Kitabı oku: «Secta»

Yazı tipi:

Índice de con­te­ni­do

Ca­pí­tu­lo 1

Ca­pí­tu­lo 2

Ca­pí­tu­lo 3

Ca­pí­tu­lo 4

Ca­pí­tu­lo 5

Ca­pí­tu­lo 6

Ca­pí­tu­lo 7

Ca­pí­tu­lo 8

Ca­pí­tu­lo 9

Ca­pí­tu­lo 10

Ca­pí­tu­lo 11

Ca­pí­tu­lo 12

Ca­pí­tu­lo 13

Ca­pí­tu­lo 14

Ca­pí­tu­lo 15

Ca­pí­tu­lo 16

Ca­pí­tu­lo 17

Ca­pí­tu­lo 18

Ca­pí­tu­lo 19

Ca­pí­tu­lo 20

Ca­pí­tu­lo 21

Ca­pí­tu­lo 22

Ca­pí­tu­lo 23

Ca­pí­tu­lo 24

Ca­pí­tu­lo 25

Ca­pí­tu­lo 26

Ca­pí­tu­lo 27

Ca­pí­tu­lo 28

Ca­pí­tu­lo 29

Ca­pí­tu­lo 0

Ca­pí­tu­lo 31

Ca­pí­tu­lo 32

Ca­pí­tu­lo 33

Ca­pí­tu­lo 34

Ca­pí­tu­lo 35

Ca­pí­tu­lo 36

Ca­pí­tu­lo 37

Ca­pí­tu­lo 38

Ca­pí­tu­lo 39

Ca­pí­tu­lo 40

Ca­pí­tu­lo 41

Ca­pí­tu­lo 42

Ca­pí­tu­lo 43

Ca­pí­tu­lo 44

Ca­pí­tu­lo 45

Ca­pí­tu­lo 46

Ca­pí­tu­lo 47

Ca­pí­tu­lo 48

Ca­pí­tu­lo 49

Ca­pí­tu­lo 50

Ca­pí­tu­lo 51

Ca­pí­tu­lo 52

Ca­pí­tu­lo 53

Ca­pí­tu­lo 54

Ca­pí­tu­lo 55

Nota del autor

Título ori­gi­nal: Kult

© Stefan Malmström 2019. All rights re­ser­ved. Ori­gi­nally pu­blished in the Swe­dish lan­g­ua­ge under the title Hjärntvät­tad in 2017. En­glish lan­g­ua­ge edi­t­ion © Stefan Malmström 2019

© de la tra­duc­ción: 2020, Alba Se­rra­no Gi­mé­nez

____________________

Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

Fo­to­gra­fía de cu­b­ier­ta: Shut­ters­tock

___________________

1.ª edi­ción: oc­tu­bre 2020

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2020: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­p­ia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del editor.

«La noche ha caído en nues­tra tierra.

¡Las es­tre­llas la ilu­mi­nan, re­lu­c­ien­tes, bri­llan­tes!

Nues­tros mundos pe­q­ue­ños de­am­bu­lan, dis­tan­tes.

La os­cu­ri­dad parece no tener fin.

La os­cu­ri­dad y el cre­pús­cu­lo y la pro­fun­di­dad,

¿por qué? ¿Por qué los amo?

Aunque las es­tre­llas erren lejos.

La tierra es aún el hogar de la hu­ma­ni­dad».

Erik Blom­berg

Todos los per­so­na­jes que apa­re­cen en este libro —ex­cep­to los per­so­na­jes pú­bli­cos re­co­no­ci­bles— son fic­ti­c­ios, y cual­q­u­ier pa­re­ci­do con per­so­nas reales, ya estén vivas o muer­tas, es pura coin­ci­den­c­ia.

1

A Luke le tembló la mano cuando in­ten­tó meter la llave en la ce­rra­du­ra. Algo iba mal, muy mal.

—¡Abre la puerta de una vez! —gritó The­re­se, la ex­mu­jer de Viktor, de pie detrás de Luke y al borde de la his­te­r­ia. A las ocho y media de la tarde de un lunes, es­ta­ban ante la puerta del piso de Viktor, en la ter­ce­ra planta del número 30 de la calle Ala­me­dan, en el centro de Karls­kro­na.

Luke mal­di­jo. La llave no quería entrar.

—Debes de ha­ber­te eq­ui­vo­ca­do de llave —dijo Luke—. Esta no entra.

The­re­se lo agarró del brazo y trató de qui­tár­se­la.

—Dámela. Ya lo hago yo.

