Kitabı oku: «Clinica de la identidad», sayfa 3

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Concluyamos sobre la cuestión que nos interesa, de la descomposición del campo del conocimiento en esos dos síndromes. Si retomamos el conjunto de los elementos de la estructura, tal como esta parece, en lo esencial, darnos cuenta del uno y del otro, constatamos cómo sus elementos: nombre propio, nombre común, imagen y objeto, pierden, para los tres primeros, sus determinaciones propias en provecho de una atracción identificatoria del objeto bajo una forma de unificación. El nombre y la imagen fracasan en prevenir esta unificación, al fin, en introducir una función de diferenciación y de representación en sus respectivos registros.

Segunda parte

LO QUE NOS ENSEÑA LA CLÍNICA ACERCA DE LAS CONDICIONES DEL RECONOCIMIENTO Y DE LA IDENTIDAD:

ESTRUCTURA Y FUNCIÓN DE LA IMAGEN ESPECULAR

Hemos expuesto varios aspectos de la clínica de las psicosis que conciernen a la forma en que en este trabajo, los elementos de lo que se llama reconocimiento e identidad, pueden presentarse de forma separada, de una manera mucho más localizable y aislable que en la neurosis.

Esta clínica que interrogamos en el campo de las psicosis, permite distinguir las modalidades de una automatización y una separación de los principales rasgos de la representación, según una estructura reduplicativa donde la imagen se divide y se fragmenta en líneas de descomposición, que son aquellas de una incidencia directa del objeto en esta imagen, en el sentido que el psicoanálisis da a este término.

Revisada por el psicoanálisis, la clínica de las psicosis, y en particular el síndrome de Frégoli, esclarece las condiciones del reconocimiento, ilustrando el lugar que tiene ahí, específicamente el reconocimiento de la imagen del cuerpo y la forma en que el menoscabo de aquel puede determinar una descomposición. De esta manera, la clínica de las psicosis nos permite articular detalladamente las modalidades de descomposición del campo del reconocimiento en sus diversos elementos.

Hemos sido llevados a distinguir claramente los dos planos del reconocimiento, por una parte el propiamente dicho y por otra lo que lo hace imposible a título de una identificación del objeto; identificación cuya función la psiquiatría clásica aproxima al nombre de identificación delirante.22

Esta identificación es la que aísla en su mayor nitidez el síndrome de ilusión de Frégoli. Lo tomamos como el que mejor ilustra una disyunción elemental entre la imagen y el objeto. Disyunción que aparece claramente como correlativa a una invalidación de la función del nombre propio. A su vez, observamos en qué estos rasgos de estructura pueden clarificar nuestro abordaje de las psicosis, sobre todo a partir del ejemplo del transexualismo.

Más allá del campo de las psicosis, las condiciones y los efectos de una identificación del objeto en la imagen esclarecen especialmente los trastornos del reconocimiento y en particular de la forma primera, originaria, que representa la imagen del cuerpo.

Debemos a Jacques Lacan y hemos tenido la oportunidad de estudiarlo también23, el haber permitido descubrir estos diferentes rasgos de estructura bajo la diversidad de un material clínico producido por disciplinas muy diferentes –pensamos especialmente en los aportes de la neurología, que mencionaremos más adelante. Estos rasgos nos dan la matriz a la vez imaginaria y simbólica del reconocimiento, así como de lo que viene a tomar espontáneamente valor de identidad para el sujeto, bajo la forma de la imagen especular. Es lo que vamos a precisar a continuación con el fin de esclarecer las condiciones y también las apuestas subjetivas de esta identidad.

CAPITULO 3

Estructura y función de la imagen especular en el emplazamiento de las coordenadas del reconocimiento y de la identidad subjetiva

Al inicio de la conferencia sobre el estadio del espejo, Lacan subraya que el reconocimiento que el niño hace de su imagen en el espejo debe ser entendido como una identificación, él precisa: “en el sentido estricto que el análisis da a ese término: a saber, la transformación producida en el sujeto cuando asume una imagen”24.

