Kitabı oku: «Memorias de una epidemia»

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Memorias de una epidemia

Teresa Gottlieb M.

Memorias de una epidemia

© Teresa Gottlieb M.

ISBN versión digital 978-956-402-016-7

Ilustración de la portada: Raquel Echenique

Diagramación digital: ebooks Patagonia

info@ebookspatagonia.com www.ebookspatagonia.com

Santiago de Chile, agosto de 2020

I

En la cocina, siempre tres papeles: qué hacer hoy, mañana, la próxima semana. El primero se llena de tachados, de borrones, de manchas, y termina, cuando le corresponde, en la basura. El segundo, un poco más preciso, incluye compras, llamados, urgencias, subrayados. El tercero, impecable, tiene solo tres títulos: lavar ropa, limpiar todo (como si todo pudiera resumirse), llamar a los más solos.

Un espacio después, sin días y sin fechas; un espacio tan en blanco que amenaza. Y al final, un final que casi no se lee, un “retomar” sin más explicaciones. Para cuando se pueda.

II

Cuando prohibieron las salidas a la calle, tenía en la despensa kilos de arroz, lentejas y garbanzos; doce bolsas de café descafeinado; ocho latas de salsa de tomate, catorce de atún sin aceite, dos de arvejas que nunca consumía y puré de castañas que tampoco. Para disimular, en la bodega guardaba papel higiénico para dos meses y medio, más o menos, y pilas incontables de toallitas húmedas, pañuelos de un solo uso y litros de litros de desinfectantes.

En el estante, varios kilos de frutos secos. En el baño, veinte botellitas de gel, cuatro frascos de champú y, lo que ahora ya no necesitaba, cremas para el pelo, siete en total de diferentes marcas.

Cuando finalmente prohibieron las salidas a la calle, se preguntó “¿Y las flores?”. ¿Qué iba a hacer sin flores a la entrada ahora que faltaban?

III

Todos los días a las nueve los vecinos se acercan al balcón y aplauden en un coro a los que están ayudando a los enfermos. Él es una silueta en la ventana, la luz al fondo, la noche por delante, tan elegante y fijo que si no fuera gato demoraría poco en desplomarse. Los aplausos se apagan. Él sigue ahí, escuchando.

IV

Después de la epidemia, los primeros aviones salieron con unos pocos pasajeros, los más necesitados. Al correrse la voz y en cuestión de unos días, los aeropuertos dejaron de ser un vacío sin eco, sillas vacías, pasillos transparentes. Volvieron los anuncios, reabrieron las tiendas.

Las azafatas empezaron a notarlo enseguida y se lo comentaron a los pilotos que, felices de estar de nuevo al mando, no le dieron importancia. La segunda semana, y a pesar de que no las apoyaban, tuvieron que informar de ese fenómeno. Después de retirar las bandejas de la comida en los viajes más largos, ya ningún pasajero encendía la pantalla. Los que iban de a varios en una misma fila, se sorteaban los turnos para quedar al lado de la ventanilla y, ahí, por unas horas o lo que hubieran acordado, se quedaban mirando la noche, buscando las estrellas, tratando de adivinar los nombres de las ciudades por las que pasaban. Los demás jugaban a las cartas o a las adivinanzas, juegos de niños como mirar las nubes, sorprendidos.

V

Las mañanas eran siempre de invierno, quizá porque a esa hora seguía estando frío, quizá por encontrarse de nuevo en el encierro. Por eso, bajó de los armarios varios chalecos que se iba turnando encima del piyama mientras paseaba la taza de café, ahora sin apuro.

A media mañana, empezaba a asomar un sol tranquilo que lo iba acompañando con un sabor de otoño mientras trataba de improvisar algo en la cocina. Era un otoño lento, como son los otoños; luz dorada y de lado, punteada por las hojas de los árboles.

De las tres a las siete volvía a ser verano y hasta era difícil leer en la terraza.

En las tardes, tenía que echar mano de nuevo a algún chaleco. Lo único que faltaba era la primavera, tan lejos todavía.

VI

Si no hubiera sido por los vuelos cancelados, hoy habría estado en otra ciudad, en un departamento de una calle triste por la que pasan pocos. Una calle olvidada, a espaldas del turismo y de los mapas, sucia, a la que solo llegan algunos solitarios que se juntan y se escuchan o no, comparten lo que pueden o un silencio. ¿Quién estará sentado ahora en ese banco de las tardes, sabiendo del peligro o sin saberlo?

VII

En la noche, incluso antes del toque de queda, las calles se quedan en silencio. En un casi silencio en realidad, porque no falta el vecino lejano que sigue con su música, el que estornuda como un desafío, el diplomático del sexto que habla con los amigos que lo escuchan desde su propio encierro a miles de kilómetros. Más tarde, solo quedan ladridos, los de los perros que pasean sin permiso o se pelean desde sus balcones por un lugar que no les pertenece.

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9789564020167
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