Kitabı oku: «Asalto A Los Dioses»
ASALTO A LOS DIOSES
una novela por
Stephen Goldin
Traducción Publicada por Tektime
Asalto a los Dioses Copyright 1977 por Stephen Goldin. Todos los Derechos Reservados.
Arte de portada © Lunamarina | Dreamstime.com
Título original: Assault on the Gods
Traducido por: Glendys Dahl
Tabla de Contenidos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Sobre Stephen Goldin
Contactar con Stephen Goldin
Dedicado a Dorothy Fontana,
por tantas razones, que haría falta escribir otro libro sólo para enumerarlas
“Deseo, por el amor de Dios, que Él no exista—
porque si es así, tiene una horrible cantidad de cosas por las que responder.”
—Philip K. Dick
CAPÍTULO 1
Exactamente como un niño necesita de sus padres, una sociedad inmadura necesita de sus dioses. La libertad siempre es difícil de manejar, y el peso de la auto-responsabilidad sólo puede cargarse después de alcanzar cierto nivel de sofisticación.
—Anthropos, La Divinidad del Hombre
La carretera, si es que se le puede llamar así, era un camino simple a través del cual el equivalente local de los caballos—bestias de seis patas llamadas daryeks—podían tirar destartalados carros de madera. Los baches causados por la erosión traída por las ruedas de los vagones tenían varios centímetros de profundidad y estaban cubiertos con agua, mientras que el resto de la carretera era fango. Sin tráfico durante la noche, Ardeva Korrell tenía el camino para ella sola. El planeta Dascham no tenía luna y el cielo nublado bloqueaba las estrellas, de modo que su universo era una oscuridad, sólo rota por la luz de la pequeña linterna eléctrica que llevaba mientras hacía el recorrido a pie.
“En el mundo ideal,” le murmuró a nadie en particular, “una capitana de astronave no debería fungir también como su propia patrulla guardacostas.” Y suspiró. Dascham estaba casi tan lejos de ser el mundo real como ella alguna vez esperó llegar. También podía desear tener su propia nave, un equipo competente y respeto hacia su rango y experiencia. Todos estaban igualmente distantes de la realidad.
Sobre ella, las oscuras nubes amenazaban con llover—lo cual no era algo inesperado, ya que llovía cada noche en las zonas pobladas de este planeta. Una brisa cortante acompañó a las nubes y congeló su espíritu, a pesar del uniforme espacial que la aislaba completamente, a excepción de su cabeza.
“Espero que Dunnis y Zhurat estén ebrios,” dijo. “Me dará mucho placer mañana gritarles a sus oídos resacosos y asignarles labores de castigo.” El pensamiento la calentó durante un momento, y luego murió al venirle a la mente su entrenamiento religioso. “‘La venganza alivia las frustraciones sólo en las mentes inseguras,’” citó. “‘La cordura no requiere equilibrar los desbalances naturales.’ Lo sé, lo sé. Pero a veces pienso que la vida sería muchísimo más divertida si estuviese un poco menos cuerda.”
Pensó en su cabina a bordo del Foxfire, que era cálida aunque estrecha, y en los libros que la esperaban allí. Este arduo andar a través del fango hacia una barriada para pasar buscando a un par de miembros del equipo ebrios, no era su idea de una placentera noche fría y húmeda en un mundo alienígena. Pero era necesario. Ella les había dicho que quería que regresaran dentro de cuatro horas; cuando habían pasado seis sin que ellos regresaran, supo que tendría que tomar acciones disciplinarias. El hecho de ser una capitana la ponía en una posición lo suficientemente precaria sin permitir que el equipo tome ventaja de ella.
Al menos, no tendría que caminar de regreso. Los daschameses generosamente le habían suministrado a la nave un pequeño carro para transporte desde y hacia el pueblo, pero los dos miembros errantes del equipo se lo habían llevado con ellos a la ciudad. El único otro medio de transporte además de la yegua de Shank era el bote salvavidas del Foxfire, excesivo para un recorrido de dos kilómetros.
Así anduvo, con el barro succionando sus botas al levantar cada pie, pensando de manera alternada entre su cama y los libros que estaban a bordo de la nave y sobre lo que podía hacerle a Dunnis y Zhurat si fuera una persona menos cuerda, en busca de venganza.
