Kitabı oku: «Mi nombre es Lucía Joyce»
Mi nombre es
LUCIA JOYCE
Título Original: Mi nombre es Lucia Joyce.
© Sofía G. Buzali
Primera edición 2021.
© Editorial Dos Líneas, S.A. de C.V.
Fotografía portada
Imagen de la UB James Joyce Collection courtesy of the Poetry Collection of the University Libraries, University at Buffalo, The State University of New York.
Diseño de portada.
Editorial Dos Líneas
Corrección de estilo.
Ligia M. Oliver
ISBN: 978 607 7884 05 7
Se prohíbe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por cualquier sistema de recuperación de información, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro—óptico, por fotocopia o cualquier otro, existente o por existir, sin el permiso previo por escrito del titular de los derechos correspondientes.
Mi nombre es
LUCIA JOYCE
Sofía G. Buzali
a
mis nietos:
michelle, isaac, daniela.
a carlos, jimmy y sofía,
quienes amorosamente
abrazan mi corazón.
Encerrada en un hospital psiquiátrico, escribo.
Las palabras llenan el vacío de bullicios familiares.
Deseo cruzar la isla y llegar a ti.
Los barcos se hunden, desaparecen,
no pasa nada...
Tabla de contenido
Parte 1
Parte 2
Parte 3
Mi nombre es Lucía Joyce y fui diagnosticada con esquizofrenia. Las primeras crisis las tuve a los veinticinco años y ha pasado mucho tiempo desde entonces. Estoy internada en el Hospital Psiquiátrico St. Andrew’s, en Northampton, Inglaterra. Hace poco conté las clínicas psiquiátricas por las que he pasado: nueve. ¡Nueve encierros distintos!
Francia, Zúrich, Londres.
Ahora estoy mejor que tiempo atrás. Mi agresividad está controlada, aunque no he superado por completo el discurso delirante de mis pensamientos. Cuando escucho voces o noto alguna alteración me digo que no pasa nada, que todo es mentira. El doctor McArthur me pidió que relatara mi vida. Las palabras, comentó, son una medicina para el alma que sufre. Lo obedecí, no tenía nada más interesante que hacer, además, me agrada contar historias, igual que a mi padre. Hace tiempo escribí una novela... si Sam Beckett estuviera aquí la recordaría, pero casi nadie me visita. Eso suele ocurrir con enfermos como yo, los familiares se alejan.
Rabia. Frustración. Soledad.
I
1
Muchas veces Lucía se siente infinitamente triste, siempre cerca de las sombras. A quien más echa de menos es a su padre, quien murió exiliado en Zúrich recién comenzada la Guerra. Ella no acepta su muerte, nunca la aceptará, él no habría sido capaz de abandonarla como los demás. Por eso, ante la desesperación de la soledad, obedece las reglas del hospital para que nadie sospeche de su plan: escapar.
Ni médicos, ni enfermeras, ni la directora o sus compañeras de tantos años deben enterarse.
Huir. Llegar a Zúrich, mirar la tumba de su padre...
Él fue el único que veló por ella. Nora, su madre, jamás comprendió. Lucía piensa que tuvo celos de la relación. Giorgio, su hermano, tampoco toleró la adoración que se profesaban. Ellos se entendían con la mirada. Suele suceder, y para él, Lucía era la niña de sus ojos y dicen que su inspiración. Sí, fue la musa del escritor más afamado y controvertido de su época.
Lucía bailaba con elegancia. Alta, delgada, de gestos distinguidos. Cabello lacio, obscuro. De su madre heredó el estrabismo y los ojos azules, casi negros, mirando hacia adentro. En su juventud fue una joven alegre, sin embargo, la luz interna que pudo haber tenido algún día, se apagó.
No recuerda cómo empezó todo, solo sabe que los distintos tratamientos la alejaron de su alma. Hoy tiene claridad; mañana, no sabe cómo actuará. Es tan distinta ahora...
