Kitabı oku: «Delitos Esotéricos»
A mi esposa Paola
y a mi hijos Diego y Debora
Tektime
DELITOS ESOTÉRICOS
Stefano Vignaroli
La primera investigación de la Comisaria Caterina Ruggeri
Copyright © 2011 - 2018 Stefano Vignaroli
Segunda Edicion © 2020 Ediciones Tektime
Traduciòn de Maria Acosta Dìaz
Todos los derechos de reproducción, distribución y traducción están reservados
ISBN
Sitio web http://www.stedevigna.com
Correo electrónico para contactos: stedevigna@gmail.com
Stefano Vignaroli
Delitos esotéricos
La primera investigación de la comisaria Caterina Ruggeri
Novela
Índice
Prefacio
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
Nota del Autor y Agradecimientos
1 Prefacio
¿Qué tienen en común una serie de extrañas desapariciones en Triora y Liguria con el asesinato de una bruja ocurrido hace más de cuatro cientos años? ¿Es posible que los dos acontecimientos, tan distantes cronológicamente, estén de alguna manera conectados?
Una auténtica novela de misterio en la que la comisaria de policía Caterina Ruggeri deberá esclarecer a toda costa, recorriendo una tétrica pista que parece que tiene raíces esotéricas.
De esta manera se presenta Delitos esotéricos, una novela que tiene el sabor de la sangre y el color de las noches sin estrellas, una emocionante novela negra capaz de mantener a los lectores sin respiración, haciéndoles probar ese siniestro hormigueo en la espalda que sólo leyendo un buen thriller se puede percibir.
Un libro directo, cercano a la realidad y, sin embargo, al mismo tiempo, con su esoterismo, tan alejado de ella, como queriendo huir de ella, transportando al lector y arrastrándolo a un mundo hecho de fantasía, de imaginación y… ¡de escalofríos!
Filippo Munaro
1 Prólogo
Verano de 1989. Frontera entre Nepal y la República Popular China.
Cuando los serpas llegaron a las cercanía del enésimo puente suspendido, en un inglés chapurreado, explicaron a las dos mujeres, que los habían contratado en Katmandú, que no irían más allá de aquel punto. A ellos no se les permitía desafiar a las deidades, tenían demasiado miedo. Ninguno de ellos se había aventurado jamás más allá del puente y quien, en el pasado, se había atrevido a hacerlo, nunca más había vuelto. Si las mujeres querían proseguir, lo harían por su cuenta y riesgo. Les dejarían lo indispensable para llevar a la espalda, en las mochilas, algunos víveres, una tabletas de chocolate, un camping gas y la ligera tienda iglú de dos plazas. Ellos se quedarían tres días, no más, esperándolas. El día era límpido, el aire enrarecido de los casi cuatro mil metros de altura daba al cielo un color azul intenso y las cimas de la montañas más altas de la Tierra desafiaban, con sus picos nevados, al mismo límpido cielo. Aurora y Larìs se habían puesto los cálidos anoraks de goretex, que hasta ahora las habían protegido de las imprevistas ráfagas de nieve, a las que se habían enfrentado a menudo durante los cinco días precedentes. Realmente, su meta no era la de probar la emoción de unas vacaciones extremas, sino la de llegar al Templo del Conocimiento y de la Regeneración, para conocer al Gran Patriarca. Podrían acceder al Saber Universal conservado en el templo y convertirse de esta manera en adeptas del nivel más alto de la secta. Ya sabían que, a partir de ese punto, deberían continuar solas, confiando en su intuición y en sus poderes. Si fallaban, si se equivocaban de camino, sería imposible salvarse. Sólo encontrarían la muerte entre las montañas. Aurora pagó lo pactado al jefe de los serpas diciéndole que, si quería, podía irse enseguida. Pero el hombre de rasgos asiáticos, que tenía el dominio de un lama, movió la cabeza y repitió:
―Tres días.
Calentó un té fuerte para las dos mujeres y las dejó, despidiéndolas con un gesto de la mano. La anciana y su joven amiga se pusieron las mochilas en la espalda y se aventuraron por el puente, suspendido sobre un abismo de por lo menos ochocientos metros de altura.