***
Repentinamente, arribó al pueblo. Por un momento, el brillo de su linterna únicamente le mostró campos abiertos y, después, toscas casuchas que servían de vivienda a los daschameses la rodeaban. El suelo bajo sus pies no era mejor por encontrarse dentro del pueblo, se encontraba revuelto por el volumen del tráfico que lo atravesaba a diario.
El asentamiento le parecía a Dev caótico, escuálido y depresivamente medieval—en resumen, idéntico a los tres otros que había visto desde que Foxfire llegó a Dascham una semana atrás. Había chozas en lugar de casas, las cuales habían sido construidas con un material con forma de caña, similar al bambú; las grandes grietas en sus paredes estaban rellenas con barro—apenas el mecanismo más cálido posible. No era de sorprender, entonces, que los daschameses usaran ropa pesada y gruesa. Era preciso hacer algo para evitar que la neumonía segara la raza. Los techos de paja, elaborados como lo que parecían ramas, posiblemente sólo evitaba la entrada del noventa por ciento del agua. Dev se preguntaba si los daschameses morirían si se mudaban a un clima templado; incluso sus amplios y planos pies parecían estar adaptados para caminar sobre el barro.
Dev sacudió su cabeza. Le deprimía ver seres inteligentes viviendo en tal estado de pobreza física. Algo de su carácter racial se había perdido, un sentido de orgullo y logro. Probablemente debido a esos dioses a los que ellos adoraban; los tabúes religiosos eran tan estrictos que apenas le permitían a la gente una vida de subsistencia. “Los dioses de ajustan a las mentes de quienes les sirven,” observó Anthropos una vez. Le hizo preguntarse sobre la salud intelectual de los daschameses.
El pueblo estaba oscuro y preternaturalmente tranquilo. Dev calculó la población en muchos miles, aunque después del anochecer había pocos indicativos de que la región se encontrase habitada. Naturalmente, eran los dioses de nuevo—tabúes estrictos contra salir después del anochecer, exceptuando ciertas circunstancias. Para estar segura, incluso los sombríos daschameses tenían vida nocturna, pero era un pálido placer en comparación con la de la civilización humana.
Era una norma del universo el que las criaturas protoplásmicas de sangre caliente pudieran ser afectadas por las bebidas fermentadas. También era una norma el que las mentes inteligentes con frecuencia se aliviasen de las realidades opresivas al inducirse ciertas formas de alteraciones mentales. La combinación de esas dos normas significaba que habría, en cualquier mundo que un ser humano pudiese tolerar, el equivalente a un bar.
Los bares daschameses, construidos en el mismo estilo arquitectónico—o mejor dicho, en la misma carencia de estilo—que las casas, sólo eran ligeramente más grandes. Estaban iluminados durante la noche, en contraste con las oscurecidas casas durmientes, y también tendían a ser ligeramente más ruidosos—aunque de acuerdo a lo que había visto Dev de los nativos, apostaba a que los daschameses eran ebrios tranquilos. Los bares parecían ser los únicos lugares en todo el planeta que ofrecían un descanso del hastío de las vidas de los daschameses—y sería en uno de estos bares donde más probablemente ella encontraría a Dunnis y Zhurat.
No había calles en el pueblo. Las chozas se construían donde quiera que el dueño considerara conveniente, lo cual significaba que un residente debía encontrar la forma de llegar a una choza por instinto.
Dev luchó a través del lodazal, buscando al azar un pueblo para los hombres de su equipo. Comenzó a lloviznar antes de que ella lograse encontrar el primer bar—una monótona y pesada niebla que difuminaba las siluetas de los objetos a su alrededor. Su cabello castaño, casi corto, se mojó, pegándose a su frente y cuello. Pero además del vapor de la lluvia al golpear el suelo, no había otro sonido—ni bebés llorando, personas hablando, ni mascotas ladrando. Parecía como si el pueblo se agazapara de miedo ante algún horror inmencionable. Finalmente, vio una choza de mayor tamaño con luces que brillaban entre las grietas—un bar. Incrementó su marcha hasta casi correr. No quería moverse con demasiada rapidez y caer en el barro; eso le daría a ese par de payasos una razón más por la cual reírse si se entraba en tales vergonzosas condiciones.
