Kitabı oku: «Si la adelfa sobrevive al invierno»

Yazı tipi:


STEFAN POPA

Si la adelfa

sobrevive al invierno

Traducción de Catalina Ginard Féron

www.armaeniaeditorial.com

Título original: Of de oleander de winter overleeft (HarperCollins, Amsterdam, 2019)

Primera edición: Junio 2021

Primera edición ebook: Agosto 2021


This publication has been made possible with financial support from

the Dutch Foundation for Literature


Copyright © 2019 Stefan Popa.

Publicado bajo acuerdo con HarperCollins Holland.

Copyright de la traducción © Catalina Ginard Féron, 2021

Imagen de cubierta: Pastor arrumano en los años 1960-70. Copyright © Costas Balafas/Benaki Museum, 2008.

Copyright de la presente edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2021.

Armaenia Editorial, S.L.

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ISBN: 978-84-18994-29-6



Para mi esposa

El primer amor solo es peligroso si es el último

— Branislav Nušić, nacido como Alchiviadi al Nusha

PRIMERA PARTE

Montaña

Unu

El gallo rompió el sello de silencio impuesto por la noche al pueblo llamado Kruševo, pero al que llamaban Crushuva. Todas las mañanas cantaba una sola vez, y con eso tenían que contentarse los vecinos. Al gallo le traía sin cuidado su territorio. Él prefería buscar lombrices.

Tres horas más tarde, Pitu golpeó con el bastón el umbral que cada día parecía más alto y salió de casa. La vecina acababa de aparecer en el jardín delantero con dos huevos en la mano, el de la izquierda tenía una pluma. Eran huevos blancos. Su anterior gallina ponía huevos marrones. Apenas un día después de traérsela a casa ya se fue a por otra. Los huevos marrones estaban malditos y la vecina se negaba a comérselos. A la gallina inútil se la comió estofada en salsa de tomate. Eso no podía hacerle ningún daño.

Pitu la saludó con un leve movimiento de cabeza. Mordisqueó la boquilla de su pipa vacía y fue bajando a pie por las calles de Crushuva. No se olvidaba nunca de disfrutar de los escalones y de las pendientes, que le eran benévolas siempre que no decidiera volver a casa cuesta arriba. Este es mi pueblo, pensó Pitu. Con la punta de los dedos rozó el muro de una capilla que había sido restaurada con su beneplácito. Esas calles oscilantes y serpenteantes le habían modelado las pantorrillas. Ese era su pueblo, en efecto, pero, sobre todo, él era del pueblo.

—¿Café? —le gritó Anna tras haber colocado la última mesa en la terraza.

Desde que ella se había hecho cargo de la cafetería de su tío, que en paz descanse, Pitu acudía más a menudo al establecimiento.

—Más tarde —le contestó él dándole golpecitos a su reloj de pulsera.

Tenía una cita. Anna se despidió de él agitando el paño con el que limpiaba las mesas. En la plaza que había un poco más allá, Pitu vio al chico de Ilić defendiendo un balón. Era un balón amarillo y rojo. El niño adelantaba a contrincantes que solo él veía. Se reía de ellos, seguramente con razón. En cambio, no advertía a los hombres que últimamente asistían a sus partidos pertrechados con blocs de notas y auriculares, y a los que sí veía papá Ilić.

El niño lanzó la pelota a los pies de Pitu.

—Venga, pásemela.

Pitu dejó el bastón apoyado contra la pared y se guardó la pipa en el bolsillo. Hizo rodar el balón de un pie a otro, como si quisiera comprobar cuál de sus piernas era la buena, o la menos mala, según se mirara, y se abalanzó hacia el chico. En lugar de la finta que tenía pensado hacer, tropezó con la pelota. Logró agarrarse mal que bien a una farola. Enderezó la espalda y apuntó hacia abajo.

—No entiendo cómo hoy en día les ponen colores tan raros a los balones.

No había fuerza en sus palabras. Bastaban dos metros de deporte para dejarlo sin aliento.