Luke apartó el brazo con brus­q­ue­dad.

—No, yo lo haré —le espetó, y al mo­men­to se sintió cul­pa­ble por la as­pe­re­za de sus pa­la­bras. No era justo ha­blar­le de ese modo a The­re­se. Tenía de­re­cho a que la pre­o­cu­pa­ción la con­su­m­ie­ra. Viktor ten­dría que haber lle­ga­do con Agnes, la hija de cuatro años de ambos, a casa de Luke para cenar a las seis de la tarde, y de eso hacía ya dos horas y media. Luke había lla­ma­do a Viktor cuando pasaba una hora de la cita, pero no le con­tes­tó. Una hora más tarde, Luke, pre­o­cu­pa­do, de­ci­dió salir de su cabaña y se di­ri­gió al piso de cinco ha­bi­ta­c­io­nes y 275 metros cua­dra­dos de Viktor, en un es­pec­ta­cu­lar edi­fi­c­io de la­dri­llo visto. Hacía tres años que Viktor, su mejor amigo, vivía allí. Desde que se había di­vor­c­ia­do de The­re­se.

Al llegar a la ter­ce­ra planta, Luke oyó música y pensó que Viktor es­ta­ría dentro con Agnes. Pero nadie res­pon­día al timbre. Tras llamar y apo­rre­ar la puerta du­ran­te diez mi­nu­tos, no le quedó más re­me­d­io que te­le­fo­ne­ar a The­re­se para pe­dir­le su llave.

So­na­ron cuatro tonos y The­re­se res­pon­dió. Se oía mucho ruido y con­ver­sa­c­io­nes de fondo. Estaba en una fiesta de tra­ba­jo y se mostró irri­ta­da y ner­v­io­sa cuando le pre­gun­tó si le podía traer su llave. Había dejado a Agnes con Viktor a las cinco de la tarde y todo le había pa­re­ci­do normal. Le dijo que le lle­va­ría la llave en­se­g­ui­da.

Cuando col­ga­ron, Luke pulsó el botón del as­cen­sor para man­dar­lo abajo, de manera que The­re­se no per­d­ie­ra tiempo su­b­ien­do por las es­ca­le­ras. Al cabo de diez mi­nu­tos oyó que el as­cen­sor se ponía en marcha y paraba en la ter­ce­ra planta. The­re­se apa­re­ció ante él. Iba muy arre­gla­da.

—No ten­dría que haber acep­ta­do la cus­to­d­ia com­par­ti­da. —Fueron las pri­me­ras pa­la­bras que sa­l­ie­ron de su boca—. Viktor apenas puede cuidar de sí mismo. ¿Cómo va a cuidar de una niña?

Mien­tras le daba la llave a Luke, siguió que­ján­do­se:

—Ya me ha es­tro­pe­a­do la noche. Es­tá­ba­mos ce­le­bran­do el mayor en­car­go en toda la his­to­r­ia de la em­pre­sa y justo íbamos a sen­tar­nos a cenar un menú de tres platos. Esta me la va a pagar, que le quede claro.

Unos mi­nu­tos des­pués, aq­ue­lla calma con­te­ni­da se había con­ver­ti­do en un pánico puro, vis­ce­ral. Era la pri­me­ra vez que Luke veía a una madre ate­rro­ri­za­da por la se­gu­ri­dad de su hijo, y le pa­re­ció la emo­ción más po­de­ro­sa de la que había sido tes­ti­go en toda su vida. In­clu­so au­men­tó su de­ses­pe­ra­ción por entrar al piso cuanto antes.

Ins­pec­c­io­nó la llave. Al prin­ci­p­io pen­sa­ba que era una de esas que fun­c­io­nan igual por las dos caras, pero ahora se daba cuenta de que quizás la había estado usando al revés. Le dio la vuelta y entró bien en la ranura. La giró y oyó el clic del ce­rro­jo. Empujó la pesada puerta y el sonido de la música le mar­ti­lleó los tím­pa­nos. Era jazz.

«Qué raro —pensó—. A Viktor no le gusta el jazz».

