Kitabı oku: «Lengua materna», sayfa 6

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BEBÉ ST. SYRUS, decía. EVALUAR POTENCIALES. Y el garabato indescifrable que era la marca gráfica del auténtico doctor en medicina.

—Llamaré a una enfermera para que le traiga al bebé, doctor —respondió de inmediato, pero él meneó la cabeza.

—No puedo perder el tiempo esperando a sus enfermeras —repuso, con toda la brusquedad posible, ciñéndose a su papel de médico—. Dígame dónde está el bebé y yo iré.

—Pero doctor…

—Tengo el conocimiento y la formación suficientes como para recoger a un bebé y llevarlo a neurología —respondió, e hizo todo lo posible por darle a entender que ella era inferior al polvo que había bajo sus valiosos pies—. ¿Va a cooperar o tendré que llamar a un hombre para que se encargue del servicio aquí?

Ella se acobardó, como es natural. Bien entrenada, a pesar de hallarse en el gran mundo exterior del antiguo hospital. Su rostro ansioso se tornó pálido, y lo miró con la boca medio abierta, petrificada. Showard chasqueó los dedos bajo su nariz.

—¡Vamos, enfermera! —dijo con fiereza—. ¡Tengo pacientes esperando!

Tres minutos más tarde tenía al bebé St. Syrus en los brazos y se encontraba a salvo en el ascensor de la salida trasera, que daba a un tranquilo jardín con naranjos, una variedad de plantas feas y unos pocos bancos estropeados. Una luz brillaba en el jardín, y a medianoche uno no veía su propia mano delante de la nariz, lo habían comprobado.

Fue tan fácil que resultó ridículo. Salió del ascensor, apretando al bebé con fuerza contra su cuerpo.

—Disculpe, doctor.

—En absoluto, discúlpeme usted a mí.

—Discúlpeme, doctor.

—Buenos días, doctor.

Eran muy científicos en este lugar. Pasaban dieciséis minutos de la medianoche y ya decían buenos días.

Recorrió el pasillo, giró a la derecha. Otro pasillo. Un pequeño vestíbulo, donde otra enfermera de guardia lo miró brevemente y volvió a su ausente comprobación de los registros. Otro pasillo.

—Buenos días, doctor. —Un hombre mayor que llevaba flores—. Dios le bendiga, doctor. —Casi reverente. Debía de resultar hermoso ser médico y recibir toda aquella adoración.

—Gracias —contestó Showard, cortante, y el hombre lo miró con absurda sorpresa.

Y entonces llegó a la puerta. Sintió un débil cosquilleo en la nuca mientras caminaba hacia ella; si iban a detenerlo, si iba a sonar alguna alarma e iban a perseguirlo, aquí era donde ocurriría.

Pero no pasó nada.

Abrió la puerta, cubrió la cabeza del bebé con la sábana, se aseguró de que aún podía respirar, salió y se encaminó al volador estacionado en el perímetro del aparcamiento. Con las pegatinas Cruz Rosa/Escudo Rosa en sus puertas.

Fue, como solían decir, pan comido.

5

Oh, amigos y amigas, ¿queréis salir de la oscuridad y enteraros de todo lo que está pasando? ¡Queréis, queréis! Sé que lo hacéis, queréis enteraros de todos los chanchullos y sus entresijos, ¿verdad, mis queridos fans? ¡Oh sí! Bien, pues aquí tengo un poco de información para que vuestras neuronas se entretengan, claro que sí. ¿Qué os parece una historia lingo para empezar nuestro día compartido, este día compartido? No es fácil entrar en el Lingoedén, ya lo sabéis, ¡pero por vosotros soy capaz de entrar en el infierno, y lo hice, LO HICE y, oh, estos ojos se saturaron de datos de puerta en puerta!

¿Sabíais que cada Lingoedén tiene tantos servomecanismos como habitaciones, mis amores? ¿A 300 M-créditos la unidad? Bien, eso es racional, es razonable, para que así ningún lingo tenga que inclinarse para recoger ni el más diminuto objeto; sus enormes cerebros podrían dañarse, y no podemos permitir eso, ¡oh, claro que no!

