Kitabı oku: «La venganza, ¡placer de dioses!», sayfa 2

Yazı tipi:

IV

Por la mañana, mientras desayunan, Carlos comenta con Simón la pesadilla que tuvo durante el largo tiempo de inconsciencia provocada por el fuerte golpe recibido en la cabeza.

—La nebulosa me atacó, asomó las garras y aprovechándose del sopor me jugó una mala faena estrellándome contra el frío y la lluvia del pasado —termina así la reflexión.

Simón le aconseja que mejor lo olvide. Que la guerra ha terminado, la Civil en España y la Mundial —por segunda vez— también.

—Hay impactos que no se diluyen. Cuando la historia personal queda escrita en las páginas de tu piel no existen ni el olvido ni el perdón.

Y se deslizan en la charla mientras esperan en la antesala de la comisaría a donde han llegado caminando; quedaba cerca del hotel. En Sevilla, a donde se quiera llegar, se llega mejor a pie que en cualquier transporte. Ahora aguardan a ser llamados para denunciar formalmente lo ocurrido en la taberna La Damajuana. Después de un silencio que quizás no duró tanto, Simón le da a su amigo la última noticia del día.

—Terminan de asesinar a Gandhi. Lo escuché hace un rato en la radio.

—Eso ya se veía llegar, son demasiados los intereses creados en el mundo de chiflados en que vivimos. ¡Cuánta locura, Dios mío! Esta es una época donde la cólera de los imbéciles se corona. Y lo más terrible es que nos instalemos en ese frenesí con la misma naturalidad con la que nuestros pulmones respiran —le contesta Carlos a Simón y callan un buen rato.

Al fin se abre la puerta del despacho y aparece el comisario que los recibe para cuestionar, ya que no logra entender el percance, ¿cómo es posible que dos caballeros como ellos, hayan ido a parar a ese lugar tan poco recomendable: La Damajuana?

—Si no es una taberna aceptable para la gente de la ciudad, mucho menos lo es para los visitantes. ¿Qué se les ha perdido en un tugurio así? La parroquia que asiste ahí es de mala calaña: carteristas, borrachines de tercera, vagos, asesinos, vagabundos, contrabandistas y espías venidos a menos.

Después de una machacona entrevista con los denunciantes, el señor comisario da por concluído el interrogatorio aunque no lo terminaron de convencer. Costó trabajo hacerle creer que ellos solo eran turistas, desde luego, mal aconsejados por algún bromista que intentó pasarse y lo consiguió. Para los dos camaradas la mentira es el pan de cada día, así pues, no significó gran esfuerzo el conseguir que los llevasen hasta la misma puerta del hotel y por cuenta del propio Estado Español. Una vez ahí deciden no subir a la habitación y se van al bar; es la hora del aperitivo.

—Necesitamos un trago —sugiere Simón.

Después lo lógico, las dudas empiezan a fugarse. Carlos se mira la mano izquierda. El vacío que dejan los dos aros en su dedo anular le duele en el hígado hasta rabiar, gritaría si en vez de encontrarse ahí estuviera en algún lugar donde nadie lo juzgase. Pero repliega las ganas y solo murmura.

—Me cuesta entender la violencia innecesaria. ¿Por qué agredirnos? Asaltarnos, quitarnos el dinero, los relojes, y lo que más me revienta, las sortijas de matrimonio de mis padres. Más, es mucho más lo que me han robado, esos dos anillos son mi biografía, lo único que me quedaba para no olvidar quién soy. ¿Por qué ya no los tengo?

Simón no le responde. Sin embargo, los recuerdos para Carlos están más vivos que nunca…

En Berlín tomó las alianzas de entre los escombros y guardó un silencio de espanto al mirar el mapa que tenía en frente: restos de ropa pegada a muñones humanos que pertenecieron a su familia, de eso no le quedaba la menor duda. Haciendo un gran esfuerzo caminó como pudo entre las ruinas tratando de armar las “piezas” igual que se arma un rompecabezas, ayudando así a que las estadísticas designaran el número de cadáveres habidos después de que los nazis bombardearan la ciudad apenas hacía unas horas.