—Es un balón de Adidas —le dijo el chico, poniéndoselo en la nuca—. Y no uno de Turquía.

—Entonces debe de ser culpa mía —dijo Pitu pasando la mano por la cabeza del niño.

Su peinado en punta se mantuvo indestructible. Llevaba los lados rapados, igual que los futbolistas de la televisión. Mamá Ilić sabía lo que se hacía. Le cortaba el pelo a medio pueblo. La otra mitad se las apañaba sola. Pitu recordó las palabras de su difunta esposa: para cortar el pelo no hacen falta diplomas, sino tijeras.

—¡Soy muy bueno! —gritó el niño, mientras se frotaba el brazo donde se había dibujado un tatuaje con un bolígrafo azul. Parecía una cabeza de lobo envuelta en un mar de fuego.

—Eres el mejor —reconoció Pitu, y pensó: es un auténtico Ilić.

El niño golpeó el balón lanzándolo a metros de altura y luego lo paró pisándolo.

—Después de Messi, tal vez —admitió él, casi recuperando la modestia.

Y acto seguido volvió a bailar por la plaza. La pelota giraba tan rápido junto a su pie que se volvía naranja.

Pitu se fue en dirección contraria, alejándose de la plaza y de la juventud que había dejado atrás definitivamente. Se secó la frente con el pañuelo. Era tal el calor que incluso podía olerlo. Melina, su mujer, siempre le planchaba los pañuelos, cosa que a él le parecía una estupidez. «Mi alcalde debe ser inarrugable», le decía ella entonces plegando el pañuelo en cinco y metiéndoselo en el bolsillo del pecho, para luego darle los últimos retoques. Entretanto, hacía ya diez años que él se sonaba la nariz entre arrugas.

Se metió el pañuelo en el bolsillo interior y contempló su pueblo, su Crushuva. Las casas tenían colores claros, en su mayoría eran blancas, el resto beis o amarillas, y todas estaban cubiertas por tejas rojas. O casi todas. La casa que se encontraba justo enfrente de Pitu apenas tenía ya tejado. Las vigas de madera ponían al descubierto la forma en que se habían construido las casas durante generaciones: piedra por piedra. A través de una grieta debajo de la chimenea se escaparon dos gatitos. Uno a rayas y otro con manchas. Una gata, negra como la muerte, echó a correr tras ellos. Agarró al atigrado por el pescuezo y se lo llevó de nuevo adentro. El abigarrado evitó recibir el mismo tratamiento siguiéndolos lo más rápido que pudo.

Pitu decidió que la próxima vez traería una rodaja de embutido. Se sacó la pipa del bolsillo y la chupó intentando probar el sabor del tabaco. No sabía a nada, como mucho a saliva seca. Cuando su hija tenía siete años, le había pedido que lo dejara. Con los ojos grandes y la voz aguda. ¿Cómo podría haber vuelto a encender él su pipa después de eso?

Poco antes del colmado se topó con mamá Ilić —¡qué casualidad!— y le dio los buenos días en macedonio «dobro utro!» y a Maria, que como cada día atendía en la caja, se los dio en arrumano «bunã dzuã!». Preguntó a la cajera cómo estaban ella y los niños, y ella le explicó que esperaba otro bebé, tras lo cual Pitu apretó sus labios secos sobre la palma de la mano de la cajera. Compró una botella de vino tinto de Povardarie y un trozo de halva.

—¿Algo que celebrar? —preguntó Maria.

—Aún no —contestó Pitu, apresurándose a dar unos golpecitos sobre la madera del mostrador para conjurar la mala suerte que traía la pregunta de Maria.

Pagó y se llevó la botella de vino debajo del brazo.

—¡Se olvida el halva!

—Es para ti. Recuerdo que mi mujer no paraba de comerlo cuando estaba embarazada de Samarina —Pitu sonrió—. Quizá sea por eso por lo que mi hija apenas soporta los dulces.

