Kitabı oku: «Bajo El Emblema Del León», sayfa 4
Capítulo 6
La belleza salvará el mundo
(Fedor Dovstoevskij)
Embarrado hasta el cuello, Andrea tenía la frente perlada de sudor, a pesar del frío penetrante de comienzos de un invierno que, a paso rápido, abriría las puertas del año 2019. La administración comunal había sido clara. Cuando llegase la próxima primavera Piazza Colocci debía estar restaurada y las excavaciones arqueológicas, que habían sacado a la luz los restos de los pisos más bajos del viejo Palazzo del Governo, serían enterradas. El conjunto había sido fotografiado, los principales descubrimientos trasladados al nuevo museo arqueológico, en la planta baja del Palazzo Pianetti-Tesei, y ahora ya se le había concedido demasiado tiempo a los ciudadanos, turistas y curiosos para echar una ojeada, totalmente gratuita, a la plaza descubierta. Pero Andrea no estaba satisfecho, en un nivel inferior debía haber restos del antiguo anfiteatro romano. Prueba de esto eran las antiguas pelotas del gioco della palleta, juego que se remontaba a la época de los romanos. Tal juego, conocido también como Harpastum, o juego de la pelota esférica, era parte integrante del entrenamiento de los gladiadores y jugaban a él, sobre todo, las legiones de los cuarteles de las fronteras. Según Andrea, las pelotas encontradas unos ciento años antes en el fondo del pozo del patio interior del Palazzo della Signoria no tenían relación con el juego dieciochesco de la pallacorda9 , como se había creído hasta el momento. En cambio, éstas eran el testimonio de que en aquella zona se desarrollaban, entre el siglo I antes de Cristo y el III siglo después de Cristo, juegos en los que se veían involucrados gladiadores y esclavos, del mismo modo a los que se podía asistir en Roma en el interior del Coliseo. Es verdad, no podía descolgarse hasta el fondo del pozo para derribar las paredes pero según él creía debía haber, por fuerza, un pasadizo desde las habitaciones del antiguo Palazzo del Governo hasta los niveles inferiores. Todo consistía en encontrarlo. Las carísimas mediciones con el radar que había hecho ejecutar totalmente a sus expensas le daban la razón, pero cada vez que pensaba que estaba cerca del descubrimiento sensacional del posible pasadizo había algo que salía mal. Había allí unas cloacas que no se podían tocar sin arriesgarse a inundarlo todo, allí los paneles metálicos como protección y consolidación de los cimientos del Palazzo della Signoria. Aquí restos de hogares10 que no podían ser tocados sino desencadenando la ira del delegado de los Bienes Culturales y Artísticos. Y ahora se había puesto a nevar. Desde el ocho de diciembre, una nevada precoz pero abundante les había impedido trabajar durante unos cuantos días. Luego, cuando la nieve se había disuelto, había dejado tal cantidad de fango que casi era imposible mantenerse en pie dentro de la excavación sin resbalar continuamente. Irritado, aterido, con los nervios a flor de piel, levantó el pico. Daría un picotazo seco al muro del fondo, el que separaba el viejo Pallazo del Governo de los cimientos del actual, terminados de construir alrededor del año 1.500, pero se paró con el brazo en el aire. Algo había llamado su atención de su mirada. El fango, escurriéndose hacia abajo, había dejado al descubierto un detalle que nunca había observado antes. Un arco de medio punto limitado por viejos ladrillos, casi a ras de suelo que estaba pisando y que representaba el pavimento del piso bajo de aquel antiguo edificio, delimitaba sin duda una abertura, aunque ocluida por detritos y semi enterrada.