Es como si todo acabase de suceder, ¿verdad, Carlos? El cáliz que te aprieta el corazón no desaparecerá jamás. La imagen de las bombas lloviendo en picada sobre el edificio de cuatro plantas donde naciste no te permite descanso. Evocas una y mil veces el desmorone de lo que fue tu hogar, hecatombe retratada para siempre en el álbum de tu vida desde el primer momento que lo miraste todo, oculto en aquel agujero donde te escondiste al oír la sirena tocando a refugio.

Dos sortijas; una por aquí, otra un poco más allá. Así fue como las encontraste, dos alianzas que estuvieron unidas por casi cincuenta años brillaron frente a tus ojos asomándose entre la tierra del jardín o de lo que de él quedaba, cerca del huerto donde el abuelo se entretenía sembrando frutas y flores. “Algo hay que inventar para no salirse del vivir, hijo mío, ya lo entenderás cuando seas mayor.”

Y así sucedieron los hechos, Las argollas llegaron a sus manos con la sencillez de lo natural. Veinte minutos y se acabó: Carlos dejó de ser nieto, hijo, hermano, tío… de testigos dos trozos de metal quemando su genio, dos aros grabados por dentro, dos iníciales intercaladas, las de sus padres…

En este momento su rostro, igual que la nieve, transparenta finos hilos morados, ríos de sangre envenenada.

—Y todo al garete, ¿por qué?

El ataque sensible estalla en medio de aquel desconcierto para terminar exclamando enfurecido.

—Es la sinrazón. La barbarie colectiva alimentada con música marcial y patriotera que embruja, deslumbra haciendo crecer las filas de la intolerancia. Mala yerba para los caudillos, los caciques prepotentes que subyugan al mundo ungidos de democracia. Socialistas, comunistas, liberales, conservadores… La política es una mierda rebozada de blanco merengue con el que impregnan sus cojones los Colosos de la Soberbia —sigue vaciándose el hombre ahora vencido, humillado—. ¡Traidores!

Quizás llegó a gritar ido de ira durante muchas de sus noches desengarzadas. Lo cierto es que pasado el caos, el huracán que zarandeó su historia personal lo hizo romper con el Führer y cambiar de bando uniéndose al enemigo: ¡La Resistencia Francesa! Tales aconteceres sucedieron justo en el momento preciso en que Hitler se encontraba en la frontera franco-española de Hendaya, pavoneándose por tener a Francia en su poder pero… volvamos a Sevilla, al bar del Hotel Alfonso xiii.

V

Los detectives se han quedado solos, las personas que había en el lugar cuando ellos llegaron ya no están.

—Habrán ido a comer, la hora es la apropiada —dice Simón, sentado en el Berger de cuero negro que hace juego con todos los sillones del soberbio bar. Respetó el dolor del amigo guardando silencio, sin embargo ahora ha llegado el momento de romperlo y lo hace; se acerca a la ventana y mira mientras comenta.

—Es verdad lo que contó el taxista. A pesar del invierno, el perfume de las rosas del parque lo impregna todo. Desde aquí se observan hermosísimas.

—¡Clavelitos! ¿Quién quiere claveles? —se filtra la voz de la mujer por la ventana y Simón, que la reconoce, sale corriendo para alcanzarla. Una vez que la tiene bien sujeta del brazo le espeta:

—¿Qué sabes tú sobre “el gato negro”

—“Quillo”, lo que todo el mundo. Qué es muy traicionero y cuando tira sus garras, fulmina.

—Eso me lo vas a explicar más despacio ¿cómo te llamas?

—Carmela.

Y a rastras lleva a la gitana hasta el bar del hotel, donde Carlos espera el resultado de la “cacería” emprendida por el compañero.

—Desde que ella apareció en la estación, la curiosidad no ha cesado de acosarme.

Le hace notar a Carlos que hay algo en esa mujer que lo engarabita. Quizás no sea casualidad lo de la gitana y sus claveles.

—Es lo primero que nos saltó a la vista en cuanto pusimos los pies en esta ciudad. Y también sorprende muchísimo la frase que te dirigió al despedirse.

Después de escuchar a su amigo, parece que el detective reacciona. Observa a la gitana de arriba abajo, despacio, mientras ella, apretando los claveles contra su pecho, tiembla como un farolillo de papel en la verbena. Él ve en esos ojos una sombra que podría jurar ha visto antes pero no da…

—¿Será su mirada taladrante?, ¿ese color negro aceituna?

