ejemplo:

Si le decimos que no hay que gritar, los padres son los primeros que deben cumplir la norma y no gritar.

Si se le dice que no se debe pegar, por muy desesperados que estén los padres, tampoco ellos deben darle un cachete.

Si se le dice que no mienta, los adultos deben predicar con el ejemplo y no buscar excusas para sus mentiras de adultos.

Cuidado: los hijos copian lo que ven a sus padres. No exijamos justo lo contrario de lo que nosotros hacemos.

Es normal que el niño suelte frases del tipo: «Papá, ¿por qué has mentido?, nos has dicho que no se miente». Instaurar unas normas en la familia facilitará mucho la educación de los hijos; pero dichas normas han de cumplirlas todos los miembros, empezando por los mayores. Órdenes tan básicas como «no grites», o «no llores» cuando el niño monta una pataleta, pierden mucha efectividad si el adulto las emite gritando. El objetivo será permanecer con un tono de voz frío, pero sin mostrar alteración.

En el caso de niños más pequeños, preguntarán por qué los padres se han saltado la norma, porque no lo entienden. Si se ha fijado una pauta, ¿por qué para los mayores no vale? Según van creciendo, cada vez son más conscientes de las incoherencias educativas de sus padres, y ese «no entender», da lugar a un sentimiento de injusticia –«¿Por qué yo no puedo gritar y papá y mamá gritan constantemente?», «¿Por qué me dicen que eso no se hace si ellos lo hacen?…»– que, llegada la adolescencia, puede incluso desembocar en un acto de rebeldía: «Voy a comprobar lo injusto que es el hecho de que yo no pueda hacer esto pero mis padres sí». Se debe seguir teniendo cuidado, dado que en esta edad, aunque aparentemente los adolescentes no necesitan a sus padres, siguen precisando de su cariño y comprensión ya que a pesar de su aparente rechazo todavía dependen de ellos.

Con los adolescentes todo se vuelve más complicado. Cuando queremos instaurar en ellos conductas sanas, la dificultad aumenta si su modelo familiar actúa en sentido contrario. Por ejemplo, ¿con qué fuerza moral le explicamos que él no puede fumar si los padres lo hacen? Con esta actitud favorecemos la disonancia cognitiva que se crea en torno a estas conductas: «Sé que fumar o beber es malo, pero aún así lo hago, y muy perjudicial no debe ser, si además mis padres lo hacen».

Los niños tienen una gran capacidad de observación. Perciben perfectamente lo que sus padres hacen, cómo les educan, y detectan sus incoherencias educativas. Por ello, es necesario intentar que estas desaparezcan. En el caso de que los niños pillen a los padres en un renuncio –que seguro que alguna vez ocurrirá–, no se debe dar la vuelta a la situación con explicaciones que suelen ser más largas de lo deseado, y que muchas veces están por encima de su propio desarrollo cognitivo. Será mucho más efectivo aplicarse la misma consecuencia que se impone a los hijos.

Los niños se dan cuenta de las incoherencias educativas de sus padres y de que en muchas ocasiones lo que les dicen que hagan no es lo mismo que hacen sus padres.

El caso de Sara:

Sara es una niña de seis años de edad que viene a consulta porque sus padres están preocupados por las dificultades que tiene a la hora de relacionarse con otros niños y porque le cuesta mucho obedecer en casa. En una ocasión, Sara y sus padres se fueron a pasar el día al campo con familiares y amigos. Había un lago con patos. El padre contó una anécdota de su niñez, en la que sin querer, jugando con unos amigos a tirar piedras en un lago, mató a un pato y se organizó un lío impresionante con el Seprona de por medio. Todos los allí presentes se rieron mucho de la historia del padre de Sara. Al rato la niña se puso a tirar piedras a los patos y sus padres la regañaron porque eso no se podía hacer. La niña se cogió un gran disgusto.

¿Qué ocurrió? Sara estaba siendo consciente de la discrepancia educativa de su padres. En ese momento, ella solo quería reproducir la «hazaña» que había contado su padre, y generar la misma expectación y atención en los presentes, creía que esa era una forma de hacer amigos. En este caso, la rabieta de Sara estaba motivada por el sentimiento de injusticia y por el hecho de no comprender la situación que había ocurrido en ese momento.

«Dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única manera».