En­cen­dió la luz del salón y entró en el piso, ele­gan­te y mi­ni­ma­lis­ta. Viktor no había re­pa­ra­do en gastos cuando se di­vor­ció de The­re­se. Había com­pra­do aquel in­m­ue­ble y lo había re­no­va­do casi por com­ple­to. Cocina nueva, baños por es­tre­nar, suelos res­t­au­ra­dos y una mano de pin­tu­ra: una re­for­ma in­te­gral. Había con­tra­ta­do a una em­pre­sa de de­co­ra­ción de in­te­r­io­res y le había dado vía libre. Le costó una for­tu­na, pero si al­g­u­ien podía per­mi­tír­se­lo era Viktor. El suelo del re­ci­bi­dor, de bal­do­sas cua­dra­das blan­cas y negras, pa­re­cía un ta­ble­ro de aje­drez. Las pa­re­des eran blan­cas, y sobre un pe­q­ue­ño se­cre­ter negro col­ga­ba una obra del ar­tis­ta de la pro­vin­c­ia de Ble­kin­ge Kjell Hobjer: un gran pez rojo que ocu­pa­ba prác­ti­ca­men­te todo el lienzo sobre un fondo azul bri­llan­te.

En la cabeza de Luke se amon­to­na­ban pre­gun­tas, pero no res­p­ues­tas. ¿Una fuga de gas? Ima­gi­nó a Viktor y Agnes tum­ba­dos en la cama, in­cons­c­ien­tes. Pero no olía a gas, sino a limpio. Viktor tenía con­tra­ta­da a una mujer de la lim­p­ie­za que solía venir los do­min­gos.

«Esto es ra­rí­si­mo», volvió a pensar Luke. El apar­ta­men­to estaba a os­cu­ras y sonaba jazz a todo vo­lu­men. Eso no era propio de Viktor.

—¡Viktor! —gritó Luke. The­re­se lo apartó para entrar, abrió de un golpe la puerta de la ha­bi­ta­ción de su hija, en­cen­dió la luz, miró dentro y luego siguió bus­can­do por el piso. Luke tam­bién miró en la ha­bi­ta­ción. La cama estaba vacía y la colcha, en el suelo. Los co­ji­nes de color rosa y los pe­lu­ches des­can­sa­ban en el pe­q­ue­ño sillón rojo, bien co­lo­ca­dos en fila. El libro de cuen­tos de hadas que Luke le había leído el do­min­go an­te­r­ior por la noche seguía en la mesita.

Luke corrió hacia el enorme salón. El or­de­na­dor, del que salía la música, estaba en­cen­di­do. The­re­se se había que­da­do de pie en la en­tra­da del salón. Luego gritó y de­sa­pa­re­ció en su in­te­r­ior. Un se­gun­do des­pués, Luke se detuvo en el mismo lugar y vio a The­re­se in­cli­nar­se sobre Agnes, que estaba tum­ba­da con su ca­mi­són en el sofá gris claro. Había vo­mi­ta­do y pa­re­cía dormir pro­fun­da­men­te.

Luke dio la vuelta y se quedó helado al ver el cuerpo de Viktor col­gan­do sin vida, ahor­ca­do en la puerta del baño.

2

Luke corrió hacia Viktor y lo le­van­tó mien­tras tiraba de él para que la cuerda, que estaba atada al pomo del otro lado de la puerta, se des­pren­d­ie­ra de la parte su­pe­r­ior. Cuando con­si­g­uió ba­jar­lo, su me­ji­lla se aplas­tó contra la de Luke. Se dio cuenta de que era la pri­me­ra vez que sentía la me­ji­lla de Viktor contra la suya. Cuando hacía días que no se veían, solían abra­zar­se, pero nunca me­ji­lla con me­ji­lla. Esta era la pri­me­ra vez, y la me­ji­lla de Viktor estaba fría.

—¿Qué dia­blos has hecho, Viktor? ¿Qué has hecho? —La voz de Luke se quebró mien­tras tum­ba­ba el cuerpo a toda prisa en el parqué. Olía a orín. Trató de desha­cer sin de­ma­s­ia­do éxito el nudo al­re­de­dor del cuello. Lo miró a los ojos y no vio ningún in­di­c­io de vida en ellos. Buscó su al­ien­to y su pulso en el cuello, pero no los en­con­tró. In­ten­tó re­a­ni­mar­lo varias veces in­su­flán­do­le aire en los pul­mo­nes, pero pronto se rindió. No había res­p­ues­ta. Viktor había muerto. Y a Luke lo asal­ta­ron los re­c­uer­dos de otra época, cuando había for­ma­do parte de los Re­bel­des del diablo y de la banda de Johnny Attias, en Nueva York. Hacía quince años que no pre­sen­c­ia­ba una muerte.

—¡Luke, está muerta!