A la gitana parece que le ha comido la lengua el gato. El gato negro ¿por qué? Sigue en sus trece el compañero de Simón mientras este insiste en que Carmela le dé explicaciones.

—Estoy seguro de que nada de lo que nos ha sucedido hasta ahora es obra de la casualidad. Empieza a contar todo lo que sabes o llamaremos a la policía —amenaza un Simón desconocido para todos menos para Carlos, quien ya sabe de sus arranques de ira y otros mucho peores, los cuales, supone, no sacará de la maleta por tratarse de una mujer.

Carmela está verdaderamente asustada. Al azuzarla enfurecido, ha hecho que los flecos del mantoncillo se enreden con uno de los botones de su camisa y al dar el tirón para soltarla se le arranca. La mujer, en el suelo donde ha ido a parar por causa del forcejeo, llora sin consuelo a la vez que se disculpa diciendo que ella lo único que sabe es que…

—Cosme me ofreció dinero si le entraba al negocio o, lo que es en sí, hacer lo que he hecho.

Mientras todo esto sucede, Carlos se topa con un detalle que le resulta muy inquietante, sin embargo, decide guardarse el comentario.

El frío del atardecer parece cortarles la cara, caminan de prisa. Llevan los cuellos de los abrigos subidos hasta taparles la nariz y aun así, el viento pega inclemente, aceleran el paso; oscurece, Simón extrae del bolsillo el papel donde apuntó la dirección que le sonsacaron a la gitana, bajo amenaza de cárcel si no cooperaba en el caso que está siendo investigado por la Oficina de Alta Seguridad del Estado Español, y también por la interpol. Ella, deshecha en excusas, les dio lo que pedían: las señas del domicilio donde habita don Cosme.

Y es así como llegan frente al portón, se ve entreabierto: se ve pero la realidad es muy otra. Está entornado porque solo cuenta con media puerta de encino enmohecida, tapizada de pequeños huecos donde seguramente espabila la carcoma. Simón dice leyendo el papel que sostiene su mano:

—Tenemos que subir hasta al quinto piso a la derecha, según pone aquí. Ahora solo hace falta que el vejete embustero esté en casa.

Mientras van escaleras arriba, callan; escaleras, por cierto, que en mejores tiempos fueron blancas, pues aunque no hay luz, la poca que se cuela por las estrechas ventanas en los descansillos deja entrever, por los rincones, el mármol del suelo que guarda celoso su blancura, debajo de la espesa capa que se ha formado a falta de jabón, estropajo y lejía Dios sabe desde cuándo.

¿Casualidad? Pudiera ser. La destartalada puerta de la derecha en el quinto y último piso también se encuentra abierta pero, a diferencia de la del portal, aquella se haya de par en par. Los dos compañeros intercambian miradas mientras coinciden al comentar que es muy raro que con el frío que hace, la entrada se encuentre así.

—No es lógico, a no ser que haya bajado a comprar vino a la bodega, vi que hay una enfrente y aún no cerraba la persiana pese a que son más de las siete de la tarde.

Desde el umbral, Simón pide permiso para pasar, al ver que nadie responde deciden entrar. Buscan el interruptor de la luz, sin embargo no sirve de mucho, al prenderlo no ven gran cosa. A pesar de la penumbra distinguen un destartalado mueble con platos y cubiertos tirados encima, una alacena sin cristal; el espejo que corona aquel trasto está rajado en una de sus esquinas como si le hubiesen dado un fuerte golpe. Este hecho distorsiona la imagen de lo que refleja, convirtiendo aquella pequeña sala o comedor, o lo que quiera que sea, en un cuadro grotesco. En frente del espejo se encuentran una silla y a su lado un perchero con una bufanda roja y un abrigo negro colgados de mala gana.

Desde la puerta, además del salón de la entrada, se ve un pasillo corto que desemboca en un balcón, no están muy seguros de esto porque desde donde ellos miran se ve poco. Lo atraviesan y ven que sí, que en efecto se trata de un balcón pequeño que da a la calle. Llegan al final del pasillo cuando un gato brinca cerca de sus caras huyendo y logrando su fin: sorprenderlos.

—¡Quita, bicho!

—Solo es un gato —advierte Carlos sacudiéndose la sombra del animalucho con las dos manos mientras ve que Simón se ha puesto pálido del susto.