¿En qué consiste esta transformación y esta asunción? Ciertamente la identificación que emplaza el estadio del espejo no es un momento unívoco, así se trate de su cualidad o del tiempo en el que se inscribe, incluso cuando esta tiene un efecto de escansión decisivo para lo que adviene al sujeto. Este momento liga en la forma de la imagen –y en la unidad que se supone presenta– varias clases de hechos, distintos del análisis. Primero recordaremos, los diferentes efectos operatorios cuya eficacia precipita la imagen especular en un instante. Y después volveremos con mayor detalle sobre esos diferentes efectos.

La observación de la que parte Lacan reenvía a la experiencia, ya revelada por Wallon, durante la cual un niño va a recibir y aprehender como una forma una su propia imagen en el espejo, a una edad que puede ir entre los 6 y 18 meses. Este reconocimiento de su imagen interviene en un tiempo marcado por un estado de impotencia motriz y de dependencia radical en relación al otro –la madre, generalmente– quien brinda los cuidados necesarios. Es en esto que la unidad reconocida en el espejo no puede ser para el niño sino anticipada en relación al estado real en el que se encuentra. Es también así, que las diferentes clases de hechos que la imagen va a ligar –y es uno de los rasgos más importantes que va a señalar Lacan en el estadio del espejo– no pueden ser considerados de ninguna manera como unificados realmente en virtud de esta imagen. La unidad que ella representa –fija al niño y la reconoce como suya– no puede, por esta razón producirse sino en una línea de ficción, dice Lacan, es decir, precisamente como una imagen: y no como una unidad real.

El reconocimiento de la imagen especular se efectúa, por lo tanto, para el sujeto, debido a una ilusión inicial de la que después quedarán marcados el Yo y toda la serie de fenómenos que él comanda, en tanto él constituye la matriz y el principio: percepciones, sentimientos, formas, ideas e ideales y todas las otras modalidades posibles de esta primera identidad reconocida.

Está ahí la captación narcisista inaugural de la identidad donde el Yo se precipita y en la que el sujeto desconoce tanto la inversión propia de la estructura especular –desconocimiento del que hacemos fácilmente la experiencia rudimentaria ante un espejo– como el carácter irreductiblemente otro, del espacio y de la imagen, virtuales, donde él se reconoce.

La estructura especular al mismo tiempo que la imagen donde mi Yo se toma, plantea una dimensión paranoica inherente al aspecto de reduplicación de esta estructura. Si efectivamente es en el espacio virtual –otro– del espejo donde se aferra mi ser, entonces mi ser se vuelve también virtual y amenazado. Que venga otro realmente a aparecer en ese lugar en el que me veo, amenaza con su ser al mío, sobre todo si es que viene al mismo lugar del Yo, aquel de la imagen especular.

Esta dimensión paranoica de la estructura especular –de la que las relaciones sociales más simples llevan la marca– parecería sin salida si la identificación del sujeto con esta imagen no hiciera intervenir un elemento de otro orden que la imagen. Se trata de una marca dada aquí por la mirada de un otro, que reconoce al niño y se lo dice. Un elemento simbólico –el nombre o cualquier otro significante recibido de este otro– es requerido aquí como rasgo por el cual el sujeto ha podido, al comienzo, ser representado en el elemento de la palabra y del simbólico: es la identificación simbólica como tal.

Agreguemos que el valor de captación narcisista de la imagen y su consistencia de forma ideal están concebidos –es lo que indica la escritura i(a)– como subordinados a una neutralización de la investidura libidinal fijada al objeto, al objeto fálico distinguido por Freud como primero en el orden de la represión. Este es un punto sobre el que volveremos.

Por ficticia que sea la totalidad unificada de esta forma, no por eso da menos el marco de lo que tomará para el sujeto valor de realidad: la imagen especular, una vez constituida estará implicada en todo reconocimiento. Con la imagen de su Yo el sujeto recibe la forma de todos los objetos de su mundo. Es lo que Lacan pudo designar precisamente como la forma paranoica del conocimiento humano: los objetos de este conocimiento en la reduplicación especular, encuentran con el Yo y correlativamente con él, el soporte concreto de su permanencia, de su unidad y del sentido en el que idealmente debería integrarse su totalidad.

