Kitabı oku: «Hierba mora», sayfa 5

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Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Marrubio (Marrubium vulgare)

Interrumpo aquí las recetas, por muy buenas que me parezcan, porque a veces es necesario en la vida pararse y poner en orden las ideas antes de continuar viviendo. Y recordé ahora el valor enorme del marrubio, una planta mágica, que crece en matas y da unas pequeñas flores blancas. Sus poderes son muchos porque es capaz de ser algo distinto a lo que parece y, como muchas personas que no pueden controlarse ante una situación de la que mucho esperan, la mata de marrubio nos engaña con su humilde aspecto de planta agreste y selvática, inusual en un jardín ornamental, para luego sorprendernos al liberar un fuerte aroma a manzana. Porque en natura, como en la vida, nada es lo que parece, y ni las flores del marrubio son manzanas ni hay manzanales que huelan tan fuerte e intensamente como el marrubio. Encontraréis esta plantita sobre todo en zonas soleadas, y por eso creo que estimula los apetitos y mejora los procesos digestivos cuando es tomada en infusión, que prepararéis haciendo hervir una taza de agua y añadiendo dos cucharadas de flores bien molidas. Mejorará el dolor de estómago, limpiará el hígado y aliviará los riñones. Yo la uso también por contacto, aplicándola como droga para las heridas, que entontece la piel y duerme los dolores, por lo que hace menos penosos ciertos días de las mujeres. Para muchas, que no solo sangran por el útero, sino también por el alma, en una herida de difícil curación, esta droga resulta ser tan mágica como su aroma promete, que manzana y mujer se llevan bien y en ocasiones han tejido grandes remedios contra el aburrimiento.

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Efectivamente él no andaba muy bien. Quizás había emprendido el viaje ya de medio lado y como a desmano y, de tanto predicar que no debía ir, acabó por creérselo. Pero de todos es sabido cuánto tiran un par de carretas, sobre todo de carretas reales. Y el filósofo acabó embarcando, que Christina le mandó un navío, con almirante y todo, hasta Egmond. Y no reparó en gastos Christina, que para llevar un hombre junto a ella mandó un barco de los de tres mástiles, un barco magnífico, que no pasó inadvertido a los entendidos en artes náuticas. El palo de mesana tenía la gavia cuadrada, tan eficaz para las empopadas, pero la verga de mesana sostenía una vela latina, lo mejor para navegar cuando el viento llega de proa. En pocas palabras, que soplase el viento de donde soplase, la apreciada carga del navío caería en los brazos de la reina. Ajeno a tanta preparación, el filósofo subió a bordo bien cargado de equipaje, que los marineros comprendieron de inmediato que un sabio no iba tampoco a viajar sin bastante ropa, que, aunque el hábito no haga al monje, en ningún convento aceptan al monje si no lleva hábito. Y tampoco iba a viajar un sabio sin sus escritos, los que aún estaba cociendo y los que servían para presumir, y sin los escritos de otros, a los que siempre se puede acudir para abrevar cuando hay sequía, y varios libros, y plumas, y tintero, y secante, e incluso atril. Pero, mientras los marineros acarreaban tantos fardos, al filósofo se le ocurrió bromear con la tripulación diciendo que venía tan cargado porque con él viajaba su hija Francine. Y los marineros lo creyeron, que no era cosa de negar, que bien podía viajar acompañado, además de que eso justificaría tanto bulto, que ya se sabe que las mujeres siempre se andan componiendo y, por más pobres que sean, todas hacen su ajuar, que aún no se ha quedado una sola sin casar por falta de paños; de modo que, en caso de viajar, es esperable que lleven más ropas de las que caben en valija alguna. Pero, como el ser humano se pierde por hablar, los marineros se morían por verle la hija al filósofo porque de todos es sabido que no hay francesa fea, y puesto que él era francés, tomaban a la presunta hija por francesa. Pues todos acecharon, y espiaron, y miraron fijamente y de reojo a ver si veían a la muchachita de las mil enaguas. Y nada. Y, mira tú, que