El llanto de la ex­mu­jer de su amigo se con­vir­tió en un grito. Luke corrió al sofá y apartó a The­re­se, que tra­ta­ba de prac­ti­car­le la re­a­ni­ma­ción car­d­io­pul­mo­nar a Agnes. Se in­cli­nó sobre la niña, puso su boca cerca de la pe­q­ue­ña nariz y sintió un le­ví­si­mo mo­vi­m­ien­to de aire.

—Res­pi­ra —dijo Luke.

Empujó la mesa de centro de una patada, agarró a la niña, la tumbó sobre la pálida al­fom­bra tur­q­ue­sa de IKEA y empezó a soplar con toda la fuerza de sus pul­mo­nes. Des­pués, pre­s­io­nó con las dos manos el pecho de la niña. Tras tr­ein­ta com­pre­s­io­nes, le dio su móvil a The­re­se.

—¡Llama a una am­bu­lan­c­ia! ¡Ahora!

Volvió a in­cli­nar­se y siguió so­plan­do y pre­s­io­nan­do al­ter­na­ti­va­men­te. Se dio cuenta de que, si no era cui­da­do­so, podía rom­per­le las cos­ti­llas, tan pe­q­ue­ñas, y aflojó las com­pre­s­io­nes. La miraba a la cara cuando pre­s­io­na­ba, con la es­pe­ran­za de per­ci­bir alguna señal de vida.

—Venga, Agnes —su­pli­có—. Tienes que lo­grar­lo. Por favor.

Luke miró a The­re­se. Estaba sen­ta­da y se había que­da­do pa­ra­li­za­da con el móvil en la mano. Se dio cuenta de que no sería capaz de decir nada com­pren­si­ble y volvió a coger el te­lé­fo­no.

—Sigue pre­s­io­nan­do. Tr­ein­ta veces. Y luego le haces el boca a boca diez veces —dijo mien­tras se le­van­ta­ba y mar­ca­ba el número de emer­gen­c­ias. Una mujer con­tes­tó de in­me­d­ia­to.

—Ne­ce­si­to una am­bu­lan­c­ia. Es ur­gen­te. Calle Ala­me­dan tr­ein­ta. Hay dos per­so­nas: una esta muerta y la otra es una niña que to­da­vía res­pi­ra —dijo ace­le­ra­do.

—¿Puede re­pe­tir­lo, por favor? No vaya tan rápido y trate de vo­ca­li­zar. Tam­bién ne­ce­si­to saber su nombre —dijo la te­le­o­pe­ra­do­ra.

Cuando Luke estaba es­tre­sa­do se le notaba más el acento ame­ri­ca­no y a los suecos les cos­ta­ba en­ten­der­lo.

—Luke Berg­mann. Ne­ce­si­ta­mos una am­bu­lan­c­ia. ¡Dense prisa, por el amor de Dios! ¡Hay una niña de cuatro años a punto de morir!

—Bien, trate de cal­mar­se para que yo pueda en­ten­der bien la in­for­ma­ción. Ins­pi­re hondo y luego dígame dónde se en­c­uen­tra. Ne­ce­si­to la di­rec­ción y la lo­ca­li­dad.

Luke apretó los dien­tes. Ins­pi­ró hondo y se es­for­zó para hablar len­ta­men­te.

—La di­rec­ción es calle Ala­me­dan número tr­ein­ta, en Karls­kro­na. Dos per­so­nas. Una está muerta. La otra es una niña pe­q­ue­ña que se está mu­r­ien­do y que se va a morir seguro si no envía una mal­di­ta am­bu­lan­c­ia. ¡Ahora!

—¿Me puede decir qué ha pasado? —pre­gun­tó la mujer.

—¿Y qué más da? —soltó Luke con ter­q­ue­dad—. No sé qué ha pasado. Hemos en­tra­do en el piso y nos hemos en­con­tra­do con esto.

—No puedo mandar una am­bu­lan­c­ia si no en­t­ien­do bien la si­t­ua­ción. Ne­ce­si­to ase­gu­rar­me de que lo que me está di­c­ien­do es real, de que es una emer­gen­c­ia de verdad.

Luke bajó la voz para trans­mi­tir miedo en lugar de rabia.

—Le pro­me­to que es real. Por favor.

La mujer se quedó en si­len­c­io du­ran­te un par de se­gun­dos.

—Le mando dos am­bu­lan­c­ias.