La luz de un atardecer lento es la única que alumbra la pequeña estancia dueña del balcón donde, se supone, termina el departamento. A la entrada advierten la puerta de la cocina, pero el dormitorio no existe. Ahí, donde ellos están, no hay ninguna cama ni nada que se le parezca, solo un sillón forrado con una tela de cuadros escoceses y, al lado, una mesita pequeña con una estampa del Cristo del Gran Poder; encima papeles arrugados y rotos; también hay un cenicero lleno de colillas.

—Este cigarrillo aún humea —comenta Simón sentándose en el sofá. Nada más hacerlo el respaldo se le viene encima y también un bulto; ambos dan contra el suelo, el bulto y él; todo esto crea un ruido estrepitoso gracias al cual Carlos, que se había separado para asomarse a un cuarto cerrado, regresa rápido para encontrarse con un panorama sorprendente: en el suelo, salpicado de claveles rojos, permanecen inmóviles dos cuerpos, uno encima del otro por espacio de ¿qué sería?, cosa de segundos, ya que enseguida Simón se asoma por debajo de “aquello” que tiene encima y se libera incorporándose ayudado por Carlos, a quien lo disparatado de la escena lo deja confundido. El otro cuerpo está boca abajo en el piso y sin aliento, al menos esa es la impresión que da. Ellos no saben qué decirse, tampoco qué hacer.

—Si solo fuese un desvanecimiento habría que llamar a una ambulancia.

—Y ¿qué tal si lo que sucede es que esa hechura ya no respira y no volverá a respirar?

—Es el viejo —dice Carlos al observar la espalda enjuta del hombre que está ahí quieto, tirado de frente contra el parqué sin brillo. Saca un pañuelo del bolsillo del pantalón para darle la vuelta a Cosme quien, así es, está sin aliento como lo están todos los que se mueren.

—¿Qué hacemos?

—Marcharnos de aquí enseguida —contesta Carlos mientras mira los claveles por el suelo, claveles rojos, para terminar afirmando que la situación resulta infantil.

—Quien quiera que sea el que esté metido en tal zafarrancho quiere involucrar a la gitana de una forma evidente. Ningún asesino deja huellas tan obvias.

Es Simón el que comenta. Carlos se cubre la mano con el pañuelo, y abre los cajones del mueble que hay en el cuarto de baño, con la sola esperanza de hallar algo que aclare lo que les está pasando en Sevilla. Sin embargo el empeño es nulo.

—No hay pistas. Nada sospechoso; por no haber no hay ni sangre, ni balas, ninguna puñalada —dice Carlos.

—Pero la colilla del cigarro todavía echaba humo cuando llegamos. Y los claveles ¿Qué significado tienen los claveles y para quién?

—¿Por qué mezclar tantos elementos que nada tiene que ver con la historia que Soledad nos ha relatado? Se trata de encontrar al hijo perdido y nada más.

—Quién sabe los motivos que haya tenido ese infeliz para desaparecer a los ojos de su madre, ¿no te lo preguntas?

Carlos asiente con un gesto de cabeza dando a entender que aquello no tiene sentido alguno.

—Quizás lo ocurrido a Cosme sea cosa de un colapso, en fin, que se ha muerto así, sin más. No hay huellas de violencia…

El detective interrumpe las palabras de Simón para sugerir que lo que hay que hacer es marcharse de allí rápido, lo que sea sonará. Ellos nada tienen que ver con lo ocurrido y será más conveniente no involucrarse.

—Esto es asunto de la policía. Salgamos.

—Tienes razón, vámonos.

—Espera, aquí hay algo.

Y antes de salir de aquel quinto piso a la derecha, del portal número 6 de la calle Del Laurel, Carlos se agacha para arrancar del puño bien apretado de la mano izquierda del cadáver, una hoja de papel donde con una letra que ellos dos reconocen, están escritos el nombre de Carmela y un número de teléfono, el nombre del desaparecido que tienen que encontrar y las señas de su madre en Barcelona. Al final hay una posdata: “Dígales a los detectives que se presenten aquí cuanto antes.” El principio de la nota resulta ilegible, las letras se han partido, el trozo de papel que guarda el puño de Cosme no lo pueden rescatar.