Después, salió de la tienda tomando precauciones para no tropezar con el umbral. El cielo era tan azul que se veía la luna, una uña de pie en el firmamento. Un asta descollaba sobre Crushuva, el punto más alto del país. El rojo y el amarillo de la República de Macedonia no hacían ningún esfuerzo por sobresalir. Pitu apretó con fuerza el vino entre su brazo y su costado y un poco más lejos llamó a la casa señorial del médico.

Antes de entrar, y sin saber por qué, Pitu se preguntó cuántos huevos marrones habría comido en su vida.

El griego le gritó desde su florido balcón que la puerta de la consulta estaba abierta. Mientras tanto perseguía un mosquito con las manos delante de sí, como un maestro de kárate. El golpe sonó justo cuando Pitu entraba por última vez en un edificio como una persona sana.

*

Samarina soñaba despierta entre las tomateras. Era incluso más guapa que la mujer que la había parido. Su madre había muerto hacía diez años, más o menos. Pitu no contaba los días, porque los días ya no eran días, sino momentos que unas veces pasaban deprisa, y mucho más a menudo, despacio. Samarina apretó un tomate con los dedos. Con cuidado. La parte superior e inferior eran de color naranja casi rojo, pero el resto era amarillo verdoso. Pitu vio a su hija olerse las uñas y bajar la mano para luego volvérsela a acercar a la nariz. Él sabía mejor que nadie lo que ella olía. El olor dulzón y adictivo de los pelillos del tomate, unas glándulas que ahuyentan a los insectos, pero la atraían a ella. Samarina cerró los ojos e inhaló profundamente. Los dedos verdes no se ven, los dedos verdes se huelen, pensó Pitu. Cuando ella volvió a abrir los ojos, sus miradas se cruzaron. Él estaba detrás de la ventana, apoyado en el alféizar para recuperar el aliento. Ella lo saludó con la mano.

Antes de aquella mañana, en su cabeza solo llevaba incertidumbre. Pensó que prefería esto. Ahora tenía certeza, una certeza de unos centímetros de grosor. Sin embargo, todo lo seguro merecía ser cuestionado. ¿Quién dice que voy a morir de verdad?, pensó mientras intentaba sonreírle a su hija. Sí, el griego, pero el griego es católico, y eso significa que se equivoca a menudo. Se santiguó rápidamente en el orden correcto, primero el hombro derecho y luego el izquierdo, y después fue a sentarse en la terraza a la sombra de la parra blanca.

—¿Qué te ha dicho el señor médico? —le preguntó Samarina.

—Que gracias por el vino —contestó Pitu—. Al griego le gusta beber, ya sabes.

Volvió a sacarse la pipa del bolsillo y limpió la boquilla con la camisa.

—¿Y qué más? —preguntó ella arrodillándose delante de él, como hacían ahora los camareros en la ciudad.

—¿Sabías que las gallinas con lóbulos rojos ponen huevos marrones y las gallinas con lóbulos blancos ponen huevos blancos?

Pitu dominaba cuatro idiomas a la perfección, por supuesto el arrumano y el macedonio, así como el serbio y el inglés, y podía pedir un café en griego, rumano y albanés. Sin embargo, no encontraba las palabras para decirle a su hija que tendría que enterrarlo dentro de medio año. Ni siquiera llegaría a la Navidad. En cuanto las hojas cayeran de los árboles, él también se desplomaría. Oliendo a incienso se reuniría con su mujer en la tumba. Se imaginaba cómo Ljuben, el sepulturero, se apoyaría en la pala y le diría a quien quisiera escucharlo: «Que Dios tenga al señor Pitu en su gloria, pero yo le agradezco que haya muerto antes de las heladas». Acto seguido, el sepulturero se santiguaría por el Reposo en general, empezando por el suyo.

Pitu cogió la mano de Samarina. Aunque no podía decirle nada, tampoco quería soltarla. Así que apretó las mejillas en el dorso de la mano de su hija. Una hija que le había sido denegada durante años hasta que Melina le dijo que estaba embarazada, el día en que él cumplía cuarenta y seis años.