Al entrar al bar, parpadeó hacia la suave iluminación suministrada por velas dispuestas en candelabros alrededor de las paredes. Después de permanecer afuera entre la oscuridad absoluta de la noche daschamesa, le tomó algo de tiempo a sus ojos adaptarse. Además, había una atmósfera llena de humo, la cual Dev atribuyó que fue producida por alguna droga local distinta al alcohol. El humo le causaba ardor en sus ojos, y eso le hacía estrujar sus lágrimas con el dorso de sus manos.
Cuando pudo ver nuevamente, revisó el interior. Cuatro pequeñas mesas punteaban el piso, cada una con cuatro mesas a su alrededor. El propietario se encontraba de pie detrás de una mesa ligeramente más larga—más como un banco de trabajo que como una barra. El piso era de madera desnuda y las paredes—a excepción de los candelabros y algunas cobijas usadas para cubrir las grietas más grandes—estaban exentas de decoraciones.
Muchos daschameses ocupaban las mesas. El metro con ochenta centímetros de estatura de Dev resaltaba entre los demás nativos, quienes sólo promediaban un metro con cincuenta y cinco centímetros. Los daschameses no se parecían más a otra cosa sino a osos de peluche con vida. Un pelaje grueso y despeinado de distintos colores cubría sus cuerpos. Caminaban sobre pies anchos y planos, y usaban pesadas ropas de lana. Sus cortas y rechonchas manos tenían tres dedos cada una y un pulgar oponible. Era imposible para un humano leer cualquier expresión en sus rostros úrsidos, pero a sus ojos les faltaba el brillo vibrante que caracteriza a quienes están realmente vivos.
Ante su vista, los nativos se acercaron rápidamente hacia sus pies—por respeto o miedo, Dev no sabía decirlo. Probablemente un poco de cada uno, supuso. Después de todo, ella era uno de esos extraños seres provenientes del cielo. Muchos daschameses probablemente nunca habían visto a un humano de cerca, ya que su planeta estaba bastante alejado de las rutas ordinarias de comercio y pocas naves se atrevían a llegar hasta allí. Para los habitantes locales, con su primitiva tecnología, los humanos podrían parecer casi tan poderosos como sus propios dioses.
Alcanzando su mejilla, encendió su traductor. “Por favor, no se sobresalten,” le dijo al auricular, y escuchó su propia voz emanando la gruñona lengua de los daschameses. “Sólo estoy buscando a dos de mis amigos. ¿Alguno de ustedes los ha visto?”
Hubo silencio durante un momento, y luego hubo gruñidos en voz baja, de los cuales la computadora informó que se trataba de un coro de ‘NOs’. Agradeció a las personas y, con un suspiro, se aventuró a salir una vez más.
La llovizna se había convertido en un aguacero solamente durante el corto espacio de tiempo que ella había pasado adentro del bar. Dev deseó haber podido traer su casco con ella, pero en ese caso, hubiese tenido que traer algunos tanques de oxígeno, y las bodegas de Foxfire no podían permitirse ese gasto. Así que su cabello castaño tomó un aspecto fibroso y el agua goteaba por su nuca mientras recorría con cansancio el oscuro pueblo para encontrar el próximo bar.
***
Era una capitana Korrel menos mojada, pero más desesperada, quien caminó hacia la puerta de Elliptic Enterprises dos meses atrás, en búsqueda de un empleo. El planeta era Nueva Creta y la situación era crítica. Su casero había notado su intención al dejar el apartamento; ella casi pudo oírlo preguntarse cuánto tiempo le tomaría fumigar el lugar y mudar a un nuevo inquilino—uno que pagara la renta puntualmente. Sus escasos ahorros prácticamente se habían evaporado y los prospectos de trabajo para la capitana de una nave, quien era tanto humana como eoana, eran mínimas.
La puerta se abrió cuando ella tocó el timbre e ingresó a la oficina externa. Los alrededores no estaban tan mal como ella esperaba. En realidad, la oficina se encontraba ubicada en la zona menos elegante de la ciudad, pero se había hecho un esfuerzo para preservar la dignidad y el confort. Los pisos se encontraban cubiertos con alfombras, y las paredes estaban pintadas en un tono azul relajante y placentero. Interesantes piezas pequeñas de esculturas se encontraban colocadas en los rincones, y un par de móviles de plata colgaban del techo. El escritorio de la secretaria parecía estar hecho con madera real y la superficie de su tope estaba ocupada pero despejada a la vez. Nada en la sala combinaba totalmente con las demás cosas, pero al menos se había tomado algo de esfuerzo y orgullo para hacerla habitable. Dev había solicitado empleo en algunas oficinas que tenían pisos y paredes desnudas, además de enormes insectos que se arrastraban despreocupadamente sobre los escritorios. Esta era una mejora distinta.