¿Y sabíais que los baños de sus retretes —oh, amigos y amigas, lo vi con mis propios ojos de contribuyente—, cada pomo, tornillo, botón e interruptor tiene el escudo de la familia grabado con perlas y oro sólido? ¿No es IMPRESIONANTE, cielitos? ¿Habéis visto vuestras instalaciones últimamente, queridos? Solo para comprobar si tal vez tenéis un caballo de oro alzado sobre sus patas traseras en el centro de un círculo de perlas cultivadas. Tal vez haya uno en tus grifos, amigo, ¿por qué no lo compruebas? Y si no encuentras el tuyo, vaya, podrías correr a la puerta de al lado a ver a tus amistosos vecinos lingos, ¿verdad?, y tomar prestadas unas cuantas perlas y un collar de oro. ¿Y por qué no? ¿No son vuestros impuestos, amigos y amigas, los que llenan las arcas de los tesoros de los lingos, en el fondo de sus castillos subterráneos? Id allí y pedidlo, pero ¡cuidado! ¡Tendréis que esquivar los láseres de sus puertas, como hice yo! Oh, ay ay ay, cómo nos duele la espalda, amorcitos, cómo nos duele la espalda…

(Frazzle Gleam, noticiario comset, programa

Directo a ti, 28 de agosto de 2179)

El mensaje de la línea privada, descifrado y luego unido y vuelto a unir ya que no existía en realidad ninguna línea decodificada y los códigos cambiaban a diario porque, aunque se hiciera todo, uno nunca podía estar seguro, decía: «Reunión de emergencia en D. A. T. 40, 19 horas». La Sala 40, el Departamento de Análisis y Traducción, era una de las salas a prueba de sonidos en los subsótanos inferiores. La recordaba de las ocasiones anteriores. Poco aire, demasiado calor o demasiado frío, y ningún cuarto de baño a menos de cinco minutos a pie. Maldición.

Thomas estaba cansado y tenía trabajo que hacer, y ya tenía otros planes para esa tarde si acababa con ese trabajo. Sería mejor que se tratara de una emergencia, pero no había ningún modo de averiguarlo excepto acudiendo. Esa era toda la razón de ser de la línea privada, el descifre, la unión y los cambios de código.

Cuando llegó allí estaba realmente irritado. Había perdido treinta minutos preciosos al dar vueltas sobre la azotea del edificio, a la espera de recibir permiso para aterrizar, y luego otros diez minutos más a la espera de que algún estúpido potentado de visita, provisto de cámaras, despejara el terreno para que dejara el volador a salvo. Estaba cansado, tenía frío y hambre, y noventa mil cosas en la mente, y entró en la Sala 40 de una manera que hizo que los dos hombres que ya se encontraban allí intercambiaran miradas rápidas y se enderezaran en sus asientos.

—¡Muy bien! —dijo mientras se sentaba—. ¿Qué pasa?

—Se trata de una emergencia —contestó uno de ellos.

—Eso dijeron. Supongo que no habrá café.

—Escocés, si lo prefiere —contestó el otro, antes de que el primero, que tenía más sentido común, lo impidiera.

Thomas Blair Chornyak miró al hombre como miraba a todo aquello para lo que no podía hallar ninguna buena excusa.

—Ningún hombre que necesita utilizar su mente bebe nada que sea más fuerte que un buen vino —replicó Thomas—. ¿Tienen café o no?

—Tenemos café —respondió el primer hombre, que se levantó y lo colocó delante de Thomas. Sabía que tenía que ponerlo en una taza y su contenido debía ser café solo. También sabía que tenía que darse prisa. Al tratar con el hombre que era el pez gordo lingüista del mundo y sus avanzadillas, uno se daba prisa.

—Aquí tiene, señor —dijo—. Solo. Y ahora vayamos al grano.

—Por favor.

—Señor, tenemos noticias desagradables.