—Espero poder darte por fin un hijo —le había dicho ella.

Pitu le había besado la frente y le había contestado:

—Todo el mundo prefiere un hijo, salvo cuando puedes tener una hija.

Samarina retiró la mano y la apoyó en la cadera. Pitu no sabía desde cuándo su hija tenía esas caderas. O simplemente caderas. La veinteañera le quitó la pipa de la boca.

—Venga, papá, puedes hacerte el loco, pero no lo estás. De lo contrario, el médico me habría pedido que te acompañara.

—Ya sabes cómo son los médicos. Primero me ordenó tomármelo con calma y después acabó diciendo que tenía que hacer ejercicio. En definitiva, no voy a caerme muerto ni hoy ni mañana.

Al menos, no mentía.

Samarina se quitó la blusa.

—Me derrito. Nunca había pasado un verano tan caluroso.

—El año que viene echarás de menos este verano —le dijo Pitu.

Su hija lo agarró por las sienes y le besó la frente detrás de la cual crecía su final. Agua, él quería agua. El agua es la solución, pensó. El agua apaga el fuego, el agua purifica.

—¿Tú también tienes tanta sed? —preguntó.

Samarina entró para servirle un vaso a su padre.

—¡Ya llamaré yo misma al médico! —gritó desde la cocina.

El griego no se tomaba demasiado en serio el secreto profesional, pero el hombre al que Pitu había considerado su amigo durante toda su vida respetaría siempre un último deseo.

*

—Inténtalo, doctor —le había dicho Pitu al griego mientras miraba el diploma que colgaba en la pared detrás del médico. Un trofeo.

El médico se cepilló las cejas con las uñas del dedo índice y corazón. Casi todos los macedonios del pueblo odiaban a los griegos, pero toleraban al médico porque solía mantenerlos del lado bueno del cementerio.

— Si tengo que decirlo, y debo hacerlo, creo que seis meses.

Cáncer.

Seis meses, pensó Pitu. Medio año suena incluso más corto.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

El griego se acercó la botella de vino de Povardarie, cogió un sacacorchos del cajón y despojó la ofrenda de su tapón. El plop sonó como una bala. El médico le anunciaba su muerte y ni el vino más caro podía proteger a Pitu del veredicto. El griego llenó dos vasos. Pitu vio que tenía un bonito color rubí claro.

—Bueno —empezó a decir el médico, tras lo cual hizo una breve pausa para sopesar sus palabras—, hay maneras de alargarte la vida. La cuestión es si esas semanas de más justifican la fuerte pérdida de calidad de vida.

—¿Así que, si quiero prolongar mi vida, me sentiré como si me muriera?

—Comprendo lo difícil que es para ti. A nosotros, los griegos, se nos conoce por nuestra sabiduría y como amigo te digo que es mejor vivir que intentar desesperadamente no morir.

—A vosotros los griegos se os conoce por vuestra corrupción y por el sexo anal —le contestó Pitu.

Cogió el vaso y lo alzó.

El griego reflexionó brevemente y dijo:

—Y a vosotros los arrumanos no os conoce ni Dios.

*

Puesto que Pitu no tenía nada que decirle a su hija, ella se fue. Salió de casa dando saltitos, porque él le permitía que los diera aún. Ahora estaba seguro de que su decisión era la correcta.

—Yeasu —le dijo ella para despedirse, el adiós griego que también era su adiós, literalmente salud, a lo que él le contestó que se divirtiera mucho.

Hacía lo que hacían las jóvenes de su edad con ese tiempo: ofrecer sus piernas al sol y a los ojos de los chicos que la examinaban con todo el descaro que les permitía la educación. Ella acababa de empezar a vivir. Samarina tenía el futuro, mientras que a él solo le quedaba el pasado.

Pitu llamó enseguida al sacerdote para pedirle que pasara a verlo.

Él accedió.