The­re­se llo­ra­ba e in­su­fla­ba aire en los pul­mo­nes de su hija, como le había dicho. Agnes yacía inerte sobre la al­fom­bra de color acuoso, con el pelo rubio y largo es­par­ci­do al­re­de­dor de la cabeza y su ca­mi­són blanco. Las lá­gri­mas de The­re­se habían sal­pi­ca­do la bonita cara de la niña. Luke pensó en lo guapa que era Agnes, en lo im­pre­s­io­nan­te que sería cuando se con­vir­t­ie­ra en una ado­les­cen­te. Viktor y él habían ha­bla­do de eso justo el do­min­go pasado. Agnes estaba mi­ran­do su pro­gra­ma de te­le­vi­sión fa­vo­ri­to, Anki y Pytte, y se reía tan des­ca­ra­da­men­te con las ocu­rren­c­ias del patito pro­ta­go­nis­ta que Viktor y Luke de­ja­ron de pre­pa­rar la cena solo para mi­rar­la.

—Cuando crezca va a tener pro­ble­mas con los chicos —le dijo Luke a Viktor.

—Yo creo que es más pro­ba­ble que los chicos vayan a tener pro­ble­mas con­mi­go —res­pon­dió Viktor.

A Luke se le borró la son­ri­sa de la boca y se cruzó de brazos.

—Y con­mi­go —dijo.

Más tarde, sonó el te­lé­fo­no. Viktor se metió en el des­pa­cho y le pidió a Luke que lle­va­ra a Agnes a la cama, cosa que él hizo de buena gana. Ella pasó los de­di­tos por el brazo mus­cu­lo­so y ta­t­ua­do de Luke y le pre­gun­tó por qué no se lavaba mejor. El co­ra­zón se le de­rri­tió to­da­vía más cuando Agnes le quitó el gorro de lana negro y empezó a en­ros­car los dedos en su pelo grueso y oscuro mien­tras, con­f­ia­da, se dormía entre sus brazos.

—¡Agnes! ¡Por favor, Agnes! ¡Res­pi­ra! ¡Por favor! —The­re­se se quedó sin al­ien­to tras in­ten­tar, por cuarta vez, llenar de aire los pul­mo­nes de la pe­q­ue­ña. Agnes estaba tum­ba­da con la boca medio ab­ier­ta y los ojos ce­rra­dos. Las bellas y largas pes­ta­ñas se le habían pegado a la piel. Pa­re­cía estar dur­m­ien­do tran­q­ui­la­men­te. Solo que esta vez quizás no vol­v­ie­ra a des­per­tar­se nunca.

La rabia de Luke hacia la te­le­o­pe­ra­do­ra se des­va­ne­ció. La sus­ti­tu­yó un es­ca­lo­frío que le re­co­rrió el cuerpo. Le su­su­rró una ora­ción al Dios en el que no creía.

—Deja que Agnes viva. Si la dejas vivir, haré lo que qu­ie­ras.

¿Dónde de­mo­n­ios es­ta­ban las am­bu­lan­c­ias? Miró hacia el cuarto de baño en el que el padre de Agnes, su mejor amigo, yacía muerto. La música jazz se hizo más in­ten­sa y ahogó el sonido de los es­f­uer­zos que The­re­se hacía por de­vol­ver­le la vida a su hija. Un te­cla­do eléc­tri­co y una gui­ta­rra ri­va­li­za­ban para ver quién podía tocar más notas por se­gun­do.

«Qué música tan car­gan­te», pensó Luke. Em­pe­za­ba a tener náu­se­as y le tem­bla­ban las pier­nas. Tenía que de­te­ner ese ruido. Con las pier­nas va­ci­lan­tes, se di­ri­gió al or­de­na­dor y lo apagó. En la mesa había un pe­q­ue­ño tarro rojo con la tapa ab­ier­ta y polvo blanco en el in­te­r­ior. Al lado, un vaso con una pasta gra­nu­lo­sa pegada al fondo. En el suelo, al lado de la mesa, media ta­ble­ta de cho­co­la­te con leche Ma­ra­b­ou. Luke había notado un leve sabor a cho­co­la­te cuando había tra­ta­do de re­a­ni­mar a Agnes. Oyó si­re­nas a lo lejos.

—¡Luke! ¡Ha dejado de res­pi­rar! ¡Agnes, no!

The­re­se co­men­zó a gritar, con­fun­di­da, y tomó a su hija entre sus brazos. Sen­ta­da en el suelo, se sa­cu­día fre­né­ti­ca­men­te hacia de­lan­te y hacia atrás. Luke se arro­di­lló y las abrazó a las dos muy fuerte.

3

Ron­neby, 5 de oc­tu­bre de 1991

—Si te digo que es 1787, ¿qué imagen te viene a la cabeza?