La secretaria—una agradable mujer de mediana edad—anotó su nombre, la invitó a tomar asiento y se fue a la oficina interna para informarle a su jefe sobre la llegada de Dev. Dev comenzó a hojear algunas revistas mientras esperaba—inicialmente, sólo para calmar sus nervios, pero apenas después de un minuto se encontraba absorbida por ellas. Casi consideró una intrusión cuando la asistente regresó para decirle que el Maestro Larramac la atendería en ese momento.
Siguió a la mujer hasta la oficina interna, un tributo al eclecticismo. Larramac obviamente era un coleccionista de cachivaches, porque la habitación estaba adornada con extraños artilugios pequeños: un hidrante antiguo, un surtido de rocas coloridas, un conjunto de floreros de porcelana y muchas cosas pequeñas que ella no reconoció de inmediato. Afiches cubrían las paredes: “Trabajar es lo que haces, para que algún día no tengas que hacerlo más” y “Creo en meterme en agua caliente—me mantiene limpio.”
Luego Dev notó al hombre detrás del escritorio. Era muy delgado y su cuerpo parecía estar compuesto en su totalidad por ángulos agudos. Sus ropas eran de violentos tonos rojos y azules, y su bragueta sólo era un estaño solapado. Su perilla se estaba poniendo gris y su cabello se estaba haciendo un poco más escaso—aunque no lo suficientemente como para justificar un transplante. La parte afeitada desde adelante hacia atrás a lo largo de su cuero cabelludo—una modificación que indicaba que deseaba unirse a la Sociedad algún día—estaba tatuada con un diseño de números hábilmente entrelazados para formar un intrigante patrón. Su mirada nunca era fija, sino que lanzaba miradas alrededor de la oficina, como si temiera perderse de algún evento trascendental.
“¿Es usted Ardeva Korrell?” preguntó al tiempo que ambos estrechaban sus manos.
“Correcto.”
“No hay muchos capitanes del sexo femenino, ¿no es así?” Su discurso era tan rápido como desafiante. Dev no podía decidir si su trato era bueno o malo.
“Había otra además de mi en mi clase de graduación, de ciento diez personas,” respondió formalmente. “A pesar de ello, hay incluso menos enanos pelirrojos y zurdos en la profesión.”
“Me lo imagino. ¿De dónde proviene?”
“Soy de Eos.”
Larramac levantó una ceja pero no dijo nada, un gesto que imposibilitaba a Dev interpretar sus pensamientos. “Y usted desea ser capitana de astronave.”
“Soy una capitana. Mis credenciales y licencias están todas en orden. Lo que busco es una nave.”
Larramac negó con la cabeza. “Mi problema es que tengo una nave y por el momento no tengo capitán. ¿Hace usted muchas preguntas?”
“¿En qué manera?”
“¿Debe usted saber todo lo que sucede a bordo de su nave?”
“Es el deber de un capitán saber todo lo que está sucediendo—”
“Despedí a mi anterior capitán por ser demasiado curioso.”
“—Pero hay algunas cosas que no es tan importante conocer como otras,” alcanzó a decir Dev oportunamente. A veces, las preferencias personales deben ceder ante el ímpetu de la necesidad, después de todo. “Mi trabajo principal sería llevar la nave con seguridad de un puerto a otro. Todo lo que corresponda a eso es mi responsabilidad, desde el mantenimiento hasta la astrogación. Otros asuntos podrían ser circundantes a la marcha de la nave, y sobre esos puedo ir con más delicadeza.”
Larramac rumió durante un momento, acariciando su perilla. Alcanzó una pila de papeles y sacó una hoja que Dev reconoció como la planilla que ella había enviado la semana anterior. “De acuerdo con su currículo, ha tenido muchos empleos distintos. No ha permanecido con ninguna nave durante más de un año. ¿A qué se debe eso?”