De aquella figura esbelta de bailarina nada queda. Su aspecto físico ha experimentado numerosos cambios y ha pasado del sobrepeso con cuerpo deteriorado a un estado más sano, gracias al cambio de alimentación aquí en el St. Andrew’s. Hoy en día su cabello es totalmente blanco a consecuencia de los medicamentos. En alguna época las enfermeras del hospital la ayudaban a teñirlo, pero ha dejado de hacerlo, ¿por qué no?
Debido a su estatura aprendió a mirar desde lo alto, aunque en ocasiones se siente pequeña como una lagartija arrastrándose por el camino de la vida. Se acostumbró al diario vivir en este hospital. Si le pidieran que saliera al mundo ya no sabría qué hacer en lo cotidiano. Aborrece la celda de aislamiento donde, cuando la encierran, permanece veinticuatro horas entre cuatro paredes, amarrada con una camisa de fuerza. El silencio es tal que siente como si estuviera encerrada en un sarcófago. Piensa en su padre bajo tierra: “¿acaso sufre como yo, a las puertas del infierno?”
Per me si va ne la città dolente,
per me si va ne l’etterno dolore,
per me si va tra la perduta gente.
Giustizia mosse il mio alto fattore;
fecemi la divina podestate,
la somma sapïenza e ’l primo amore.
Dinanzi a me non fuor cose create
se non etterne, e io etterno duro.
Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate’1
Habla italiano, alemán, francés e inglés, pero en su casa siempre el italiano. Por eso a su padre lo llama Babbo, como en La Toscana, en vez de Paparino, que le suena a ópera de Rossini. Nació en Trieste igual que su hermano Giorgio. Su infancia transcurrió en ese puerto de vida tranquila, clima suave y tardes soleadas de largos veranos. Hay meses en los que sopla el Bora, un viento que llega desde el Adriático, frío y seco, cuyo nombre deriva de la figura de Bóreas, Dios del frío viento del norte encargado de traer al invierno. Con las ráfagas, Lucía sentía que en cualquier momento se elevaría como una hoja de papel, que el viento la lanzaría a la nada, al desamparo y a la soledad de su destino. El viento, le comentó al doctor McArthur, es el aullido de la tierra, el soplo infinito del miedo y la angustia existencial.
Después de Trieste,
Zúrich,
Francia.
En ocasiones, Lucía cree escuchar el estallido de bombas, el sonido de alarmas y aviones alemanes sobrevolando la ciudad. Años atrás, durante la ocupación de París, la situación empeoró y el edificio de la clínica psiquiátrica en Ivry, donde estaba internada, se sacudió por los bombardeos. Muros craquelados, kilos de polvo salían de las paredes y debido al ruido de las explosiones, se escondió debajo de la cama. Tuvo miedo de morir. Nadie iría a su rescate. Quedaría sepultada bajo los escombros del hospital. Pareciera que eso marcaría su destino: ir corriente abajo, como el río Liffey, sumergirse en aguas profundas y vivir en la oscuridad.
Ante el peligro de los bombardeos, el gobierno decidió evacuar el hospital. Cierta madrugada, en medio del ruido de las alarmas, subieron a los enfermos a un camión y fueron trasladados al Hospital Psiquiátrico de Charmettes, en Pornichet. Lucía, con sus treinta y tres años, lloraba acurrucada en uno de los asientos como niña asustada. Otros enfermos, horrorizados, miraban fijamente por la ventanilla.
Mientras tanto, el escritor alistaba permisos de salida para trasladar a la familia a Zúrich. Desesperado, averiguaba a dónde transfirieron a los enfermos. Logró localizar a Lucía a través de la Fundación Rockefeller. Él prometió sacarla de ahí, sin embargo, ella se sintió más sola que nunca. Vivía aterrada, en Charmettes prohibían las visitas y en alguna ocasión comentó que en la clínica en Pornichet le hicieron cosas tan terribles que no deseaba recordar.