Seguramente estos ladrillos que delimitan este arco son de una fabricación más antigua respecto al resto, tienen un aspecto más irregular, son más oscuros. A lo mejor son de época romana…
Andrea se frotó las manos satisfecho, echó su aliento sobre ellas para calentarlas un poco y miró a su alrededor para buscar los instrumentos adecuados, dejando a un lado el pico. Intentó limpiar la supuesta abertura, en todo lo posible, con las manos desnudas, ayudándose de una pequeña pala de zapa plegable para extraer los detritos, acabando después el trabajo con un pincel para quitar polvo y restos de tierra. Poco a poco, salió a la luz una puerta de madera, bastante bien conservada, atrancada con un cerrojo. No sería difícil abrirla o desfondarla pero, no sabiendo que encontraría más allá y al ser el momento en que se estaba poniendo el sol, decidió que, por aquel día, se podía considerar satisfecho y que podía suspender los trabajos para retomarlos al día siguiente.
Mejor regresar a casa y comprobar los registros del radar. No querría tener ninguna sorpresa. Y además, es mejor buscar alguien que me ayude. La prudencia nunca es demasiada en estos casos. No vaya a ser que si abro esa puerta pueda provocar un desprendimiento. Y todo el trabajo de meses y meses se iría al garete.
Recogió los bártulos, se puso la saca de trabajo en bandolera, salió de la excavación y subió por Costa Baldassini, para llegar a su casa. El calor acogedor de su edificio y el olor a humo de los cigarrillos consumidos por su compañero lo pusieron de buen humor. Tiró la saca en el suelo de la entrada, intentó, en todo lo posible, de liberar los zapatos del fango y subió corriendo las escaleras. Encontró a Lucia dormida, con un brazo y la cabeza apoyados sobre la mesa del salón, el ordenador portátil encendido delante de ella y la colilla de un cigarrillo todavía humeante en el cenicero. Le acarició los cabellos con delicadeza, provocándole el despertar.
―¡Dios Mío, Andrea! Me he quedado dormida como una piedra. Debía estar muy cansada. He trabajado todo el día para intentar interpretar un nuevo documento que he encontrado aquí, entre las carpetas de tu biblioteca y que se refiere al período en el que tu antepasado Andrea Franciolini fue a combatir a los Países Bajos por cuenta del rey de Francia contra el emperador Carlo V d'Asburgo. Aparte de que el período es políticamente confuso, por lo que el Papa primero se aliaba con Francia, luego con el Imperio, la cronología de las fechas en este documento me parece extraña. Y luego está esta representación, que parece una imagen mucho más antigua con respecto a la época de la que estamos discutiendo. Es un león tendido, tumbado, grabado en piedra, me parece. No entiendo su significado: no es ni el león rampante símbolo de Jesi, ni el león de San Marco, símbolo de la Reppublica Veneziana. Parece más un emblema, un altorrelieve en piedra, procedente de cualquier edificio o de cualquier construcción de la época romana, casi parecido a aquellos adoquines decorativos que adornan la silueta del portal de este palacio.
―Como ya sabes ahora perfectamente, esos adoquines eran decoraciones de un antiguo templo romano que surgía en la antigüedad en este lugar y que han sido descubiertao durante las excavaciones de los cimientos.
―Justo. Y por lo tanto, mi idea es que quien ha diseñado esta ilustración la haya copiado de una decoración del antiguo anfiteatro romano que surgía, más o menos, entre Piazza Colocci y Via Roccabella. A fin de cuentas los leones eran utilizados por los romanos en el interior de la arena, en los combates con los gladiadores.
―Y a veces causaban estragos. ¡Qué espectáculos tan horribles! Y sin embargo en ese tiempo eran del agrado de la población. De todas formas, dado que estamos metidos en el tema debo contarte que, puede que hace un rato, haya localizado un pasadizo que podría conducir a los restos de aquel antiguo anfiteatro. He conseguido aislar una puerta de madera, en un nivel más bajo que el resto de la excavación, que según creo debería dar acceso a los antiguos sótanos del antiguo Palazzo del Governo. Y si cuadran las cuentas, esos sótanos deberían corresponder con antiguos lugares que tienen relación con algunas zonas del anfiteatro.
―¿Has intentado abrir la puerta?
―No, necesito instrumentos adecuados y alguien que me ayude. No me gustaría provocar desprendimientos.
―¿Y a quién quieres como asistente? ¡Estamos cerca de las fiestas navideñas, todos tus amigos arqueólogos se han ido ya hace tiempo y la administración del ayuntamiento ha decidido que las excavaciones se cierren cuanto antes!
―Creo que basta con una persona. Y creo que quien me vendría de perlas está justo delante de mí.
―¡Olvídate de enredarme en una de tus alocadas aventuras sólo porque puedes apelar al hecho de que estoy enamorada de ti! ―replicó Lucia indignada ―No tengo ganas en absoluto de quedar sepultada viva entre las ruinas de un anfiteatro romano. Y además, sabes bien que sufro claustrofobia.
―Lo sé ―le respondió Andrea sarcástico ―Pero también sé que tu curiosidad de estudiosa consigue prevalecer sobre tus miedos. Ya me lo has demostrado en el pasado. Y si piensas que allí abajo podrías descubrir la imagen original que representa ese león tumbado...
―¿Piensas que puedes conseguir siempre que haga lo que tú quieras?
Lucia alargó una mano nerviosa hacia el paquete de cigarrillos y sacó uno para encenderlo. Se quedó con el cigarrillo en la boca y el encendedor prendido en la mano, interrumpida por el sonido del teléfono móvil. Sobre la pantalla aparecía el número de un celular que no estaba guardado en los contactos y precedido por el prefijo internacional +49.
Lucia y Andrea intercambiaron una mirada interrogativa, luego él le hizo una señal para que respondiese. Lucia puso el manos libres, de manera que Andrea pudiese escuchar la conversación. Desde la otra parte del teléfono una voz masculina comenzó a hablar en un italiano casi perfecto, aunque con un marcado acento sobre las erres.
―¿Parrrrlo con la Condesa Lucia Baldeschi-Balleani?
―¡Para servirle! ¿A qué debo el honor...?
―¡Deje que me prrrresente! Soy Su Alteza Imperial y Rrreal, el Archiduque Sigismondo d'Asburgo Lorena, Gran duque titular de Toscana y Gran Maestro dell’Insogne Sacro Militare Ordine di Santo Stefano Papa e Martire.
―¡Cáspita! ―dejó escapar Andrea en un susurro para que su voz no llegase al micrófono del teléfono. ―¡A lo mejor ha decidido financiar nuestras investigaciones arqueológicas!
Lucia puso el índice delante de la nariz para instar a su compañero a estar callado.
―Y es un placer para mí enterarme de su interés por mi persona. ¿A que debo, si se me permite preguntarle, este honor?
―Veo que ha recibido una óptima educación y debo darle la enhorabuena a usted y a su familia. Pero, vayamos al grano. Verá, en conformidad con el artículo 5 del actual Statuto dell’Ordine di Santo Stefano, y en conformidad con los antiguos Statuti dell’Ordine mismo, cada año escojo tre nobles para elevar al grado de Bali Gran Croce de justicia, en consideración por los altos méritos adquiridos en vida, en el trabajo o en el estudio. Nunca antes de ahora este honor había sido reservado a una mujer. Pero, vistos los resultados de sus trabajos de investigación sobre los orígenes y la historia de su noble familia, este año he sentido que debería hacer una excepción a la regla. Y he decidido que será usted la elegida para ser nombrada Cavaliere di Gran Croce del Bali. Por lo tanto, la invito oficialmente a la ceremonia de investidura que tendrá lugar en Firenze en la Santa Navidad.
―¡Pero Navidad será dentro de quince días! Tengo compromisos, tanto de trabajo como personales. En fin, mi prometido, mi familia ―intentó ganar tiempo Lucia un poco confusa.