tiene que ser interesante tener amores con una mujer con tanta ropa, que cuentan por ahí que ahora las mujeres ricas llevan debajo de las enaguas unos calzones, que no, que sí, que eso es imposible, que los calzones son de hombre, que no, que dicen que ellas están encantadas de cómo les lucen las piernas con la tal prenda. Que no, que sí, como te lo cuento. Que, si las mujeres llevan calzones bajo las enaguas, digo yo que será el fin del mundo, que ya nunca nacerán niños. Que sí, hombre, que si llevan calzones será para quitarse de encima a quien no quieren, mas podrán bajárselos, digo los calzones. Entonces… ¿para qué se los ponen? Pues no sé…, para que sí. Pues no lo entiendo. Que yo no lo creo. Y uno, que había sido criado de monseñor Batin, concluyó que esos tiempos en que vivían eran el acabose y que el fin debía andar cerca, que las mujeres, según su señor, que había sido deán, un auténtico santo, no se ponían los tales calzones para cubrirse, que se los ponían para turbar las mentes de los hombres castos con pensamientos escabrosos, que hay que ver qué sutileza gastaban en el mal. Y aunque esto era totalmente cierto, nadie le hizo caso cuando habló, que todos lo tenían por apocado y algo mentecato. Mientras debatían sobre causa tan alta como la decencia y necesidad de la prenda íntima femenina, el filósofo hacía cosas bien raras: salía a borda con extraños aparatos, lo mismo que si quisiese llevar él solo el barco. Y el almirante pasó, delante de una tripulación atónita y boquiabierta, de tratarlo como a un huésped de cierto mérito a arrodillarse a su paso, mentalmente y no con el cuerpo, claro, que los grados militares no le permitían ejercer tal gimnasia con civiles. Y todo porque el filósofo se paseaba con nuevos medidores del espacio, que dirigía directamente a las estrellas, y luego tomaba apuntes varios y se ocultaba otra vez en el camarote. Y eso le parecía sabiduría sin par al almirante, que andaba con ganas de saber qué hacía el filósofo. Hasta que, en una ocasión, cuando el almirante manejaba el astrolabio, el filósofo, serio, humilde, tranquilo, le ofreció sus mediciones, más ajustadas, procedentes de un aparato raro, hecho de un bastidor con dos ramas separadas en ángulo y una alidada móvil que resbalaba sobre un limbo graduado. ¿Que cómo? Pues así de sencillo, que con esta alidada que corre una sexta parte del círculo es posible encontrar rápidamente las coordenadas geográficas, en especial la latitud en que está situado el barco, midiendo la altura de las estrellas o del propio Sol. Y con esto fue bastante para engatusar al almirante, que con juguetes nuevos todos los niños hacen amistades. Como el filósofo le había brindado un sextante de flamante diseño, algo nunca visto, el almirante tuvo a bien corresponderle enseñándole a usar el astrolabio y la esfera armilar, y el filósofo, presa de una excitación semejante a la del escritor que quiere sorprender al amigo incluyendo un trozo de su historia en el relato, bajó al camarote y volvió con una réplica exacta del telescopio de Galileo, una auténtica modernez. Y dimes y diretes, hubo quien los vio mirando por el mismo ángulo, sonrisa de zampabollos en el semblante y la mano apoyada sobre el hombro del compañero. Y, así tiempo tras tiempo, esa debió de ser la travesía de la historia más marcada por los nuevos inventos, que unos se afanaron en entender para qué valían las bragas mientras otros se aplicaban con las novedades de la navegación, que, aunque todos hubiesen nacido libres e iguales, ya se sabe que la sociedad iba marcando a unos para destinos impensables para los otros. El asunto es que, en medio de la lectura de un calendario lunar de mareas, interrumpieron al almirante, que eso no se hace, preguntándole por la hija del filósofo. El almirante quería saber a qué hora serían las mareas del día 10 de noviembre y algo no iba ajustado en la medición, malditos aparatos, que ni que tuviesen alma, porque la complejidad de las mareas…, y ¿qué me venís a interrumpir ahora, cuando tengo que determinar el puerto de lectura?, que, ignorantes, ¿acaso no sabéis que hay un cierto retraso en cada puerto que conviene prever y calcular?, y ¿qué me decís de una hija?, quita, quita, ya lo dejo, que el almirante se quedó alelado, que él no sabía si el tal tenía o no hija, pero de lo que estaba seguro era de que a su barco no había subido nadie más. Y los marinos, cada vez más intrigados, deciden aprovechar una de esas incursiones del filósofo por el éter en las que medía los espacios interestelares y, alterados como andaban por la cuestión esa de los calzones, se cuelan dentro del camarote, que cualquiera adivina qué pretenderían hacer. Allí dentro, libros, ropas, todo un poco revuelto, nada que los asustase, encuentran una gran arca y no se sabe qué empujó a Pieter, el más encendido, que no se le ocurrió cosa mejor que forzarla. No, solo un poco, por aquí, y la tapa cede al fin con un ruido fantasmagórico y deja ver su macabro contenido: una mujer de madera, auténtica, grande, articulada, que parece una muchacha, con pelo y todo, como las santas de las iglesias católicas. Dios nos valga. O no, mejor que nos confunda el diablo. Este tipo es un pervertido, yo siempre lo vi raro. Que no, que no es eso, es una muñeca articulada, que seguro que tuvo una hija y se le murió y él se hizo una… una… ¿Una hija de madera? Pues sí, algo así como una hija de imitación, una réplica, una hija de mentira, que aquellos hombres, que habían navegado los siete mares, habían vivido motines, y galernas, e insurrecciones, y castigos militares y civiles, y trabajos duros, que no eran unos blandos de corte ni palacio, quedaron horrorizados de aquel cuerpo sin alma. Francine era una máquina. Los hombres quisieron arrojarla al mar pero aquí el almirante se interpuso y negó que se tratase de un objeto de magia negra responsable de la tormenta que acababan de pasar y de otras calamidades por venir, y dijo que su ilustre huésped podía traer consigo lo que mejor le pareciese, y que podía llamar a sus cosas hija o como le diese la gana, que él mismo, que estaba bien cuerdo y no era mago, quería a su barco como a un hijo y también le atribuía sentimientos, que el barquito a veces no podía, y otras iba sobrado, y embestía con fiereza, e incluso se ponía meloso cuando se le subía una dama encima. Que todos, aunque parezca que no, hacemos lo mismo. Y asunto resuelto, que donde hay almirante no manda marinero. La tripulación tuvo pues que achantarse y dispersarse todo cuanto permitía la eslora, que tampoco era tanto, y la travesía continuó con los marineros cantando obscenidades y otras brutalidades por lo bajo. El filósofo no dijo nada, aunque el incidente fue uno de los más tristes de su vida, puesto que al final venía a demostrar que todo, todo, absolutamente todo cuanto es mirado por un ser humano puede tener alma. Y eso no lo animaba nada, que contradecía bastante lo que él llevaba escrito. Que Francine, tristemente, estaba muerta y requetemuerta. Él lo sabía. Y como no había sabido ser padre, como no había sabido llegar a tiempo de despedirse de la niña, como no había sabido qué hacer con el recuerdo de la niña sin Hélène, que desapareció en cuanto la sepultó, se hizo una Francine de madera. En los cinco años que Francine vivió, él se había sentido animado por una segunda juventud, en la que escribió las obras que lo hicieron famoso y en la que todo cuanto empezaba llegaba a buen término, y repetía a quien lo quisiese oír que iba a vivir cien años. Cuando el reloj se paró para Francine, también se paró para sus anhelos de eternidad. ¡No! Que él creía en la vida superior del alma, lo único que le faltaba a Francine era un cuerpo; un cuerpo reluciente y fuerte, flexible, perfecto, lejos del cuerpo tosco y medroso, carcomido por la enfermedad que habían devuelto a la tierra. Y, si ese cuerpo de Francine, la autómata, llegase a hablar, le diría, «no pienso, papá, no pienso, que solo puedo repetir los mensajes que tú me dictas en ese disco que insertas en mitad de mi espalda», y entonces él tendría que acabar la frase lapidaria, y reconocer que, en no pensando, tal vez, la niña hubiera dejado, definitivamente, de existir. Aunque no es seguro, porque de la negación del antecedente no se sigue la negación del consecuente, ¿no es así?

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Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Polvo para secar las lágrimas y aclarar la visión

He leído en los escritos de los médicos árabes que las conchas quemadas son buen remedio para la vista. Con varias de estas recetas de los antiguos he preparado una muy mía que cuento a continuación. Cogéis conchas quemadas y perlas por horadar, que desecan las humedades de los ojos porque fortifican los nervios, y en cantidad de dos onzas para cada cosa. Luego añadís almidón y alcohol, en cantidad de una moneda de plata para cada cosa. Y después añadís agua rosada, tres pizcas, y tres más de una goma que se llama alcanfor y que nace en la India de un árbol tan grande que pueden estar a su sombra más de doscientos hombres, no me preguntéis si holgados o en qué postura, que digo yo que estarán un poco los unos sobre los otros, pero esto es lo que dicen los sabios para que resulte notoria la grandeza de tal árbol, y no nos perdamos más. Dicen que, mezclada con los colirios, esta goma de alcanfor es un soberano remedio contra cualquier mal caliente de los ojos. Junto al alcanfor, ponéis también azúcar candi, que es el más apreciado, obtenido por una evaporación lenta, como se obtienen todas las cosas importantes, lentamente y sin prisas, y se usa para hacer desaparecer las cataratas. De alcanfor y de azúcar candi ponéis un peso de media moneda de plata por cada cosa. Y yo, a este saber de los antiguos, añado que pongáis también en la receta un puñado de corazones de dátiles y otro de mirabeles, que son frutas semejantes a las ciruelas, que llegaron de las Indias orientales, y que se crían hoy también por aquí, e instiladas blandamente en los ojos, cortan la inflamación, clarifican la vista y enjugan las lágrimas intempestivas. De todas estas cosas molidas y pasadas por un tamiz muy tupido, ponéis el resultado en una caja, y seguidamente un paño de tafetán por encima con unas pesas. Y quien padeciese de lloros inoportunos habrá de alcoholarse los ojos y ya no llorará. Que a veces el viento frío, o el polvo, o los humos hacen a todos humedecer la pupila, pero hay quien tiene los ojos, así porque sí, atribulados y propicios a la llorada, y de aqueste modo bien la pudiera remediar. También hay personas que sobrepasan las emociones de los demás, porque, por más de ser humanas, las emociones no se dan en todos por igual, y hay quien anda toda la vida con las emociones desbordadas. A mí me han gustado siempre esas personas sensibles y emotivas, y mucho me enoja que otros les afeen que tanto y tan fuerte rían, o que tanto y tan a menudo lloren. Por eso, de formar parte de esos que los duros de corazón llaman llorica, llorón, llorador, no dejéis de ser lo que sois. Pero, como os fatiguéis de sus escarnios, contened las lágrimas con este ungüento que, aseguro y prometo, resguarda la manifestación visible del sentimiento dejando intacta la emoción, que es lo que importa.

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Carta de Descartes a monsieur Des Tûilles

3 de diciembre de 1649

Querido amigo:

Por la presente os deseo que Dios os guarde a vos, a vuestra familia y hacienda. Mi viaje fue tan duro como estaba previsto. Luego de una travesía llena de incidentes que me dejaron mal sabor de boca, llegué por fin a mi destino. Estocolmo es impresionante: hermosa cuanto puede ser, no encuentro aquí el jolgorio eterno de Ámsterdam, no es como ella un hervidero, pero sí se deja ver que es poderosa. Los suecos viven bien. No se descubren rastros de miseria, ni criaturas corriendo solas por las calles, ni pobres de necesidad como se ve a menudo en otros lugares que he visitado. La ciudad no está, como la vuestra, construida a resguardo del mar, sino hecha sobre él. Los primeros edificios se levantaron sobre una pequeña isla en el estrecho canal de Strömmen, entre el mar Báltico y el lago Mälaren y, desde ahí, la ciudad ha ido, con su crecimiento, ocupando una docena de islas a ambos lados del Strömmen. Esta visión acuática me ha sorprendido: en los Países Bajos contenéis las aguas con fuertes diques para que no se ensañen con los humanos; aquí, en cambio, todo parece flotar sobre las aguas. Supongo que esto tiene que influir en el carácter de las personas de estos dos países. Con todo, no puedo detenerme mucho en la explicación, que todavía no he tenido tiempo para conocer este nuevo entorno muy a fondo y, por lo tanto, os iré relatando mi experiencia a medida que el viaje me vaya dando nuevos motivos. Otra opinión, muy diferente, me merecen las gentes de estas tierras. La reina de Suecia, Christina, me sorprendió ya por carta con las muestras de su clara y notable inteligencia; la profundidad de su pensamiento me había hecho imaginar su corte como un lugar idílico. Si en algún momento mostré reticencias a aceptar la invitación que me hacía, mis escrúpulos nada tenían que ver con esta predisposición de mi ánimo a considerar muy positivamente el escenario sueco. A fe que me equivocaba. Este país es frío, y la belleza de su capital no logra ocultar que las gentes de estas latitudes se mantienen reservadas, poco propicias a regalar sus afectos. La corte, como todas las que he conocido, es un nido de serpientes mal disimulado por la cortesía. Un hatajo de intrigantes tiene tomado el palacio. Un tal médico Boudelot, paisano mío, que no amigo, domina un círculo de adeptos a la corona que ostentan todas las virtudes propias de los cortesanos: son hipócritas, holgazanes y repugnantes. Por encima, la reina, interesada por la comunicación con todos los pueblos del mundo, habla latín, francés, alemán, flamenco y, por supuesto, sueco, además de estudiar con esmerada dedicación el griego y, para tanta Babel le hacen falta, claro está, docenas de gramáticos. Hélas! Si algún oficio o profesión detesto es la de gramático: repiten como loros de Indias su corto saber, son amantes de la excepción más que de la regularidad y, dómines de colegial, se instalan en un conocimiento que nunca indaga. ¡Pero líbrenos Dios de las furias de un gramático si confundes una preposición con un adverbio! No, nada que pueda excitar nuestro entendimiento está en la gramática. Pues bien, no sé cómo describiros mi sorpresa al ver que la reina está rodeada de gramáticos: ellos dictan sus cartas y la informan sobre todo, como verdaderos consejeros. Por si fuese poco, no me gustó ser invitado a las tertulias cortesanas donde se me mira como al extranjero que soy, donde todos esperan de mí una gracia, un donaire de caballero que nunca llega. Bien sabéis vos que la de construir ocurrencias agudas no es virtud de la que pueda vanagloriarme y estos quieren poco menos que los agasaje con razonamientos ingeniosos en diatribas de juguete. Después de asistir a una de estas reuniones de máscaras, escribí al secretario de Su Majestad que no volvería, que les rogase que no me molestasen con este tipo de exigencias sociales que no sabía satisfacer. A pesar de esforzarme por disimular mi cólera con la máxima cortesía de que fui capaz, el propio secretario levantó sus ojos hacia mí, tras leer la carta que le presentaba, incrédulo. Siento decepcionarlos y lejos de mí pretender unos derechos que no me corresponden mas no he nacido para divertimento de damiselas de corte. Luego de dar a imprenta mi ensayo sobre las pasiones, pretendo, más que nunca, desarrollar una visión total de la esencia humana y preciso una concentración que no puedo tener entre alimañas. Para eso debo ser avaro de mi tiempo, cueste lo que cueste. Este es otro de los males que me afligen. Veréis: durante toda mi vida he trabajado de una forma peculiar, poco habitual quizás entre los estudiosos. Acostumbro a dormir diez horas, a despertar tarde y a levantarme más tarde aún, que mucho me gusta meditar en el lecho, entre el calor de las cobijas, una costumbre esta que adquirí en la infancia de niño enfermizo que viví y de la que mucho lamentaría tener que desprenderme. A mediodía como y después me ocupo del jardín y monto a caballo o recibo amigos. Solo al anochecer puedo comenzar a trabajar, a veces prolongando la labor hasta altas horas de la noche. Nada de esto me será ahora permitido. En su primera entrevista la reina decidió que las cinco de la mañana era la mejor hora para vernos, so pretexto de que, antes de dedicarse a las cuestiones políticas que la ocupan, tendría la cabeza despejada para las meditaciones que yo pudiese sugerirle. Fijó con tal naturalidad la cita, como si nadie viviese de modo distinto al de ella, con un respeto tal a mi saber, que le exigía una cabeza despejada, que no fui capaz de replicar nada. Nos vemos, pues, a eso de las cinco de la mañana, en un salón impresionante, frío como el hierro. Para reunirme con ella tengo que desplazarme desde un edificio anexo al palacio y, ahora que las heladas ya han hecho su aparición, no sé a qué temo más, si a resbalar y romperme las piernas en esta tierra ingrata o a que el frío me enferme los pulmones. Creo que no he hecho lo correcto viniendo hasta aquí. Como sabéis, mantengo correspondencia con otras damas de importancia. Elizabeth de Bohemia, por ejemplo, mujer de inteligencia brillante y naturaleza tranquila, lleva escribiéndome muchos años y nunca me ha incordiado como esta princesa sueca. Probablemente debería haber permanecido en los Países Bajos, que tan bien me acogieron durante veinte años. En cuanto me sea posible, daré vuelta a esta mala decisión y comunicaré a la reina mi nostalgia por esas tierras. Lo haré con suavidad. Percibo en ella una naturaleza doble: o está muy activa o permanece indecisa y melancólica; es inestable y algo le hierve por dentro, que parece metida a la fuerza en una autoridad que le gustaría evitar. Pero no sé si seré capaz de sustraerme a su poderío, que algo en ella me hechiza y no consigo hacer lo que quiero. Que yo no quería venir y he venido, no quería madrugar y madrugo, y mucho me temo que esta mujer me haya privado de mi voluntad. ¡Si hasta me asignó desde la primera entrevista la tarea de escribir versos en francés para un ballet y asentí con agrado! Cierto es que la música siempre me ha gustado y tal vez haya llegado el momento de dedicarle un tiempo, pues desde la juventud he ido abandonando un poco este noble arte. Pero no me negaréis que he caído bajo: ¡trovador y tutor de la reina y, al tiempo, incapaz de rebelarme a sus deseos! Estoy subyugado y no es para menos, que los escasos tiempos que paso con ella, cuando sus obligaciones y su corte de gramáticos le permiten un momento para sí misma, son auténticamente gloriosos. ¡A fe que solo por causa de ese corto tiempo todavía permanezco en este país de osos, donde todo son rocas o hielo! Puedo aseguraros que nunca nadie me ha turbado de la forma en que ella lo hace. Le da vueltas a todos mis argumentos y, aunque me respeta, no sigue en absoluto la filosofía que yo imparto. Si Elizabeth de Bohemia se duele muchas veces de carecer del tiempo necesario para la introspección que el método de que soy autor prescribe, ella pinta en su cara una risita burlona y aduce que su pensamiento es, más bien, el de una ascética. Y su afición por los gramáticos tiene aún otra traba: la singular y desmedida inclinación que profesa hacia los griegos. Que la reina se me revela como una experta en textos oscuros y poco conocidos de los antiguos, desde los presocráticos hasta los epicúreos, textos que la mayoría de los hombres letrados desconocen y entre los cuales ella se maneja con soltura. No tengo nada contra su apego, pero no quiero que me influya o que me exija mantenerme acorde con una tradición que siempre he rechazado. Como sabéis, he evitado meticulosamente en mis trabajos citar a este o aquel sabio, que el conocimiento científico no debe nunca someterse a las opiniones de las autoridades, gentes ya muertas, que no pueden por tanto juzgar el grado actual de desarrollo del conocimiento. Que ni Aristóteles ni Galeno, por poner un ejemplo, conocían los trabajos de Harvey, así que mal se puede rastrear en ellos unas palabras que casen con lo que hoy sabemos acerca de la circulación sanguínea. Pues Su Majestad me importuna ahora en mis disertaciones matutinas, que hago somnoliento y muerto de frío, para decirme: «¿Este un tal astrónomo a que os referís en este texto es Copérnico?», «Y este que aludís en este otro fragmento… es Galileo, ¿verdad?». Que a veces no sé si quiere escuchar lo que yo le puedo enseñar, o si quiere indicarme las lindes de los territorios adonde nunca llegaré con mi exploración. Me informaron de que, desde niña, ha insistido en que personas sabias a su servicio le entretuviesen las horas perdidas con lo más curioso de las ciencias, y su espíritu, ávido de conocerlo todo, demanda continuamente información. No pasa un solo día sin que lea algo de la historia de Tácito, que ella llama «una partida de ajedrez». Para mi sorpresa, este autor, que da que pensar a los más sabios, le resulta inteligible incluso en los pasajes más oscuros y, allí donde los doctos paran, dudando sobre el sentido de las palabras, ella resuelve la expresión justa con maravillosa facilidad. Finalmente, le gusta en extremo tratar cuestiones problemáticas con mentes ligeras que mantengan posturas enfrentadas y nunca da su opinión hasta que todos los presentes hayan hablado, y habla en tan pocas palabras, y todas tan bien razonadas, que su opinión parece más bien un juicio formal y positivo. Y eso le viene de que aborda cualquier cuestión con luces y sin prisas y, cuando habla de algo, reflexiona mucho antes de decidirse. Nunca pensé conocer a nadie semejante, y os digo esto porque me sorprenden estos sentimientos, que, como bien sabéis, vos que me conocéis y a quien con honor puedo llamar amigo, no soy hombre dado a concupiscencias ni a vanos amoríos. A pesar de esta atracción, o precisamente debido a ella, me siento triste en Estocolmo, al lado de esta mujer magnética e inteligente, en este espacio frío y hermoso, cuando todo aparentemente me sonríe. No sé por qué razón acude a mi mente una y otra vez la idea de la muerte, que es también magnética y fría, como la reina que estoy siempre deseando ver. Y, si nunca me ha gustado tener pensamientos lúgubres, ahora la muerte me repele como nunca, que se diría que mi turbación se parece demasiado al miedo para no recibir tan mal nombre. No os fatigaré más con mis cuitas; solo una cosa quiero añadir. Antes de dejar los Países Bajos, oí hablar largamente de la libertad de costumbres de la reina. Pero, luego de dos entrevistas con ella, ya creo conocerla bastante para osar decir que se ve adornada de más virtudes de las que la fama le atribuye. En las últimas semanas he tenido por varias veces ocasión de defenderla colocándome espontáneamente contra los chismorreos que, incluso aquí, en su casa, la asedian. Puedo dar testimonio de la virtud tan alta y excelente de esta admirable reina, tan alejada de las debilidades de su sexo y tan absolutamente dueña de sus pasiones. Es, con seguridad, la mujer más atrayente que he conocido en toda mi vida. Por eso temo no saber controlar y dirigir este sentimiento, ¿me entendéis vos? Pues será el mérito vuestro, que ni yo mismo me entiendo. Recibid con esta misiva la amistad toda de vuestro muy leal,

R. D.

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9788416537709
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