—Importa poco, no creo que descubra nada ese trozo de papel. Además es tan solo un pellizco lo que le ha quedado.

Y Carlos muestra la hoja, misma que en efecto, se ve casi completa. Sin entretenerse salen de la casa cautelosos.

La noche ya está en la calle. Es cómplice del misterio que ellos se llevan.

VI

Si se pudieran entender los gestos de las personas sabríamos lo que Soledad piensa sentada en ese banco de madera, cuando con marcada lentitud da de comer a las palomas o como hace un rato, que levantó su falda porque al sentarse rozó el suelo y no lo notó; igualmente el porte que dibujan los brazos al reunir con las manos esos mechones de pelo que le caen al desaire sobre la nuca. Además, ¿qué dicen sus ojos chispeantes de furia? ¿Recogen sus lágrimas para hacérselas tragar de nuevo? Ella y sus gestos frente al pícaro teatro en la Avenida del Marqués del Duero dicen mucho al buen entendedor.

En este instante la mujer abre la bandolera que descansa a su lado sobre el banco y saca un papel que se ve azul grisáceo, el tono de los telegramas, y lo vuelve a leer:

El viejo ha muerto. El forense dictaminó infarto fulminante.

Ellos van camino a Barcelona. Fracaso de objetivo. Lo siento,

besos, Amada.

Amada es la única persona en la que Soledad confía desde que tiene memoria. La solapó de pequeña en sus correrías, de adolescente la ayudó a comprender muchas cosas que a su madre nunca se atrevió a preguntar. De recién casada estaba ahí si la necesitaba, sus consejos siempre tan oportunos. Era soltera pero sabía sobre la organización familiar, no en vano quedó al frente de la suya al morir la madre cuando contaba con escasos quince años y cinco hermanos. Al tomar “los nacionales” el poder, en el hogar de la joven sonó el cornetín de la desbandada: los dos mayores fueron encarcelados por anarquistas, la hermana había muerto de tuberculosis poco antes de terminar la guerra, y los otros dos lograron cruzar la frontera. Tales desventuras hicieron que se unieran aún más, haciendo sus desdichas propias.

—Pobre, he de ayudarla hasta que mis fuerzas me lo permitan —se dijo cuando todos los cielos cayeron sobre el destino de su entrañable Amada. Por ese entonces ninguna de las dos podía imaginar que la vida les sería tan adversa.

Lo cierto es que ella siempre acude si la amiga la necesita y desde que la guerra ha finalizado, las dos mujeres se amparan una en la otra para resistir y también, por qué no decirlo, vengar las canallas consecuencias que hoy las paralizan.

—¡Si al menos el tiempo pudiera detenerse! —es Soledad hablando sola, como dicen que hacen los locos.

—Toqué el cielo con las manos, es hora de escarbar en el infierno. Una y mil veces lo intentaré. El que a hierro mata a hierro ha de morir. Sí lo es, ya lo creo que lo es, la venganza es placer de dioses y necesito beber de esa hiel. Todo pudo ser tan diferente si las circunstancias no hubiesen cambiado… Carlos, Simón, vaya par de crápulas, ¡quién se lo iba a figurar!

Termina de censurar la mujer ahí sentada frente al Molino Rojo del Paralelo. Simón es amigo de la familia desde que Soledad recuerda y también, según la madre de esta, presumible pretendiente.

—Es muy culto, cualquier chica bebería los vientos por él.

—Pues yo no soporto sus aires prepotentes.

Contestaba la joven Soledad cada vez que mamá se dejaba caer con el tal sonsonete. Sin embargo no dudó a la hora de ir a pedirle ayuda y Simón la escuchó… ella revive la escena:

Necesitaba apoyo y acudió en busca del amigo, pues le comentaron que él, desde que “los nacionales” fueron ganando terreno, ostentaba un alto cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

¡Tiene tan vivas aquellas escenas!

—Guerra, maldita guerra —dice Soledad mientras se sienta— perdona, sé que estás muy ocupado, pero no encuentro a nadie que pueda atender mi problema.

—Cálmate —contesta este mientras también toma asiento— si puedo hacer algo por ti, cuenta conmigo.

Ahora que lo tienes enfrente no sabes por dónde empezar. Vence escrúpulos, ¿a qué le temes?