Fue necesario retomar brevemente algunos puntos para recordar en qué problemática Lacan inscribe la función de la imagen especular y define su estructura. Es efectivamente a partir de esta estructura que retomamos la cuestión de la identidad. Precisemos ahora los términos.

El niño, que aún no habla pero no por eso no está ya completamente tomado en el orden del lenguaje, asume su imagen especular: él la reconoce como suya, en una intuición “iluminadora” atestada por una mímica de júbilo y de triunfo.

Lo que ahí se produce es la aparición súbita de una Gestalt, es decir: de una forma que configura, y que es recibida como completamente exterior al sujeto. Esta Gestalt permanece y permanecerá siempre “más constituyente que constituida”, escribe Lacan: esto quiere decir que ella siempre será recibida por el sujeto como constituyéndolo fundamentalmente, aunque como otro y exterior, sin que él mismo sea jamás constituido –en lo que sería una plena adecuación a esta forma. Permanecerá siempre, por razones que se deben a la estructura especular y a la exterioridad del espacio virtual –donde se produce la imagen– una inadecuación temporal y espacial irreducible entre el sujeto y esta imagen. Por otra parte, esta inadecuación confiere a todo acto verdadero, como tendremos la ocasión de señalarlo hacia el final de este libro, su valor de decisión resolutiva, anticipando siempre sobre lo que sería pero no puede ser jamás, la certeza de una imagen, de una definición o de una esencia.

Lacan cita varios ejemplos de la vida animal que atestiguan la potencia formativa de una Gestalt sobre el organismo. Sin embargo, esta asunción recibe en el orden humano su sentido específico, lo hemos dicho, del estado del niño en el momento en que ella interviene: dependencia vital en la alimentación, impotencia motriz y postural, incoordinación de las funciones, a lo que hay que agregar la discordancia de las diferentes pulsiones signadas por el psicoanálisis. La imagen no puede ser asumida sino de un modo anticipatorio y es este desfase temporal y espacial entre la impotencia real del cuerpo como cuerpo fragmentado y su anticipación como totalidad virtual en la imagen, lo que funda para siempre el carácter de engaño de lo que el sujeto identifica en ese lugar.

Esta forma Lacan la hace corresponder exactamente a lo que Freud había llamado el “ideal Ich”, el Yo ideal. En efecto, toda la problemática freudiana del narcisismo es re-articulada de manera sistemática a partir de la identificación especular. El investimento de la imagen va a constituir una normalización libidinal de dos maneras: primero, en tanto ella polariza el narcisismo en una forma apremiante de la representación; luego, en que ella constituye la matriz de las identificaciones secundarias.

Esta identificación tiene una función saludable, subraya Lacan, pues solo a través de esta accedemos, en el campo del reconocimiento, a la representación de la unidad o de la permanencia de cualquier cosa. Al mismo tiempo, es completamente alienante, pues esta unidad y esta permanencia están siempre puestas en una línea de ficción anticipatoria, desconocida por el propio sujeto. Lacan precisa que como forma, esta imagen marcará por su “estructura rígida” todo el desarrollo mental del sujeto.

La identificación con la imagen especular tiene una función de información: esta detenta una forma en ciertos aspectos definitiva, principalmente en lo que se fija ahí bajo la simetría de la inversión especular, del Yo ideal. Esta forma, de todos modos, no tiene ningún valor de plenitud o de resolución. La imagen permanece tributaria de la tensión inicial que esta traduce entre una insuficiencia real y la anticipación de una totalidad virtual. Esta tensión, lo hemos dicho, no se resolverá jamás. No puede serlo, por razones de lógica y también de topología. Esta tensión recibe en efecto su valor lógico de la inadecuación en sí que representa, donde el Yo (Je) en cuanto debe asumir a la vez uno y otro de los dos términos, va a encontrar el resorte concreto de su propia simbolización. Es en la medida en que el Yo (Je), en la fase del espejo, representa uno y otro término de este hiato irreducible entre estado real y la anticipación virtual, que el simbólico se articula a esta estructura especular y contribuye a determinar la función de este.