Finalmente su padre, Nora y Giorgio, con su pequeño hijo Stephen, consiguieron la autorización para abandonar Francia. Mucha gente importante ayudó porque su padre, escritor del Ulises, ya en esas épocas había publicado Finnegans Wake y era muy admirado y querido por la intelectualidad, tanto de Europa como de Norteamérica.
La abandonaron... Tomaron el tren y partieron. Papá le explicó que él y Giorgio movieron todas sus influencias para llevarla con ellos a Zúrich pero fue imposible lograrlo debido a su pasaporte inglés. Él explicó en su forma bella, como solía hacerlo en sus cartas, que estaba sufriendo mucho por no tenerla a su lado, que tuviera paciencia. Lucía leía aquellas cartas una y otra vez, tenía la esperanza de que la pesadilla en la que vivía pronto terminaría. Cuando dejó de recibir correspondencia, todo se derrumbó, no quiso saber nada sobre la guerra, ni de ninguno de los miembros de su familia. Se encerró en sí misma. Y esa actitud es la que toma cuando algo la altera, lo afirma el doctor McArthur: “ocultarse detrás de su mundo. Aislarse con sus propias visiones. Su propia locura”.
De lo que Lucía recuerda como si fuera ayer es cuando Miss Weaver, su albacea, la trasladó a Londres, al Hospital Psiquiátrico St. Andrew’s en 1951, una década después de la muerte de su padre. Ella había seguido recluida en Francia por lo que visitarla y hacerse cargo de ella fue complicado. A sus seis años en Ivry se le sumaban ya diez en Pornichet resistiendo sola, sin visitas, ni cartas.
En cambio aquí, el St. Andrew’s es agradable. El edificio tiene fachada neoclásica y es una de las más grandes de Inglaterra. Alrededor de la capilla de arquitectura gótica victoriana, hay hectáreas de espacios verdes y un majestuoso olmo donde a Lucía le gusta sentarse con Meredith, su mejor amiga, a ver pasar las horas del día.
Cuando ingresó tuvo miedo, convivía con lunáticos de todo tipo, compartía un espacio enorme donde estaban otros veinte pacientes. Contaba las camas una y otra vez, interminablemente, por días, por horas, entre el tedio, los gritos de los enfermos y su propia desesperación. Temía que alguno de los pacientes se metiera en su lecho y la violara por la noche. Sentía los pasos de soldados alemanes irrumpiendo en la habitación para secuestrarla. Más adelante, modernizaron el sistema, las instalaciones y le asignaron una habitación propia como la de Virginia, a quien un día se la llevaron las olas.
Una mañana, sentada en la sala de espera del doctor McArthur, Lucía leyó el folleto del hospital y sintió escalofríos:
Northampton General Lunatic Asylum,
desde 1938.
Servicios para los hombres - 154 camas
Servicios para la mujer - 105 camas
Trastornos mentales, de personalidad,
mujeres con delitos graves.
Centro Nacional de Lesión Cerebral - 92 camas
Servicios para la Tercera Edad - 98 camas
Demencia - 13 camas
Servicio de Enfermedad de Huntington - 11 camas
Cuenta con lugares de entretenimiento e
instalaciones deportivas.
Northampton está solo a una hora de Londres y
dispone de buena carretera, ferrocarril
y un aeropuerto cercano.
Los primeros años fue introvertida, hablaba poco, tenía escasas amigas, sin embargo, tuvo un novio. Guardaron durante meses el secreto. Besaba bien y con él no le daba vergüenza desnudarse. Tenía menos pena con los hombres que con las mujeres, no sabe por qué. Un día Harry desapareció. Lo echó mucho de menos. Después de él tuvo relaciones con otros internos, incluidas algunas mujeres. Nunca se enamoró. Solo satisfacía sus deseos sexuales, sus manías. Hacían de las suyas y nadie dentro del hospital se percataba de ello, hasta que la mudaron al edificio contiguo.