Constantine, el sacerdote, se secó la frente. Era una figura negra con su ropa de trabajo oficial. Se abrazaron. El sol le había calentado el hábito. El sacerdote hacía como si no le importara el calor, aunque no dejó pasar ni un segundo cuando Pitu le preguntó si quería beber algo. Constantine vació el vaso de agua de un trago y dejó gustoso que se lo llenara de nuevo. El sacerdote que, sin duda alguna, era dos veces más joven que Pitu, se sentó sin preguntar, a pesar de lo divino, o tal vez precisamente por ello. El joven, puesto que todavía era joven, chupaba y mordisqueaba un cubito de hielo. Tenía las mejillas lisas, y en la línea de la mandíbula se asomaban tímidamente unos pelos rizados y oscuros, que juntos formaban algo parecido a una barba lampiña. Solo encima del labio lucía un bigote densamente poblado, pero a Pitu no le parecía suficiente para un sacerdote de corte ortodoxo. Le gustaba chinchar a Constantine con eso, pero no ahora, ahora buscaba otro tipo de satisfacción.

—Me muero —dijo Pitu.

Constantine se removió en su asiento.

—¿Por qué? —preguntó. Se dio dos golpecitos en la barbilla y corrigió su pregunta—: ¿De qué?

—Dios me ha colocado un tumor en el cerebro.

El sacerdote se santiguó y dijo que no esperaba recibir una noticia tan terrible. Parecía sinceramente apenado.

Cuando Pitu vio a su invitado sentado en el sillón, con los ojos cerrados, tal vez en busca de algunas palabras reconfortantes, se sintió mal al pensar que quería desahogar su frustración en el sacerdote. La compasión rebotaba entre ambos, como un eco en una catedral.

Constantine se separó del respaldo. El cuero crujió. Parecía haber encontrado las Palabras.

—La vida casi nunca es justa —dijo—. La muerte es la prueba por excelencia. ¿Por qué nos hace dudar Dios de su existencia arrebatándonos a nuestros seres queridos y mostrándonos la terrible oscuridad de la nada eterna?

—Eso era lo que quería preguntarte yo —dijo Pitu golpeando la rodilla de su invitado.

—Aún no he llegado a la cuestión.

Pitu asintió; sabía que, como todos los jóvenes, el sacerdote reflexionaba mientras hablaba, por lo que la cuestión se le revelaría hablando. Nadie conocía mejor a las personas que Pitu. En cualquier caso, a las de Crushuva y alrededores. Por ello lo eligieron alcalde.

—Continúa —dijo finalmente.

Constantine prosiguió:

—Como sabes, procedo de una familia de sacerdotes.

—Tu padre me bautizó —dijo Pitu—. ¿Sabes cuántos años tenía yo entonces? Alrededor de cuarenta. Los comunistas acababan de irse, así que los sacerdotes, que brotaban como los crocos en febrero, no daban abasto. Tu padre lo hacía gratis. Incluso rechazaba los pedazos de carne, las botellas de bebida y las cestas de berenjenas, puerros y habas, porque sabía que también entonces, precisamente entonces, había una enorme carestía.

—Él era así. Era el hombre más sabio que he conocido. Un buen padre y un buen sacerdote —dijo el nuevo sacerdote—. Como todo el mundo hablaba en lugar de escuchar, casi nadie sabía que había nacido en Albania. A él no le gustaba hablar de eso. Cuando yo hacía alguna travesura, me llamaba su pequeño albanés. Llegó un momento en que dejé de hacer travesuras. —El sacerdote se sopló una mota del hábito—. Era de Moscopole.

Tanto el sacerdote como Pitu guardaron un minuto de silencio, como si no pudieran hacer otra cosa cuando se hablaba de la ciudad que se había convertido en pueblo que se había convertido en aldea. La capital de un país sin fronteras, de un pueblo sin país. Siglos atrás, la ciudad era el orgullo de los arrumanos, el centro de su cultura, en algún momento fue la segunda ciudad de la región, después de Estambul. Hoy, la capital dormía como un pueblecito en una colina del sur de Albania. La llamaban Voskopojë.