Dev suspiró. Alguien siempre le hacía esta pregunta, aunque la respuesta parecía tan obvia. “Los prejuicios. A muchos hombres no les gusta trabajar bajo el mando de una capitana. A quienes no les importa eso, se sienten incómodos con el hecho de que soy eoana. Si verifica mis referencias, notará usted que mis empleadores por lo general me recomiendan altamente. Soy una buena capitana que ha sido víctima de las circunstancias.”
“No pago mucho; no puedo permitírmelo. Seiscientos galacs mensuales, más beneficios de ley.”
Para una capitana con su entrenamiento y experiencia, esa suma era irrisoria; desafortunadamente, su situación financiera no era graciosa. “Yo debería estar ganando fácilmente el doble de esa cantidad,” dijo. “Pero supongo que el negocio está duro.”
“Difícilmente puedo decir que me encuentro en la misma clasificación de Lenning TransSpacial o deVrie Shipping,” admitió Larramac. “Voy a los pequeños planetas que ellos omiten, aquellos con los márgenes coste-beneficio más bajos. Tengo que lamer el tazón que me entregan, para decirlo de alguna manera. Salgo adelante y he podido crecer. La empresa ha crecido durante los últimos dos años, y no veo ninguna razón por la cual ese crecimiento no debería continuar. Me quedo con las personas si pueden hacer el trabajo, y soy bastante bueno con los ascensos. Si me agrada la manera como hace usted el primer viaje, podemos hablar sobre un aumento salarial.”
Dev miró a su posible empleador. Parecía del tipo honesto; un poco muy sincero, un poco entregado al entusiasmo y al ímpetu, pero distante del peor de los jefes con quienes haya trabajado.
“Me he tomado la libertad,” prosiguió Larramac, “de buscar su nombre en mi diagrama.”
“¿Diagrama?”
“Sí, los patrones de letras, todos tienen significados, aunque los sepa o no. Usted tiene un buen nombre, se mezcla con todo lo demás.”
“Estoy segura que mis padres se lo agradecerían; fue su elección,” dijo secamente. Se preguntó sobre la cordura de una persona que diagramaría el nombre de una persona antes de decidir si contratarla o no. Oh, bueno, cualquiera que lleve a su cargo Elliptic Enterprises debe tener algunas excentricidades.
“Hay una cosa que me gustaría especificar,” continuó ella. “¿Debo tener autoridad disciplinaria completa sobre mi equipo?”
“¿Por qué eso?”
“Por una cosa, es tradicional. Pero más que eso, el equipo debe saber que usted está detrás de mí en todos los asuntos. Como lo he dicho, a algunos hombres les molesta recibir órdenes de una mujer. A no ser que mi palabra sea la ley—ley ejecutiva—no puedo garantizar la marcha de la nave sin problemas.”
“Suena razonable. Entonces ¿hacemos negocios?”
Dev negó con su cabeza. “Negocios. ¿Cuándo me necesita?”
“Foxfire debe partir dentro de dos semanas. Supongo que usted querrá venir y verla de primera mano antes de ese momento.”
¿Sólo dos semanas para conocer una nave de carga de arriba a abajo? “Por Espacio, ¡sí! Mejor comienzo mañana a adaptarme a ella, aprendiendo sus capacidades e idiosincrasias.”
Larramac la miró con extrañeza. “Pensé que ustedes los eoanos no juraban por Espacio.”
“Es un falso juicio popular. Es cierto que no estamos particularmente maravillados con los poderes místicos del universo; pero cuando hablo galingua tengo que arreglármelas con las frases para expresar mis pensamientos, incluyendo los clichés convencionales. La pureza ideológica no sustituye a la comprensión.”
“Usted es una mujer extraña, capitana Korrell.”
“Escogeré aceptar eso como un cumplido, Maestro Larramac.” Sonrió. “Cualquier cosa que no sea un insulto directo es más fácil de aceptar como un cumplido.”
“Insisto en que me llame Roscil.”
“Y personalmente, prefiero que me llame Dev.”
“Entonces Dev, eso es. ¿Le importaría almorzar conmigo?”
Dev dudó. Esa, aunque ella no lo había mencionado, era otra razón por la cual cambiaba de un empleo a otro—principalmente empleadores amorosos que creyeron que los deberes de una capitana eran tanto horizontales como verticales. Ella no era virgen, ni una puritana, pero aprendió, mediante una amarga experiencia, que el sexo frecuentemente perjudicaba las relaciones de negocios. Por otra parte, su situación financiera era tal que no podía negarse a aceptar una comida gratuita. La sinceridad de Larramac era refrescante, pero podría hacerse tan desagradable como el toqueteo de otra persona. Supongo que tendré que investigar sobre él en algún momento, pensó. Puede ser tarde o temprano. “Es una buena idea,” le dijo.
***
Mientras luchaba a través de la lluvia daschamesa, Dev pensó afectuosamente sobre ese almuerzo. El impetuoso exterior de Larramac puede intimidar a la mayoría de las personas, pero ella vio más allá de eso. Larramac, un hombre solitario en su interior, prefería rechazar antes que ser rechazado. En ese momento, él no le dejó hablar, por lo cual ella se sintió agradecida. Se lo había permitido hace una semana, a lo cual ella pudo evadir hábilmente sin lastimarlo. Por lo tanto, quedaron establecidas las reglas del juego, las cuales él cortésmente guardó.
Por supuesto, había otras cosas por las que ella pudo haberlo estrangulado—tales como su insistencia en acompañarla en este primer viaje para “ver qué tan bien te desempeñas.” A pesar de eso, ella estaba razonablemente satisfecha con él.
Las luces de otro bar daschamés parpadeaban tenuemente frente a ella, y ella volteó hacia el bar. Mientras se acercaba, pudo ver, de pie al lado del edificio, el carro que los daschameses le habían prestado a la nave—un indicativo bastante justo de que sus desobedientes tripulantes se encontraban allí. Aceleró el paso.
Ambos hombres eran fáciles de encontrar al momento en que ella entró en el bar—eran las únicas manchas de color en el lugar. Gros Dunnis, el ingeniero, era un hombre corpulento, de dos metros de alto y vestido con un uniforme espacial de colores verde oscuro y plata. Su cabello rojo y su barba toda roja estaban combinados, en ese momento, con su rostro completamente rojo que delataba su intoxicación. Dmitor Zhurat, el arreador de robots, era un hombre mucho más bajo y rechoncho—de hecho, era casi del mismo tamaño y figura de los nativos. Aún así, su uniforme rojo y azul sobresalía con facilidad entre los insípidos tonos tierra empleados en las ropas de los daschameses.
Zhurat fue el primero en verla. “Bien, no es esta nueshtra capitancita saliendo de su torre para unirshe a nosotros. Gros, tenemosh una distinguida visitante. Debemos demoshtrarle dignidad.”
Dunnis, un ebrio más alegre, se dirigió a ella. “Hola, capitana, ¿le importaría tomarshe algo con nosotrosh?”
“Ustedes dos debían estar de vuelta en la nave hace dos horas y media,” dijo Dev con ecuanimidad. “Creo que mejor deberían venir conmigo.”
“Debemos habernos olvidado de la hora,” dijo Zhurat en son de burla. “Pero venga a tomarse algo con nosotros y luego nos iremos.”
“Ustedes saben que yo no bebo.”
“Eso esh cierto. Usted es muy buena como para beber con nosotrosh, ¿No es así?”
“‘La mente sana no requiere estímulos externos para relajarse,’” citó Dev.
“¿Usted me está llamando loco a mí?”
“Le estoy llamando borracho y desordenado. Sus salarios serán retenidos y se les asignarán labores de castigo. Les aconsejo que vengan pacíficamente, antes de que haya problemas.” Abrió un poco sus pies en una postura de cuclillas, preparada para cualquier cosa.
En la esquina, el propietario mostró señales de agitación. Se mantuvo repitiendo algo una y otra vez. Sin quitarle los ojos de encima a Zhurat, Dev encendió el traductor de su casco una vez más. “…hay demasiada gente aquí, hay demasiada gente aquí hoy,” estaba diciendo el cantinero.
“Mis amigos y yo nos iremos en un segundo,” le dijo.
El propietario, a pesar de ello, estaba poco sosegado por su promesa. Aplaudió con ambas manos varias veces en lo que Dev llegó a entender que era un gesto daschamés de nerviosismo. “Los dioses se ofenderán, hay demasiada gente,” dijo el propietario.