Capítulo 1
Caterina Ruggeri
La voz del comandante del avión que advertía a los pasajeros del inminente aterrizaje me devolvió a la realidad. Sólo una hora de vuelo de Ancona hasta Genova, pero mi mente estaba ocupada con un torbellino de pensamientos. Los hechos de los últimos días habían dado un vuelco a mi vida. Pensaba en mi pasado y pensaba en mi futuro. Ahora tenía un cargo importante, había sido nombrada comisaria en Imperia y nunca hubiera creído que este nombramiento pudiese llegar tan pronto. Es verdad, como responsable de la Unidad Canina de la Polizia di Stato en el aeropuerto Raffaello Sanzio de Ancona había pasado años apasionantes. Había tenido la posibilidad de prosperar en aquello que siempre me había gustado desde que era pequeña, trabajar con los perros policía y adiestrarlos, desde los perros antidroga a los de ayuda entre escombros, de los perros antidisturbios a los llamados rastreadores, idóneos para la búsqueda de pistas y personas desaparecidas. Por otra parte, además de estar ocupada con un trabajo que me gustaba muchísimo, también había tenido tiempo para dedicarme a los estudios y licenciarme en Jurisprudencia, especializarme en Criminología y esperar el ansiado progreso de carrera.
Seguramente la pasión por los perros nunca la abandonaría, esa pasión que me había sido transmitida por un primo mío veterinario, Stefano, ahora cincuentón, director sanitario de la Clínica Veterinaria Aesis. Stefano siempre había sido mi amor secreto, siempre me había atraído de manera particular. El recuerdo de un Ferragosto1 de hace veinticinco años siempre estaba presente en mi memoria. Entonces no era más que una niña, había hecho segundo de secundaria y todavía debía cumplir trece años mientras que él hacía poco que se había licenciado en Veterinaria en Perugia.
Estaba de vacaciones con mi familia, papá, mamá y mis dos hermanos gemelos, Alfonso y Stella, en una agradable localidad de los Monti Sibillini, a 1.400 metros de altitud. Mi padre, un loco de las vacaciones alternativas, nunca nos habría llevado a un hotel, y de esta manera disfrutábamos de un recién comprado remolque con todo lo necesario para acampar.
Mi familia y la de Stefano estaban muy unidas. Mi primo había llegado un día, muy temprano, junto con sus dos hermanas y su madre, para pasar junto a nosotros el Ferragosto. La jornada se presentaba espléndida, límpida, sin nubes en el cielo. El aire fresco de la montaña invitaba a dar una bella caminata y, de esta manera, decidimos acercarnos a un refugio que estaba a una hora y media de camino del lugar en el que acampábamos. Desde allí, otra media hora de subida complicada permitía llegar a una cima llamada Pizzo Tre Vescoci. Durante todo el recorrido había ignorado a mi prima, que tenía mi misma edad, intentando permanecer lo más cerca posible de Stefano y conversar con él. Me había hablado de la Universidad, de sus proyectos actuales y futuros, de cómo y porqué hacía poco había dejado a su prometida, con la que había compartido más de cinco años de su vida. Stefano y yo éramos los más apasionados por la montaña y los más resistentes al cansancio físico, así que, en cuanto llegamos al refugio, mientras los otros decidían reposar y dedicarse a la recolección de arándanos y frambuesas, nosotros dos prolongamos la excursión hasta la cima. Mi padre nos había dicho que nos encontraríamos en el campamento para la comida de la una. Con un gesto un poco infantil, pero estudiado, había cogido a Stefano de la mano y me había ido con él subiendo el sendero abrupto y tedioso. El espectáculo en la cumbre recompensaba el esfuerzo de llegar hasta allí. En una jornada tan límpida se podía recorrer la mirada desde los montes de Umbria hacia el Oeste, hasta el Mar Adriático hacia el Este, desde los montes del Pesarese hacia el Norte, a la silueta maciza del Monte Vettore hacia el Sur, que cerraba el horizonte e impedía contemplar los montes de la Laga y el Abruzzo.