La enfermera que sigue sus pasos desde entonces es Miss Lawry. En este edificio conoció a Ronny, a Abby y a Meredith. Esta última se convirtió en su mejor amiga; una pelirroja alegre, más joven que ella. Con ellos la vida dentro del hospital se le hizo más llevadera.
La que entiende su obsesión de huir a Zúrich en busca de la tumba de su padre es Meredith. Por eso ellas hablan en voz baja cuando se trata de ese tema. Siempre vuelven el rostro para estar seguras de que nadie las observa. De ser así ni una palabra, se echaría todo a perder. Analizaron juntas las distintas posibilidades de escapar. Han pensado hacerlo en la madrugada, por la ventana de la lavandería del sótano que da a la parte trasera de uno de los edificios cerca de la salida. Podrían esconderse en la casa abandonada de herramientas, esperar al amanecer y tomar un autobús que las llevara a la ciudad, de ahí un taxi al puerto de Dover, luego el ferry y cruzar desde la isla. El itinerario del tren Calais-Zúrich ya lo averiguaron...
Sam Beckett la visitó después de su llegada al St. Andrew’s. El paso del tiempo se notaba en su persona, sin embargo, seguía siendo inmensamente guapo. Cuerpo alargado, 1.80 metros de estatura. El rostro afilado, los ojos azules, su mirada profunda, las manos alargadas. Al verlo quiso lanzarse sobre él, abrazarlo, pedirle que la sacara de ahí, pero se dominó, el pánico se apoderó de ella, solo vio que él la miraba.
Habló poco, lo escuchó. Recordaron cuando él ayudó al padre de Lucía en la investigación para Finnegans Wake buscando libros de interés. Hablaron de la pasión de ambos por Dante y por la lingüística. Rememoraron las tardes en que Sam leía para él cuando la vista se le fue agotando. Se acordaron también de cuando su padre lo encontró una madrugada en plena calle, tirado en el suelo, apuñalado por una mujer que aprovechó su distracción mientras le ofrecía sus servicios. El cuchillo le rozó el corazón pero el escritor le consiguió de inmediato un cuarto de hospital. Eso lo salvó de la muerte y Sam jamás lo olvidará. Lo que Beckett no sabía era que ella, Lucía, tampoco lo olvidaba. Era y sería el amor de su vida. Por las noches pensaba en él, recordaba sus paseos por las calles de París, lo mucho que agradeció el día que le regaló La Divina Comedia, los halagos al presenciar sus solos cuando bailaba. La cercanía de su cuerpo. Todo eso quería decirle, pero se contuvo.
Durante meses, Lucía miró a su padre y a Sam trabajar sentados a la mesa del comedor. Discutían. Hablaban sin parar. Beckett tenía siempre para ella una sonrisa, una plática interesante. Él la miraba cuando ensayaba sus pasos de baile en una esquina. Los dos la observaban. Fue Sam el único que comprendió realmente su pasión por la danza moderna. Sus deseos de independizarse. La defendió contra Nora, contra Giorgio y entendió sus contrariedades.
Al despedirse, el olor de su loción quedó impregnado en su cabello. Sam jamás regresó, seguramente le dio lástima. Con certeza lo decepcionó: ella, una enferma mental. Deteriorada. Quebrantada. Al verlo alejarse pensó con tristeza en lo que se había convertido desde aquella época, recién ingresada en Charmettes, y la que dejó de ser con tantos fármacos. Estaba en los cuarentas y su aspecto era de una mujer mucho mayor. Mirada distante, lento caminar, sin ese aire de energía y entusiasmo que alguna vez la caracterizó.
Psiquiátrico St. Andrew’s
Londres, 1951
Una noche gris
A mi padre nunca más lo volví a ver, sin embargo, él siempre me está mirando. Escucho su voz. Muchas noches me cuenta historias antes de dormir o se sienta a mi lado en la biblioteca cuando estoy leyendo.
Me acompaña durante las horas interminables del día dentro del hospital. Él también desearía que escape. No descansaré hasta lograrlo.