Podemos dar de esta estructura el siguiente esquema rudimentario, que indicamos solamente por su valor topológico elemental: esta se sostiene por el hecho que no tenemos que vérnosla con el mismo espacio a la izquierda y a la derecha de la línea de división figurada por el trazo central, el que podrá representar la incidencia del lenguaje en esta estructura y en la manera en que la función del Yo (Je) depende directamente de esta incidencia25.


El Real reenvía al estado real del niño, a la Hilflosigkeit señalada ya por Freud en su “Proyecto”, el desamparo de la pequeña infancia. Este se encuentra ligado no solamente a lo prematuro del nacimiento en el ser humano y a sus consecuencias, sino también al desmembramiento pulsional que, a esta edad, hace del cuerpo el lugar de un objeto aún no reprimido pero no por esto menos articulado en el elemento del lenguaje y la proximidad del otro. La forma designa la imagen de este real, producida en una unidad y totalidad anticipadas. Los dos lados, lo hemos visto, no son en absoluto simétricos. Inscrito entre ambos, el Yo (Je) sostiene su función propiamente simbólica por el hecho de representar al uno y al otro, esta tensión irreducible le da su soporte simbólico: es por eso que podemos inscribirlo bajo el trazo divisor del esquema y en co-relación con la incidencia del lenguaje en esta estructura. El Yo (Je) no puede representar uno y otro lado, sino en tanto encuentra su soporte en la función metafórica del lenguaje. Precisemos: el Yo (Je) representa una imposibilidad lógica –aquella de hacer coincidir lo que está a la izquierda y a la derecha del esquema– y esta imposibilidad lógica no existe ni se realiza, propiamente hablando, sino porque puede ser representada o indicada en un orden que es el del simbólico –en otras palabras, aquel de la metáfora.

Así y por estas razones de lógica, el Yo (Je) no puede producirse a partir solamente del registro de la imagen. Conviene subrayar este punto, que interesa bajo numerosos aspectos las cuestiones y la problemática de la identidad, en particular hoy, donde esta identidad es muy a menudo solicitada en el registro de la imagen. Es lo que subrayaba Lacan cuando escribía: “Ningún paso en el imaginario puede franquear sus límites si no procede otro orden”. Esta observación es importante para subrayar la heterogeneidad de los registros y también la incapacidad necesaria de la totalidad imaginaria para resolver lo que informa o para dar cuenta en su orden. La imagen especular no puede dar cuenta del real que ella produce. Hay algo que ella no puede integrar y es en esto que la totalidad que ella representa es un engaño. Siempre permanece un resto que determina la imagen, en el sentido que ella tiene por función, precisamente en el orden humano, de vestirlo.

Hemos señalado las formas de desintegración de la imagen del cuerpo que presentan ciertos síndromes psicóticos, en particular, los síndromes de falso reconocimiento. En estos síndromes, donde prevalece una desintegración del campo escópico y un desmoronamiento de la imagen especular, observamos muy bien cómo ese resto, que la imagen no integra, viene en primer plano y no puede ser puesto en forma por la imagen. Hemos mostrado cómo esto puede observarse también en otros síndromes psicóticos, como el transexualismo26. Estos síndromes traducen de manera muy elocuente la lógica ligada a la imposibilidad, comúnmente desconocida en la neurosis, de relacionar el uno con el otro o de hacer recubrirse los dos lados del esquema. En conclusión, de lo que hablan estos enfermos es de la disyunción, bajo diversas modalidades por lo demás limitadas en su combinatoria, entre la imagen y el objeto –entre i y a.