Observaba el panorama pero, sobre todo, observaba los maravillosos ojos verdes de Stefano, que me indicaba los nombres de las distintas montañas que conseguía reconocer. Cuanto más lo contemplaba y lo escuchaba, más atraída me sentía por él, que tenía una cara simpática, ornada con una ligera barba, los cabellos espesos y oscuros y dos ojos que me gustaban de manera increíble. Al ser poco más que una niña no sabía claramente lo que significaba enamorarse pero en esos momentos comprendía que estaba experimentando unas emociones nuevas y que quizás, por primera vez, había caído víctima de este extraño sentimiento..
Habíamos vuelto a bajar, siempre conversando y bromeando, y habíamos alcanzado al resto de la compañía, justo a tiempo para la comida preparada por mi madre, una óptima amatriciana, acompañada por salchichas a la brasa y, para acabar, las frambuesas recogidas por hermanos y primos durante la excursión. Al acabar la comida había propuesto a Stefano tumbarnos al sol. Había cogido una colcha fina y nos habíamos alejado un poco, fuera de la vista de los demás. Me había sacado la camiseta y los pantalones vaqueros y me había quedado con un biquini rosa, apenas suficiente para cubrir mis senos todavía inmaduros. También él se había librado de la camiseta. Nos tumbamos el uno al lado del otro, gozando del sol de primera hora de la tarde que calentaba la piel. En un momento dado, me había girado hacia él y había presionado mis pequeños senos contra su tórax.
―¡Enseñame cómo se besa a un chico!
Él me había mirado con aire interrogativo pero yo, para nada atemorizada, había acercado mi cara a la suya, entrecerrando los ojos. Había sentido sus labios unirse a los míos y, por un instante, estuve en la gloria. No sé cuánto duró, creo que unos pocos segundos. Cuando Stefano se dio cuenta de lo que yo hacía se paró y, si bien de manera delicada y quizás de mala gana, me había apartado de él.
―Caterina, no es posible entre nosotros dos, no debo dejarme llevar. Eres una chiquilla muy bonito y te convertirás en una hermosa mujer. Tienes unos ojos azules espléndidos, que destacan todavía más debajo de tu cascada de cabello oscuro. No tendrás ninguna dificultad en encontrar un buen muchacho, que sea idóneo para ti. Yo te conozco desde que estabas en pañales y te aseguro que te quiero mucho, ¡pero como a una hermana! Además, doce años de diferencia son un abismo. Tú eres poco más que una niña y yo soy un hombre a punto de casarse. De todos modos, en septiembre partiré para la escuela de especialización en Enfermedades de Pequeños Animales y me quedaré en Pisa durante dos años. Te aseguro que te escribiré y te daré mi dirección. Mi amistad y mi afecto siempre los tendrás, pero consideremos el episodio de hoy como un juego y no hablemos más de ello.
Mientras me ruborizaba, dije sí con la cabeza, pero aquel beso quedaría en mi mente y en mi corazón como el más hermoso que nunca hubiese recibido.
En esa época los teléfonos móviles no existían y, por lo tanto, los contactos sólo se podían mantener escribiendo cartas y postales o por medio de los teléfonos fijos. Por lo cual, durante un tiempo, los encuentros con Stefano habían sido esporádicos y sólo dos años después conseguí transcurrir, de nuevo, algunos días con él.
Había terminado el primer año de la Escuela Superior y había pasado de curso con óptimas notas pero el verano se anunciaba aburrido y sin grandes perspectivas de vacaciones ya que, en la familia, las peleas entre mi padre y mi madre cada vez eran más encendidas y entre los dos no conseguían llegar a un acuerdo en nada. Además, mi padre estaba teniendo crisis depresivas, cada vez más frecuentes.
Era un cálida jornada de julio cuando mi madre me llamó para decirme que mi primo Stefano estaba al teléfono y preguntaba por mí. Corrí hacia el aparato con el corazón en un puño.
―Hola, Caterina, he pasado el examen del segundo año de especialidad y tengo algunos días de vacaciones antes de comenzar los dos meses de prácticas en la Clínica Universitaria. Luego, en octubre, deberé presentar mi tesis, así que ¡voy a tener un verano bastante duro! ¿Por qué no vienes a Pisa y hacemos algo de turismo por la Toscana? ¡Unas buenas vacaciones nos hará bien a los dos, para ti como distracción de tu situación familiar, para mí como una breve pausa en los estudios!