Ir en su búsqueda.
En búsqueda de ti padre, volverte a ver.
¿Mis memorias de Trieste? Lo haré. Mañana. Hoy no quiero pensar más. Dormiré.
El viento no se tranquiliza, silba en la noche oscura, pasea entre los árboles, entre las rendijas de las ventanas y me cubro la cabeza con la sábana para no sentir temor.
Soy tan frágil.
Nota
1 Fragmento de El canto tercero del Infierno de la Divina comedia de Dante Alighieri publicado bajo Licencia de documentación libre de GNU y Licencia Creative Commons Atribución Share Alike 3.0 Unported.
2
El silencio del hospital durante la noche es casi total. Lucía no logra conciliar el sueño. Las voces dentro de su cabeza perforan su cerebro como cincel golpeando un muro. La persiguen durante la mañana, a la mitad de la tarde, en la madrugada:
Lucía, ven. Toma el tren a Zúrich.
Ven a visitarme. No me dejes solo. Lucía,
acude a mí. No me abandones, le dice su padre.
Imposible detener los pensamientos. Se gira de un lado a otro sobre su cama. Va al baño. No quiere saber la hora. Regresa a la cama. Acomoda la almohada. Al otro lado del pasillo escucha gritos. A veces es Rose, su vecina, que tiene pesadillas. Lucía se da vuelta hacia la pared. Se tapa los oídos, luego, una figura aparece en el espejo. Se altera. Es ella: su madre, acusándola con el dedo, sermoneándola repite la voz de su madre en su interior:
La danza no es para ti. Debes abandonarla.
Es una tontería.
La danza no es para ti. Es una tontería.
Es una tontería. Es una tontería. La frase se repite una y otra vez. Se angustia. Mira el reloj, son las cinco. Desea que se alejen las voces, descansar antes de que amanezca, pero la mente de Lucía no encuentra tranquilidad en noches como ésta. Recuerda cuando no quería ir a Londres, dejar París. Tenía un mundo propio, la danza, amigas, planes de independizarse, dar clases, rentar un departamento.
Un poco antes de las seis es cuando Lucía logra acallar las voces y quedarse dormida, pero las campanadas de las siete la despiertan cada mañana. Lo mismo, cada mañana...
—Miss Lawry, no, por favor. No abra las cortinas, quiero dormir.
—Si no te levantas ahora, esta noche sucederá lo mismo —le dice Miss Lawry abriéndolas sin hacerle caso— Además se te pasa el horario del medicamento —añade.
Entonces Lucía se incorpora con lentitud, mira a través del cristal. El día es gris, como siempre, es la impresión que le da tantos años mirando por esa misma ventana. En ocasiones, después de los electrochoques, la memoria se le bloquea y olvida haber visto antes ese paisaje desde este mismo lugar, eternamente repetido, y entonces puede disfrutar de la vista. Aunque con el tiempo vuelven las remembranzas, regresan las voces.
—Mañana es jueves, Lucía, tienes cita con doctor McArthur. ¿Has escrito algo? —pregunta Miss Lawry.
—No.
—Es necesario que lo hagas.
—Lo intentaré.
—De acuerdo, después de los ejercicios matutinos ¡a escribir! Nos vemos en el desayuno, y quizá puedas tomar una siesta a media tarde y reponer lo que no dormiste. —le recomienda Miss Lawry mientras sale de la habitación.
—Tal vez. —susurra Lucía sin el menor afán de intentarlo.
Cuando la enfermera sale, ella se recuesta de nuevo, se acurruca. ¡Cómo le gustaría tener a alguien que la abrazara, o poder huir, tomar el tren, llegar a Zúrich, ver la tumba de su padre, estar junto a él!
Algunas veces la enfermera supone que su paciente no ha querido levantarse y regresa, para animarla a bañarse. Ella siempre se incorpora con pesadez, pero Miss Lawry la ayuda, la baña, y le cepilla su cabello blanco, ondulado, durante buen rato.