Es en esta inadecuación entre lo real y la imagen que Lacan da cuenta de lo que llama “matriz simbólica” de la función del Yo (Je), matriz dada por la tensión entre estos dos registros y la irregularidad de uno y del otro. La asunción de la imagen por parte del niño manifiesta en una situación ejemplar, dice Lacan, “la matriz simbólica donde el Yo (Je) se precipita, es decir, se anticipa en una forma primordial antes de objetivarse en la dialéctica de la identificación al otro y que el lenguaje no le restituye en lo universal su función de sujeto”27. La referencia hegeliana que deja escuchar este pasaje no impide que la función del sujeto, solicitada aquí, no implique ninguna destinación a la totalidad encontrada de un saber absoluto. La “discordia” subjetiva –sabemos que Lacan hablará más tarde de “división”– es tan irreducible como recurrente es su desconocimiento imaginario como totalidad. Lo que nos importa sobre todo aquí, es que Lacan sitúa la matriz simbólica del Yo (Je) en el esfuerzo del sujeto por “resolver en tanto Yo (Je) su discordancia en su propia realidad”28, tal como esta realidad está reflejada en la forma especular del Yo ideal, objetivada en la relación al otro, y recibiendo por fin su plena determinación en el orden del lenguaje. Precisemos que la experiencia analítica, y de una manera que esclarecen los trabajos ulteriores de Lacan, conduce a matizar los términos que dan cuenta de la función del sujeto. Esta no se restituye, hablando con propiedad, en lo universal, en la medida en que la dimensión del sujeto resulta ser más exactamente la de la ex-sistencia. A este título el sujeto se revela lógicamente bastante excluido de lo universal. Volveremos sobre este asunto en la tercera parte, cuando hablemos de las condiciones de la identidad subjetiva, principalmente las que conciernen las condiciones concretas, en vista a esta identidad, de una alteridad que no sea puramente imaginaria.

En su artículo para la Enciclopedia francesa de 1938 sobre la familia29, Lacan agrega varios desarrollos a estas tesis e inscribe el estadio del espejo en referencia al complejo y al imago que determinan el momento. Sin retomar aquí el detalle de esos análisis30, daremos cuenta sobre todo de la estructura de reduplicación que determina primordialmente la identificación imaginaria, es decir, la identificación con la imagen especular. En ese texto Lacan no habla aún de identificación imaginaria, ni hace la distinción entre identificación imaginaria e identificación simbólica. El habla de una “identificación afectiva” y esta identificación corresponde al Yo ideal.

Cuando sí la distingue de la identificación simbólica, Lacan mostrará cómo la identificación imaginaria, es decir la identificación a la forma, no puede sostenerse sino en la medida en que el sujeto está ya identificado en lo que llamará entonces el lugar del Otro. Esto reenvía a la función de lo que Freud llamaba el Ideal del Yo, y la imagen i(a) no se sostiene sino cuando el sujeto está, él mismo, identificado en el Otro inicial, en un punto que Lacan inscribe como I (“I mayúscula”) del Ideal del Yo. Tuvimos la ocasión de referirnos a“identificarse con”, en otra parte, para mostrar lo que se entiende por ello. Lejos de representar una operación o una función bien determinada en la clínica o en la teoría, “identificarse con” constituye más bien una interpretación imaginaria de algo mucho más difícil de localizar para el sujeto –a saber, una identificación objetiva y transitiva. Lo que simplemente subrayaremos aquí es que el sujeto está identificado e identifica, él mismo, mucho antes de identificarse a lo que sea, y que este modo previo, objetivo y transitivo de identificación, lo constituye como sujeto31. Pero es eso precisamente, lo que él en general ignora, en provecho de la identificación a. Volveremos pronto sobre este asunto, en la cuarta parte de este libro, cuando examinemos la función del nombre propio en relación a la problemática de la identidad subjetiva.

Lo que queremos subrayar aquí, sobre todo, es la importancia fundamental de la estructura de reduplicación en la constitución de la imagen especular, y en qué esclarece esta estructura las modalidades ejemplares de descomposición de la imagen del cuerpo que observamos en las psicosis. Es electivamente en el registro escópico y en el de la voz, que esta dimensión reduplicativa se hace conocer. Ella muestra cómo los trastornos psicóticos, en vez de ser aprehendidos como aberraciones o desviaciones en relación a las normas de una percepción verdadera –lo que constituye hoy aún, y sobre todo hoy, un acercamiento ciertamente mayoritario de la cuestión– pueden ser referidas a los primeros elementos que determinan la propia forma de esta realidad, en el emplazamiento de la estructura especular.