―No se preocupe. Venga a Firenze con su prometido o con otros miembros de su familia. Por supuesto, su viaje será a mis expensas. Le estoy enviando por correo electrónico la reserva para el tren Frecciarossa Ancona ― Firenze, ida y vuelta, en primera clase. ¡La espero con impaciencia! ―y colgó el teléfono sin ni siquiera darle tiempo a responder.
Andrea y Lucia se miraron enseguida con aire atónito, luego rompieron a reír.
―¡Cavaliere di Gran Croce del Bali! ¡Mis respetos, Mi Señora! ―declamó Andrea con aire burlón, haciendo una reverencia. ―Pienso que tengo bastantes motivos para comenzar a ponerme celoso. A mis expensas, te acompañaré a Firenze, no me fío.
―¡Venga, ya! Su Excelencia Imperial y Regia será realmente una vieja cariátide ―respondió Lucia con aire divertido.
―Su Alteza, no Su Excelencia ―la corrigió Andrea. ―De todos modos la voz parecía bastante juvenil. No me fío, no me fío. Iré contigo, siempre que tu decidas ir, ¡de ninguna manera dejaré que vayas sola! Y además no podemos pasar la Navidad uno lejos del otro, no hay más que hablar. Firenze es una hermosa ciudad, una de las ciudades más románticas de Italia. Mejor no desperdiciar la ocasión de darte el beso más apasionado de tu vida sobre el Arno, en el Ponte Vecchio.
―¡Oh! ¿Y desde cuándo te has convertido en romántico, tú que siempre has sido un montón de músculos y testarudez?
―¡Bueno, desde que me has puesto celoso! ―sonrió Andrea. ―Pero aparte de esto, Firenze es una hermosa ciudad de arte y podremos unir lo útil a lo placentero. A fin de cuentas alguien escribió La belleza salvará el mundo, ¿o me equivoco?
―Fedor Dostoevskij en El idiota. Antes de meter la pata al pronunciar una cita intenta estar seguro de conocer a fondo de qué trata, en caso contrario más que la figura del estudioso haces la del...
―¡… la del idiota! ―dijo estallando en una carcajada, se acercó a Lucia, la estrechó en un caluroso abrazo, acercó sus labios a su rostro perfumado y comenzó a besarla.
―¡La última palabra siempre la dices tú, eh! ―consiguió pronunciar Lucia jadeante, intentando recuperar el aliento y sacándose la camiseta. Sintió las manos de Andrea buscando el cierre del sujetador para desabrocharlo, luego lo vio quitarse la camiseta para quedarse él con el torso desnudo. La urgencia de los cuerpos para encontrar el contacto recíproco los empujó al dormitorio, donde frescas sábanas acogieron a los dos amantes ahora ya desnudos del todo.
―La belleza salvará el mundo ―repitió Andrea, haciéndole entender esta vez que la alusión iba dirigida a ella.
Capítulo 7
Cabalgar por la llanura padana en aquella estación fue considerado por Andrea casi peor que navegar en mar abierto. Habituado a las colina y a las montañas de su amada tierra, nunca se hubiera esperado andar durante leguas y leguas por un terreno todo llano. Pero lo peor era la humedad, la niebla que hacía perder el sentido de la orientación, tan espesa era en ciertos puntos, y se filtraba debajo de la ropa hasta llegar a afectar a los huesos. Por no hablar de los senderos que a menudo se perdían en la espesura del boscaje o que llevaban directamente a pantanos y humedales, imposibles de atravesar, obligando a largos e interminables rodeos, sino incluso a dar marcha atrás para escoger otro ramal del camino. Por suerte los dos soldados que lo acompañaban estaban familiarizados con el lugar, de lo contrario Andrea habría renunciado a llegar a Ferrara, tirándose al suelo y permaneciendo a merced de los peligros de la naturaleza salvaje de la llanura del Eridano. Finalmente, salieron del bosque de Porporana y vieron que un amplio campo cultivado se extendía ante ellos, hacia el burgo de Pallantone, hasta la orilla del río Po. Después de mediodía, el sol había conseguido triunfar sobre la humedad de tal forma que Andrea observó, no sin disgusto, que sin la protección del bosque y de la niebla, él y sus dos soldados que lo acompañaban estaban completamente al descubierto y eran fáciles blancos de posibles malhechores. No tuvo ni tiempo de terminar esta consideración cuando dos caballeros ataviados de manera extraña les pasaron a la carrera, levantando trozos de fango y blandiendo sobre sus cabezas unas espadas de una largura distinta a las que Andrea estaba habituado a usar.
―¿Quiénes son? ―preguntó Andrea preocupado.
―Lansquenetes. Las espadas que habéis visto se llaman Lanzichenette o Katzbalger11 . Éste último término, en su lengua, significa piel de gato. Algunos dicen que, dado que los que llevan estas armas son de baja extracción social, son incapaces de comprar una funda auténtica y por lo tanto utilizan la piel de un felino doméstico en sustitución de la misma. Pero no es así. Muchos lansquenetes, a pesar de combatir como soldados mercenarios, pertenecen a la rica burguesía o a la nobleza germánica. El término Katzbalger se refiere, de hecho, a la ferocidad felina con la que combaten. En la batalla son capaces de tirarse sobre las primeras líneas de los piqueros enemigos, pasando debajo del bosque de lanzas extendidas y utilizando esas espadas como cuchillos con el fin de romperlas. Pero tampoco tienen ningún escrúpulo para mutilar a los adversarios, apuntando a partes de su cuerpo que no están protegidas con armadura. Hacedme caso, mi Señor, es gente peligrosa. Mejor estar alejados.
―Si son tan peligrosos como decís, ¿cómo es que son libres de corretear de esta manera por nuestras tierras?
―Son mercenarios y, por lo tanto, libres de ponerse a sueldo del Señor que mejor les paga. Los peores son los que son pagados a doble soldada. Ellos son los más despiadados, adiestrados para el combate en primera línea o en zonas consideradas de alto riesgo. Y por lo tanto son pagados con una doble soldada.
―¿Quizás el término doble soldada significa que no tienen escrúpulos en ponerse al servicio de dos señores al mismo tiempo, infiltrándose como traidores o espías en las filas del enemigo?
―También puede ser. Os lo he dicho. Es gente de la que no puede fiarse uno. ¡Pero, dejémonos de charlas! ―prosiguió Fulvio, el fiel soldado. ―El burgo de Pallantone es famoso por sus tabernas. Cocinan la caza como en ningún otro puesto que yo conozca...
―… Y la acompañan con un excelente vino de aguja tinto. Una verdadera exquisitez ―añadió Geraldo, el otro soldado que hasta ese momento no había hablado.
Andrea, al atravesar las calles del burgo, observó distintas enseñas de mesones y tabernas pero sus acompañantes se dirigieron seguros hasta la plaza principal, donde un emblema con forma de bandera especificaba, en caracteres góticos, el Mesón de los guardianes de las riberas. En efecto, por la plaza se distinguía perfectamente el ruido del agua que discurría con ímpetu en la llanura aluvial justo detrás de los edificios de aquel lado. Andrea y sus compañeros ataron las cabalgaduras a los anillos fijados en la parte exterior de la taberna, se aseguraron de tener las espadas en sus respectivas fundas y entraron en el local. La sala estaba bastante llena y el olor de carne de caza cocinada en adobo se mezclaba con la peste de sudor emanada por los clientes. Un hombre grasiento, con el rostro rubicundo y la frente sudada, con un delantal blanco atado a la cintura, fue a su encuentro y los acompañó a una mesa libre.
―¿Qué desean los señores?
―Traenos un guiso de codornices. Y una gran jarra de lambrusco12 para cada uno de nosotros.
No había terminado de pronunciar estas palabras cuando la puerta se abrió de par en par de mala manera debido a una patada lanzada desde el exterior por un individuo bastante robusto, al que seguía otro hombre de su misma catadura. Ambos llevaban la espada en la mano, en vez de envainada. Al darse cuenta de la presencia de los lansquenetes, la mayor parte de los allí presentes se levantó de las mesas, intentando ganar la salida, con el fin de evitar inútiles escaramuzas con hombres famosos por su arrogancia y prepotencia. Más de un hombre, cerca del umbral de la puerta, tropezó por casualidad con la bota de uno de ellos dos. Quien se caía a tierra no tenía ni siquiera el valor de enfrentarse a la mirada del lansquenete. Se levantaba, se quitaba el polvo de encima y salía de la taberna pitando. Andrea, Fulvio y Geraldo se quedaron en sus sitios, fijando su mirada sobre los recién llegados con aire retador. Los otros, en ese momento, fingieron no hacerles ni caso. Se pusieron en una mesa que habían dejado libre los clientes anteriores, batiendo con ruido sus katzbalger sobre ella. Uno de los dos cogió una jarra de lambrusco, la llevó a la boca, dio unos grandes tragos y, en fin, emitió un sonoro eructo.
―Scheisse! Bleah!13 Este vino es un asco. Tabernero, traenos cerveza.
―Sabéis perfectamente que no tenemos cerveza aquí ―respondió casi balbuciendo el hombre de rostro rubicundo y que cada vez sudaba más. ―Si no os gusta el vino tinto, puedo ir abajo a la bodega a cogeros un buen vino blanco fresco. ¡Os aseguro que no os arrepentiréis!
―¡Te arrepentirás tú por no habernos servido la cerveza!
Uno de los dos lansquenetes saltó de repente y cogió al hombre por detrás, agarrándole, con su poderoso brazo, alrededor del cuello. Andrea vio que el rostro del camarero se podía cada vez más rojo, levantado del suelo por la notable altura de su captor, los pies colgándole a un palmo del pavimento. Si no hubiese intervenido aquel hombre hubiera muerto sofocado.
―¡Ya basta! ―exclamó Andrea poniéndose en pie ―Si buscáis pelea no la toméis con una persona desarmada. No es divertido. Combatid como hombres, y no como bellacos, contra quien está armado como vosotros.
El lansquenete, cogido de improviso, soltó la presa, permitiendo al mesonero tomar aliento. Pero su amigo, que hasta ese momento se había quedado sentado en su mesa, aferró su espada y se dirigió amenazador hacia Andrea. Éste último, extrayendo su espada de la vaina, intentó estudiar a ojo a su adversario.
Muchos músculos pero poco cerebro. Debo ser astuto. Veamos. La espada es poderosa y la coge con una sola mano. Pero la guardia es particular, constituida por una guarda de hierro moldeada en forma de ocho, como la de los grandes sables de batalla. Puedo parar su fendente cuando esté bajando, pero no conseguiré hacer saltar el arma de la mano. Me desequilibraría, en ese momento, y al parar cruzado no podría responder rápido y no tendría salida. En un abrir y cerrar de ojos, con un solo golpe podría separarme la cabeza del cuello. ¡Y adiós Andrea!
―¿Por qué te entrometes en cosas que no son de tu incumbencia, amigo? No es de buena educación interrumpir una discusión en la que no te han pedido tu opinión. Especialmente para un noble que sobre su casaca tiene bordado el dibujo de un león rampante. ¡Venga, demuéstrame cuánto de león hay en tu sangre!