El sillón que él ocupa lo hace verse imponente, a pesar de que guarda una línea que los separa: la gran mesa rectangular del amplio despacho. Soledad no se lo explica, no puede evitar la fuerte lluvia de temores que la invaden; dentro de su lógica no hay ni motivo ni tiempo para el miedo, aun así, empieza a saborear la amarga desnudez de la indefensión. Aquella atmósfera severa, el olor a humedad que desprenden sus paredes forradas, de lo que en otros tiempos podrían haber sido libros, pero que hoy enlistan gruesos archivos desangelados, la marea. De la pared que Simón tiene a sus espaldas cuelga un retrato del Generalísimo:

“Francisco Franco Bahamonte Caudillo de España por la Gracia de Dios”.

Desde el lienzo, el general parece recriminarla por sus intenciones, o al menos es lo que la mujer percibe, sin embargo a ella no le importa, necesita ayuda y la va a conseguir. Se remueve en la silla, acomoda el desgastado bolso sobre sus rodillas, dirige la mirada hacia Simón e intenta expresarse pero no lo logra, las palabras no le salen. Un aire de mal augurio le aprieta el ánimo.

—Soledad ¿te encuentras bien? —la voz de él corta el hilo de los malos presagios en la mente de la mujer, quien se ubica en seguida.

—Perdona… es que no sé por dónde empezar.

—Por el inicio.

—Tienes razón, estoy tan aturdida. Verás… —insegura comienza a hablar hasta que la pasión se la lleva.

Simón la deja explayarse. Ella cuenta el viacrucis que está sufriendo al tener que ir de cárcel en cárcel, de una comisaría otra, por los retenes… en fin, ha visitado infinidad de lugares y siente que ha sido en vano. Sebastián no aparece.

—Tú eres mi última esperanza.

El amigo le agradece su llaneza y le pide que siga dándole datos de lo ocurrido, cuantos más, mejor. Ahora, algo más serena, comienza a explicar con detalle lo sucedido allí, cerca de la frontera de Portbou, cuando ella y su marido derraparon con la moto.

Según anotó aquel funcionario, Sebastián Llorente Palau era capitán de la policía motorizada del régimen contrario. Eso estaba claro, y fue parte fundamental en los datos que quedaron asentados en su expediente.

—Yo —sigue Soledad— fui puesta en libertad al poco de apresarnos. Cuando esto sucedió nos llevaron, por lo que pude apreciar, a una Masía ahora convertida en cuartel de la Guardia Civil; a mí me sacaron de allí rápido y eso es todo lo que ocurrió. Tres días con sus noches estuve pegada a la gran verja que tienen a la entrada de aquella casona, rodeada por densos muros de piedra. Camiones repletos de soldados iban y venían con bastante regularidad: “Seguramente en uno de ellos se han llevado a su marido, señora; le vuelvo a repetir que ya no queda ningún detenido.” Me dijo el joven guardián que vestía el uniforme militar y que junto con otros tres vigilaban los accesos.

Soledad rechaza el coñac que Simón le ofrece para seguir hablando.

—Por más que pregunto nadie sabe nada, para ellos los hombres desaparecen como si nunca hubiesen existido — los ojos de la mujer se encienden llenos de rabia y salen las palabras por la boca mientras se levanta de la silla.

—¡Pero eso no es así, amigo mío! —reta a Simón mirándole con dureza— ¿Sabes? esas personas desaparecidas alguna vez tuvieron una vida. ¡Alguien tendrá que rendir cuentas de todo este infierno que estamos soportando!

—Toma —Simón insiste mientras quizá piense que a lo mejor ella conoce la verdad— esto te sentará bien —y le vuelve a ofrecer la copa que ahora ya no rechaza. A pequeños sorbos irá tomando ese licor ámbar como la miel.

Y así también, poco a poco, vacía su historia inmediata sobre aquella rectangular mesa donde su amigo la escucha: De nada les sirvió el intento de cruzar la frontera para refugiarse en Francia, como hicieron muchos republicanos con más suerte. Él, Sebastián, no la tuvo.

—No, ninguno de los dos tuvimos fortuna —dice Soledad.

Simón mira hacia la calle a través de los visillos que cubren el balcón, al que ha ido acercándose mientras ella le explica cómo fue que estando muy cerca de la meta no lograron alcanzarla; el destino tenía otros planes.