Después de pedir permiso a mis padres, que no dieron ningún problema, cogí el tren y llegué a Pisa. Stefano me esperaba en el vestíbulo de la estación. Le di mi bolsón y me subí a su coche, un Citroen 2CV, con el cual iríamos a Toscana en los próximos días, pernoctando en hoteles y siendo acogidos por sus amigos de universidad. Visitamos ciudades muy hermosas, la misma Pisa, San Gimignano, Siena, Arezzo. Incluso fuimos hasta el Apenino Toscano-Emiliano durante una breve excursión al nacimiento del Arno, siempre animados por nuestra demostrada pasión por la montaña. En fin, llegamos a Firenze, donde nos hospedó su hermano, inscripto en la facultad de Arquitectura pero que hacía de todo menos estudiar. La última noche, después de la cena, hacía calor y yo estaba cansada. Paseando por las orillas del Arno llegamos a Ponte Vecchio. Era una noche espléndida, en el cielo la luna casi llena se reflejaba en el río y el espectáculo era realmente romántico. Aprovechando el cansancio, me había apoyado en Stefano, pasándole el brazo alrededor del cuello. Él, en respuesta, había aferrado con delicadeza mi mano, que colgaba de su hombro, acariciándola ligeramente. Luego había cogido mis caderas con el otro brazo. Nos habíamos quedado así, en silencio, unidos y abrazados, mirando el paisaje florentino. Me esperaba un beso y, en cambio, no sucedió nada. Habría querido que aquel momento no hubiese acabado jamás, hubiera querido permanecer así para siempre y, en cambio, a la mañana siguiente, estaba en la estación de Firenze, lista para volver a casa. Las cortas vacaciones habían terminado pero yo todavía pensaba en el abrazo de la noche anterior, aún sentía la mano que acariciaba la mía. ¿Estaba enamorada? Quizás.
En cuanto llegué a casa encontré a mi padre y mi madre ocupados en la última pelea y este hecho extinguió toda la poesía que se había creado en los días anteriores. ¿Cómo es posible, pensé, que dos personas que se han amado, que han compartido su vida durante más de veinte años, lleguen a tratarse de esta manera? En ese momento decidí que el matrimonio no estaba hecho para mí.
Tenía casi 19 años cuando, en una templada jornada de comienzos de otoño, mi padre se mató, disparándose un tiro en la sien. Cómo había conseguido un pistola, nunca lo supe. El hecho es que su vida había estado marcada por una tragedia, ocurrida aproximadamente hacía doce años, en la que había muerto mi hermanito de casi tres años.
A mi padre el domingo le gustaba cocinar, preparando las brasas en la chimenea, donde cocía de todo, brochetas, salchichas, verduras gratinadas, pollos asados y otras exquisiteces. El día del accidente, como solía hacer, había encendido el fuego y preparado todo lo necesario sobre la mesa. Alfonso, jugando, había cogido una parrilla y se había puesto a correr por la habitación. Intentando prevenir el peligro mi padre había comenzado a perseguirlo, él había tropezado y caído al suelo. La parrilla había volado por los aires y le había caído sobre la nuca. Una punta metálica había encontrado el espacio adecuado entre dos vértebras cervicales, clavándose en la médula espinal y provocando la muerte inmediata del pequeño. Papá continuó atormentándose por este episodio. Junto con mi madre, habían decidido tener otro hijo para compensar la pérdida y de esta manera, después de algún tiempo, nacieron los gemelos. El hecho de llamar a uno de los niños Alfonso no fue una idea brillante, de ninguna manera, porque cada vez que mis padres pronunciaban su nombre volvía a su mente la tragedia. Con el paso del tiempo, mis padres cada vez se pelearon más. Mi madre, siempre hacía recaer la responsabilidad de la muerte del niño sobre el marido, que había comenzado a deprimirse, para combatir la depresión había comenzado a ir a psicoterapia. Su terapeuta, en un momento dado, lo embutió de psicofármacos que, en vez de hacerle estar mejor, lo llevaron al colapso psicológico y, finalmente, al suicidio.
Escuché un ruido fuerte que provenía del estudio y corrí a la habitación de mi padre con un feo presentimiento. Lo encontré tirado sobre el escritorio, al lado una lacónica nota, donde sólo había escrito una palabra: Perdonadme.
No conseguí derramar ni una lágrima. Mi madre ni siquiera pareció disgustada por la pérdida, es más, quizás para ella había sido una liberación. Sentía la necesidad de hablar con alguien que no fuese mi madre, con alguien que me comprendiese, y el único con quien podía hacerlo era con Stefano. Lo fui a ver a su estudio veterinario, en las afueras de Jesi, y sólo entre sus brazos conseguí dar rienda suelta a todas mis lágrimas.
―He sufrido mucho estos últimos años, he visto demasiado mal a mi alrededor y me gustaría ponerle remedio ocupándome de un trabajo que sea útil a alguien y, al mismo tiempo, que me satisfaga personalmente. ¡Dame un consejo, te lo ruego!
Él me había sonreído, intentando enjuagar mis lágrimas.
―Te has diplomado hace poco con la máxima nota, tienes un buen conocimiento de psicología y de sociología, además, adoras a los animales, en concreto a los perros. Si te interesa, un cliente mío, un superintendente de la Polizia di Stato, me ha explicado hace unos días un proyecto para la creación de una unidad canina dependiente de la Jefatura de Ancona. A la espera de que lleguen los fondos y los equipamientos, le ha sido asignado un pastor alemán, para utilizar como perro antidroga en el puerto. ¿Por qué no pruebas la carrera de policía? ¡Ahí te veo perfecta! Luego, una vez que hayas entrado, tendrás la posibilidad de hacer valer tus cualidades de experta en perros. Yo estoy aquí y te ayudaré siempre cuando lo necesites.
En ese momento, había juzgado la idea un poco estrafalaria pero luego, considerando que no creía que fuese una mujer idónea para el matrimonio, dada la pésima experiencia que tuve de mis padres, unos días después me presenté en la Jefatura de Ancona y cumplimenté la petición de admisión para el curso de cadetes.
Terminado el curso, la carrera no fue tan fácil como había pensado. Transcurrió bastante tiempo antes de que pasase al servicio activo y, mientras tanto, me había inscripto en la facultad de Derecho en Macerata, dedicándome sobre todo a la criminología.
No había conseguido ni siquiera hacer un examen, ya que finalmente llegó la carta de empleo con la designación de agente de policía de primera, asignada a la Jefatura de Ancona. Al principio parecía que a nadie le interesaban mis cualidades de criminóloga ni mis dotes para saber trabajar con los perros. Pasaba largas jornadas a bordo del coche de policía por las calles de la ciudad, parando autos en los puestos de control o arrestando a borrachos, drogodependientes o prostitutas. Realmente no era el trabajo que me había esperado y además, acabado el turno, estaba tan exhausta que era impensable coger los libros para ponerse a estudiar.
Pero no bajaba la guardia y siempre buscaba la ocasión de demostrar a mis superiores mis autenticas capacidades. Después de un par de años de servicio, la promoción al grado de subinspectora era automática y de esta manera se había abierto para mí la posibilidad de seguir a los compañeros inspectores en algunas investigaciones.
La idea de un grupo de perros dependiente de la Jefatura de Ancona había sido monopolizada por un colega, el subinspector Carli, destacado en el puerto, donde éste último no hacía otra cosa que olisquear, con su pastor alemán, a cualquier turista de paso, de manera que quitaba al desgraciado de turno, de vez en cuando, unos pocos gramos de la ropa interior. Pero la auténtica droga, la que sabíamos que se movía por kilos en el puerto de Ancona, nunca la había interceptado.
Finalmente, un día se presentó mi gran ocasión. Junto con el inspector Ennio Santinelli, un tipo listo, pero al que le faltaba ese toque especial que sirve para distinguirse de los otros, estaba investigando sobre un tráfico de perros robados, que según creíamos eran exportados al extranjero, después de quitarles el posible tatuaje. Según el compañero eran por lo general canes de caza que luego se vendían en Grecia, Albania y Turquía. Tal como yo lo veía había algo más, ya que a menudo se trataba de canes mestizos y de todas las edades, incluso ancianos. Había preguntado a Stefano y tampoco a él, como veterinario, la cosa no le cuadraba demasiado.
―Si se quiere especular con tráfico internacional de perros, o son perros de caza con una excelente genealogía y jóvenes, o son perros entrenados para la lucha. Aquí hay algo que no encaja ―me había dicho por teléfono.
Una mañana de marzo llegó a la central un fax desde Grecia. Una asociación animalista indicaba que en Patrasso, a bordo de un transbordador destinado a Ancona, había sido embarcado un TIR que oficialmente transportaba caballos. Pero, mezclados con los equinos había por lo menos un centenar de perros transportados en condiciones inhumanas. El subinspector Carli aquel día no estaba de servicio y el inspector Santinelli, un poco debido al frío intenso de la mañana, un poco porque no quería invadir el campo del colega, era reacio a ir al puerto.
―No creo que esto nos interese demasiado ―había dicho Santinelli ―Ve tú, Caterina, a echar un vistazo y, si lo crees necesario, haz que intervenga el servicio veterinario público.
En cuanto llegué al embarcadero donde estaba atracado el transbordador proveniente de Grecia, enseguida noté un gran alboroto de los animalistas que reclamaban la confiscación inmediata de los animales. Por otra parte, el capitán del transbordador sostenía que dentro del barco, según los acuerdos internacionales, las autoridades italianas no podía intervenir y él había recibido un mensaje del armador griego de que no hiciese desembarcar el TIR, que volvería a Patrasso. Todo esto me convenció, cada vez más, de que me encontraba en presencia de un sombrío tráfico. Había pedido los papeles del TIR, el plan de viaje y los documentos de los animales. Camión, unidad de tracción y remolque, provenían de Turquía y tenían como destino final Hannover. Por los documentos de transporte resultaba que el vehículo debía transportar sólo caballos destinados al matadero. Intentando explicarme en lengua inglesa con el conductor griego, había conseguido sonsacarle la información que, entre los caballos, se transportaban también algunos perros. Me había mostrado algunos certificados sanitarios, que demostraban la vacunación antirrábica y otros tratamientos, pero que, escritos en griego, eran muy poco comprensibles. El conductor afirmaba que tenía unos cuarenta perros a bordo mientras que los animalistas sostenían que había por lo menos un centenar. Hubiera querido hacer desembarcar el camión para comprobarlo con calma pero el capitán de la nave continuaba oponiéndose. Necesitaba una estratagema. Había cogido el teléfono móvil y, aunque en aquella época las tarifas de telefonía móvil eran todavía muy altas, había llamado a Stefano, que me proporcionó el consejo.
―Si los animales llevan viajando más de 24 horas, por su bienestar y según las leyes internacionales vigentes, deben tomar agua, ser alimentados y dejarlos descansar, así que imponte sobre el capitán y haz desembarcar el TIR. Verás como no podrá oponerse. Si no se atuviese a las reglas, de hecho, se arriesgaría a perder su bien retribuido trabajo.
El capitán había amenazado con que, a continuación, protestaría oficialmente, pero por el momento había hecho desembarcar el camión. En su interior, en efecto, había pocos caballos y muchísimos perros. Había llamado enseguida al inspector Santinelli y al magistrado de turno, porque tenía la intención de confiscar toda la carga. Lo conseguí superando la reticencia de mi colega y del magistrado, que estaban realmente inquietos, ya que debería encontrar un puesto adecuado para todos los animales.
Cuando conseguí comprobar el número de los perros, ciento dos en el recuento final, me asombró el hecho de que todos eran de tamaño mediano, todos mestizos y todos con grupas de prominente musculatura.
¿Por qué no?, ―pensé para mis adentros ―Podrían haber encontrado un modo para hacer contrabando con algo metiéndolo debajo de la piel de estos pobres animales. ¿Pero cómo se lo explico a mis superiores?
Y aquí intervino Stefano, una vez más, con su valiosa ayuda. Se aseguró de instalar a los caballos en los establos de un amigo suyo y los perros en un moderno refugio, construido hace poco, que él controlaba desde el punto de vista sanitario. El refugio para perros estaba dotado de una enfermería muy bien equipada, donde Stefano hacía intervenciones de urgencia en perros heridos. Los recursos contemplaban también un ecógrafo, para diagnosticar la preñez de las yeguas hospedadas.
Era necesario actuar enseguida, porque ya se estaban moviendo abogados de fama internacional para obtener la liberación de los animales y esto hacía aumentar aún más las sospechas y las hipótesis de tráfico ilícito. También Carli estaba removiendo Roma con Santiago, porque habían invadido un terreno de su competencia. Invocaba conocidos importantes en las altas esferas, incluso en el Ministerio del Interior, y exigía que el caso le fuese reasignado.
En cuanto rapamos el pelo del perro, nos dimos cuenta de que el animal presentaba una cicatriz lineal en cada uno de los lados, al lado de la columna vertebral lumbar.
―Intentemos hacer unas ecografías a las grupas de estos perros ―me había dicho Stefano, acariciando con cariño a una de aquellas simpáticas bestias.
―Son cicatrices perfectas. No parecen cortes quirúrgicos porque no se ven las señales transversales de los puntos de sutura. Pero un cirujano que sepa trabajar bien, ejecutando una concreta sutura subcutánea, puede obtener cicatrices estéticas como estas. Yo mismo no lo sabría hacer mejor.
Luego había apoyado la sonda del ecógrafo sobre la parte interesada.
―Hay una densidad anómala del tejido subcutáneo. Sugiero llevar a algunos de estos perros a la sala de operaciones para ver qué se esconde debajo de las cicatrices.
Había anestesiado a un perro, preparado quirúrgicamente la zona anatómica localizada y cortado justo sobre la cicatriz. Sucio de sangre, había extraído un paquete bien sellado, que en transparencia mostraba un polvo blanco. Para nada azúcar o harina.
―Droga ―había afirmado ―Con toda probabilidad cocaína o heroína proveniente de Afganistán y destinada a Alemania. Han inventado un bonito truco pero, tal como yo lo veo, alguien que conozco se lo ha sugerido. Los perros antidroga sienten sólo el olor de sus iguales y la droga no es descubierta en la aduana. La intervención quirúrgica se efectúa en origen, así que se espera a que las heridas cicatricen y el pelo de los animales vuelva a crecer. Pero luego, a la llegada, estos animales puede que sean mutilados, incluso matados, con tal de extraer el valioso contenido.
Había informado del descubrimiento al magistrado, el cual había dispuesto que los animales fuesen operados en condiciones seguras, sacando la droga y que luego fuesen curados como se debía. A continuación se podrían ceder en acogida a personas de buen corazón. Stefano, en su clínica, se había esforzado día y noche para operar a todos los perros, concediéndose pocas horas de descanso y sabiendo que no vería ni siquiera un céntimo al acabar el trabajo. Pero, con tal de tener éxito, hubiera hecho esto y mucho más. Finalmente encontramos doscientos cuatro sacos, conteniendo cada uno de ellos medio kilo de droga, que el laboratorio de la científica había confirmado que era heroína pura. Un valor de ciento treinta millones de las viejas liras (aproximadamente sesenta millones de euros). Habíamos descubierto también que el subinspector Carli estaba involucrado en la historia hasta el cuello, siendo arrestado por complicidad. En ese momento la investigación pasaba a ser competencia de la Interpol, que intentaría localizar la red de narcotraficantes, a partir de todos los elementos puestos a disposición por nosotros.
Unos días más tarde, el jefe superior de policía, me convocó en su oficina para las felicitaciones de rigor.
―¡Felicidades, Ruggeri! Gracias a su intuición hemos logrado un buen trabajo y en el Ministerio nos han felicitado. Ya he firmado la propuesta para su promoción a grado de Inspector Jefe. Además, también hemos descubierto que Carli estaba haciendo de todo para hacer caer en el olvido la propuesta y los fondos que llegaban del Ministerio para el proyecto de la unidad canina. Ahora que Carli ya no está, propondré que la responsabilidad del proyecto pase directamente a su dirección. Podrá disponer de los fondos como mejor le parezca, decidir cómo construir la estructura pero, sobre todo, escoger los perros y los hombres. Por mi parte, la propuesta es la de dejar el puerto a la Guardia di Finanza2, que ya controla la aduana, mientras que nosotros tendremos un espacio concreto en el aeropuerto Raffaello Sanzio, que desde el año 2000 se potenciará. ¿Qué piensa?