Moscopole ya solo conservaba su importancia en las cabezas de quienes se negaban a olvidarla.

La cabeza de Pitu no olvidaba:

—Después de que el terrible Ali Pãshelu destruyera definitivamente la ciudad, muchos arrumanos se refugiaron aquí para fundar el pueblo más hermoso de Europa en esta montaña. Entre ellos estaban mis antepasados por parte de madre.

—Y casi dos siglos más tarde les siguió mi padre —respondió el sacerdote—. El último refugiado de Moscopole. Los comunistas de Albania, como los de todas partes, estaban locos, pero su locura era aún más extrema, como sucede con todo en ese país. La prohibición de la religión era absoluta. La única fe permitida era la fe en el partido. Todos los cristianos tuvieron que entregar sus iconos para que los quemaran. Si no lo hacías y el Estado te pillaba en posesión de un icono, por pequeño que fuera, te ejecutaban. Es lo que sucedió con mi abuelo. Un vecino contó que tenía un icono de cobre debajo de una tabla del suelo de su dormitorio. Mi abuela y mi padre vieron cómo lo sacaban a rastras de casa y lo mataban de un tiro en el jardín trasero. Mi abuelo se resistió tanto que los comunistas olvidaron por completo por qué lo mataban y se fueron sin el icono. Mi padre enterró a su padre en el lugar donde había sido asesinado y después se fue al dormitorio. Allí vio, entre las dos tablas en la arena, el icono de san Telémaco. Besó al santo, se lo metió debajo de la camisa y caminó sin descanso durante un día y medio hasta llegar a nuestro pueblo.

Pitu preguntó:

—¿Y luego?

El sacerdote esbozó una sonrisa triste.

—Sin el asesinato de mi abuelo, mi padre nunca habría venido hasta aquí, donde ayudó a todas las personas que pudo. —Suspiró—: La muerte también puede ser un instrumento útil para ayudar a los hijos de Dios.

Satisfecho de su discurso, tomó el último sorbo de agua y con dos dedos sacó el cubito de hielo del vaso.

Tras una breve oración, el joven sacerdote se marchó prometiendo encender una vela para Pitu. Por lo pronto, su vela estaba clavada en la casilla de los vivos.

Todo transcurría de forma distinta y, no obstante, Pitu se sentía aliviado.

Abrió la ventana y mientras lo hacía, vio a Tito en su jardín trasero. Se miraron un instante, asombrados. Tito arrancó con los dientes unas briznas de hierba. En realidad, tendría que haber sido sacrificado el año anterior por Semana Santa, pero el vecino no logró cortarle el pescuezo al carnero. Entonces le pusieron un nombre y se convirtió en carnero doméstico. Pero con o sin nombre: Tito seguía siendo un bãcãtãrescu, una oveja o carnero al que se toleraba alrededor de la casa porque luego sería sacrificado. Aunque cabía preguntarse si llegarían a hacerlo. Tito solía escaparse y acababa en el césped ajeno. Y eso que el de Pitu ya tenía poca hierba debido a la sequía de este verano.

—Tito, muchacho —dijo mientras se acercaba lentamente al carnero—, comprendo que te guste venir aquí. Nosotros los arrumanos somos artesanos y comerciantes, pero sobre todo somos pastores. Esta hierba, mi hierba, es tu imán. Te comprendo, de verdad.

Tito estaba acostumbrado a que las personas le hablaran, así que, con el hocico abierto, seguía lo que le decía y lo que hacía Pitu. Entre hombre y animal apenas había ya un metro de distancia.