El tipo que le hacía esta pre­gun­ta a Jenny se lla­ma­ba Peter. Tenía vein­ti­cin­co años, seis más que ella, y hacía medio que había ob­te­ni­do su MBA en la Uni­ver­si­dad de Lund. Lle­va­ba una cha­q­ue­ta marrón de pana, un pa­ñ­ue­lo rojo al­re­de­dor del cuello, gafas y bigote. Su as­pec­to era aris­to­crá­ti­co, como el de un dandi inglés; un estilo com­ple­ta­men­te dis­tin­to al del resto de chicos que Jenny co­no­cía.

Hacía seis meses que Jenny había ter­mi­na­do el ins­ti­tu­to en Karls­kro­na con ma­trí­cu­la de honor. Ahora tra­ba­ja­ba en una ca­fe­te­ría. Se había tomado un año sa­bá­ti­co y pla­ne­a­ba em­pe­zar los es­tu­d­ios uni­ver­si­ta­r­ios el otoño si­g­u­ien­te.

Se acu­rru­có en el sofá rojo —recién ad­q­ui­ri­do en IKEA— de Vic­to­r­ia, la her­ma­na de su novio Stefan. Vic­to­r­ia vivía en un mo­der­no piso de la calle Kungs­ga­tan, en el centro de Ron­neby. Aca­ba­ba de cum­plir vein­ti­trés años y había in­vi­ta­do a unos amigos a comer tarta. Pla­ne­a­ba or­ga­ni­zar una fiesta más ade­lan­te, a lo largo de ese mes.

Peter estaba hun­di­do en un sillón en­fren­te del sofá y su­je­ta­ba un ci­ga­rri­llo con ele­gan­c­ia. La mesa de centro estaba llena de platos de postre vacíos y de tazas. Ha­bla­ban mucho de po­lí­ti­ca, cosa que a Jenny no le in­te­re­sa­ba nada. La co­a­li­ción bur­g­ue­sa había ganado las elec­c­io­nes y había puesto fin a una etapa de tres le­gis­la­tu­ras so­c­ial­de­mó­cra­tas se­g­ui­das. Justo ese día, el con­ser­va­dor Carl Bildt había tomado po­se­sión del cargo de primer mi­nis­tro. Peter pen­sa­ba que Suecia había re­gre­sa­do al buen camino.

Desde el im­pre­s­io­nan­te equipo de sonido Pio­ne­er, la sedosa voz de Whit­n­ey Hous­ton los en­vol­vía: I’m your baby to­night.

A la iz­q­u­ier­da de Jenny estaba su novio, Stefan, y a la de­re­cha, la her­ma­na mayor de Stefan, Vic­to­r­ia. De las ocho per­so­nas que había en el salón, Jenny solo co­no­cía a ellos dos. La última vez que había estado sen­ta­da en un sofá con Vic­to­r­ia había sido dos meses atrás, en casa de sus padres, un do­min­go a la hora de la me­r­ien­da. Ese día, Stefan le había pre­sen­ta­do a sus padres en medio de un am­b­ien­te tenso que Vic­to­r­ia había de­ci­di­do re­la­jar un poco. De pronto dio un res­pin­go, se apartó de Jenny, se tapó la nariz, rio y dijo: «¡Uy, Jenny! ¿Te has tirado un pedo?».

¡Qué mala había sido Vic­to­r­ia! Jenny quiso que se la tra­ga­ra la tierra. In­ten­tó pro­tes­tar, pero no sirvió de nada. Se puso com­ple­ta­men­te roja. Estaba segura de que toda la fa­mi­l­ia de su novio pen­sa­ba que tenía gases.

Así que esa era la se­gun­da vez en solo unas se­ma­nas que se son­ro­ja­ba mien­tras estaba sen­ta­da en un sofá. La pre­gun­ta de Peter hizo que todo el mundo ca­lla­ra y mirara a Jenny. «¡Odio po­ner­me roja todo el tiempo!», pensó. Siem­pre la había in­co­mo­da­do ser el centro de aten­ción. Hablar de­lan­te de sus com­pa­ñe­ros en clase le su­po­nía una tor­tu­ra, aunque sabía que era guapa y una de las me­jo­res es­tu­d­ian­tes de su ins­ti­tu­to. Cuando los pro­fe­so­res re­par­tí­an los exá­me­nes y anun­c­ia­ban las notas en voz alta, una cos­tum­bre en las aulas de Suecia, casi siem­pre era ella quien había ob­te­ni­do los me­jo­res re­sul­ta­dos. Pero le mo­les­ta­ba te­rri­ble­men­te oír su nombre y que todo el mundo la mirara. El calor se le subía a las me­ji­llas au­to­má­ti­ca­men­te. La cosa se había salido tanto de madre que a veces le ocu­rría in­clu­so antes de que re­par­t­ie­ran los exá­me­nes: se son­ro­ja­ba solo de pensar que pronto iba a po­ner­se roja.