Albert Einstein

6. LA IMPORTANCIA DE LAS NORMAS Y DE LOS LÍMITES

Actualmente, los hijos poseen cada vez más y más cosas y no tienen que hacer ningún esfuerzo por conseguirlas, y no por ello podemos afirmar que son más felices. Además, en general, cuantas más cosas tienen los niños, más cosas quieren, por la progresión insaciable que supone «el tener» frente a la gran oferta que existe hoy día. Y llega un momento en el que los padres se ven incapaces de proporcionarles más satisfacción por la vía material. Se encuentran desorientados y superados porque ven que no disminuye el grado de exigencia en los hijos, sino que, al contrario, aumenta el nivel de inconformismo.

Los niños necesitan normas y límites y cuando no los tienen están muy perdidos, no saben qué es lo que tienen que hacer, qué es lo que se espera de ellos y tampoco saben qué camino deben elegir.

Los niños tienen que aprender a ganarse las cosas y no es necesario que trabajen o que asuman en casa tareas extras desproporcionadas para su edad, sino simplemente que cumplan las normas establecidas. Para facilitar la labor, las normas deben ser muy claras, muy concisas y adecuadas a la edad del niño.

Ejemplo de normas para niños de cuatro y cinco años:

No gritar.

No pegar.

Obedecer a la primera.

Cuando los niños no aprenden que las cosas hay que ganárselas, que tienen que cumplir las normas establecidas, que junto con nuestros derechos van nuestras obligaciones, y que si no las cumplimos no podremos disfrutar de los privilegios (como ver la televisión, disponer de ordenador, tableta, videojuegos…), se pueden convertir en jóvenes y adultos insatisfechos e infelices porque no han aprendido a valorar lo que tienen; todo lo consideran como un derecho, y cuando la sociedad les impone sus normas, pueden sentirse muy dolidos y frustrados.

Los padres son siempre los responsables de la educación de los hijos, y esto es algo que no se puede delegar. Los profesores u otros familiares podrán ayudar en ese proceso, pero nunca podremos delegar la responsabilidad en ellos.

La responsabilidad de la educación de los hijos es siempre de los padres.

Muchas veces, las largas jornadas laborales hacen que muchos padres se sientan culpables por pasar poco tiempo con sus hijos e intenten compensar esto dándoles todo lo que piden, sin darse cuenta de que les hacen un flaco favor. Los niños, además de valorar más las cosas cuando se las ganan, necesitan aprender el sentido del esfuerzo y de la responsabilidad, y necesitan aprender a tolerar la frustración. Educando en las normas, en los límites, conseguiremos que los hijos sean más autónomos, más seguros y, sobre todo, más felices.

Cuando los padres tienen una forma de actuar permisiva y una acción educativa muy blanda, no ayudan a los niños a interiorizar las normas y los límites, ni a aprender el sentido del esfuerzo o a asumir sus responsabilidades. Esa forma de educar no contribuye a formar individuos más seguros y más autónomos, aspectos que les van a resultar necesarios a lo largo de su vida.

Los padres son, ante todo, padres, no amigos ni colegas. Reflexionemos sobre la frase de Emilio Calatayud, juez de menores de Granada: «Si los padres nos hacemos amigos de nuestros hijos, se quedan huérfanos».

Los padres tienen que ser siempre los que marquen los límites. Determinadas cuestiones se pueden negociar, pero la norma y el límite deben estar muy claros; el niño debe conocerlos y también las consecuencias que experimentará cuando se los salte. Hay que mantenerse firmes y seguros al respecto. Con gritos, regañinas y broncas se trasmite enfado, desesperación e inseguridad, justo lo contrario de lo que necesitan los hijos en esos momentos.

Los niños son muy perseverantes, casi siempre más que sus padres. Por eso nunca hay que ceder pensando que de esa forma la situación no va a ir a más, dado que va a suceder lo contrario: el niño entrará en una espiral de enfado y provocación, en la que cada vez su conducta se reforzará y se portará peor. En nuestra práctica diaria, observamos cómo el miedo a que la situación vaya a más prolonga y agrava los problemas. No actuando, no cortando a los hijos y cediendo, nunca se soluciona el problema. Por el contrario, se agrava. Los niños tendrán cada vez menos autocontrol.

No sobreprotejamos a los niños ni les hagamos las tareas para las que sí que están preparados.

Hay que dejarles que desarrollen sus propios recursos, que aprendan a generar estrategias, y que sepan resolver sus problemas y sus conflictos.

Los padres siempre estarán detrás alentándoles y dándoles fuerza y ánimo, pero no saliendo al quite en todas las situaciones.

Las normas y los límites no anularán la personalidad del niño, sino que le ayudarán a moldear su temperamento y conseguir el autocontrol necesario para vivir con éxito en la exigente sociedad de hoy día.

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