Dev lo ignoró y continuó hablándole a Zhurat. “Sólo se lo diré una vez más. Vámonos.”
“Malditos eoanos malcriados,” murmuró Zhurat. “Creen que son mejoresh que cualquierash...”
Dev se movió suavemente cruzando la sala y puso una de sus manos sobre el hombro de su subordinado. “Vamos, Zhurat, es hora de irnos. Estará mucho más cómodo de vuelta en la nave. No queremos ofender a los dioses de esta gente, ¿no?”
“¡Quítese de encima mío!” rugió Zhurat. Encogió su hombro para deshacerse de la mano de la capitana, pero sus dedos de aferraron, causándole dolor y no se quitaban. Miró hacia el rostro de Dev y le pareció tan firme como una estatua de mármol. Rápidamente miró de nueva hacia su vaso medio vacío.
“No querrá usted que alguien se enoje,” repitió Dev en un tono suave pero firme, “ni los dioses, ni yo.”
“¡Dioses!” resopló Zhurat. Se puso de pie y Dev retiró su mano de su hombro. “No hay dioses.” Él retrocedió su auricular para traducir, y repitió sus observaciones. “¡No hay dioses!” dijo en voz alta.
Se tambaleó hasta el centro de la habitación. “Son ovejas, todos ustedes,” dijo. Dev asumió que el computador había traducido “ovejas” como una referencia local apropiada. “No tienen agallas, no se divierten, no tienen vidas. Viven en estas miserables chocitas porque temen tomar las riendas de sus propias vidas y crean a estos grandes dioses malvados como excusa para no tener que hacer nada. Todos ustedes son un fraude y sus dioses son los mayores fraudes.”
La atmósfera en la habitación se tornó en un silencio sepulcral. Todos los ojos, tanto humanos como daschameses estaban puestos sobre Zhurat. El silencio era como aquel entre el último tictac de una bomba de tiempo y su explosión. Dev aclaró su garganta. “Creo que usted pudo haber herido sus sentimientos,” dijo.
A pesar de ello, la observación sólo añadió leña al fuego. “Les mostraré,” gritó. “Les mostraré todo.” Y corrió repentinamente hacia afuera del bar.
“Vamos,” dijo Dev a Dunnis. “Ayúdame a atraparlo antes de que se lastime.” La lluvia caía con más fuerza cuando salieron a buscarlo, una lluvia fría y batiente que limitaba la visión y golpeaba en la cabeza. El ritmo de las gotas que caían era casi suficiente para ahogar sus pensamientos. Dev se sintió desorientada, y el brillo de su linterna sólo alcanzó unos pocos metros antes de que el manto de la oscuridad la absorbiese. Zhurat no se encontraba a la vista. Ella no tenía idea de la dirección que él tomó al irse, pero seguir hacia adelante en línea recta parecía la mejor opción. Tomó la mano de Dunnis y lo haló hacia ella como si fuera un niño pequeño.
Veinte metros más adelante, vieron a Zhurat de pie, solo, en un pequeño espacio despejado entre algunas chozas. “Vamos, bastardos,” gritó. “¿Dónde están? ¡Déjenme ver el poder de los grandes dioses de Dascham!”
Dev notó que había ojos mirando a través de grietas en las chozas, probablemente observando con desconfianza a este extraño que retó a los dioses. ¿Era un valiente o un tonto? ¿O acaso él mismo era un dios, que podía hablar así?
“¡Los desafío!” gritó Zhurat. “Yo, Dmitor Zhurat, ¡yo reto a los dioses!”
Esa escena se quedó grabada para siempre en la memoria de Dev. Zhurat de pie a solas en el claro, con sus brazos extendidos hacia el cielo, ondeando sus puños cerrados en el aire. Luego una ensordecedora explosión y un rápido resplandor, de intensidad cegadora, hicieron que Dev y Dunnis cerraran sus ojos. Dev podría haber jurado que escuchó un sonido crepitante y… ¿eso fue un grito entre la torrencial lluvia? No podía decirlo con certeza.
Cuando Dev abrió sus ojos otra vez, Zhurat había desaparecido—sólo su uniforme yacía humeante sobre el piso entre una pila de ceniza que se desvanecía rápidamente.