La profunda herida en la pierna por causa del accidente que sufrieron cuando a campo traviesa corrían con la Guardia Civil pisándoles los talones, trastocó sus deseos. Sucedió que al tomar de nuevo la carretera, mojada por la lluvia que cayó durante toda la tarde con intensidad, Sebastián no pudo frenar y rodaron por aquella bajada hasta aterrizar sobre unos matorrales de zarzas y flores silvestres bastante crecidas.

—Ahí permanecimos agazapados con el miedo apretado en el estómago unos minutos que se hicieron interminables, vendiendo nuestras almas al diablo con tal de no ser descubiertos.

Él la escucha sentado de nuevo en el sillón, a donde ha regresado con sigilo para no distraerla.

—Por suerte anochecía y pude distinguir las luces de las otras dos motos que conducían los perseguidores. Pasaron de largo casi por encima de nuestras cabezas. La curva donde Sebastián perdió el dominio de la máquina nos hizo derrapar y despeñarnos, siendo a la vez nuestra salvación. “Al menos de momento”. Comenté en voz alta convencida de que mi marido me escuchaba. Pero no fue así… Sebastián se había desmayado…

Y sentada en el banco de madera, mientras recuerda la entrevista con Simón, revive el suplicio del accidente.

Sobre la pierna izquierda, el manillar y el freno del mismo lado, como lanza afilada, le atraviesan aquellas carnes por donde a borbotones la sangre no para de fluir. Ella, al percibir la gravedad, raja su combinación de lino y forma unas vendas con las que trata de detener la hemorragia; llega a pensar que lo ha logrado, pero no; el líquido rojo avanza mientras dibuja en sus augurios siniestras figuras que podrían ser de otros infiernos salvo que este es real, de aquí, de la tierra, diseñado por seres humanos. La mujer, desesperada al intuir que aquello no cesaría, pregunta ¿qué puedo hacer, Dios mío?

Como respuesta: el silencio de la noche que calla cuando el alma tiembla de pánico.

—No sé cuánto tiempo duró aquella quietud, lo único que recuerdo es que después de la tregua comencé a percibir el ruido de un motor que se acercaba, y dando gracias a quién sabe quién, subí la cuesta y en un tris, me clavé en medio de la carretera. “Pararán, a fuerzas me tienen que ver y se detendrán”. Alcé la voz al pedir auxilio. El frenazo en seco que dio el camión me trajo la confianza aunque solo por unos segundos, pues el militar que vi bajar del vehículo portaba el uniforme del ejército franquista. Ese hombre, mientras se me acercaba preguntando en tono cordial si me sucedía algo, cuando reconoció a Sebastián como a uno de los contrarios, cambió la amabilidad por odio y, de inmediato, entró en acción el salvajismo. Se nos acercaron otros dos soldados y sin importarles el estado en que se encontraba el herido lo arrastraron hasta el vehículo, y como si fuera un fardo lo metieron en el camión junto a otros, seguramente también requisados en la contienda. A mí me empujaron y caí sobre él quedando cuerpo a cuerpo, sentía su sangre. A los poco segundos ese líquido tibio nos fue calando hasta la médula. En ese momento pensé en nuestros hijos: qué bien que se habían quedado con mis padres.

Termina su relato Soledad y entra en llanto, pero no son lágrimas lo que derrama, lo que resbala por su cara es el quejido reseco del dolor cuando no puede más. Al verla tan deshecha, Simón se levanta y, cortando la distancia que los separa, la acerca hacia sí con el ánimo de confortarla.

Si Soledad abre los ojos, descubrirá la cínica sonrisa que dibujan los finos labios del amigo, pero no, no averigua nada fuera de la comprensión que este le demuestra mientras ella solloza.

—Tranquilízate, Sebastián aparecerá, ya lo verás, aparecerá… —dice mientras la abraza con suavidad estudiada, a la vez que deja volar la mente hasta aterrizarla en el punto justo. Es entonces cuando su cinismo empuja la pregunta: ¿Qué beneficio podrás sacar de tal situación? De momento no encuentras la respuesta, que no te preocupe demasiado: el azar tiene sus esquinas, ¿no es eso lo que sueles repetirte cuando ciertas dudas te asaltan?

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺327,92

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
172 s. 5 illüstrasyon
ISBN:
9786078773350
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre