Kitabı oku: «El santo amigo»

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TEÓFILO VIÑAS ROMÁN

EL SANTO AMIGO

Agustín de Hipona, un maestro de la amistad

EDICIONES RIALP, S.A.

MADRID

© 2019 by TEÓFILO VIÑAS ROMÁN

© 2019 by EDICIONES RIALP, S. A.

Colombia, 63, 8.º A - 28016 Madrid

(www.rialp.com)

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ISBN (versión impresa): 978-84-321-5220-7

ISBN (versión digital): 978-84-321-5221-4

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRESENTACIÓN

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN. Vocación universal a la amistad

PRIMERA PARTE.

I. DEFINICIONES AGUSTINIANAS DE LA AMISTAD

1. «ACUERDO BENEVOLENTE Y AMOROSO»

2. «LA AMISTAD VIENE DE AMOR»

3. «LA AMISTAD ES AMOR MUTUO Y GRATUITO»

4. «EL ALMA DEL AMIGO SE HACE UNA CON LA DEL AMIGO»

5. «EL AMIGO ES OTRO YO»

6. «HACERSE UNO». «CONGREGARSE EN UNO»

7. «LOS AMIGOS TIENEN TODO EN COMÚN»

8. «LA VERDADERA AMISTAD». LA DEFINICIÓN ACUÑADA POR SAN AGUSTÍN

BREVE ELENCO AMICAL AGUSTINIANO

II. ITINERARIO HISTÓRICO-AMICAL DE SAN AGUSTÍN

1. LOS PRIMEROS RECUERDOS DE LA NIÑEZ

2. PRIMERA ETAPA DE LA ADOLESCENCIA

3. SEGUNDA ETAPA DE LA ADOLESCENCIA Y PRIMERA JUVENTUD

«El amigo anónimo» de Tagaste

4. SEGUNDA ETAPA DE LA JUVENTUD (CARTAGO)

El grupo amigo de Cartago

Vindiciano y Fermín. Abandono de la astrología

5. EN PLENA JUVENTUD Y MADUREZ. DE Cartago A ROMA Y DE ROMA A MILÁN

5.1. Roma. Primeros pasos

5.2. Milán. El obispo Ambrosio

5.3. Los amigos de Agustín en Milán

5.4. Alipio y Nebridio, los amigos íntimos de Agustín

Alipio, «el otro yo de Agustín»

Nebridio, «el dulce amigo»

5.5. Simpliciano y Ponticiano

Simpliciano, un consejero

Ponticiano, el paisano amigo

5.6. La conversión de Agustín

III. DE LA DOBLE CONVERSIÓN AL INICIO DEL PROYECTO MONÁSTICO EN TAGASTE

1. MÓNICA, UNA HISTORIA DE AMOR MATERNO-FILIAL

2. CASICIACO. UN CENÁCULO DE AMISTAD

3. EL RECUERDO DE LOS AMIGOS AUSENTES

4. ESTUDIO DE LA VIDA MONÁSTICA EN ROMA

5. TRES COMUNIDADES DE MONJES-AMIGOS

5.1. Monasterio de laicos en Tagaste

5.2. Monasterio de laicos de Hipona

5.3. Monasterio de Clérigos en Hipona

6. ¡QUÉ BUENO Y ALEGRE ES CONVIVIR LOS HERMANOS UNIDOS!

IV. EL ENTORNO EPISCOPAL CERCANO Y AMIGO DE SAN AGUSTÍN

1. LOS OBISPOS: AURELIO Y VALERIO

2. OBISPOS QUE FUERON MONJES EN SUS MONASTERIOS

SEGUNDA PARTE.

I. LOS AMIGOS CORRESPONSALES DE AGUSTÍN

1. PAULINO DE NOLA

2. JERÓNIMO. «UN AMIGO MUY ESPECIAL»

3. OTROS AMIGOS EPISTOLARES: OBISPOS, SACERDOTES, MONJES Y LAICOS

4. LAS MUJERES EN EL EPISTOLARIO DE SAN AGUSTÍN

NOTA BIBLIOGRÁFICA

BIBLIOGRAFÍA GENERAL. OBRAS

ARTÍCULOS

AUTOR

PRESENTACIÓN

LA VIDA DE SAN AGUSTÍN PUEDE SER INTERPRETADA, sin duda, en clave de amistad. Es cierto que la vida de una persona, en general, solo tiene interpretación cabal a la luz de una serie de coordenadas que van de lo inconsciente a lo hereditario, y desde las tendencias naturales hasta el ambiente y los acontecimientos en que ella vive inmersa; tampoco se puede olvidar la educación recibida. Sin embargo, hay personas cuyas vidas pueden explicarse sobradamente desde una sola coordenada vital, un solo acontecimiento del que ha sido testigo o un solo rasgo del propio carácter, que ha llegado a ser eje central de su existencia.

Creo que este, justamente, es el caso de la amistad en el personaje, protagonista de este estudio: Agustín de Tagaste, obispo de Hipona. La amistad, por sí sola, puede explicar, efectivamente, un mucho, sino todo lo que hizo y vivió aquel hombre extraordinario. Y es que la persistencia y los términos con que nos habla de la amistad a lo largo de toda su extensa obra, junto con sus numerosísimos momentos vivenciales de la misma, reproducidos con tanta vehemencia y calor, hablando o escribiendo, nos pueden autorizar a considerarla como la clave hermenéutica primera de su existencia.

El presente trabajo tendrá dos partes: en la Primera, titulada Teoría y vivencia de la amistad en san Agustín, se recordará inicialmente cómo entendía, o mejor, cómo definía y vivía él la amistad. Aquí podremos ver que, casi siempre, se servirá de las fórmulas acuñadas por los filósofos griegos y romanos, unas fórmulas que, tanto antes como después de su conversión, le llevaban a una intensa vivencia en su relación amistosa. Después de su conversión nos dirá que la verdadera (=plena) amistad solo existe entre quienes la viven como un regalo del Dios-Amigo, sin que deje de ser, al mismo tiempo, tarea personal.

Añadamos que la amistad anterior a su conversión o era incompleta (aunque valiosa) o incluso inimica (enemiga, dañina). Y es que el Agustín convertido solo considerará verdadera (=plena) la amistad que se viva entre los creyentes cristianos. Para comprobar todo esto, lo acompañaremos inicialmente en su itinerario histórico-amical que va desde su niñez hasta su consagración sacerdotal en el año 391. La fuente principal de información se encuentra, sobre todo, en el libro de las Confesiones y en algunas de sus primeras Epístolas.

La Segunda Parte de este trabajo lleva por título La amistad y los amigos en las Cartas. En ella veremos cómo vive el Santo esa amistad con sus amigos, tanto cercanos como lejanos, a partir del año 388, fecha en que daba inicio a su experiencia monástica en el monasterio de Tagaste, para continuar después con aquellos otros amigos que aparecen, como tales, en su correspondencia epistolar. Téngase muy en cuenta que ahora las fórmulas clásicas definidoras de la amistad, aceptadas por Agustín, ya habían cobrado plenitud, tras pasar por el tamiz evangélico del amaos unos a otros como yo os he amado (Jn 15, 12).

Vivir esto no es privilegio de solos los amigos que se conocen y viven juntos, sino también de aquellos que, sin conocerse personalmente, han pasado a ser amigos a través de la correspondencia epistolar; todos ellos tienen cabida en la Segunda Parte del estudio. Hay que añadir, además, que Agustín mantiene cierta relación amistosa con aquellos que no comparten aún la misma fe (amistad no plena). También algunos de estos amigos fueron destinatarios de su correspondencia epistolar, buscando la coincidencia en las cosas divinas y humanas.

Uno de los más profundos conocedores de san Agustín, el que fuera Prior General de la Orden Agustiniana, Agostino Trapè, ponderando las dos grandes pasiones del Santo —la sabiduría y la amistad—, se expresaba así:

Teniendo en cuenta el amor por la sabiduría que lo llevaba a investigar las riquezas, se diría que Agustín había de ser un hombre amante de la soledad, al cual le agradase estar solo, con sus pensamientos. Por el contrario, Agustín era un hombre que no sabía y no podía estar solo. La amistad constituía para él una necesidad no menor que la sabiduría; así, la misma sabiduría habría perdido su fascinación sin la amistad. Suyas son estas palabras: In quibuslibet rebus humanis nihil est homini amicum sine homine amico[1].

Quiero rematar esta breve Presentación con el inspirado soneto del poeta Manuel Machado, en cuyo último verso se encuentra la mejor definición del Gran Doctor de la Iglesia: el santo Amigo.

AMIGO: es la palabra. Pero cuida / que amigo dice infinidad de amores / depurados en uno; flor de flores… / y el regalo más dulce de la vida. // SANTO: mas luego de serlo tanto… / para serlo mejor, y del profundo / alzar al cielo un corazón, del Mundo / henchido ya por el desprecio santo. // SANTOS hay abogados, protectores… /mandan, definen, dogmatizan otros, / muestran el premio, anuncian el castigo… // Remedio sin igual de pecadores, / San Agustín conversa con nosotros. / Es el amigo santo, el SANTO AMIGO.

[1] TRAPÈ, A., O.S.A., S. Agostino, Instituto Giovanni XXIII, Pont. Univ. Lateran. Roma 1961, pp. 187-188.

PRÓLOGO

El tema de la amistad en san Agustín ha atraído el interés del P. Teófilo desde que le dedicara nada menos que su tesis doctoral en Teología de la Vida Religiosa. Posteriormente ha vuelto repetidas veces sobre el citado tema, como puede verse en la nota bibliográfica que el propio Teófilo incluye al final del libro.

Junto con el amor apasionado a la verdad, como buen amante de la sabiduría, y la búsqueda infatigable de la felicidad, que consideraba como el fin de toda religión, la amistad representó para Agustín una faceta consustancial del ser humano, social por naturaleza.

Todos los seres tienden a asociarse con sus semejantes para afianzarse y acrecentarse, desde los seres inanimados, pasando por los vivientes vegetativos, los animados irracionales y los seres inteligentes. La asociación se da en los semejantes; la complementariedad, en los diferentes, y la comunidad, en los seres inteligentes y libres, que recíprocamente se entregan y se acogen en orden a constituir una sociedad más cabal y perfecta. La fuente de la unidad en la comunidad se encuentra en Dios, creador de todas las cosas, que llevan alguna semejanza de su unidad y que las convoca a integrarse en Él sin pérdida de su propia identidad.

San Agustín era una persona especialmente sensible a la amistad, altamente dotado para la amistad y convertido en foco de atracción entre personas propensas a crear comunidad. Así lo vivió desde la espontaneidad de su niñez, pasando por su escabrosa adolescencia y su entusiasta juventud, hasta su creadora madurez y su colmada plenitud.

Reconoce lo mucho que debe al retórico y filósofo Cicerón en la construcción del discurso bello y, sobre todo, en la recta ordenación de sus valores y armónica disposición de los estratos de su ser, decididamente orientado —desde la lectura del Hortensio— hacia la búsqueda de la verdad, única capaz de conferirle el bien supremo de la paz. Entre otros conceptos que tomó de Cicerón, Agustín subraya la definición de la amistad que él consideró radicalmente válida: «Acuerdo en asuntos divinos y humanos con benevolencia y amor».

La amistad, en efecto, es un amor mutuo, totalmente gratuito, una comunicación sincera, un acuerdo en lo fundamental, que no se opone a una disconformidad respetuosa y amable. De ahí que él haga hincapié en la noción de «verdadera amistad», equivalente a amistad plena, la cual solo es posible entre quienes tienen por común amigo a Cristo, valor supremo, fuente de salvación y causa de felicidad.

La fuerza atractiva de la amistad hace de varias personas una, idea que le es muy querida y que repite con frecuencia; la amistad en Cristo hace comulgar a los amigos en la única alma de Cristo, en quien se comunican los bienes intelectuales, los espirituales e incluso los materiales. Esto fue lo que finalmente llevó a cabo en África tras su conversión, a imitación de los cristianos de la comunidad de Jerusalén. En cierto modo, era el estilo de vida esperado en el Agustín cristiano, después de un intento fallido en Milán y un ensayo feliz en Casiciaco. Podemos, pues, asegurar que Agustín no concibe la vida humana sin la amistad, a tal punto que a su carencia le seguirían las dos cosas que más le afectarían: el dolor y la muerte. Afirma también que la amistad y la salud son las dos cosas más necesarias para llevar una vida feliz.

Después de la introducción sobre la vocación universal a la amistad, el autor distribuye la exposición del libro en dos partes: la primera dedicada a la teoría y vivencia de la amistad en san Agustín, y la segunda, a los corresponsales epistolares amigos de Agustín. La Primera Parte nos ofrece una breve biografía de san Agustín bien trabada y claramente expuesta, enlazando sucesos del presente con recuerdos del pasado, focalizados en el denominador común de la vivencia de la amistad, lo que proporciona una amena lectura del libro. La Segunda Parte presenta los destinatarios de su relación amistosa, más intensa con los más cercanos y con distintos matices con los otros corresponsales, hombres y mujeres, según la condición y circunstancias concretas de sus interlocutores.

De la intensa correspondencia mantenida por san Agustín dan idea las trescientas diez cartas publicadas en la versión española de la página web de la Orden de san Agustín. Entre ellas, el P. Teófilo ha espigado los aspectos amicales sembrados generosamente por Agustín y sus corresponsales amigos. Diez de los interlocutores reseñados por el autor son personajes del entorno cercano de Agustín; otros cuarenta son varones, clérigos y seglares, civiles y militares, y varias mujeres.

Su relación con el obispo de Hipona, Valerio, que lo promovió al presbiterado y al episcopado, va cargada de afecto. Al obispo de Cartago Aurelio le expresa su agradecimiento por permitir que Alipio continuara en el monasterio de Tagaste. Con Paulino de Nola, mantiene una comunicación epistolar intensa y gozosa, añorando su presencia física. En la correspondencia con Alipio, lo declara «hermano del corazón» y su «otro yo» (lo mismo que con Profuturo). Otro tanto le sucede con Severo, cuya separación le ocasionó un profundo dolor. Posidio (primer biógrafo de Agustín) declara que tuvo la dicha de compartir con Agustín cuarenta años de una «dulce y concorde amistad».

A Jerónimo le testimonia su respeto y consideración; le hace saber su deseo de conocerlo personalmente y echa de menos su presencia corporal, que se la figura por la descripción que le hace Alipio, con quien se siente uno en el alma, aunque sean dos cuerpos. Le suplica que le escriba para acortar, por medio de la escritura, la distancia que los separa. Hay, entre ellos, algunas discrepancias, que, sin embargo, no atenúan el mutuo afecto.

A Cenobio le dice cuánto desea su compañía y lo añora en su ausencia. Con Nebridio, mantiene una comunicación espontánea y fluida, sin cortapisas; encuentra tanto deleite en leer su carta que le suplica que la próxima la alargue más; Agustín recuerda lo dulce que le resultó su amistad, que la muerte no ha logrado extinguir. A Romaniano, amigo de la infancia, trata de levantarle el ánimo maltrecho por un revés de la fortuna. Se preocupa por Licencio (uno del grupo de Casiciaco) para que retorne al camino de Cristo. Compadece la situación de Leto (que había vivido en el monasterio de Hipona) y le recuerda la dulzura de la comunión vivida entre los hermanos.

Al senador Pammaquio lo felicita efusivamente y le agradece de corazón el bien que ha hecho a la Iglesia en África, y le pide que, yendo más allá de lo que su carta le transmite, adivine, sin miedo a sobrepasarse, lo mucho que lo quiere. Se siente honrado por el amor del obispo Memorio y halagado por el interés que muestra por recibir algunos libros de Agustín. Reconviene a Dióscoro por su peligrosa intención de buscar la alabanza de los hombres en su investigación, y le encarece el camino de la humildad. Al militar Bonifacio lo aconseja, lo instruye acerca de la utilidad de su profesión y lo corrige de su desvarío.

Con el sacerdote pagano Longiniano, se establece una corriente de mutua estima desde el momento en que este le manifiesta que ama a Cristo y que se encuentra próximo a abrazar la fe cristiana. Agustín se siente cómodo en el intercambio epistolar con él tratando sobre la vida buena y feliz y sobre Cristo. También se congratula de haber alcanzado la verdadera amistad con Marciano por encontrarse próximo a recibir el Bautismo y le pide que lo tenga informado al respecto.

Para terminar, señalo algunos de los matices que aparecen en la correspondencia de Agustín con las mujeres. A Itálica le escribe para consolarla por la muerte de su esposo; a Sápida, por la muerte de su hermano; a Felicia la exhorta a que no se desmoralice por los escándalos del joven obispo Antonino. Se congratula por la consagración religiosa de Paulina, de Proba, de Juliana. A Paulina la instruye acerca del Dios invisible; a Proba le dedica un tratado sobre la oración de petición, en donde le dice que son dos las cosas que se pueden pedir por sí mismas: la integridad del hombre y la amistad, la cual alcanza a todos los que tienen derecho al amor y a la caridad, incluso a los enemigos; a Juliana le escribe sobre la teología de la gracia. A Felicidad (superiora de la comunidad) la anima a restablecer el orden y la paz en su comunidad. A Ecdicia la corrige por su decisión unilateral de consagrarse a Dios, enajenando buena parte de sus bienes, sin el beneplácito de su marido. En Fabiola (sierva de Dios y mujer influyente) descarga su pesar por la conducta de Antonino, y le pide que controle el proceder de este, procurando que no ocasione males mayores.

En su conjunto, el libro del P. Teófilo Viñas desvela el alma amical de Agustín, que aporta un matiz amistoso a las comunidades religiosas con que el santo obispo de Hipona enriqueció a la Iglesia de África y a la Iglesia católica.

MODESTO GARCÍA, OSA

Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

INTRODUCCIÓN

VOCACIÓN UNIVERSAL A LA AMISTAD

SON VARIAS LAS CIENCIAS HUMANAS —antropología, psicología, sociología y parapsicología— que coinciden en afirmar que toda persona humana lleva en lo más profundo de sí misma una vocación, más aún, una exigencia de comunicación con otras personas. Ello nos permite definir al ser humano como un ser esencialmente dialogal, diálogo este que va mucho más allá de una simple comunicación verbal con otra u otras personas, puesto que exigirá siempre una íntima comunión interpersonal de lo que cada uno es y tiene. Por eso mismo, hay que afirmar que el ser de la persona humana tiene que expresarse en un ser-con y su vivir en un vivir-con. En este mismo sentido, aunque no aparezca el término amistad, hay que interpretar estas palabras del Concilio Vaticano II:

La persona humana, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre una sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y lo capacita para responder a su vocación[1].

Efectivamente, esa vida social, a la que alude el Concilio, no puede quedar en un mero y frío respetarse las personas, sino que deberá concretarse en un trato amable con los demás, en la reciprocidad de servicios y en el diálogo con los hermanos. Queda bien claro, pues, que la relación interpersonal ha de ser cálida y amistosa, porque solo así, la persona humana alcanza a satisfacer esa necesidad, ya que esta ha adquirido rango de auténtica necesidad primaria y que, por lo mismo, tiene que ser satisfecha, si la persona no quiere ver frustrada su esperanza de felicidad, tan estrechamente ligada a la relación amistosa. También el otro, los otros, nos necesitan de la misma manera que nosotros los necesitamos. Después de tratar amablemente a cuantos se relacionan con nosotros, nos podremos preguntar quiénes son o pueden ser nuestros amigos más íntimos.

Que la amistad sea algo necesario para la vida fue afirmado con rotundidad por los viejos escritores griegos y romanos. Basten solo estos cuatro nombres: Platón, Aristóteles, Cicerón y Horacio. El primero, haciendo suyas las palabras que pone en boca de su Maestro Sócrates, dice: «Tan grande es mi deseo de amistad que prefiero un amigo a todos los tesoros de Darío»[2]; Aristóteles afirmará que «la amistad es lo más necesario para la vida»[3]; de él también es la definición de dos amigos: «un alma en dos cuerpos»[4]. Cicerón, por su parte, se expresa en estos términos: «Sin amistad no hay vida digna de un hombre libre» y «suprimir la amistad de la vida es lo mismo que eliminar el sol del mundo»[5]; finalmente, Horacio considera al amigo como dimidium animae meae (=la mitad de mi alma)[6]. Por tanto, si te falta el amigo, caminarás incompleto por la vida.

Y después de estos importantes representantes de la antigüedad greco-romana, defensores entusiastas de la amistad, llegamos a los grandes pensadores del mundo occidental de todos los tiempos (creyentes cristianos o no). Llama la atención, sobre todo, que todos ellos comiencen afirmando que la amistad es una exigencia de la propia naturaleza humana, al estilo de los viejos filósofos griegos y romanos. Con toda intención quiero comenzar citando a tres personajes de la edad antigua y medieval: San Agustín de Hipona, Elredo de Rieval y santo Tomás de Aquino; los tres comenzarán afirmando que la amistad es un bien natural.

De hecho, según san Agustín, «en este mundo son necesarias estas dos cosas: la salud y el amigo; dos cosas, que son de gran valor y que no debemos despreciar. La salud y el amigo son bienes naturales. Dios hizo al hombre para que existiera y viviera: es la salud; mas para que no estuviera solo creó la amistad»[7]. Para el cisterciense Elredo de Rieval, «la naturaleza dio origen a la amistad, la costumbre la fortaleció y la ley (divina) puso orden en ella»; y más adelante añadirá: «Nada hay más dulce y nada más útil que la amistad»[8]. Por su parte, santo Tomás de Aquino nos dirá que «en la sociedad humana es máximamente necesario que haya amistad entre muchos»[9].

Para los siglos XV y XVI son suficientes estos tres nombres: Alonso de Madrigal (‘El Tostado’), santa Teresa de Jesús y Fray Luis de León. Siguiendo muy de cerca a san Agustín, El Tostado comienza estableciendo que «la amiçiçia mucho es conveniente a la vida humana» y que «syn amigos non puede alguno bien y delectablemente bevir»[10]. Santa Teresa, por su parte, no debió de ser poco lo que ella se llevó de las Agustinas de Ávila, expresándolo en estas palabras: «Todas estaban contentas conmigo… Holgábame de ver tan buenas monjas»[11]; hermanas y amigas, así querrá también a sus monjas carmelitas; «aquí —dice— todas han de ser amigas, todas se han de amar»[12]. Fray Luis de León nos dice: «La vida más feliz que acá se vive es la de dos que se aman…, y es una melodía suavísima que vence toda la música más artificiosa, la consonancia de dos voluntades, que amorosamente se responden… El que ama y es amado no desea más de lo que ama, ni le falta nada de lo que desea»[13].

En tiempos más cercanos a nosotros, E. Kant es tajante en sus afirmaciones sobre la amistad: «Todo hombre cabal trata de hacerse digno de un amigo; de tal manera ello es así, que la amistad acaba siendo para él un auténtico imperativo categórico»[14]. De sorprendentes hay que calificar las palabras de L. Feuerbach sobre la amistad, aunque no diga nada de su necesidad: «Verdadera amistad sólo existe allí donde los límites de ella son observados con una conciencia religiosa, con la conciencia del creyente, cuando venera la dignidad de Dios. Sagrada es, y sea para ti la sagrada amistad»[15]. F. Nietzsche viene definido por Laín Entralgo como un descomunal apologista de la amistad: «La amistad —dice— es una constitutiva necesidad de la existencia humana»[16] .

Para la filosofía personalista (E. Mounier, M. Nedoncelle, M. Buber), la persona humana no puede ser definida sino en una dimensión de esencial alteridad, es decir, de una relación amistosa con una o más personas. Dice M. Nedoncelle: «La relación del yo y el tú entra como algo esencial en el ser mismo del yo»[17]. En esta misma línea hay que interpretar la conocida definición de Ortega y Gasset: «yo soy yo y mi circunstancia», es decir, yo no puedo ser yo si no estoy unido estrechamente a la circunstancia más importante y cercana: el otro, los otros.

Ahora bien, si esta necesidad de la amistad se afirma desde la simple consideración de lo que es el ser humano, ¿qué no será si este, además, es un creyente cristiano? Sabe este, o debe saberlo, que tal vocación la ha depositado Dios en lo más íntimo de sí mismo y que en la respuesta positiva a ella se descubre, más que en cualquier otra dimensión, en el haber sido creado a su imagen y semejanza. Ahora bien, si «Dios es amistad» (ad intra y ad extra), como afirma el citado Elredo de Rieval, parafraseando con acierto el texto de san Juan —Dios es amor (1 Jn 16), Dios es amistad—, el hombre solamente realizará esta imagen en la medida en que viva el amor mutuo, preconizado por Jesús en la noche de su despedida: Vosotros sois mis amigos (Jn. 15, 14).

Tampoco se pueden omitir, a este respecto, los testimonios de algunos autores de nuestros días. Entre los muchos que figuran en mi Florilegio, he aquí los que me parecen más significativos y elocuentes, en orden a mostrar la absoluta necesidad de la amistad en toda vida humana:

La amistad es algo grande y hermoso. Es, sin duda, algo indispensable para la perfección del hombre. Y, por tanto, no puedo concebir que un hombre sin amigos pueda ser perfecto. En todo caso, sé que será profundamente desgraciado[18].

Ignorar la amistad es una de las grandes traiciones a sí mismo y a los demás. Es darse la espalda a sí mismo, dar vueltas enloquecidamente para encontrar su propia cola, estrenar un infierno, ser radicalmente absurdo. Ahora ha llegado a decir la investigación humana lo que en definitiva hace mucho había dicho Cristo: Que os améis los unos a los otros (Jn 15, 17). La amistad es vocación radical del hombre y no puede ser él mismo sin construirla[19].

Si vivimos creando vínculos de verdadera amistad, otorgamos un valor inmenso a cada momento de nuestra vida; lo convertimos en un instante eterno, por así decir, y nos encaminamos hacia una plenitud futura que no podemos ahora vislumbrar[20].

Valiosísima, a este respecto, es la experiencia personal del psicoanalista Ignacio Lepp, el cual en el prólogo de una de sus obras nos manifiesta su propósito, como psicólogo y pedagogo, de persuadir a todos a «hacer amigos». Dice así:

Ya en mi primera juventud, gracias a la amistad, experimenté las alegrías más profundas y más puras, y me fue posible triunfar sobre numerosos obstáculos que obstruían el camino de mi vida. Si hoy, en la edad madura, continúo creyendo en el hombre y teniendo confianza en el porvenir de la humanidad, creo que es a mis amigos a quienes lo debo. Por otra parte, mi larga práctica en la psicología profunda me ha permitido verificar, en numerosos seres, el importante papel que la amistad es capaz de desempeñar en la promoción de la existencia, y comprobar la penuria de quienes se ven privados de ella.

Convencido, pues, de que la amistad representa uno de los valores existenciales más fundamentales, que puede hacer la vida de los hombres infinitamente más bella y fecunda, me propongo persuadir también de ello a todos mis lectores. Quisiera ayudarles a hacer amigos, a hacer amistades cada vez más fecundas, a encontrar en ellas cada vez más alegría creadora[21].

Indudablemente que una persona sin amigos no puede ser feliz, ni puede encontrar la salvación integral. Y es que no se puede pecar impunemente contra la propia vocación y pretender la felicidad por otros caminos; ya decía Lord Byron que «la felicidad nació gemela», refiriéndose a que han de ser dos, al menos, los que la compartan, precisamente como amigos. Es fácil que todo esto se acepte a nivel teórico, sin embargo, no serán pocos los que quieran vivir en soledad, en ausencia de diálogo, sin comunicación espiritual, y tampoco harán nada para dejarse ayudar y descubrir el gozo de una relación interpersonal, en clave de auténtica y verdadera amistad. ¿Quién quiere echar una mano? En esa línea va, precisamente, el recurso a san Agustín, «el Amigo» y «hacedor de amigos».

Ahora bien, si en la amistad se encuentra la felicidad, la búsqueda de esta ha de ser considerada también como otra de las exigencias más hondas en la vida del ser humano. Una cosa es cierta: si la amistad y la felicidad no son entendidas como las entendió san Agustín, es decir, abiertas a la transcendencia —a Dios—, quien las anda buscando nunca podrá encontrarlas del todo si prescinde de Él. En cualquier caso, dejemos que nos lo diga el propio Agustín. Y todo ello nos lo dirá ciertamente no solo con su palabra (teoría) sino, sobre todo, con su propia vida (praxis - vivencia).

Pocas personas en la historia de la humanidad habrán vivido de modo más elocuente y apasionado la relación amistosa y con ella la búsqueda y conquista de la verdadera felicidad como san Agustín. Hoy, al acercarnos a él, podemos tener plena certeza de que no importa que hayan transcurrido más de dieciséis siglos, desde cuando él nos lo dijo; sabemos que sus escritos y, sobre todo, el mensaje que brota de su propia vida, no han perdido ni actualidad, ni frescura, ni vigencia hasta nuestros días. Esto es lo que, justamente, esperamos mostrar en las páginas que siguen.

TEÓFILO VIÑAS ROMÁN

Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

[1] Gaudium et Spes, 25.

[2] Lisis, 211c.

[3] Ética a Nicómaco, VIII 1155.

[4] Diógenes Laercio, V, 20.

[5] Laelius de amicitia, XIII, 47.

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