En el salón de Vic­to­r­ia, todos mi­ra­ron a Jenny. Los pen­sa­m­ien­tos se le arre­mo­li­na­ron en la cabeza. Se sintió pre­s­io­na­da y ner­v­io­sa. De modo que, na­tu­ral­men­te, se ru­bo­ri­zó.

—¿Qué qu­ie­res decir? —pre­gun­tó.

Peter sonrió.

—Bueno, piensa en 1787. Y trata de pr­o­yec­tar una imagen que aso­c­ies a este año.

Jenny dudó, pero se sentía obli­ga­da a res­pon­der.

—Mu­je­res con ves­ti­dos bo­ni­tos —dijo—. Un baile. —Soltó una risita y miró a Peter.

—Muy bien —sonrió él—. ¿Dónde estás?

—No lo sé.

Peter no se rindió.

—¿Qué pen­sa­m­ien­to ha venido a tu cabeza la pri­me­ra vez que te he hecho la pre­gun­ta?

—Mmm. ¿París, quizás?

—¡Genial! ¿Qué lugar con­cre­to de París? ¿Ves algún edi­fi­c­io?

Jenny cerró los ojos. Se agarró a la pri­me­ra imagen que le vino a la cabeza.

—Un pa­la­c­io. Ver­sa­lles.

—¡Muy bien, Jenny! Y en el baile, ¿tú quién eres?

—¿Yo?

—Sí. ¿Te ves allí? ¿Quién eres?

Jenny cogió su taza y dio un sorbo de té para ganar un poco de tiempo.

—No lo sé. ¿Quizás una de las per­so­nas que baila?

—Des­crí­be­te.

Jenny volvió a cerrar los ojos. Bajo sus pár­pa­dos, vi­s­ua­li­zó un gran salón de baile lleno de gente en­ga­la­na­da con ropa del siglo xviii. Luego vio a una bella mujer joven con un ves­ti­do de baile blanco. Reía y bai­la­ba.

—Llevo un ves­ti­do blanco. Tam­bién peluca, porque el pei­na­do es muy vo­lu­mi­no­so y está ador­na­do con perlas. Ah, y una más­ca­ra.

Se quedó en si­len­c­io, un poco sor­pren­di­da por todos los de­ta­lles que aca­ba­ba de re­ve­lar, aunque sos­pe­cha­ba de dónde podía ha­ber­los sacado. El año pasado habían leído sobre la Re­vo­lu­ción fran­ce­sa en clase. A ella le había fas­ci­na­do la his­to­r­ia de María An­to­n­ie­ta y había cogido un libro pres­ta­do de la bi­bl­io­te­ca sobre ella. En el salón no se oía ni una mosca.

—¿Quién eres?

—Una mujer noble de la corte. —La res­p­ues­ta le llegó de re­pen­te—. Mi deber es tem­plar a la reina. Ese es mi tra­ba­jo. —Sonrió y miró a los demás. Le de­vol­v­ie­ron la son­ri­sa.

—¡Fan­tás­ti­co! —dijo Peter—. ¿Hay alguna razón por la que creas que has visto esta imagen en par­ti­cu­lar?

Peter se in­cli­nó hacia Jenny. La música había parado y la ha­bi­ta­ción estaba en si­len­c­io. Luego le pre­gun­tó:

—¿Puede ser que lo que acabas de con­tar­nos sea un re­c­uer­do y no solo fruto de tu ima­gi­na­ción?

Jenny miró a su al­re­de­dor. Los demás la ob­ser­va­ban con in­te­rés. Estaba claro que para ellos aq­ue­lla con­ver­sa­ción no era ex­tra­ña. Se di­ri­gió a Peter:

—¿Te re­f­ie­res a que en una vida pasada fui una mujer noble en París? —Soltó una car­ca­ja­da—. Sí, quizás sí. Pero tam­bién puede ser que me esté acor­dan­do de un libro sobre María An­to­n­ie­ta que cogí pres­ta­do de la bi­bl­io­te­ca hace unos meses.

—¿Por qué crees que es­ta­bas in­te­re­sa­da en María An­to­n­ie­ta? —res­pon­dió rá­pi­da­men­te Peter.

Quizás lo que decía tu­v­ie­ra sen­ti­do, pensó Jenny. Aquel pe­r­io­do his­tó­ri­co la fas­ci­na­ba. Al leer el libro, había de­se­a­do vivir en París en el siglo xviii, estar allí. Le gustó pensar que quizás se había alo­ja­do en el pa­la­c­io de Ver­sa­lles. Y le atraía la idea de las vidas pa­sa­das.

—Mucha gente cree en la re­en­car­na­ción —con­ti­nuó Peter, que seguía in­cli­na­do y ahora estaba apa­gan­do su ci­ga­rri­llo en un grueso ce­ni­ce­ro de mármol—. Más de mil mi­llo­nes de per­so­nas en todo el mundo, con­tan­do solo a los bu­dis­tas y los hin­d­uis­tas. ¿Quién dice que los oc­ci­den­ta­les tienen razón?

Jenny afirmó con la cabeza.

—No todo el mundo ha tenido una vida tan in­te­re­san­te como la tuya —añadió Max, uno de los chicos—. A fi­na­les del siglo xviii, yo era un gran­je­ro pio­jo­so del montón en la pro­vin­c­ia de Es­ca­n­ia.

Todo el mundo rio. Hubo muchas más car­ca­ja­das du­ran­te el resto de la velada, además de otras con­ver­sa­c­io­nes sobre vidas pa­sa­das y aca­lo­ra­das dis­cu­s­io­nes sobre la ca­li­dad de la música de Nir­va­na y sobre si Mikh­ail Gor­ba­chev debía ganar el Nobel de la paz ahora que había muerto. Jenny estuvo a gusto con aq­ue­llas per­so­nas. Aunque era mucho más joven que los demás, sintió que la res­pe­ta­ban y que es­ta­ban ge­n­ui­na­men­te in­te­re­sa­dos en ella. Eran in­te­li­gen­tes y sim­pá­ti­cos, y no se pre­o­cu­pa­ban solo de ellos mismos. Jenny no estaba acos­tum­bra­da a ro­de­ar­se de gente así.

Eran las once y media de la noche cuando Stefan y Jenny se fueron del piso y se di­ri­g­ie­ron a la parada para coger el último au­to­bús a Karls­kro­na.

—Los amigos de Vic­to­r­ia son muy in­te­re­san­tes —dijo Jenny.

—Sí, son majos —dijo Stefan—. Todo eso de las vidas pa­sa­das es bas­tan­te atrac­ti­vo.

—A mí me cuesta acep­tar­lo —dijo Jenny—. Pero las imá­ge­nes que me han venido a la cabeza se iban ha­c­ien­do más y más con­cre­tas a medida que Peter me iba ha­c­ien­do pre­gun­tas. ¿Y si somos almas que van sal­tan­do de cuerpo en cuerpo? Me en­can­ta­ría que fuera verdad.

An­du­v­ie­ron en si­len­c­io du­ran­te varias de­ce­nas de metros. En la parada, es­pe­ra­ron de pie. El au­to­bús tar­da­ría cinco mi­nu­tos en llegar.

—¿De qué los conoce Vic­to­r­ia? —pre­gun­tó Jenny.

—Uno de los chicos, Max, es amigo suyo desde la es­c­ue­la pri­ma­r­ia —res­pon­dió Stefan—. La ma­yo­ría siem­pre ha vivido en Karls­kro­na, pero otros fueron lejos a la uni­ver­si­dad y acaban de volver. Mi her­ma­na me ha dicho que al­gu­nos forman parte de un grupo re­li­g­io­so que cree en la re­en­car­na­ción. Cien­c­io­lo­gía, se llama. No tiene nada que ver con Jesús ni con el cris­t­ia­nis­mo. Creo que solo están in­te­re­sa­dos en este asunto de las vidas pa­sa­das y en apren­der téc­ni­cas co­mu­ni­ca­ti­vas. A Vic­to­r­ia todo esto no le llama de­ma­s­ia­do la aten­ción, pero le caen muy bien.

—Y a mí —dijo Jenny.

—Sí, ya me ha dado cuenta —dijo Stefan, son­r­ien­do y ro­deán­do­la con el brazo—. Qué, ¿Peter te ha pa­re­ci­do guapo?

—Idiota —dijo Jenny—. No es eso.

Y miró hacia otro lado para que Stefan no viera que se había puesto roja.

₺334,91

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
350 s.
ISBN:
9788412272536
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Seriye dahil "Off Versátil"
Serinin tüm kitapları
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre