Kitabı oku: «El azor»
Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrute de la lectura.
Queremos invitarle a suscribirse a la newsletter de Ático de los Libros. Recibirá información sobre ofertas, promociones exclusivas y será el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tiene que clicar en este botón.
EL AZOR
Página de créditos
El azor
V.1: mayo de 2020
Título original: The Goshawk
© Commander W. H. Griffiths Will Trust and Timothy Lane, 1951
© del prólogo, Helen Macdonald, 2015
© de la traducción, Javier Revello, 2017
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Publicado por Ático de los Libros
C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª
08009 Barcelona
info@aticodeloslibros.com
www.aticodeloslibros.com
ISBN: 978-84-18217-09-8
THEMA: DNBL
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Contenido
Portada
Newsletter
Página de créditos
Sobre este libro
Cita
Prólogo de Helen Macdonald
Primera parte
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Segunda parte
Tercera parte
Epílogo
Notas
Sobre el autor
El azor
Un bello clásico de la literatura que reflexiona sobre el vínculo entre ser humano y animal
¿Cuál es la relación entre hombre y bestia? Publicado por primera vez en 1951, El azor describe con desnuda honestidad la trascendental experiencia de White al intentar entrenar un azor salvaje, un tipo de ave muy difícil de adiestrar. Sin conocimientos previos y armado con unos pocos manuales de cetrería anticuados, White intentó doblegar la voluntad de Gos, el joven pájaro que había comprado en Alemania.
A pesar de conocer una derrota tras otra en su empeño, White descubrió que el cariño y el afecto que sentía por la salvaje criatura crecían a medida que pasaba el tiempo y su fracaso se hacía más evidente. Finalmente, el animal terminó por liberar al solitario White de sus demonios y le permitió alcanzar la salvación personal.
El azor es una historia de superación y reflexión, una lucha de voluntades equiparable a la del capitán Ahab y Moby Dick ambientada en la idílica campiña inglesa.
Prólogo de Helen Macdonald, autora de H de halcón
«Como Moby Dick o El viejo y el mar, El azor es un encuentro literario entre animal y hombre que bebe de las tradiciones puritanas del desafío espiritual, que hacen de la salvación un premio que ganar en un desafío contra Dios.»
Helen Macdonald, autora de H de halcón
«El azor es un libro increíble. White tiene buen ojo narrativo y una mente ágil, y sus observaciones sobre el entorno dotan de placer cómico a un libro que de otro modo sería oscuro.»
The New Yorker
«Cómico, trágico, primario y original como las grandes tempestades […] Una obra maestra, sin duda.»
Daily Telegraph
«Una de las narraciones más apasionantes, tiernas y entretenidas sobre el mundo de la naturaleza.»
The Irish Times
Prólogo
«He estado escribiendo un libro sobre cetrería y sobre el adiestramiento de un azor», escribió T. H. White a su amigo y antiguo tutor de Cambridge L. J. Potts en 1936. Concluyó en tono pesimista que «nadie lo va a leer». En esto se equivocaba. Hoy El azor es un clásico literario, considerado por David Garnett, Sylvia Townsend Warner y muchos otros como el mejor trabajo de White. A ratos hermoso, salvaje, cruel, divertido, dulce y trágico, este diario sobre el adiestramiento de un azor es la historia de dos almas desesperadas y confusas que se enfrentan a terribles malentendidos.
En 1936 White renunció a su trabajo como director del departamento de Literatura Inglesa de la escuela Stowe, en Buckinghamshire, y se retiró a una cabaña alquilada en el campo en una granja cercana, donde acogió a un niego de azor macho que le habían enviado desde Alemania. Le encantaba estar rodeado de animales (culebras de collar amaestradas se paseaban por sus habitaciones en Stowe), pero nunca había cuidado de una rapaz antes, y los azores no son pájaros aptos para aprendices de cetrero. Son rapaces tímidas del bosque, inmensamente sigilosas y poderosas depredadoras, muy nerviosas y extremadamente difíciles de amansar. La cetrería, el antiguo arte de cazar animales salvajes con rapaces adiestradas, requiere de empatía, paciencia y habilidad. Es una tarea complicada y exigente que debe aprenderse de manos de un experto, no de los libros. White tenía una guía moderna sobre cetrería, pero decidió usar métodos del siglo xvii para entrenar a su azor. Veía la cetrería y su vida con el pájaro como un retiro al pasado, lo que le permitía crear en su imaginación un refugio seguro de un mundo moderno que se deslizaba hacia el caos y la guerra. Para él, el adiestramiento del azor era un rito de paso, la prueba que debía superar un caballero. A través de su propio sufrimiento, su paciencia y sus privaciones, adiestraría al azor de forma mágica. En la realidad, la experiencia fue dura para White, pero mucho, mucho más dura para el azor.
El azor es tanto una fábula sobre la individualidad y el ejercicio del poder como un libro sobre un hombre y un pájaro. Puede leerse como una investigación sobre la naturaleza de la libertad, de la educación, del poder, de la guerra, de la historia, de las clases, de la esclavitud, del paisaje inglés y del corazón humano, porque es todas estas cosas y más. Algunos, como Siegfried Sassoon, lo han considerado un libro sobre la guerra; otros, como una especie de oscuro romance: David Garnett lo consideró una historia «extrañamente parecida a algunas de las historias de seducción del siglo xviii». En los tiempos que vivimos de terrible destrucción del medio ambiente, puede leerse de manera muy útil como un libro acerca de la lamentable incapacidad de la humanidad para concebir la naturaleza como algo más que un reflejo de nosotros mismos. La infancia violenta y desprovista de cariño de White en India, las palizas que recibió en el colegio y la vergüenza que sentía por su sexualidad reprimida (durante toda su vida se debatió contra tendencias homosexuales y sádicas) son la clave de su relación con Gos. El azor era la persona que quería ser: feroz, libre, inocente, extraño y cruel. Se peleaba por civilizarlo como se había peleado por civilizarse a sí mismo. Pero también vio a Gos como una pequeña alma confusa y desconcertada como consecuencia de la crueldad del mundo que lo rodeaba, algo muy parecido a lo que él era de niño. Estos conmovedores paralelismos y proyecciones están presentes en todo el libro, y la voz de su narrador (que pasa de ofrecer una confesión deplorable a un tono lírico y de este al discurso neutro y directo de un profesor de colegio, y vuelta a lo anterior) es en ocasiones persuasiva, en ocasiones, exasperante y siempre, muy reveladora. Cuando las cosas se torcieron (el adiestramiento de Gos no termina bien), White abandonó el manuscrito. Doce años más tarde, su editor lo encontró bajo un cojín en el sofá de White y le suplicó publicarlo. White se resistió («es como pedirle a un adulto que apruebe la publicación de los diarios que escribió durante su adolescencia»), pero finalmente aceptó, con la condición de que incluyera un epílogo en el que explicaba cómo debería haber entrenado al azor.
El azor es un libro idiosincrásico. Sin embargo, fue escrito en tinta verde con la caligrafía cuidadosa y pequeña de White, en las páginas que le sobraron de los cuadernos encuadernados en tela que White había usado para su exitoso libro de ensayos sobre deportes de campo, England Have my Bones. Con respecto a su forma (un diario rico en digresiones) y a muchas de sus preocupaciones estilísticas y morales, es en gran medida una continuación de ese trabajo. Pero en muchos otros sentidos, El azor es un presagio de La espada en la piedra, el libro basado en el primero capítulo de La muerte de Arturo, de sir Thomas Malory sobre la educación del joven rey Arturo que White escribió al año siguiente y que le otorgó la fama. Pues este libro también es una obra sobre la educación, el poder y la transformación animal, y el medievalismo que aparece en las páginas de El azor brilla con más fuerza en él. Posteriormente, White escribió Camelot, su épica reescritura de la leyenda artúrica para el siglo xx, sin embargo, detrás de esa gran obra, a la sombra de la historia, se encuentra la figura delgada, moteada, encorvada y emplumada de Gos, sin duda uno de los mejores y más memorables personajes no humanos de la literatura inglesa.
Helen Macdonald
Attilae Hunnorum Regi hominum truculentissimo,
qui flagellum Dei dictus fuit, ita placuit Astur, ut in insigni,
galea, & pileo eum coronatum gestaret.
[A Atila, rey de los hunos, el más truculento de los hombres,
a quien solía llamarse «el flagelo de Dios»,
el azor le gustaba tanto que lucía uno coronado
en su escudo, su casco y su píleo].
Aldrovandi
Primera parte
Capítulo I
Martes
La primera vez que lo vi era una cosa redonda como un cesto de la ropa cubierto con arpillera. Sin embargo, era tumultuoso y amenazador, repulsivo de la misma forma en que las serpientes resultan amenazadoras para quienes no las conocen, o peligroso como el movimiento súbito de un sapo cerca del umbral cuando uno sale de noche al rocío con una linterna. La arpillera se había cosido con cuerda, y él golpeaba contra ella desde abajo: golpe, golpe, golpe, incesantemente, con claros indicios de locura. El cesto latía como un gran corazón febril. Profería extraños gañidos de protesta, histérico, aterrorizado, aunque furioso y autoritario. Se habría comido vivo a cualquiera.
Cómo habría sido su vida hasta entonces. Cuando era una cría, todavía incapaz de volar y cubierta de plumón, todavía esa especie de sapo moteado, móvil y boquiabierto que encontramos al mirar en los nidos de los pájaros en mayo; cuando, además, era ciudadano de Alemania, tan lejana; entonces, un hombre de mirada penetrante llegó al nido de su madre con un cesto como este y lo metió dentro. Él nunca había visto a un ser humano, nunca lo habían encerrado en una caja parecida, que olía a oscuridad, manufactura y al hedor del hombre. Tuvo que sentir que era como la muerte (aquello que nunca podemos conocer de antemano), cuando, mientras sus garras torpes tanteaban en busca de un asidero antinatural, encogieron y empaquetaron su consciencia de polluelo dentro de aquel entorno oblongo y extraño. Las voces guturales, la guarida inadecuada a la que lo llevaron, las manos escamosas que lo aferraban, el segundo cesto, el olor y el ruido del automóvil, el estruendo insoportable y regular del aeroplano que llevó hasta Inglaterra aquellas garras que botaban y patinaban sobre el traicionero suelo tejido; calor, miedo, ruido, hambre, lo opuesto a la naturaleza: habiendo tenido que soportar esto, aterrorizado, pero todavía noble y locamente desafiante, el azor niego llegó a mi pequeña casa en el campo en su cesto maldito. Era una criatura adolescente y salvaje cuyos padres lo habían alimentado en nidos de águila con carne sangrienta aún temblorosa de vida, un extranjero de lejanas colinas de pinos negrales, donde un puñado de ramas empinadas y algunos excrementos blancos, junto a unos pocos huesos y plumas esparcidos a los pies del árbol, habían sido su herencia ancestral. Había nacido para volar, ladeándose, libre sobre el verdor de aquellas tierras altas teutonas, para asesinar con sus patas feroces y para devorar con ese pico persa curvado, él, que ahora saltaba arriba y abajo en el cesto de la ropa con una cierta precocidad imperiosa, con la impaciencia de un mimado pero noble heredero natural del Sacro Imperio Romano.
Recogí el cesto con cuidado y lo llevé al granero. La casa en la que vivía se construyó durante el reinado de Victoria, con granero, pocilga y tahona, y en ella vivió una vez un guardabosque. Allí, en el bosque, hace mucho tiempo, cuando los ingleses vivían una vida en la que el deporte era algo intrínseco, en vez de competir en juegos con tediosos y abstractos bates de tenis, palos de críquet y mazas de golf, como hacen hoy, el guardabosque que vivía en la casa había criado faisanes. No había alambradas en su época, y las ventanas del bajo granero estaban cerradas con listones de madera, clavados de forma entrecruzada, una celosía de rombos. Dejé a Gos allí, en su cesto, y estaba abriendo la cabeza de un conejo para coger el cerebro, cuando dos amigos a los que había acompañado recientemente en su triste ocupación vinieron para llevarme a un pub por última vez. El azor salió del cesto volando con fuerza y voló hacia las vigas mientras su amo, armado con dos pares de guantes de cuero en cada mano, se encogía de miedo cerca del suelo; y entonces ya no hubo tiempo. Había pretendido ponerle un par de pihuelas de inmediato, pero se elevó antes de que hubiese recobrado la compostura; y solo cuando el gran puñado de plumas jóvenes se posó en las vigas vimos que ya las tenía puestas. Pihuelas era como se llamaban las correas que le guarnecían las patas. Dejé el azor para que se acomodara, aún sin los cascabeles, posado en la parte de arriba del viejo granero del guardabosque, siniestro y extraordinario; y nosotros tres salimos al pub para celebrar una especie de Última Cena, en la que ninguno estuvo más impaciente por irse que el invitado al que se despedía.
Me trajeron de vuelta sobre las once, y para la medianoche ya les había dado algo de beber y deseado buena suerte. Eran buena gente, tanto como su raza lo permitía, pues eran de los pocos miembros de esta de corazón amable, pero me alegré de que se fueran; me alegré de sacudirme con su marcha el último vestigio de una antigua vida humana y volver al edificio anexo lleno de telarañas donde Gos y un nuevo destino esperaban juntos con obstinada arrogancia.
El azor estaba en la viga más alta, fuera de alcance, mirando hacia abajo con la cabeza ladeada y un leve aire a Lars Porsena.1 La humanidad no podía llegar allí.
Afortunadamente, mis movimientos humanos perturbaron a la criatura y la hicieron abandonar la elevada percha que le pertenecía por naturaleza y a la que no estaba habituada, porque sí lo estaba a que llegaran a por ella sin miramientos con ruidos mecánicos, la agitaran con sacudidas industriales y le doblaran las plumas caudales de forma que parecieran la parodia de una mopa.
Aturdido por tantas experiencias, el pájaro abandonó la percha en la que habría sido inexpugnable. Había tristeza en aquella evasión inapropiada. Un azor, demasiado grande para una especie británica, y solo ocho centímetros más pequeño que el águila real, no debería huir, sino perseguir. Como resultado de estar en ese momento aprisionado entre paredes de ladrillo desconocidas, voló torpemente en todas direcciones en aquella habitación inhóspita, hasta que, tras algunas vueltas, lo cogí por las pihuelas y me vi, estupefacto ante tal temeridad, con el monstruo en el puño.
Noche
Las plumas amarillentas del pecho, de un amarillo Nápoles, tenían largas manchas verticales en forma de flechas de color tierra de sombra tostada; sus garras como cimitarras se aferraban al guante de cuero sobre el que estaba posado de forma convulsa. Por un momento, me miró fijamente con ojos enloquecidos, de color caléndula o diente de león, con todo el plumaje alisado y la cabeza agachada como la de una serpiente cuando odia o tiene miedo, y entonces empezó a debatirse salvajemente.
Se debatió. En los colegios de primaria privados seguía diciéndose que algún alumno había empezado a «debatirse» por la mañana. Era una palabra que se había utilizado desde que se empezaron a utilizar rapaces en Inglaterra, y, por tanto, desde antes de que Inglaterra fuera un país. Hacía referencia al vuelo picado de rabia y terror al que una rapaz atada se lanza desde el puño en un salvaje intento por liberarse y tras el cual queda colgada boca abajo de las pihuelas en un frenesí de alas como un pollo al que van a decapitar y que gira, lucha y arriesga dañar sus cuchillos.
Al cetrero le correspondía levantar a la rapaz de vuelta al puño con la otra mano con delicadeza y paciencia, solo para que el ave volviera a debatirse, una vez, dos, veinte, cincuenta, toda la noche, en el granero oscuro a medianoche, a la luz de una lámpara de queroseno de segunda mano.
Fue hace dos años.2 Nunca había adiestrado a una rapaz de verdad antes, ni conocido a un cetrero vivo, ni visto a una rapaz adiestrada. Tenía tres libros. Uno de ellos era de Gilbert Blaine, el segundo era medio volumen de la Badminton Library y el tercero era el Tratado sobre halcones y cetrería de Bert,3 impreso en 1619. De ellos tenía una noción teórica, bastante desfasada, de cómo adiestrar a una rapaz.
En este proceso, era inútil someter a la criatura por la fuerza. Las rapaces no tenían fama de masoquistas, y cuanto más se las amenazara o torturara, más amenazaban de vuelta. A pesar de ser salvajes e intransigentes, era necesario «someterlas» de alguna u otra forma, antes de que pudieran ser domadas y adiestradas. Cualquier crueldad, inmediatamente tomada como ofensa, era peor que inútil, ya que el pájaro jamás se plegaría o sometería a ella. Poseía el último e inviolable refugio de la muerte. La rapaz maltratada elegía morir.
Así, los antiguos cetreros habían inventado una forma de domesticarlas que no resultaba evidentemente cruel, pero cuya crueldad secreta también tenía que soportar el adiestrador: mantenían al pájaro despierto. No mediante golpecitos, ni de ninguna forma mecánica, sino andando con el pupilo en el puño y manteniéndose ellos mismos despiertos. Se «hacía guardia» con la rapaz, un hombre insomne la privaba de sueño, día y noche, durante dos, tres o incluso nueve noches seguidas. Solo los profesores ineptos tardaban nueve noches; un genio podía hacerlo en dos y un hombre normal, en tres. El cetrero trataba siempre al cautivo con total cortesía, con absoluta consideración y dulzura. El cautivo no sabía que lo mantenían despierto a propósito, sino simplemente que lo estaba y, en un momento dado, demasiado somnoliento como para importarle lo que pasara, dejaría caer la cabeza y las alas y se quedaría dormido en el puño. Diría: «Estoy tan cansado que acepto esta curiosa percha, deposito mi confianza en esta curiosa criatura, lo que sea con tal de descansar».
A esto me disponía yo ahora. Debía mantenerme despierto, si era necesario, durante tres días y tres noches durante las cuales, esperaba, el tirano aprendería a dejar de debatirse y aceptaría mi mano como percha, aceptaría comer allí y se acostumbraría un poco a la extraña vida de los seres humanos.
Era muy interesante y fruto de deleite, el deleite del descubridor; había mucho en lo que pensar y muchísimo a lo que atender. Implicaba andar en círculos a la luz de la lámpara, levantando constantemente a la víctima con una mano amable sobre el pecho, tras la centésima debatida. Implicaba tararear para uno mismo en tono desafinado, hablarle al azor, acariciar sus garras con una pluma cuando aceptaba quedarse en el guante; implicaba recitar a Shakespeare para mantenerse despierto, y pensar con orgullo y felicidad en la tradición de las rapaces.
La cetrería quizá fuera el deporte en práctica más antiguo del mundo. Había un bajorrelieve de un babilonio con una rapaz en el puño en Khorsabad, de tres mil años de antigüedad. Mucha gente no conseguía entender por qué resultaba placentero, pero lo era. Me parecía adecuado que me alegrara continuar siendo parte de un largo linaje. El inconsciente de la raza era un medio en el que el propio nadaba microscópicamente, y no solo lo hacía en el de la raza actual, sino también en el de todas las predecesoras. Los asirios habían engendrado hijos. Aferraba la huesuda mano de aquel ancestro, en la que todos los nudillos estaban tan bien definidos como la pantorrilla color nuez de su pierna en bajorrelieve, a través de los siglos.
Las rapaces eran la nobleza del aire, gobernadas por el águila. Eran las únicas criaturas que el hombre se había molestado en legislar. Aprobábamos todavía leyes para preservar ciertos pájaros o ilegalizar ciertas formas de cazarlos, pero no nos molestábamos en poner reglas para los pájaros en sí. No decíamos que un faisán solo puede pertenecer a un funcionario o una perdiz a un inspector financiero. Pero antaño, cuando conocer el manejo de una rapaz era el criterio por el que se reconocía a un caballero (y, entonces, ser un caballero era un concepto definido y, por tanto, ser declarado «plebeyo» por el College of Arms era el equivalente de no ser designado «piloto» por el Royal Aero Club o «automovilista» por las autoridades competentes), el Boke of St. Albans había especificado con precisión los miembros de la familia Falconidae adecuados para cada persona. Un águila para un emperador, un halcón peregrino para un conde; la lista clasificaba de forma meticulosa en sentido descendente hasta llegar al cernícalo, el cual, como insulto supremo, le correspondía a un simple sirviente, ya que era inútil adiestrarlo. Bien, pues el azor era el siervo adecuado para un terrateniente, y a mí me bastaba así.
Había dos clases de rapaces, las de alto vuelo y las de bajo vuelo. Las de alto, cuyo primer cuchillo era el más largo, eran los halcones, de quienes se ocupaban los halconeros. Las de bajo, cuyo cuarto cuchillo era el más largo, eran varias especies distintas, y de ellas se ocupaban los azoreros. Los halcones volaban alto y se lanzaban sobre su presa; las segundas volaban bajo y mataban con sigilo. Gos era un jefe tribal entre estas últimas.
Pero su personalidad que me daba más placer que su linaje. Tenía una cierta forma de mirar. Los gatos pueden mirar a una ratonera con crueldad, a los perros se los puede ver mirar a sus amos con amor, un ratón miraba a Robert Burns asustado. Gos miraba atentamente. Era una mirada alerta, concentrada y penetrante. Mi deber ahora era no devolvérsela. Las rapaces son sensibles a la mirada y no les gusta que se las observe. Observar es su prerrogativa. El tacto de un azorero a este respecto me parecía ahora delicioso. Era necesario quedarse quieto o andar con cuidado bajo la suave luz del granero, mirando fijamente al frente. La actitud debía ser conciliadora, complaciente, paciente, pero segura de alcanzar su firme objetivo. Debía mantenerme de pie, mirando más allá del azor hacia las sombras, haciendo pequeños movimientos cautelosos, con todo sentido alerta. Tenía una cabeza de conejo en el guante, abierta para mostrar el cerebro. Con ella debía acariciarle las garras, el pecho y el borde entrante de las alas. Si le molestaba de la manera errónea debía desistir de inmediato, incluso antes de que se molestase; si se irritaba de la correcta y empezaba a picotear aquello que le importunaba, debía continuar. Mi tarea era distinguir las molestias lenta, continua, amorosa y persistentemente; acariciar y jugar con las garras, recitar, emitir las más amables quejas y silbar de forma coqueta.
Después de una o dos horas así, empecé a pensar. Ya había empezado a calmarse y se mantenía en el guante sin debatirse mucho; pero había sufrido un viaje largo y terrible, así que quizá sería mejor no mantenerlo de «guardia» (despierto) aquella primera noche. Quizá debería dejarlo recuperarse un poco, liberarlo en el granero y solo venir a intervalos.
Fue cuando acudí a verlo cinco minutos pasadas las tres de la mañana que se posó voluntariamente en el puño. Hasta entonces, lo había encontrado en sitios inaccesibles, posado en la viga más alta o volando de percha en percha. En ese momento, al acercarme a él suavemente con la mano extendida y pies imperceptibles, fui recompensado con una pequeña victoria. Gos, con ademán seguro pero parcialmente desdeñoso, se posó en el guante extendido. Empezó no solo a picotear el conejo, sino a comer de manera distante.
Nos volvimos a encontrar a las cuatro y diez, y ya empezaba a despertar el alba. Una levísima iluminación del cielo, inmediatamente perceptible al abandonar el fuego de la cocina, un frío en el aire y una humedad bajo los pies anunciaban que ese Dios que indiferentemente administra justicia había ordenado el milagro de nuevo. Salí del fuego de la casa al aire futuro, despierto incluso más temprano que los pájaros, y fui hacia mi imponente cautivo en el granero con techo de vigas. La luz más brillante relucía en sus cuchillos, era un lustre acerado, y a las cinco menos diez el brillo de la pequeña lámpara de dos peniques había desaparecido. Fuera, en la penumbra y la tenue madrugada, los primeros pájaros se movían en sus perchas, todavía sin cantar. Un pescador insomne pasó a través de la neblina para probar suerte con las carpas del lago. Se paró fuera de la celosía y nos miró, pero se fue rápidamente. Gos lo aguantó bastante bien.
Ahora comía malhumoradamente del puño, y Roma no se construyó en un día. Roma fue la ciudad en la que Tarquinio violó a Lucrecia, y Gos era romano a la vez que teutón; era el Tarquinio de la carne que desgarraba, y entonces su dueño decidió que ya había aprendido bastante. Había conocido a un pescador extraño a través de la ventana que amanecía; había aprendido a morder patas de conejo, aunque fuese remilgadamente; ya sería más humilde cuando tuviera más hambre.
Me marché a través del rocío profundo para prepararme una taza de té. Entonces, entusiasmado, me fui a dormir desde las seis hasta las nueve y media de la mañana.
Miércoles
A las diez del día siguiente el azor no había visto a ningún humano durante cuatro horas, aunque estaba más perspicaz. Probablemente también habría dormido durante ese tiempo (a no ser que la luz del día y la incertidumbre lo hubieran mantenido despierto) así que, aunque estaba hambriento, se encontraba en parte liberado de la imposición de una personalidad humana. Ya no se posaba en el guante, como había hecho desde las tres, sino que de nuevo volaba de viga en viga como si acabase de salir del cesto. Fue un retroceso en el camino hacia el éxito, y me enfadó.
A una rapaz se la sujetaba mediante un par de pihuelas, una en cada pata, que se unían por los extremos por medio de un tornillo a través del cual se podía pasar la lonja.
Dado que el tornillo de una de las pihuelas de Gos se había desgastado, había sido imposible pasar la lonja (un cordón de cuero de una bota, en mi caso) a través de este. No podía atar el tornillo. De hecho, ni siquiera tenía tornillo, por lo que había atado las dos pihuelas entre sí y después las había anudado a un trozo de cuerda que hacía las veces de lonja. No recuerdo por qué no até la lonja a la percha, para evitar así que se escapara. Probablemente no tuviera percha y, de todas formas, me correspondía descubrir todas estas cosas mediante práctica. Nunca ha sido fácil aprender de la vida mediante libros.
Entonces, como consecuencia, al alejarse el pájaro de su torturador con silenciosas y grandes aletadas, enganchó la lonja en un clavo y colgó cabeza abajo lleno de rabia y terror. Con este ánimo habíamos de comenzar su primer día completo, y el curioso resultado de ello fue que, una vez atado, se puso inmediatamente a comer vorazmente, recto y tranquilo, hasta que hubo terminado una pata entera. Siempre se mostraba más sumiso después de montar un buen alboroto, como más tarde descubrí.
Un chico que una vez me encargó cuidar de dos gavilanes llegó a las doce y media. Durante las horas de tranquilidad, había sido posible elaborar un detallado inventario del plumaje del azor, y los resultados no habían sido satisfactorios. Las puntas de todos los cuchillos se habían partido un tercio de centímetro y la cola entera estaba doblada debido a su lucha en el cesto, hasta el punto de que no era posible distinguir ningún detalle en aquel horrendo enredo. La forma de enderezar las plumas caudales era sumergirlas en agua casi hirviendo durante medio minuto. Era necesario decidir si debía hacerse ahora o más tarde. Si lo hacía ahora y tenía lugar una riña torpe y enconada, se echaría a perder esa primera impresión amistosa considerada importante en todos los estamentos sociales y profesiones. Si lo hacía más tarde, y provocaba también un enfado, podría deshacer semanas enteras de adiestramiento. Opté por la decisión arriesgada y puse la cacerola al fuego. De perdidos, al río, pensé, así que le presentaría el azor al chico al mismo tiempo. Sería útil en la operación subsiguiente.
La primera etapa en el adiestramiento de una rapaz era «amansarla», es decir, acostumbrarla al hombre en todas sus actividades, para que ya no la asustaran. Primero hacías que se acostumbrase a ti en la oscuridad, después en una luz tenue, después de día; finalmente, la acercabas a un extraño a quien habías avisado de que se quedara sentado muy quieto sin mirarla, y así. Un azor podría tardar alrededor de dos meses en tolerar automóviles y todo lo demás. Esta era la razón por la que la visita del pescador había sido un paso interesante y por qué presentarle al chico a plena luz del día daría lugar ahora a una crisis.