—Pero quisiera pedirte que volvieras a casa. Si por mí fuera, yo habría tenido unas felices Pascuas y tú no. Vete a pastar tranquilamente en tu propio prado. Porque sé que de todos modos no me escucharás…

Tito apenas se resistió cuando Pitu lo agarró por el vientre, apretó la lana y se llevó al carnero en brazos hasta la casa de los vecinos, intercalando algunas paradas para descansar. Ambos respiraban con igual dificultad. Cuando por fin estuvo al otro lado de la valla, Tito se dirigió sin mirar atrás hacia un trozo de césped en la sombra. Allí se dejó caer en la hierba. Tito prefería comer tumbado. Aún encorvado por el peso del carnero, Pitu se quedó un rato mirándolo.

—Que vaya bien —dijo finalmente.

El carnero tampoco se inmutó por la despedida de Pitu.

Por un instante Pitu no supo qué hacer.

Morir, eso es lo que tengo que hacer, pensó sin querer pensarlo.

Se apretó las sienes lo más fuerte que pudo, como si aplastara una lata de cerveza. ¿Qué hacían los hombres a los que uno de sus mejores amigos había inscrito en la lista de muertos?

*

Era como si todas las flores de Crushuva concentraran sus olores en torno a la casa de Pitu. De pronto, su olfato parecía más sensible, como el de una embarazada. Entusiasmado, se subió al coche, un viejo Mercedes que un primo lejano de su cuñado había importado de Alemania a través de Albania. Primero, la carretera serpenteaba hacia abajo, luego hacia arriba, debajo del telesilla que parecía detenido para la eternidad. Unos perros ladraban, otros les contestaban. Ciclista, calma, coche, calma. Las libélulas eludían los neumáticos finos y gruesos. Solo los coches rompían el silencio de la tarde, los que iban cuesta arriba más que los que bajaban y solo pisaban el embrague. Pitu avanzaba temblequeando sobre los guijarros y los adoquines. Empezaba a comprender por qué, una semana antes, su hija le había dicho que consideraba la posibilidad de mudarse. Quería vivir en una ciudad donde pudiera llevar tacones.

Torció a la derecha antes del Makedonium, el monumento que conmemoraba la sublevación de Ilinden contra el Imperio otomano y que parecía una nave espacial abandonada en el planeta Tierra por algún que otro ser superior, un erizo de mar arrojado por las olas. El cementerio. Dio dos bocinazos, breves pero fuertes. «Para mamá», como solía decir cuando su hija estaba sentada a su lado. Se convirtió en una costumbre y como suele suceder, la costumbre se convirtió en tradición.

Pitu apartó el coche a la sombra de un pino. Es la última vez que vengo aquí, decidió. Al menos vivo, pensó después. Sintió cómo se le movía el labio. En la entrada se detuvo unos instantes ante la tumba de Pitu Guli. El revolucionario a quién él le debía su nombre estaba representado en grande y con su indumentaria completa: sombrero, daga y pistola. El Che Guevara original. Nacido y fallecido en Crushuva. Guli luchó durante la misma sublevación de Ilinden en 1903 contra los otomanos por una Macedonia libre y gracias a ello llegó incluso a ser mencionado en el himno nacional de la República de Macedonia. Pitu Guli. Un arrumano. Los arrumanos existían; cantaban sobre ellos antes de cada partido que la selección nacional de fútbol perdía combativamente.

Paseó lentamente por las tumbas de personas a las que había conocido o a cuyos descendientes conocía. Al final de su ronda, se arrodilló delante de su mujer. A veces, cuando venía aquí con Samarina, le decían algo a la lápida. Pero ahora que estaba solo, aquello le parecía absurdo. ¿Qué debía decir? ¿Ya voy? ¿Empieza a hacerme sitio, porque dentro de seis meses estaré contigo? Negó con la cabeza. El nombre de su mujer no era el único cincelado en la lápida. El de Pitu ya aparecía bajo el de Melina. Solo faltaba su fecha de defunción. Comprendió que con esa lápida había desafiado a su propia muerte. ¿Por qué había pedido que incluyeran también su nombre? Pitu Vreta, acarició el apellido, que había recibido de su madre. Todas las madres son asesinas, pensó. El niño en sus brazos, su víctima. ¿Acaso existe algo más cruel que regalarle la muerte a alguien al que amas tan pronto lo tienes en tus brazos? La comadrona limpia la sangre del cuerpecillo, pero tu sangre no se puede quitar, pues ya está dentro.

Pitu empujó los dedos en la tierra. Sobre todo, para apoyarse. Sabía que los judíos colocaban una piedra sobre la lápida y los gitanos vertían a veces aguardiente sobre el jardín de sus seres queridos fallecidos, pero él no hizo nada, salvo arrodillarse y pensar hasta agotar todos los pensamientos. Él buscaba la nada. El vacío.

Lo que está lleno no puede permanecer mucho tiempo vacío, pensó finalmente. La vida era bella y por ello no debería acabar nunca, y puesto que eso era imposible, no debería empezar nunca.

Después se levantó con un gemido y se fue de vuelta a su Mercedes, pasando por delante de la tumba de su propia madre homicida, a la que envió un beso al aire porque no quería que se le apareciera.

El coche arrancó al tercer intento.

Al alejarse, Pitu volvió a tocar dos veces la bocina.

*

Mañana será otro día, un día menos. Desde su silla, Pitu veía medio Crushuva. Sobre su cabeza, los racimos de bolitas crecían para convertirse en uvas. Este pueblo era el único en todo el mundo que reconocía al arrumano como lengua oficial. Su lengua. Los Balcanes eran un desastre, siempre lo habían sido. Los turcos habían hecho una buena limpieza, así lo llamaban, pero hacía siglos que allí no había ni rastro de orden. Y, aun así… Su pueblo estaba tan alto en las montañas que sobresalía por encima de toda la miseria. En lo alto de Macedonia, su pueblo y su idioma eran aceptados, incluso honrados. Ahora sí. Pitu sabía que eso significaba algo, sobre todo por estos lares donde los griegos tenían que ser turcos, los croatas bosnios, los turcos búlgaros, los húngaros rumanos, los albaneses macedonios, los montenegrinos serbios y los arrumanos griegos, albaneses, macedonios o rumanos, o al revés. En la actualidad, los arrumanos habían quedado reducidos a una minoría. Pero antes era distinto. Pitu suspiró. Estaba seguro de que Crushuva se convertiría cada vez más en Kruševo.

—¿Estás aquí? —Aunque Pitu le ofreció la mejilla, Ecaterina lo besó en la boca. Su novia—. ¿Cómo va tu cabeza? ¿Qué te ha dicho el médico?

—Que tengo una hermosa cabeza —le contestó él—. Eso me ha dicho el griego. Que tenía buen aspecto.

—¿No te lo dije? —Ecaterina se llevó la compra a la cocina. Pitu olió los puerros. Le apetecía comer algo sabroso. Ella podía cocinar algo sabroso con los puerros, no le cabía la menor duda. Ella podía hacer cualquier cosa. Su hija opinaba que formaban una pareja encantadora. Encantadora, estupendo, pero ¿cuándo encontraría ella a un chico agradable con el que casarse? Cuando se lo preguntaba, ella lo tildaba de anticuado. «¿Anticuado? —le decía él entonces—. ¿Cuántos de mi edad se echan una novia?».

Ecaterina salió de la cocina:

—¿Qué dices?

¿Lo he dicho en voz alta?

Pitu masculló algo entre dientes.

—El griego opina que lo mío es puro cuento.

—Los hombres no aguantan nada, todo el mundo lo sabe.

—Todo el mundo lo sabe —repitió él.

—Y los griegos son como las mujeres.

Llevaban casi dos años juntos. Quizá Pitu llegara vivo a su aniversario. No vivían juntos, a ambos les parecía demasiado pronto para eso. Pero ahora, incluso demasiado pronto se había vuelto demasiado tarde.

Espoleado por su propia cortesía le diría a Ecaterina que todo había acabado. Esa despedida sería menos dolorosa que la despedida que llegaría después.