La identificación especular es entonces tributaria de una estructura reduplicativa. Esta es primordial en la configuración del Yo (Moi) y es en esto que establece enseguida las modalidades de la relación al semejante en la forma de la envidia agresiva y de la destrucción. Además de tener también una función de primera importancia en el emplazamiento del campo del reconocimiento.

¿Cuál es la función de la imagen en el hecho que reconozcamos lo que llamamos corrientemente la realidad? Está claro que la estructura propiamente reduplicativa de la imagen no es el momento en que termina el emplazamiento de la identificación especular. Como pudo subrayarlo Lacan, la propia unidad de la imagen especular, es recibida por el sujeto, en ese momento, como una intrusión agresiva. Esta unidad lo amenaza y determina una discordancia en relación a la satisfacción narcisista que el sujeto saca de la imagen. Pertenece precisamente a la función de la imagen, tal como toma forma polarizando la libido narcisista, haciendo resaltar sobre el fondo de la satisfacción que representa, esta intrusión de la unidad como una discordancia, apelando así a su disolución. Es de esta manera que Lacan puede dar cuenta, en una lógica muy articulada, de lo que la propia satisfacción narcisista, para no ser impedida o comprometida por la estructura de reduplicación, está obligada, en el propio nombre del narcisismo y del goce narcisista, a introducir un objeto tercero que va a sustituir la rivalidad mortífera y especular de la imagen por: otra cosa.

Este momento, dice Lacan, es crucial en cuanto a la relación del sujeto con la imagen y en la manera en que va a asumirla. Es entonces que “se juega el destino de la realidad” –y por lo tanto del reconocimiento–, según esta se encuentre fija en la estructura intrusiva de la reduplicación o que pueda ser remodelada en el orden de la representación simbólica y metafórica que especifica de una manera general la cultura. Y lo que manda la salida de esta alternativa es lo que el psicoanálisis ha podido determinar como la incidencia de una falta, falta manifestada primero realmente al niño en la dependencia de sus cuidados y la Hilflosigkeit, el desamparo de la primera edad, luego remodelada –o no– en el orden de la castración y en la estructura del complejo de Edipo. La castración reenvía aquí a una ley, pero simbólica y no positiva, que pueda venir a temperar el carácter desmedido de la agresividad celosa.

En su artículo sobre la familia, Lacan distingue los dos lados de una alternativa. Lo que funda la distinción es el estatus del objeto en uno y otro caso: o el sujeto va a reencontrar el objeto materno y fijar entonces la dialéctica identificatoria en la forma de la intrusión, es decir en la forma del doble –el síndrome de ilusión de sosias y el síndrome de Frégoli ilustran las formas típicas de fijación reduplicativa de la estructura especular– ; o, dice Lacan, el sujeto va a ser conducido hacia otro objeto, objeto otro en el sentido de mediado por el intercambio, en la variedad de sus modos, de las producciones de la cultura.

La importancia de la función especular no se sostiene solamente en que ella determine para el sujeto las modalidades de asunción o al contrario, delimite lo que llamamos nuestra identidad y correlativamente el modo de relación con el otro que se deduce de ahí. Lacan muestra que la imagen especular constituye la forma princeps del reconocimiento. Esta da el modelo según el cual el sujeto va a reconocer en la realidad los objetos constitutivos de su mundo. La unidad, la permanencia y la sustancia de esos objetos encuentran en el reconocimiento de la forma especular y para siempre, su forma princeps y típica. Todo el registro del reconocimiento está fundamentalmente articulado a esta imagen.

En este caso lo extraño es que el reconocimiento de la imagen, condición del reconocimiento en sí, no se efectúa sino gracias a una captación narcisista directamente ligada a la imposibilidad en que se encuentra el ser humano para asegurar una imagen de sí mismo en el espacio. Esta imposibilidad está al comienzo de todas las aporías de la identidad, cuando es en la espacialidad que ella pretende fundarse, bajo cualquier forma: dominio, territorio, etc.

Es para resolver esta dificultad que la identificación del sujeto con esta imagen –la identificación imaginaria– debe hacer intervenir un elemento de un registro diferente del de la imagen, que podemos resumir así: para que la identificación con la imagen pueda hacerse, el sujeto debe estar identificado en el Otro a título del símbolo, a saber, de una falta. Ciertamente, un sujeto está siempre identificado en el Otro en tanto objeto a: lo que el sujeto es primero para el Otro, es un objeto –un cuerpo desmembrado por pulsiones y esas pulsiones estrechamente articuladas a la demanda y al deseo del Otro. En lo que el sujeto es cesible al Otro, señala Lacan, pero no sabe a qué título: no sabe lo que el Otro quiere de él.

Hay otra modalidad decisiva, según la cual el sujeto está identificado en el Otro. Esta es diferente de la primera en el hecho de que puede no advenir, mientras que la primera es siempre verificable. La consistencia de la imagen en su valor narcisista está subordinada a esta segunda modalidad de identificación en el Otro. Se trata de lo que el psicoanálisis llama castración, es decir, la neutralización de la catexia libidinal agregada al objeto fálico.

El objeto fálico designa el punto de incidencia, sobre el cuerpo y sobre la imagen especular, de lo que el psicoanálisis ha sido llevado a señalar como la ley y la prohibición. El aspecto de la imagen y su consistencia formal son tributarios de una falta que designa electivamente la representación del objeto fálico, pero que se refiere igualmente a los elementos seriados por el psicoanálisis bajo el concepto de objeto, entiéndase por ello: el seno, las heces, la voz y la mirada. Es en la medida en que la imagen se refiere al objeto faltante y lo viste en la falta, que la imagen se constituye en su dimensión específica. Agreguemos que este objeto faltante, que el sujeto no distingue en la realidad, aunque da a esta realidad su precio, se constituye bajo la forma del fantasma. Fantasma que es el modo singular bajo el cual el sujeto recibe del Otro la articulación de esa falta. Freud da de ello un ejemplo impactante en su artículo “Pegan a un niño”. El sujeto neurótico identifica muy tempranamente la falta en el Otro y su fantasma constituye la interpretación que a la vez recibe y endosa de esa falta. Pero también es esto lo que él reprimirá: es por eso que el emplazamiento de la imagen especular debe considerarse, en el plano lógico, como yendo a la par con el del fantasma. Gracias a lo cual la imagen se constituye en la medida exacta en que el sujeto no identifica lo que oculta. De hecho el propio sujeto no existe sino porque está identificado a título de la falta de objeto.

En ese sentido, y para volver a una pregunta que planteamos al comienzo, cuando decimos: “el sujeto se identifica a”, por ejemplo, estamos a menudo en el desconocimiento de algo que puede ser más importante saber: ¿qué es lo que identifica al sujeto cuando él “se identifica a”, o bien también qué identifica al sujeto –o no– cuando él “se identifica a”? Dicho de otro modo, y es lo que hemos propuesto como hipótesis en nuestras dos obras precedentes, la noción de identificación en psicoanálisis sería una noción objetiva y transitiva en su principio: es en ese sentido la identificación de algo que comanda la identificación a. La identificación a, fuera de ser ella a menudo de un uso poco claro en clínica, nos parece más bien ser el efecto, en el registro imaginario, de un desconocimiento de la identificación de algo. El sujeto neurótico no soporta la relación con su imagen sino en la medida en que, a diferencia de lo que se observa en la psicosis, él no identifica el objeto que esta imagen oculta. Tampoco identifica los significantes que al comienzo lo han identificado en el Otro y en ese punto Lacan lo anota como I en el esquema que da de esta estructura32. Los significantes que esta I indica, aislada por Freud bajo el nombre de Ideal del Yo, son reprimidos por nosotros mismos: en principio no podemos identificarlos, salvo en circunstancias o condiciones capaces de suprimir esa represión. De hecho, esas identificaciones fundamentales para el sujeto, que son entonces identificaciones objetivas, son lo que le permanece velado, de manera correlativa al hecho que le permanece velada la dimensión del objeto. Es también en esto lo que señala en el lenguaje la función del nombre propio.

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9789569441486
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