—¿Y?

—Señor, queremos que sepa que esta acción fue tomada con mucha reluctancia.

—Por los santos evangelios, hombre —respondió Thomas, cansado—, ¿quiere escupirlo de una vez o dejará que vuelva a mi trabajo?

Se lo contó apresuradamente, porque el hombre del Gobierno estaba preocupado. Le habían prometido que no habría problemas, pero le costaba creerlo. Si hubiera sido él, los habría habido. Un montón de problemas. Y ni si quiera era alguien importante.

—Señor, un bebé de las líneas ha sido secuestrado de la sala de maternidad del hospital Memorial de Santa Cruz.

Chornyak ni siquiera parpadeó. Lo mismo podría haberle dicho que el sol había salido esa mañana por el este.

—Secuestro federal, supongo —añadió.

Asintieron.

—¿Varón o hembra?

—Hembra, señor.

—Hummm.

El hombre más joven miró a su compañero por el rabillo del ojo y mostró confusión, indecisión y un puñado de emociones más; el oficial más veterano, que llevaba en esto mucho tiempo, no le prestó atención. Esperarían; y cuando el padrino lingo decidiera hablar, lo haría. Y, si decidía armar una trifulca, bien, la armaría. No podía hacer nada al respecto, excepto usar la aguja que tenía en el bolsillo, y no estaba seguro de poder hacerlo.

—Explíquese —dijo Thomas al fin—. Por favor.

Se comportaba de una manera extremadamente educada. Si te arrancara las uñas una a una, también se comportaría así.

—Me llamo John Smith, señor Chornyak —contestó el oficial mayor.

—Sí. He trabajado con usted antes.

—Me han indicado que le explique que, en interés de nuestros esfuerzos por adquirir el lenguaje Beta-2 de las formas de vida primas jupiterinas, se hizo necesario adquirir la custodia temporal de uno de los niños de la Casa St. Syrus, de una manera un tanto brusca.

—Se hizo necesario.

—Sí, señor Chornyak.

—No le entiendo, Smith.

Se lo contó. Le contó lo de los niños muertos, la reunión con los técnicos, la decisión final de que, la próxima vez, necesitaban un bebé lingüista.

—Se le iba a avisar con antelación —mintió Smith—. Pero, cuando llegó la noticia del nacimiento del bebé en California, no hubo tiempo para hablar con usted primero; no sabíamos cuándo tendríamos otra oportunidad semejante, ya sabe.

—¿Y dónde está ahora el bebé?

—A salvo en una de nuestras casas, señor.

—Este amigo suyo, ¿tiene nombre?

El hombre más joven carraspeó, intranquilo.

—Sí, señor —respondió—. Me llamo Bill Jones, señor.

Thomas introdujo con cuidado la información en su ordenador de muñeca y les sonrió. John Smith y Bill Jones. Claro. Y vivieron felices para siempre jamás.

—¿Y cuándo entrará el bebé en la interfaz?

—Dentro de tres semanas, señor Chornyak. No podemos esperar más, en vista de la crisis actual.

—Ah, sí. La crisis actual. ¿Cuál es?

—No lo sabemos, señor. No nos lo han dicho. Ya sabe cómo es esto, señor Chornyak.

—De acuerdo, asumiré la existencia de la crisis actual por el momento; eso, o me quedaré aquí toda la noche, obviamente. Dada esa suposición, Smith, ¿podría explicarme, sin rodeos ni titubeos, por qué se ha autorizado este crimen extraordinario? No, eso no tiene la suficiente fuerza ¿por qué el Gobierno de los Estados Unidos ha cometido este crimen? ¿Contra una casa de las líneas, a la que tanto debe este Gobierno y de la que no ha sufrido ningún daño? El secuestro —la comisura del labio superior de Thomas tembló, una sola vez— es un crimen. No se trata de un crimen trivial. Implica la pena de muerte. Sugiero que me explique por qué un oficial de mi Gobierno se ha sentido con potestad de secuestrar a uno de mis parientes.

Smith vaciló; luego respondió:

—Señor, se lo hemos explicado.

—Me ha explicado que han fracasado en los experimentos en los que han utilizado niños humanos en la interfaz con esas formas de vida. Sí. Eso lo comprendo. No me sorprende, se les dijo que fracasarían. Lo que no entiendo, sin embargo, es por qué todos esos hechos inexplicables condujeron de modo inexorable a cometer este crimen.

Jones intervino y sintió que si alguna vez iba a parecer algo más que un personaje de cartón en aquel intercambio, este era el momento.

—Tal vez deberías dejar que me encargara de esto, John —dijo con cuidado.

—Como quieras, Bill. Adelante. —Smith se encogió de hombros. No estaba saliendo bien, y probablemente no iba a arreglarse, pero no dejó que eso lo preocupara. Se había reunido antes con Chornyak, en ocasiones diferentes pero igual de incómodas. Se había reunido con lingüistas cientos de veces. Y sabía que no había nada en absoluto que un ciudadano ordinario pudiera hacer si un lingüista decidía estructurar un encuentro de tal manera que ese ciudadano pareciera un perfecto gilipollas. Era una de las habilidades que aprendían los lingos, uno de los temas en los que entrenaban a sus mocosos desde que nacían, y era una de las razones por las que eran odiados.

Jones apreciaba enormemente que el lingo con el que se enfrentaba fuera al menos un varón; cuando se trataba de una de las zorras, se ponía enfermo. Oh, aquellas mujeres observaban todas las formas; utilizaban todas las palabras adecuadas. Pero conducían la conversación de tal manera que de tu boca salían palabras que nunca habías oído antes y que nunca habrías dicho. Lo sabía todo sobre los lingüistas. No se podía ganar cara a cara con ellos, y él no era tan tonto como para intentarlo. Que Jones se diera de cabezazos con aquella pared, si le apetecía; así aprendería.

—Señor —empezó a decir Jones—, este es el asunto.

—Lo es —respondió Thomas.

—Los del Gobierno federal hemos oído y leído, como es natural, las declaraciones oficiales de las líneas referidas al hecho de que no hay ninguna diferencia genética entre los niños lingüistas y los niños de la población general. Y apreciamos las razones de esa postura, a la vista del lamentable roce que existe entre las líneas y el público. —Se detuvo, y Thomas ladeó un poco la cabeza. Jones se sintió profundamente inferior, por ninguna razón comprensible; pero ya estaba metido de lleno y no tenía más opción que continuar. Le habían dicho que tuviera sumo cuidado con aquel hombre.

—¿Saben lo que puede hacer, no? —les había dicho el jefe mientras se apoyaba con los dos puños sobre la mesa de su despacho y se inclinaba hacia ellos como un árbol—. Ese hombre, solo, puede dar una simple orden y todos los lingüistas en servicio con el Gobierno abandonarán lo que estén haciendo. Eso significa que hasta la última negociación interplanetaria que esté en progreso, negociaciones diplomáticas, de negocios, militares, científicas, todas las que quieran, se detendrá. No podemos hacer absolutamente nada sin los lingos, Dios maldiga sus jodidas almas y que ardan todos en el infierno. Pero ese hombre puede arder muy lentamente, ya que tiene al Gobierno como rehén. ¿Lo comprende, Smith? Usted, Jones, ¿lo recuerda?

¿Y por qué, se preguntó Jones, asombrado, el Gobierno le había enviado a él? En el caso de Smith, comprendía que tenía experiencia en el trato con lingüistas. Pero ¿por qué él? ¿Por qué no alguna auténtica superestrella?

Smith, que lo observaba divertido, conocía la respuesta a aquella pregunta. El Gobierno, compuesto por burócratas, tenía la sensación de que enviar a alguien importante para tratar con Thomas le daría a este un indicio del control que tenía sobre ellos, y eso sería un error táctico. Como si el propio Thomas no fuera consciente de ello… Así que enviaban a un equipo. Un agente experimentado de aspecto ordinario, sin fanfarrias ni quincallas, solo la herramienta media del Gobierno. Y un miembro muy joven para azuzarlo. Pobre Jones.

—Así que, señor Chornyak —se esforzó Jones—, comprendemos lo que motiva esa postura por parte de las líneas, pero también sabemos que en realidad no concuerda con los hechos. Es decir, sabemos que esa diferencia genética existe de verdad.

—Toda esa endogamia —murmuró Thomas con cortesía; y Smith se rio por dentro mientras Jones mordía el anzuelo.

—Exacto —concordó Jones felizmente.

—Prácticas innaturales.

Jones se sorprendió y declaró que no había dicho eso.

—¿Hay alguna otra clase de endogamia, señor Jones?

—Bien, debe de haberla.

—¿Sí? ¿Por qué? Podríamos establecer ese tipo de diferencia genética sistemática que sugiere, si aceptáramos, por cierto, que las casas lingüistas mienten de forma deliberada; solo estableceríamos ese tipo de diferencia genética sistemática si nos acostáramos sistemáticamente con nuestras primas hermanas, generación tras generación. Hacerlo con nuestras hermanas lo conseguiría aún más rápido, aunque eso provocaría otro tipo de diferencias genéticas. Bebés con dos cabezas. Sin brazos. Sin cabeza. Ese tipo de cosas.

—Señor Chornyak, le aseguro que…

—Señor Jones, yo le aseguro a usted que no he salido de mi casa, donde tenía deberes importantes que atender en beneficio del Gobierno al que afirma representar, y he volado hasta aquí a través de un clima espantoso y un tráfico diseñado por lunáticos para oírle atacar los hábitos sexuales de mi familia.

Era demasiado para Jones, absolutamente demasiado. No tenía ni idea de cómo había llegado al punto en que se encontraba, y se quedó allí sentado mientras abría y cerraba la boca como un sapo.

—Señor Chornyak —intervino Smith, movido por la piedad—, ya es suficiente.

—¿Perdón?

—Deje de torturar a mi asociado, Chornyak. No es agradable. Se comporta como el Lingüista Feo. Y el hecho de que se lo ponga tan fácil no lo convierte en más deportivo.

Thomas se echó a reír, y Jones pareció confuso.

—No le creemos —continuó Smith—. Para usted, esto no supone ninguna noticia. Les hemos dicho que no les creemos desde que descubrimos para qué sirven los lingüistas. Y tiene poco que ver con sus prácticas sexuales, en las que el Gobierno no tiene el menor interés.

—Es científicamente absurdo —dijo Thomas.

—Eso es lo que dicen ustedes. Y tampoco lo creemos.

—¿Y?

—Y tenemos que aceptarlo, porque nos tienen cogidos por los pelos, como siempre. Cuarenta y tres niños humanos han muerto ya en nuestros valientes intentos por sacar adelante el acuerdo que ustedes, los lingüistas, nos han impuesto con tanto placer. Y no me imagino cuántos científicos informáticos son ahora apenas capaces de recortar muñecos de papel después de enfrentarse a todo esto.

—Once, con fecha de ayer —contestó Thomas.

—¿Cómo sabe eso? —preguntó el pobre Jones.

—Lo saben todo —respondió Smith—. Uno al final se aburre.

—Así que decidieron que necesitaban un bebé lingüista —prosiguió Thomas—, porque solo un niño lingüista podría adquirir el lenguaje que ustedes llaman Beta-2. A pesar del hecho de que hasta el momento no hay ninguna evidencia de que exista tal lenguaje. Y aunque tuvieran que secuestrar al niño. Secuestrar a un ser humano es un acto bastante primitivo, ¿no creen?

Smith no dejaría que le llevaran por un camino donde al final se admitiría que no consideraba que los lingüistas fueran seres humanos. Ni por asomo. No dijo nada, y Thomas continuó.

—Señor Smith, señor Jones, les juro —y, para sorpresa de Jones, se pareció de repente a las imágenes de Abraham Lincoln en sus momentos más tiernos y sinceros— que los miembros de las líneas les hemos dicho ahora y siempre la pura verdad. No importa la dudosa teoría genética implicada; lo ignoraremos. Pero la razón por la que no se puede poner a un niño humano en una interfaz con un alienígena no humanoide sin destruir por completo a ese niño no tiene nada que ver con el hecho de usar a un niño de las líneas o no. Tiene que ver con el hecho de que ninguna mente humana puede ver el universo como lo percibe un extraterrestre no humanoide sin autodestruirse. Es así de simple.

—Eso dicen ustedes —respondió Smith con terquedad.

—Eso decimos, sí. Siempre lo hemos hecho. Lo intentamos en los primeros días de las interfaces, porque en los primeros estadios de la exploración de esta galaxia no encontrábamos solo alienígenas humanoides. A veces lo hacíamos, sí; pero con la misma frecuencia nos encontrábamos con seres conscientes que eran cristalinos o gaseosos. Recordarán el infausto encuentro con la población de Saturno, que era líquida; las líneas perdieron tres niños entonces. Y, cuando vimos que habíamos llegado a un límite que no se podía franquear mediante la tecnología, nos detuvimos allí. Se debería advertir al Gobierno de los Estados Unidos que hiciera lo mismo.

—No puede pasar lo mismo con todas las especies alienígenas no humanoides —declaró Smith—. Eso es ridículo.

Y Thomas pensó que no, que no era en absoluto ridículo. Era preocupante, pero no ridículo. Ningún ser humano podía contener la respiración durante treinta minutos; esa era una barrera natural, y uno aprendía a no traspasarla. Ningún ser humano, por lo que sabía, podía compartir la visión del mundo de un no humanoide. No era ridículo.

—Si están dispuestos a intentarlo —razonó Thomas—, y si no les importa arriesgar la cordura y las vidas de sus niños en esta quijotesca serie de movimientos, es asunto suyo. Pero los lingüistas estamos muy cansados de que nos echen la culpa de su estupidez.

—Señor Chornyak…

—No. Escúcheme. Lo que tratan de decirme es muy fácil de resumir, Smith. Es lo siguiente. Uno: los lingüistas sabemos cómo mantener una interfaz con los alienígenas no humanoides, pero no queremos hacerlo por alguna misteriosa razón. Nuestra maldad inherente. Nuestra monstruosa codicia. Solo por fastidiar. ¿Quién sabe? Simplemente no queremos hacerlo. Dos: ustedes, los no lingüistas, han utilizado a sus propios bebés, y todos han muerto de forma horrible, o han experimentado algo peor que la muerte. Tres: ya que todo se deriva de nuestra negativa a ayudar, sobre nosotros recae la culpa de esas tragedias; nosotros, los lingüistas, no ustedes, que son los que meten a los bebés en la interfaz una y otra vez y los ven sufrir lo inimaginable. Cuatro: Ya que la culpa es nuestra, y como la humanidad necesita dominar esas lenguas no humanoides, los del Gobierno tienen derecho a apoderarse de uno de nuestros bebés. No es secuestro, es solo nuestro merecido después de la mucha paciencia que han tenido con nosotros, más allá de lo razonable. ¡Les debemos uno de nuestros bebés!

Jones siempre se había enorgullecido de ser un hombre sofisticado y razonable y de estar libre de la primitiva emoción del prejuicio. Al observar las consecuencias de las revueltas antilingüistas, se había maravillado ante la posibilidad de que el hombre se volviese contra los de su propia especie y excusara tal brutalidad con razones que no eran razones. En el pasado, por el color de la piel. Ahora, por el hecho de que un hombre procediera de las casas de trece familias del mundo, de las líneas. Había observado y había sentido desdén, agradecido de no ser así, complacido de que tal bajeza no lo tentase.

Ahora, sin embargo, su estómago se retorcía; enfermo, advirtió que el odio que sentía hacia el hombre elegante que se sentaba allí y se burlaba de ellos, odio que le había atravesado como si una herida supurara, era prejuicio. Odiaba a este hombre con un ansia de sangre completamente irracional. Con gusto le habría sacado los ojos. Por unas pocas palabras, y sin duda por unos cuantos gestos. Le habían advertido que un lingüista te controlaba con gestos sin que te dieras cuenta. «¡Con la punta del dedo meñique!», solían decirles sus instructores. «¡Simplemente con su forma de respirar pueden controlarte!». Había aprendido todo tipo de tonterías en los exámenes, pero nunca las había creído. Ahora las creía. Porque no podían ser las palabras que Chornyak utilizaba. Mierda, había leído esas palabras en un centenar de revistas derechistas, las había oído en un centenar de bares cuando los ánimos se caldeaban, era lo que cualquiera habría dicho en un momento de descontrol. No podían ser las palabras… No, el hombre le había hecho algo a su mente, había llegado a él de alguna forma, con la punta de su dedo meñique. Con la manera en que respiraba.

A Jones no se le ocurrió pensar que una forma de evitarlo, aunque no te salvara de lo que hicieran los lingüistas con las modulaciones de sus voces, era no mirar al lingüista mientras hablaba. Lo contemplaba, fascinado como una serpiente en una cesta. Smith, por su parte, miraba al techo cuando no hablaba directamente a Chornyak, y más allá de él cuando lo hacía, y sabía que a Jones le habían dicho que hiciera lo mismo. Jones no lo había aprendido, porque no había creído que fuera importante.

—Señor Chornyak —intervino Smith—, sabemos cómo se siente, y usted sabe cómo nos sentimos, y todo esto es muy sobrecogedor. La cuestión no es cómo nos sintamos (a nadie le gusta, piense lo que piense), sino lo que vayan a hacer los lingüistas.

Thomas suspiró y meneó la cabeza con lentitud.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó—. Imagino la reacción que obtendría si llamara al FBI e informara de que un agente del Gobierno ha secuestrado a uno de nuestros bebés. Estamos tan indefensos como cualquier otro ciudadano ante las barbaries del Gobierno, señor Smith, y haremos lo que hace cualquier ciudadano. Daremos los pasos habituales. Llamaremos a la policía, informaremos de la desaparición del bebé, pretenderemos, por el bien de los padres, que se lleve a cabo una investigación, y entonces consolaremos a la madre lo mejor que podamos.

—No sabe…

—Lo sé. El bebé morirá, como han muerto los otros. O será mutilado de manera tan horrible que habrá que darle muerte en nombre de la decencia, como también ha sucedido. Y nosotros consolaremos a la madre lo mejor que podamos.

Thomas sabía exactamente lo que Smith pensaba. ¿Por qué, Chornyak, no nos amenaza usted con lo que puede hacer, con lo que cada uno de nosotros sabe que de verdad puede hacer? ¿Por qué no amenaza con retirar a los lingüistas, hasta el último de ellos, y sumergir al mundo en el caos? ¿Por qué finge ser un ciudadano como cualquier otro?

Bien, que se lo preguntara. Thomas no tenía intención de decírselo. Nadie lo sabía, ni lo sabría nunca, excepto cuando llegara el momento de entregar el liderazgo de las líneas. Entonces le explicaría al siguiente líder que aquella carta de triunfo se guardaba para una situación: para el momento en que el Gobierno, tras asesinar a quién sabía cuántos cientos de miles de inocentes en las interfaces, encontrara al final aquella única especie no humanoide cuyas percepciones los humanos pudiesen tolerar. Ese día, que podía llegar dentro de diez mil años o de una semana, el Gobierno creería que podía adquirir los lenguajes alienígenas por su cuenta y decidiría pasarse al negocio de las interfaces. Y entonces el Gobierno oiría los términos de los lingüistas: o las líneas conservaban aquella parte de la industria de la interfaz como tenían el resto, o todos los lingüistas involucrados en negociaciones, no importaba cuán cruciales fueran, se retirarían y no participarían. No era intención de los lingüistas ver a sus propios hijos malgastados en una búsqueda aleatoria de la especie que rompiera la barrera perceptiva entre humanoides y no humanoides; por otro lado, no era intención de los lingüistas perder su poder ante el Gobierno o el público.

Los gobiernos, y la gente en general, eran proclives a ocupar el poder y hacer cosas estúpidas con él, como declarar guerras nucleares y destrozarse mutuamente con sierras mecánicas y escalpelos láser. Los lingüistas tenían un medio para evitar parte del daño, un extraño poder pese a todas sus limitaciones, y se encargarían de que las líneas nunca estuvieran sujetas a las tonterías de los burócratas o a la simple ignorancia.

Thomas tenía una responsabilidad y, a veces, era desagradable. En ocasiones, cuando escuchaba a los niños pequeños de la casa quejarse de que no comprendían por qué tenían que arreglárselas sin nada solo porque la gente estúpida pensaba que los lingüistas tenían demasiado dinero, y cómo pensaban que seguir así era un fastidio, a veces se sentía tentado.

Recordó su propia niñez. Fue durante uno de los períodos en los que se malgastaba energía, de forma inexcusable (una época de «ajustes de mercado» por parte del Gobierno). Entonces, había una especie de campo de fuerza portátil que zumbaba alrededor del cuerpo y que mantenía la temperatura constante dentro de un cierto radio. Permitía salir al exterior sin ropa de invierno y podías llevar ropa de cualquier tipo en verano con total comodidad. No duró mucho, porque incluso los ricos que tanto amaban ese tipo de juguetes se dieron cuenta de que aquel despilfarro de recursos era intolerable. Pero mientras estuvo disponible, los niños se lo pasaron en grande. Descubrieron que si se colocaban algunos campos zumbantes al máximo de calor y otros al máximo de frío, se provocaba un pequeño tornado en el centro del círculo de niños, y se veía cómo levantaba las hojas y la hierba, y, si uno era valiente, se podía meter el dedo en el centro, donde todo estaba inmóvil.

Thomas se había quedado allí de pie, con seis años y vestido con simples ropas de abrigo, con los pies helados y mientras se frotaba los dedos. Los otros niños se encontraban en un parque por el que pasaba de camino al colegio, y se hallaban cómodos con sus manguitas cortas en medio de aquel frío, excepto los que tenían sus campos graduados a la mínima temperatura, por supuesto. Tenían tanto frío como Thomas; incluso más. Pero se lo pasaban en grande. Nunca olvidaría cómo los había observado mientras ansiaba participar en aquel juego, tener un tornado diminuto con el que jugar. Le salieron sabañones de estar allí. Y no recibió ninguna muestra de simpatía.

—Eres tonto, Thomas —le dijeron en casa—. Los lingüistas no pueden tener esas cosas, lo sabes, y también sabes por qué. Se te ha dicho un millar de veces. La gente nos odia, y preferimos no alimentar ese odio con cosas triviales. El público cree que somos ambiciosos, que nos pagan millones de créditos por hacer lo que cualquiera haría si les dijéramos cómo, y tampoco queremos alimentar esa idea. Ahora márchate, estudia los verbos, Thomas, y deja de lloriquear.

Thomas se recobró de repente; se había ensimismado, y los dos hombres lo observaban en silencio.

—¿Bien? —dijo—. Han ganado. ¿Están satisfechos?

—Es libre de irse, señor Chornyak —respondió Smith, cansado—, si no hay nada más de lo que quiera hablar.

—Me llamaron ustedes, no yo.

—Por cortesía.

—Ah. Cortesía. Aprecio la cortesía.

—No queríamos que se enterara del incidente en las noticias, señor Chornyak. Y sus órdenes son que ningún contacto entre ustedes y el Gobierno debe mantenerse de otra manera diferente a esta, excepto la rutina ordinaria de los lingüistas. Hemos actuado según lo requerido, y eso también es cortesía.

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