Kitabı oku: «Nosotros los anarquistas»

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¡NOSOTROS, LOS ANARQUISTAS!

UN ESTUDIO DE LA FEDERACIÓN

ANARQUISTA IBÉRICA

(FAI) 1927-1937

Stuart Christie

Traducción de Sofía Moltó Llorca

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, foto químico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el per miso previo de la editorial.

Título original: We, the Anarchists: A Study of the Iberian Anarchist Federation (FAI) 1927-1937

Edición publicada por AK Press, Oakland, West Virginia, 2008

© Stuart Christie, 2008 © De esta edición: Universitat de València, 2010

© De la traducción: Sofía Moltó Llorca, 2010

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

publicacions@uv.es

Diseño del interior y maquetación: Inmaculada Mesa

Ilustración de la cubierta: Arxiu Fotogràfic de Barcelona

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-370-7848-9

Realización ePub: produccioneditorial.com

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

I. ORÍGENES: 1872-1910. LA PRIMERA INTERNACIONAL

II. LA CONFEDERACIÓN NACIONAL DEL TRABAJO (CNT) 1910-1923

III. LA DICTADURA 1923-1927

IV. LA FEDERACIÓN ANARQUISTA IBÉRICA (FAI) 1927

V. OBJETIVOS FUNDACIONALES

VI. ¿SOCIEDAD SECRETA, ELITE REVOLUCIONARIA?

VII. ¿SECCIÓN DE TRABAJOS SUCIOS?

VIII. ¿UNA CNT PARALELA?

IX. SINDICALISMO CONTRA ANARCOSINDICALISMO

X. 1930 – UN INSTRUMENTO REVOLUCIONARIO

XI. LA REPÚBLICA BURGUESA

XII. VUELVEN LOS «AGITADORES»

XIII. 1931 – EL CONGRESO DEL CONSERVATORIO

XIV. «EL MANIFIESTO DE LOS TREINTA»

XV. 1932, INSURRECCIÓN– LA GIMNASIA REVOLUCIONARIA

XVI. CRISIS DE LEGITIMIDAD

XVII. EL CAMINO A 1936

XVIII. DICIEMBRE 1933– ¿MILENARISTAS O «MILITANTES CONCIENCIADOS»?

XIX. LLEGAN LOS «PLANIFICADORES»

XX. INTERREGNO: 1934-1935

XXI. COMPLOTS, PLANES Y EL FRENTE POPULAR

XXII. 19 DE JULIO DE 1936

XXIII. LA FAI PATAS ARRIBA

ÍNDICE ALFABÉTICO

INTRODUCCIÓN

Gracias a las banalidades de los charlatanes, ya ni las oraciones pueden salvarnos: ningún reproche es demasiado amargo para nosotros, ningún epíteto demasiado insultante. Los oradores que hablan de temas sociales y políticos creen que insultar a los anarquistas es una estrategia infalible para ganarse la aprobación popular. Se nos acusa de todos los delitos imaginables, y a la opinión pública, demasiado indolente para buscar la verdad, se la convence fácilmente de que la anarquía es sinónimo de maldad y caos. Abrumados por el oprobio y acostumbrados al odio, nos tratan de acuerdo con el principio de que el sistema más seguro de acabar con alguien es darle mala fama.

ELISÉE RECLUS

Desde el nacimiento oficial del anarquismo organizado en el congreso de Saint Imier de 1872, ninguna organización anarquista ha soportado mayor oprobio o ha sufrido más distorsión que la Federación Anarquista Ibérica, más conocida por sus iniciales: FAI. Aunque las palabras recogidas más arriba del geógrafo anarquista Elisée Reclus son casi cincuenta años anteriores a la FAI, podrían haber sido escritas como epitafio de dicha organización.

La hostilidad de los comentaristas políticos de extrema derecha hacia los movimientos revolucionarios de la clase trabajadora no es nada sorprendente y no hace falta que nos paremos a comentarla. La siguiente cita se incluye sólo como ejemplo de cómo los comentaristas autoritarios intentaron manipular la actitud popular hasta el extremo de presentar a la FAI, punto de encuentro para los defensores de la constitución anarquista de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), el sindicato anarcosindicalista español, como el responsable de la discordia y el epicentro de una conspiración absurdamente violenta.