Antes de abandonar la habitación, Lucía se dirige al estante junto a la ventana y endereza los libros que estén fuera de lugar. Se dirige a la biblioteca, camina por el amplio pasillo, con lentitud, nadie la espera… De nuevo es otoño. Observa las hojas secas esparcidas por los jardines del St. Andrew’s. Tonos rojizos, marrones, amarillos. Cierra los ojos como Stephen en el Ulises, en la playa de Sandycove. El viento es frío, entra a los pulmones. Siempre le ha gustado caminar sobre las hojas secas y escuchar el sonido al pisarlas; el aroma a hierba fresca, a cielo, a tierra.
Cuando entra a la biblioteca se sienta frente a la letra J. Acomoda sus piernas largas bajo la mesa, saca la pluma con tinta lila y el cuaderno donde cuenta su vida para no olvidar. Pasa la yema de los dedos sobre las páginas en blanco...
Londres, 1951
Jueves 18, octubre
Mi historia, doctor McArthur, empezó a tejerse en Trieste. Vengo de una madre depresiva que no quería tener más hijos y un padre escritor, irresponsable, en la miseria, tratando de salir adelante en su autoexilio. Fui hija no deseada, tal fue el principio de mi existencia. El vacío se fue formando dentro de mi ser, ese que carcome por dentro como una bacteria maligna. Se fue convirtiendo en angustia, en locura. Si las cosas hubieran sido distintas, pero no. No tengo a nadie, todos murieron o se alejaron de mí. Lucho cada día con la locura, tengo miedo de que vuelvan las voces.
El bullicio del hospital es agobiante, lidio cuerpo a cuerpo, en el silencio, con la angustia de verme como una piedra sola en el desierto. Cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer.
Me gustaría que alguien me preguntara cuál es la causa de mi llanto.
De la soledad. Nadie comprendería.
Viene de antes, tal vez antes del nacimiento, de mi concepción.
La actividad mental en mi cerebro es agotadora, cuando estoy en crisis no tengo capacidad de hilar los pensamientos, los recuerdos son desordenados.
Medicada, usted lo sabe, todo cambia, todo se vuelve claro como la transparencia de las nubes.
Aprovecharé esos momentos para recordar mi vida con papá, con mamá, con Giorgio.
Tal vez escribir sobre todo aquello ayude a liberar los demonios que tengo dentro.
Lucía está inclinada sobre el papel. Su cabeza y su vista muy cerca de la hoja donde escribe obsesivamente. Está concentrada. No se percata de lo que sucede a su alrededor. No mira a los hombres de blanco que la están vigilando ni escucha a uno de los pacientes gritarle a la enfermera. Hoy el día está gris como muchos otros aquí en Londres. Llovizna.
Ella llegó a la biblioteca por el pasadizo interior. En el camino se encontró a Meredith, quien quería que en lugar de ir a la biblioteca se fuera con ella al salón de usos múltiples a hacer muñecos de papel maché, pero Lucía le dijo que no, debía seguir escribiendo:
Nací en Italia y no en Dublín, de donde son mis padres. Papá, en su adolescencia, estudió un tiempo en Francia porque quería ser médico, aunque ahí, en vez de estudiar, se dedicó a la bohemia. A los pocos meses, la abuela May enfermó y papá tuvo que regresar.
A los 23 años, mi padre ya se había graduado en lenguas modernas del University College y dominaba italiano, francés, alemán, noruego y latín. Él fue siempre rebelde y rechazó la sociedad conservadora de los dublineses. Nora, mi madre, nació en Galway. Cuando se conocieron trabajaba de camarera en el Finn’s Hotel de Dublín. Se enamoraron. Mamá me contó que durante uno de sus paseos por la orilla del río Liffey, papá le preguntó si sería capaz de irse con él a Zúrich sin estar casados pues, según él, lo esperaba un puesto de profesor de inglés, en Berlitz Language School. Ella, sin pensarlo, aceptó. Seguramente tendría una vida mejor y a mi padre nadie le impediría escribir y llegar a ser famoso. Entonces, sin decirle nada a la familia, partieron. Londres, París y de ahí a Zúrich.
Papá me platicó que fue en aquel tren, al dejar Dublín atrás, cuando maduró la idea del Ulises.
Al llegar a Zúrich ningún puesto había para él, ni tampoco en Trieste a donde lo remitieron. El poco dinero que tenían para el viaje se terminó. Finalmente, el director de Berlitz en Trieste le consiguió una plaza en las instalaciones en Pola, ciudad austrohúngara. Dice mamá que fueron tiempos difíciles. Encontraron a la vuelta de la escuela un cuarto amueblado con cocina. Vivieron entre ollas, sartenes y una cafetera. Papá se quejaba de los mosquitos en verano y de lo difícil que era entender el dialecto local. Durante el invierno, sin calefacción, el cuarto se volvía húmedo. Apenas salían con los gastos. Papá asistía a conferencias en la biblioteca, leía y escribía a tío Stanislaus contándole los pormenores del diario vivir. Papá trabajó en sus textos obsesivamente. Usaba la mesa de la cocina porque tenía la mejor luz, mientras que mi madre se quejaba de que estaba desesperada con eso del idioma y de que extrañaba a su familia en Galway. Así, una mañana, Nora le dio la noticia a papá de que estaba embarazada.
¡Imagínese usted! Empezando una vida nueva y ahora un hijo. Cayeron en una crisis espantosa, no sabían cuidar niños, ¿cómo lo mantendrían? Papá pidió en la Berlitz que lo transfirieran a Trieste y lo consiguió, entonces podría tener, además de las clases en la escuela, alumnos particulares y sus ingresos mejorarían.
Volver a Trieste les dio a los dos una nueva ilusión. Se instalaron en una pequeña habitación con cocina en el centro de la ciudad que dominaba la Piazza Ponterroso, a unas cuadras de la escuela. Asistían al Teatro Verdi, a la ópera y a los conciertos sin importarles que los asientos fueran en la galería superior. Cuenta tía Eve que en sus cartas él decía que la vida en Trieste fue igual de difícil que en Pola. Mamá cayó en constantes depresiones, nada la animaba, no les alcanzaba siquiera para comprar ropa de embarazada. Vivieron de fiado, vivieron de prestado...
Me imagino, doctor, las penurias de esas épocas y lo que pasaba por la mente de mamá. Dicen que él se iba de juerga con los amigos al barrio antiguo de Trieste, a divertirse con las prostitutas. ¿Cómo pudo, doctor? Estaban en la miseria, mi madre alejada de su familia y él se iba de putas y bebía. A Babbo lo amo, pero fue un miserable con mi madre. ¿Será esa la razón por la que no confío en ningún hombre? Sam también me engañó. Me usó.
Yo lo admiraba, sin embargo, él solo quería estar cerca de papá.
¡Qué no haría ahora para alejar mi miedo!
Y papá describiendo los prostíbulos en el Ulises como los que conoció en Trieste.
La mirada de odio de mi madre se aferra a mis recuerdos.
¡Yo también te odio, mamá!
Lucía se detiene, la vista se le nubla. Cada vez que escribe siente angustia en la garganta, siente el miedo pegado al rostro como la máscara que le hicieron a su padre antes de ser enterrado y que ella nunca ha visto por estar recluida. Sacude la cabeza como para regresar al momento, debe seguir escribiendo, recordar. Se lo pidió el médico. Tiene que obedecer.
Giorgio nació con la ayuda de una comadrona, en la mitad de la estancia y con el susto de papá. Ella pidió de inmediato que lo bautizaran pero él, tajante, se rehusó. La familia en Dublín, tan católica, no pudo entender esa locura de no bautizar a su primogénito. Con la llegada de Giorgio su vida cambió. Babbo no podía escribir ni leer con los chillidos del niño. Le escribió a tío Stani contándole que sentía que los tímpanos se le perforaban. Además, seguía preocupado por no encontrar quién le publicara su libro de poemas, Chamber Music.
Las cosas iban de mal en peor, papá desesperado le pidió a tío Stanislaus que le ayudara a dejar Dublín para ir a vivir con ellos en Trieste. Con su ayuda todo cambiaría. Dicen que desde que el tío bajó del tren a su encuentro, papá lo primero que hizo fue pedirle dinero y, desde entonces, nunca dejó de hacerlo. Tío Stani fue el salvador de la familia y el mejor amigo de mio papà. Me contó mamá que daban largos paseos por el muelle, se iban a los cafés y papá leía para él sus textos recién escritos, para saber su opinión. Pasaban horas lejos de casa dejando a Nora sola con el niño.
Qué más hubiera querido mi padre, doctor, que haber vivido solos los dos, sin hijos, sin responsabilidades, sin que nadie los molestara. Un día mamá lo encontró borracho, tirado en la entrada del edificio donde vivían. En otra ocasión, llegó a la escuela a dar clases tan pasado de copas que se cayó a la mitad del salón. ¡Qué vergüenza! Por lo menos, dicen, no era agresivo cuando estaba borracho. Acreedores iban y venían, deuda del alquiler de tres meses, a veces hasta cuatro. Mamá amenazaba con dejarlo. Cómo no iba a estar harta de él.
¿Por qué, doctor, no lo abandonó? Seguramente por tener hijos sin estar casada. Ni por la ley, ni por la iglesia. Tal vez no tenía ahorrado ni un quinto para dejarlo o el sexo la tenía anclada a él.
De nuevo, papá decidió cambiar de suerte. Fue en Roma donde consiguió un puesto en un banco, como corresponsal de asuntos exteriores. Partieron con Giorgio en brazos. Según él, iba a ganar el doble de salario que en Trieste por menos horas, y podría dedicarle más tiempo a escribir. Me contó que realizaba más de doscientas cartas diarias y odiaba hacerlo.
Tío Stani enviaba dinero a Roma periódicamente, pero nunca fue suficiente y decidieron regresar a Trieste, ya conmigo en el vientre de mamá.
Interrumpe. Siente náusea. Mareo. Sale a caminar por los jardines y fuma un cigarro, pero regresa, regresa a escribir, como su padre. Está atrapada en la necesidad de seguir contando. Además, falta aún una hora para el lunch time.
Ayer en sesión, doctor, me preguntó si sabía cómo fue mi nacimiento... ¿Dónde nací?, en un sanatorio para indigentes, con un hermano de dos años, un padre enfermo con fiebre reumática, convaleciente en el mismo momento y hospital donde dio a luz mamá. Papá enfermo y mamá dando a luz de su segundo hijo. Decidieron llamarme Lucía, aunque me contaron que cuando supieron que era niña se decepcionaron porque ellos esperaban otro varón. Me gusta mi nombre, doctor, significa luz para el mundo. Santa Lucía, patrona de la visión. Babbo sufría de la vista, así que seguramente me puso ese nombre porque quería, tal vez, que algún día yo fuera sus ojos. Dos hijos en casa a quien cuidar.
Mi madre daba pecho a Giorgio de un lado, a mí del otro. Tía Eileen contó que papá le escribió a Irlanda pidiéndole que ella y tía Eve fueran a Italia porque era demasiado trabajo para una madre recién parida. ¿Sabe, doctor?, hoy me doy cuenta de lo importante que son las tías en la vida de una niña. Tía Eileen fue como una madre para mí. Tantas veces Nora me dejó llorando en mi cuna, con el pañal sin cambiar, y era Tía Eileen la que me calmaba y sacaba de ahí. Si cierro los ojos miro su rostro haciéndome reír, acariciándome. Después de haberme parido mamá cayó enferma, solo se sentaba en el sillón de papá y le gritaba que se fuera, que la dejara en paz.