Sólo la mesa de madera ya preparada para la comida separaba a Andrea del lansquenete. Fulvio y Geraldo se habían levantado de sus sillas y se estaban dirigiendo hacia el otro energúmeno con el fin de evitar que también él aferrase la espada. Estuvieron ágiles para agarrarlo por debajo de los brazos, uno por cada lado, obligándolo a abandonar la presa del tabernero. A continuación Fulvio extrajo un estilete y se lo apoyó contra el cuello, para convertirlo en inofensivo. Andrea, por su parte, vio a su adversario levantar la katzbalger. Se puso con su espada en posición de defensa para esperar el fendente que debía parar. Esperó el golpe en bajada pero, haciendo una finta en el último momento, permitió a la espada del lansquenete proseguir su trayectoria y que, por inercia, arrastrase detrás al brazo que la sostenía. El filo cortante de la katzbalger fue a clavarse en la mesa, partiéndola en dos. El germano, desequilibrado, cayó al suelo junto con la espada. La jarra de Lambrusco, que había volado por los aires, dibujó una trayectoria en arco, cayendo y rompiéndose justo sobre su cabeza. Alrededor del lansquenete se formó un charco de vino tinto y sangre. Andrea aprovechó el aturdimiento momentáneo del adversario para caerle encima y, apoyarle la punta de la espada contra la nuca.
―¿Cómo te llamas, amigo? ―le preguntó levantándolo por un brazo y poniéndolo derecho pero sin bajar la guardia, continuando a amenazarle con la punta de la espada.
―Franz ―respondió el otro.
―Bien, Franz. Hoy considerate afortunado. Me quedo con tu espada y te perdono la vida. Pero no te cruces más en mi camino porque no seré clemente contigo una segunda vez, ―y diciendo estas palabras lo empujó hacia la salida, le dio la vuelta y lo lanzó afuera con una patada en el culo, mandándolo a morder el polvo de la plaza que había delante.
No le fue tan bien a su compadre que yacía en el suelo sin vida en el charco de su propia sangre. Fulvio no había dudado en hundir la hoja de su estilete ante la mínima tentativa de su adversario de escabullirse de la sujeción.
El hombre del rostro rubicundo estaba observando atónito la escena. Mientras tanto había salido de la cocina otro tabernero, muy semejante al primero, pero con menos cabellos en la cabeza, con toda probabilidad su hermano.
―¿Qué demonios habéis hecho? ―intervino éste último ―¡Estáis locos! Estamos habituados a los abusos de estos bravucones. Dejamos que se desahoguen, se emborrachen, hacen algún daño, destrozan alguna cosa, pero luego se van y durante días y días vivimos en paz. Ahora, en cambio...
―No pasarán ni dos días para que de este local no queden más que las cenizas humeantes ―respondió el hermano, masajeándose el cuello dolorido. ―Y los guardianes de las riberas serán encontrados en el fondo del canal, ¡muertos quién sabe cómo!
―Imagino que los guardianes de las riberas sois vosotros dos ―dijo Andrea, volviéndose a los dos posaderos. ―¡Mientras tanto, en el fondo del canal vamos a tirar a este godo!
―Efectivamente, mi Señor, no ha sido una buena idea dejar libre al tal Franz. Seguro que volverá aquí con fuerza para vengarse. Y nosotros ya no estaremos aquí. Serán ellos dos los que las pagarán ―intervino Fulvio, haciendo una señal hacia Geraldo que lo ayudó a levantar el cadáver, arrastrándolo a la ventana y, a través de ella, tirándolo al canal que corría detrás de la taberna.
Andrea, Fulvio y Geraldo se asomaron desde el alféizar, observando con aire satisfecho cómo la fuerte corriente estaba llevándose el cuerpo inerte del lansquenete.
―Encontraré la manera de darles una adecuada protección a nuestros anfitriones ―dijo Andrea. ―Hablaré sobre ello con el Duca di Ferrara. Estoy convencido de que enviará a algunos de sus guardias para protegerlos. ¡Fulvio, Geraldo! Vamos. Intentemos llegar a la ciudad antes de que se haga de noche.
Los guardianes de las riberas se quedaron parados en la entrada de la hostería, mirando a los tres caballeros alejarse hasta desaparecer en la bruma de la tarde. En el fondo de su corazón sabían que ningún guardia del Duca D’Este llegaría jamás a aquel lugar perdido para dar protección a dos taberneros. No quedaba más que cerrar el local y alejarse de Pallantone. Les iba en ello la vida.