La otra (gran corporación) aglutina a los hombres que profesan doctrinas anarcosindicalistas y se llama Confederación Nacional de Trabajadores, también conocida como la CNT. Su comité rector, la FAI (Federación Anarquista Ibérica) lleva un nombre que infunde el terror en el corazón de la mayoría de los españoles. Si «despiadada» es el calificativo apropiado para la UGT, el adjetivo «sanguinaria» no basta para describir a la FAI. Los miembros de ambas asociaciones son reclutados con métodos que se parecen más a la coacción que a la persuasión, muy frecuentemente a punta de pistola. Los inscriben en las listas sin tener en cuenta su oficio. Las dos organizaciones suministran pistoleros para crímenes sociales, votantes para las elecciones y milicianos para el frente. Esas tres parecen ser las únicas actividades de la UGT, la CNT y la FAI. Pertenecer a cualquiera de ellas justifica la vehemente sospecha de criminalidad: la pertenencia a la última la corrobora.

Las posturas actuales con respecto a la FAI básicamente han sido fruto, y siguen siéndolo, de las obras de los historiadores liberales y marxistas. Más sofisticadas que las de Arnold Lunn, sus opiniones, tal como el analista americano Noam Chomsky ha observado, siguen contando con el respaldo «de la convicción ideológica, y no de la historia o la investigación de los fenómenos de la vida social».

Este estudio surgió de de mi irritación al ver que los mismos mitos y distorsiones sobre el papel milenarista o manipulador de la FAI en su simbiótica relación con la CNT continúan circulando indiscutidos. También era mi intención establecer que tanto los comentaristas políticos indolentes como los inteligentes han intentado difamar a la FAI –y al anarquismo español en general– distorsionando cínica o involuntariamente las pruebas históricas disponibles. Que lo hicieran para reforzar sus propios prejuicios políticos, para refutar las teorías de sus enemigos, por mera ignorancia o con mala intención es irrelevante; lo que sí me interesa es que historiadores aparentemente diligentes adoptasen y perpetuasen habladurías y afirmaciones absurdas como las propagadas por Arnold Lunn –sin ni siquiera intentar diferenciar realidad y ficción. Eso es más que una simple infracción de las reglas de las hipótesis históricas. El hecho de que no apliquen las reglas de la evidencia en el caso contra la FAI no sólo perjudica al caso, sino que también suscita serias preguntas con relación a su honradez intelectual y moral.

Para comprender plenamente bien el papel y la función de la FAI, antes es crucial entender tres cosas:

1. Que el anarquismo sedujo a una parte importante de la clase obrera española porque reflejaba y articulaba valores, estilos de vida y relaciones sociales que existían en la base de la sociedad española.

2. Que la influencia ideológica predominante en el seno de las principales organizaciones sindicales españolas entre 1869 y 1929 fue el anarquismo.

3. Que la «minoría concienciada» de militantes que fundó y sostuvo a sus sindicatos durante largos periodos de represión implacable y a menudo sangrienta estaba formada por anarquistas que, mediante la revolución social y la introducción del comunismo libertario, pretendían conseguir una sociedad justa y equitativa, sin clases y sin estado, objetivos morales que les llevaron a enfrentarse no sólo al estado y a los empresarios, también a los líderes de su propio sindicato, cuyos objetivos inmediatos eran materiales.

Este libro tiene dos dimensiones. La primera es descriptiva e histórica. Describe la evolución del movimiento anarquista organizado en España y su relación con el movimiento sindicalista en general. Al mismo tiempo, analiza las principales ideas que hicieron que el movimiento sindicalista español fuera uno de los más revolucionarios de los tiempos modernos. La segunda dimensión es analítica e intenta tratar, desde una perspectiva anarquista, lo que para mí es el problema especialmente relevante de comprender los cambios del mundo contemporáneo: ¿Cómo pueden sobrevivir los ideales al proceso de institucionalización? Si eso no es factible, al menos debemos ser capaces de identificar los puntos de inflexión para poder contrarrestar el proceso.

Al examinar la historia de la CNT y la FAI resulta evidente que las organizaciones anarquistas, como todas las organizaciones y civilizaciones anteriores a ellas, están sujetas a un proceso de auge y declive. Cuando consiguen sus objetivos específicos, incluso las organizaciones libertarias más comprometidas y más directamente democráticas degeneran rápidamente. Dejan de ser instrumentos sociales diseñados para satisfacer necesidades sociales reales y se transforman en instituciones que se autoperpetúan, con trayectorias y objetivos propios, diferentes y opuestos a los objetivos que provocaron su fundación.

Mi principal argumento es simple: en pocas palabras, que mientras la dictadura de Primo de Rivera empezaba a irse a pique en 1927, estalló un conflicto entre la directiva no anarquista y las bases anarquistas de la Confederación (anarcosindicalista) Nacional del Trabajo (CNT). Los líderes, es decir, los miembros de los comités regionales y nacional de la CNT, convertidos en intermediarios entre el trabajo y el capital desafiaron abiertamente a los objetivos ideológicos de la «minoría concienciada» con el propósito de modificar la constitución anticapitalista y antiestatista federalmente estructurada de la CNT para competir con la Unión (socialista) General de Trabajadores (UGT) por la hegemonía sobre la clase obrera española. En su opinión, la causa de los trabajadores sólo progresaría cuando todos los trabajadores pertenecieran a su sindicato, algo que únicamente podría lograrse funcionando en el marco de los parámetros legales del sistema capitalista y estatista.

Para la «minoría concienciada» de anarquistas, eso amenazaba con transformar a la CNT, arma revolucionaria que podía eliminar la miseria de la vida diaria, en un sindicato reformista que sólo serviría para perpetuar y legitimar la explotación del hombre por el hombre. Los militantes anarquistas que constituían las bases de la CNT reaccionaron fundando la Federación Anarquista Ibérica, una asociación ad hoc de estructura federal cuya función era reafirmar el carácter revolucionario del anarquismo y servir de punto de partida para la defensa de los principios antipolíticos y de los objetivos inmediatos del comunismo libertario de la CNT. En 1932, la amenaza reformista fue eliminada –¡democráticamente!– y los anarquistas de la clase obrera que habían hablado en nombre de la FAI (aunque muchos de ellos, como García Oliver y Durruti nunca estuvieron afiliados a la FAI) volvieron a la actividad sindical diaria a nivel de federación local o participando en las conspiraciones y acciones revolucionarias del Comité de Defensa Confederal.

Pero en vez de disolverse, o de limitarse a servir de enlace entre los grupos de agitación o propaganda autónomos, a mediados de 1933 la FAI pasó a manos de un grupo de intelectuales desarraigados y de economistas liderados por Diego Abad de Santillán, un hombre para el que las teorías abstractas tenían prioridad sobre las experiencias prácticas de los trabajadores. Con la llegada de la Guerra Civil española tres años más tarde, la FAI abandonó toda pretensión de ser un órgano revolucionario. Del mismo modo que la directiva de la institucionalizada CNT había desbancado a la propia organización entre 1930 y 1932, la FAI se convirtió, a su vez, en una estructura de intereses creados que frenó la actividad revolucionaria espontánea de las bases y reprimió a la nueva generación de activistas revolucionarios de las Juventudes Libertarias y del grupo «Amigos de Durruti». Se promovió la «unidad antifascista» y el poder del Estado a costa de los principios anarquistas, y la hegemonía del liderazgo de la CNT-FAI se impuso en los comités revolucionarios locales y en las asambleas generales. Su principal objetivo llegó a ser perpetuarse a sí misma, incluso a costa de los principios anarquistas revolucionarios que la inspiraron: los medios instrumentales se convirtieron en fines.

STUART CHRISTIE

I. ORÍGENES: 1872-1910. LA PRIMERA INTERNACIONAL

El anarquismo en España tiene sus orígenes en el llamado periodo revolucionario burgués de la historia española comprendido entre los años 1868 y 1873, cuando los pilares del viejo régimen semifeudal por fin se derrumbaron y el Estado se convirtió en un órgano de gobierno burgués. La nueva burguesía dominante no surgió de la todavía pequeña y débil burguesía industrial, sino de la burguesía mercantil de base agraria, cuyo objetivo político-económico era el capitalismo agrario liberal. La tensión entre un capitalismo agrario defendido por el estado por una parte, y el creciente poder económico del capitalismo industrial llegó a un punto crítico en esa época y se convirtió en telón de fondo de las luchas políticas y económicas del periodo.

El reparto de las tierras de la Iglesia y de los territorios nobiliarios a mediados del siglo XIX no fue simplemente una medida anticlerical adoptada por un gobierno liberal. Fue, en realidad, un intento de forzar el ritmo de la revolución liberal y de sentar las bases para el crecimiento apartando a la economía de la tierra y vinculándola al mercado, el comercio y la especulación. En 1869, la población activa estimada era de seis millones y medio de trabajadores, dos millones y medio de los cuales eran agricultores y un millón y medio asalariados, empleados en industrias todavía pequeñas como la textil, la minera, la del acero y la de la construcción o en talleres artesanales. Eso permaneció bastante estable durante el resto del siglo. En el periodo comprendido entre 1860 y 1900, «el sector generalmente descrito como primario (es decir, la agricultura) concentraba entre el 60 y el 65 por ciento del total de la población activa; el sector secundario (industrial) entre el 14 y el 15 por ciento; el sector terciario (servicios) entre el 18 y el 20 por ciento».[1]

Eso significa que cuatro millones y medio se dedicaban a la agricultura, un millón a la industria y un millón doscientos cincuenta mil a los servicios.

Una importante consecuencia de la desamortización, que es como se denominó al reparto de las propiedades, fue la rápida y constante afluencia de agricultores a los pueblos y ciudades de la España industrial, especialmente a los alrededores de Barcelona. Según Pere Gabriel, considerando residentes urbanos a los que viven en municipios de más de 10.000 habitantes, se estima que la población urbana de España creció así: «del 14 por ciento del total de la población en 1820, al 16 por ciento en 1857, al 30 por ciento en 1887 y el 32 por ciento en 1900».[2] La rápida urbanización junto con los cambios políticos igualmente rápidos, en un sistema en el que las contradicciones políticas y económicas cada vez eran más evidentes, forzaron el ritmo de la radicalización de las masas y supusieron un potente estímulo para el crecimiento del movimiento sindical español.

Las ideas libertarias relativas a la libertad, y su crítica al poder y a la autoridad arbitraria se habían difundido por las diferentes regiones de España de un modo u otro desde la Revolución francesa: el sansimonismo en Cataluña, el fourierismo en Cádiz, etc. Sin embargo, fue, sobre todo, la influencia de las ideas federalistas y antiestatistas del anarquista francés Pierre-Joseph Proudhon en radicales españoles como Ramón de la Sagra y Francesc Pi i Margall en la década de los cincuenta del siglo XIX lo que imprimió el sello federal al movimiento sindicalista español. Pero hasta 1868, año en que el italiano Giuseppe Fanelli y otros introdujeron en España la Alianza Internacional de la Democracia Socialista de Mijaíl Bakunin, el anarquismo no dejó de ser una doctrina de abstractas especulaciones filosóficas sobre el uso y abuso del poder político para convertirse en una teoría de aplicación práctica.

El núcleo de la crítica del capitalismo y del estatismo de Bakunin, que con tanto entusiasmo fue recibida por los radicales españoles, era que el orden existente en la sociedad era preservado por tres fuerzas: el Estado, la religión y la propiedad. Como el Estado siempre había sido el instrumento con el que la elite gobernante salvaguardaba sus intereses y privilegios, no podía, por lo tanto, utilizarse como arma para derrocar al capitalismo, tal como los socialistas autoritarios afirmaban. El Estado, por consiguiente, era el principal enemigo. Para Bakunin, la democracia representativa también era un gran fraude con el que la elite gobernante convencía a las masas de que construyeran su propia prisión. Pero Bakunin reservó sus críticas más duras para el socialismo del Estado marxista, que profetizó que sería el régimen más tiránico de todos. Según él, el poder concentrado en el Estado conduciría «al dominio de los científicos, los más aristócratas, los más déspotas, los más arrogantes» de los gobernantes. El anarquismo era lo único que podía garantizar la existencia de una sociedad libre, en que el Estado sería reemplazado por federaciones libres, basadas en comunas locales que poblarían provincias, naciones y continentes, y finalmente constituirían una federación mundial que representaría a toda la humanidad. Esas ideas articulaban valores, aspiraciones y tradiciones del pueblo español, y tuvieron muy buena acogida en el ambiente federalista de la época. Era la única alternativa aceptable al intervencionismo estatal que quería la burguesía mercantil de base agraria para establecer un eficaz sistema de transportes y comunicaciones que le permitiera irrumpir en los florecientes mercados continentales y mundiales, y a la centralizada y burocratizada estructura exigida por la facción marxista dominante de la Internacional.

El programa de la Alianza de la Democracia Socialista de Bakunin fue recibido con entusiasmo por los radicales de la clase trabajadora y, especialmente, por los campesinos sin tierras. El programa de Bakunin sostenía que el capitalismo era el peor de todos los sistemas económicos porque defendía que la propiedad era un derecho natural y el principal legitimador del orden social. La consecuencia de ello era una sociedad dividida en clases en que contrastaban la pobreza, la ignorancia, el trabajo duro y la inseguridad de la mayoría, con la abundancia, la satisfacción, el poder y la seguridad de unos pocos. La propuesta de Bakunin era reemplazar al capitalismo con un sistema basado en la asociación voluntaria de productores copropietarios de las empresas, cuyos beneficios se repartirían entre los miembros de las sociedades, no de manera igualitaria, sino justa.

El papel revolucionario de los anarquistas en el seno del incipiente movimiento sindicalista español fue expuesto con claridad por primera vez en los estatutos de la sección española de la Primera Internacional, la Asociación Internacional de Trabajadores (IWMA/AIT), constituida el 2 de mayo de 1869 bajo los auspicios de la Alianza. El programa, estatutos y estructura de esa organización sentaron las bases y fijaron el modelo del movimiento anarquista español, en vigor durante muchos años. La Alianza, el primer instrumento organizativo del anarquismo español, fue la progenitora y la fuente de inspiración de una larga lista de organizaciones de trabajadores cuyos principales rasgos diferenciadores y característicos fueron el antiestatismo y el colectivismo, que les animaron a resistir los embates del ejercicio del poder por parte de cualquier facción política y de todos los grupos que amenazaban su integridad antiautoritaria.

La Alianza se declaró atea, colectivista, federalista y anarquista: «Enemiga de toda clase de despotismo, la Alianza no reconoce ninguna forma de Estado y rechaza todas las formas de acción revolucionaria cuyo objetivo inmediato y directo no sea el triunfo sobre el capital de la causa de los trabajadores».[3]

Su programa exigía la completa reconstrucción de la sociedad mediante una estrategia diferente a la propuesta por el socialismo estatal, con los medios apropiados para alcanzar los respectivos fines: la federación de comunas autónomas basadas en la propiedad y el control de los medios de producción por parte de los trabajadores. Los anarquistas de la Alianza creían firmemente que los trabajadores y los oprimidos en general debían generar y controlar sus propias luchas. «Ningún redentor de lo alto libera»– ni en la fila de piquetes, ni en las barricadas.

El primer gran movimiento sindicalista en España, la Federación Regional Española (FRE), fue concebido y desarrollado por la Alianza, que lo dotó del espíritu revolucionario del anarquismo. Al congreso celebrado en Barcelona en junio de 1870, asistieron 89 delegados (74 de ellos catalanes; 50 de Barcelona). Entre los estatutos de la sección española de la Alianza estaba la siguiente declaración explícita de objetivos anarquistas en relación con el sindicalismo: «La Alianza llevará toda la influencia posible al interior de la federación sindicalista local para evitar que se desarrolle de un modo reaccionario o antirrevolucionario».[4]

La postura de la FRE respecto a la actividad política fue explicada en la siguiente resolución:

Nosotros opinamos... que la esperanza de bienestar depositada por la gente en la conservación del Estado ya se ha cobrado muchas vidas.

Que la autoridad y los privilegios son los soportes más firmes que apuntalan esta sociedad de injusticia, una sociedad cuya reconstitución sobre las bases de la igualdad y la libertad es un derecho que nos incumbe a todos.

Que el sistema de explotación por el capital favorecido por el gobierno o el estado político no es más que la misma, y creciente, explotación de siempre y que el sometimiento forzoso a los caprichos de la burguesía en nombre del derecho legal o jurídico indica su carácter obligatorio.

Después de que la facción marxista los expulsase de la Internacional en el manipulado congreso de La Haya que tuvo lugar entre el 2 y el 7 de septiembre de 1872, los comunistas y federalistas libertarios celebraron su propio congreso sólo una semana más tarde, el 15 de septiembre, en Saint Imier. Ese congreso, al que la FRE se adhirió, sentó los principios básicos del anarquismo organizado, principios que debían servir de guía a las futuras generaciones de activistas anarquistas. En ellos se ve con claridad lo que ha inspirado y guiado a los militantes anarquistas hasta el día de hoy. Tuvieron una influencia especial en los sindicalistas anarquistas, que medio siglo más tarde fundarían la Federación Anarquista Ibérica.

Las resoluciones aprobadas en el congreso de Saint Imier eran federalistas, antipolíticas y antiestatistas. No fueron el fruto de especulaciones filosóficas abstractas, sino la esencia depurada de duras experiencias revolucionarias anteriores.

Y estamos convencidos –

De que toda organización política no puede ser otra cosa que la organización del dominio en beneficio de una clase y en detrimento de las masas, y que el proletariado, si quisiera hacerse con el poder, se convertiría en una clase dominante y explotadora;

El congreso, reunido en Saint Imier, declara:

1. Que la destrucción de todo poder político es el primer deber del proletariado.

2. Que toda organización de un poder político llamado provisional y revolucionario para llevar a esa destrucción no puede ser otra cosa que un engaño más, y sería tan peligroso para el proletariado como cualquiera de los gobiernos existentes en la actualidad.

3. Que rechazando todo compromiso para llegar a la realización de la re volución social, los proletarios de todos los países deben establecer, al margen de toda política burguesa, una gran campaña solidaria de acción revolucionaria.

Otra resolución aprobada decía:

Todo Estado, es decir, todo gobierno y toda administración de las masas, impuestos desde arriba, basados necesariamente en la burocracia, los ejércitos, el espionaje y el clero, no podrán establecer jamás una sociedad organizada sobre la base del trabajo y la justicia, ya que por la propia naturaleza de su organismo están inevitablemente forzados a oprimir al trabajador y a negarle la justicia... Creemos que el obrero no podrá emanciparse nunca de esta opresión secular si no sustituye ese organismo absorbente y desmoralizador por la libre federación de todos los grupos productores; una federación basada en la solidaridad e igualdad.

[1] Pere Gabriel, Anarquismo en España, en G. Woodicut.

[2] Ibíd.

[3] Encontrarán el texto completo del Preámbulo y Programa de la Alianza en la obra Bakunin on Anarchism, de Sam Dolgoff (ed.), Montreal, 1980, pp. 426-428.

[4] Diego Abad de Santillán, Contribución a la historia del movimiento obrero español, Méjico, 1962, vol. 1, p. 116.

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