Kitabı oku: «Jesucristo. Los evangelios»

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Akal / revoluciones / 6

Terry Eagleton presenta a

Jesucristo

Los Evangelios

Traducción de la introducción y notas de: Alfredo Brotons Muñoz


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Nota a la edición digital:

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Título original

The Gospels

© de la introducción, Terry Eagleton, 2007

© Ediciones Akal, S. A., 2012

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3808-5

Introducción

Terry Eagleton

¿Fue Jesús un revolucionario? Desde luego, frecuentó algunas turbias compañías políticas. Uno de los miembros de su círculo íntimo era conocido como Simón el Zelote, y los zelotes eran de un movimiento antiimperialista clandestino que tenía como objetivo la expulsión de los romanos de Palestina. En realidad, la presencia romana en la provincia no era especialmente opresiva. No es que hubiera centuriones en cada esquina. En conjunto, Roma gobernaba la región a distancia, mientras que la ley y el orden cotidianos quedaban en manos los sátrapas locales leales al emperador. Al pueblo no se le impuso ninguna de las instituciones romanas legales, educativas o religiosas, y las sensibilidades judías fueron en general respetadas en aras de la paz y la tranquilidad políticas. En la propia tierra natal de Jesús, Galilea, no había ninguna presencia romana oficial, de manera que es improbable que fuera criado por unos padres ardientemente antiimperialistas. Los soldados que pudiera ver de niño estarían allí de permiso, no para reprimir al populacho. En Judea, donde Jesús murió, la presencia romana era mínima.

Aun así, había razones religiosas por las que incluso el gobierno no intervencionista de un Estado pagano resultaba intolerable para el pueblo elegido de Dios. Los zelotes abogaban por un Estado judío purificado, tradicionalista, teocrático, y promovían una ideología no muy diferente de la que tiene al-Qaeda hoy en día. Cuarenta años después de la muerte de Jesús, se embarcaron en un descabellado aventurerismo contra las fuerzas de ocupación que habían reducido a ruinas el Templo de Jerusalén. Además del militante Simón, a otros dos discípulos de Jesús, Santiago y Juan, se les da un sobrenombre (Hijos del Trueno) que algunos estudiosos del Nuevo Testamento sospechan que quizá los vincula también con los insurgentes. El apellido de Judas, Iscariote, tal vez derive de su lugar de nacimiento; pero puede asimismo significar «sicario», lo cual podría sugerir una filiación zelote. Es posible que Judas vendiera a Jesús porque había esperado que éste fuera un Lenin y quedó amargamente desencantado cuando se dio cuenta de que no iba a liderar al pueblo contra el poder colonial. O bien simplemente se dio cuenta de que su aparentemente masoquista maestro estaba condenado al fracaso, y decidió apartarse antes de que fuera tarde y de paso extraer un pequeño beneficio.

Simón Pedro, mano derecha de Jesús, al parecer llevaba espada, algo poco corriente en un pescador galileo, y en un momento determinado el mismo Jesús hace recuento de las armas de que disponen sus camaradas. A un espectador no iniciado su enseñanza bien pudo sonarle a la conocida doctrina zelote. Podemos estar seguros de que las multitudes que rodeaban a Jesús incluían a zelotes y otros disidentes interesados por hasta qué punto era políticamente correcto. Treinta años antes, un activista conocido como Judas el Galileo había predicado la insurrección; treinta años más tarde, los zelotes lanzarían su desesperada rebelión contra Roma. El propio periodo de Jesús fue bastante más tranquilo que aquellos en que se produjeron estos fogonazos de resistencia; pero en algunos ámbitos la esperanza en la liberación de Israel seguía siendo muy grande.

Sin embargo no es probable que Jesús formara parte de la resistencia antiimperialista. Para empezar, a diferencia de los zelotes, parece haber creído en el pago de impuestos («Dad al César...»). Además, sus relaciones con los fariseos, de alguna manera el ala teológica de los zelotes, eran pésimas. De hecho, son la única secta a la que condena al infierno, tal vez para dejar claras las diferencias entre la doctrina de ellos y la suya propia. Los fariseos, que eran mucho más que legalistas e hipócritas, no han merecido la mala prensa que les ha dispensado la posteridad. Quizá fueran estrictos en sus observancias, pero los increíblemente puristas esenios, la secta asociada con los Manuscritos del Mar Muerto, los hacían parecer una banda de hippies. El Evangelio de Marcos sugiere que los fariseos querían matar a Jesús por las buenas acciones de éste, algo sumamente improbable. Lo refuta, entre otras cosas, el hecho de que la secta no parece tomar parte en su arresto y ejecución. Quizá estuvieran demasiado convencidos de que se trataba de un compañero de viaje como para obrar así.

Fueron los saduceos, el clero y la aristocracia laica de Jerusalén los que parecen haber puesto más empeño en lograr la caída de Jesús. Formaban parte de la clase dirigente en mayor medida que los fariseos. En conjunto, la piedad de los fariseos los hacía admirados y respetados por los demás judíos. Su ala liberal, la llamada escuela de Hillel, simpatizaba probablemente con las enseñanzas y actividades de Jesús, a pesar de que éste se hallaba incluso a la izquierda de ellos. A Jesús tal vez se le pudiera definir teológicamente como un fariseo izquierdista-liberal, aunque su osada declaración de que ninguna comida era impura bien pudo abrir una grave brecha con el grupo. Sus creencias en la resurrección y el Día del Juicio, la era mesiánica y el reino de los cielos son doctrinas típicamente farisaicas. Otra razón por la que resulta improbable que fuera un zelote es que sus discípulos no fueron arrestados tras su ejecución. De haber sido insurgentes conocidos, casi con certeza las fuerzas romanas de ocupación se habrían movilizado para neutralizarlos. Entre sus discípulos es posible que hubiera algunos militantes antiimperialistas, pero las autoridades romanas parecen haber tenido claro que el movimiento de Jesús no pretendía el derrocamiento del Estado. No fue por esto por lo que se crucificó a su líder.

Es más, la razón por la que fue crucificado tiene algo de misteriosa. Desde luego no fue porque proclamara ser el Hijo de Dios. Jesús no realiza tal afirmación en los Evangelios más que una vez, de manera inverosímil, en la escena del juicio de Marcos; y Marcos tiene su propia hacha política que afilar. Aun cuando Jesús se hubiese llamado a sí mismo el Hijo de Dios en más ocasiones, no habría resultado evidente qué entendía por ello. En un sentido del término, no habría estado más que afirmando lo obvio. Todos los judíos eran hijos e hijas de Dios. Eso no implicaba que uno fuera un superhombre. Israel era, colectivamente, el Hijo de Dios. Jesús no pretendía proclamar su divinidad a todos sin excepción, y fue prudente que no lo hiciera. Sus milagros los realizó no para convencer a los que le rodeaban de que era Dios (es más, buena parte del tiempo lo pasa tratando de escapar más que intentando atraer a las multitudes), sino por razones bien simbólicas, bien de compasión. Se niega a realizar lo que se podrían llamar milagros de autolegitimación, y se muestra claramente irritado cuando se le piden. También podríamos señalar, siguiendo con el tema de los milagros de Jesús, que no todos los que leyeron acerca de ellos cuando los Evangelios fueron escritos se los tomaron literalmente. Consideraron que muchas veces eran explicaciones de hechos tomadas de antiguas fábulas, y que en ocasiones tenían más de parábolas que de relatos históricos. El Nuevo Testamento no tuvo que esperar a que los liberales y revisionistas modernos lo leyeran alegórica o metafóricamente.

Tomado en un sentido más literal, el título de «Hijo de Dios» habría casi con toda seguridad derivado en la lapidación de Jesús en el lugar de la blasfemia, la cual fue probablemente una excelente razón para que no hiciera tal afirmación. En realidad, llamarse «Hijo de Dios» no habría constituido en sí mismo una blasfemia, pero en el contexto de los dichos y acciones de Jesús, que en gran parte habían parecido a sus enemigos de una extraordinaria arrogancia, fácilmente podría haberse interpretado como tal. En cualquier caso, Jesús no puede haber creído que él era literalmente el Hijo de Dios. Yahvé no tiene testículos. Jesús, sin embargo, sí parece haber enojado a algunos judíos devotos al afirmar tener una peculiar intimidad con el Dios al que llama su Padre: una intimidad que le otorga una autoridad no mediada por las instituciones judías, ni siquiera por las Escrituras. La primera persona que le llama Hijo de Dios tras su muerte es un soldado romano en el Calvario: una escena con la cual los Evangelistas dejan clara la cuestión teológica de que el kerygma o mensaje de Jesús va también dirigido a los gentiles.

De hecho, una de las primeras palabras o frases del Nuevo Testamento de las que podemos estar razonablemente seguros de que es ipsissima verba (sus auténticas propias palabras) es la cariñosa expresión aramea «Abba» con que Jesús habla repetidamente de Dios, y que unida a «Padre» significa algo así como «Padre querido». En su origen se parecía más a un diminutivo, como «papá». Era muy raro, por no decir ofensivo, que un judío piadoso afirmara hallarse en tal intimidad con Yahvé, tal como es ofensivo para los escribas y fariseos que Jesús implícitamente reivindique una autoridad tan absoluta para sus enseñanzas. En uno o dos momentos parece elevarse a sí mismo por encima de Moisés; y a ojos judíos hacer de menos a Moisés era algo casi tan atroz como hacer de menos a Dios mismo. Sin embargo, a un hombre al que cura lleva cuidado en decirle que sus pecados han sido perdonados, utilizando la voz pasiva. «Yo te perdono tus pecados» habría constituido casi con toda seguridad una blasfemia que habría proporcionado a sus adversarios justamente la clase de munición que estaban buscando.

¿Se veía Jesús a sí mismo como el salvador del mundo? Muchas de las cosas que los evangelistas ponen en su boca así lo indican; pero su ámbito primordial de referencia era el judaísmo. Probablemente se veía a sí mismo como el profeta escatológico predicho por el Antiguo Testamento, con una misión circunscrita a Israel. Desde luego, a sus camaradas los exhorta a predicar la buena nueva que ha traído solamente a la casa de Israel, unas palabras tan claramente contrarias a la práctica de la primera Iglesia que tuvieron suerte de no verse suprimidas. Para otros quedó –para Pablo en particular, el apóstol de los gentiles, que escribió antes que los evangelistas– el desarrollo de las implicaciones más universales de la misión de Jesús, lo cual no quiere decir que él mismo fuera inconsciente de ellas. «Quien cumpla la voluntad de mi Padre es mi hermano, y hermana, y madre» no es solamente una crítica de la ideología doméstica, sino también un rechazo del particularismo judío. En los textos hay mucho más de este tenor.

Los romanos se reservaban el poder ejecutivo en exclusiva, y no tenían interés alguno en las polémicas teológicas de sus súbditos coloniales. O mejor dicho, tales arcanas disputas sólo les interesaban si amenazaban con producir consecuencias políticas. Desde luego, se habrían puesto en alerta si Jesús hubiese afirmado ser el Mesías, pues la mayoría veía al Mesías como a un líder político militante que volvería a poner a Israel en pie. Pero Jesús tampoco afirma ser el Mesías salvo en dos ocasiones, ambas dudosas desde el punto de vista histórico. Y aun si lo hubiese hecho, no habría podido estar claro a qué se refería con ese título, pues tenía sentidos diferentes al de redentor político de Israel. También podía interpretarse en un sentido más espiritual. El título no habría sido necesariamente considerado como sedicioso. Su reivindicación para uno mismo no constituía en sí un delito político. Ni tampoco se habría considerado blasfema la aplicación del término a uno mismo, pues el Mesías era globalmente considerado como una figura humana más que divina. En cualquier caso, la idea de que un personaje carismático que andaba de acá para allá acompañado de un séquito casi totalmente desarmado, de tamaño considerable pero no enorme, pudiera destruir el templo o derrocar el Estado, era absurda, como las autoridades judías y romanas no pudieron por menos de reconocer. Había miles de guardianes del templo, por no hablar de la guarnición romana.

Por lo general, Jesús deja que sean otros los que le cuelguen etiquetas, y rara vez les dice si lo hacen con razón o no. A lo largo de todo el texto se perciben sus formas deliberadamente evasivas de definición. Ninguno de los términos disponibles parece encajar del todo con él. Casi con toda certeza, el hecho de que guarde silencio cuando en el juicio ante el Sanedrín el sumo sacerdote le pregunta quién es, debe de haber pesado mucho en su contra. Según la ley judía, una muestra de desacato hacia las autoridades gubernamentales de Israel era motivo suficiente para una condena a muerte. El término con que ocasionalmente se refiere a sí mismo –el «Hijo del Hombre»– es igualmente ambiguo; en cierto sentido, simplemente constituye un circunloquio habitual en arameo para evitar una repetición excesiva del pronombre de primera persona, algo así como «suyo afectísimo» en español. También puede decirse de una persona o un ser humano. En otro sentido, en el Libro de Daniel puede referirse a una figura apocalíptica bastante vaga; pero no siempre queda claro si Jesús, al emplear el término, está hablando de sí mismo o de otro. Sobre esta ambigüedad debieron influir consideraciones de prudencia, lo mismo que en su rechazo a autonombrarse Hijo de Dios o Mesías. Quizá lo que a veces está señalando es que él es el profeta escatológico del Libro de Daniel, aunque aparentando simplemente utilizar una forma del pronombre personal. No tenemos ningún medio de saberlo. Aparte de uno o dos ejemplos menores, nadie más emplea del título de «Hijo del Hombre» de Jesús, y él mismo casi siempre utiliza la expresión en tercera persona.

Es probable que Jesús acabara en el Calvario debido a su enorme popularidad entre algunos de los pobres que habían acudido en masa a Jerusalén para la fiesta de la Pascua y que sin duda esperaban de él alguna vaga clase de salvación de la ocupación romana. Su apoyo popular distaba probablemente de ser tan grande como dicen los evangelistas, y sí menor que el de algunos hombres santos del siglo i. Las estimaciones antiguas del tamaño de las multitudes no son, evidentemente, fiables. Aun así, había una expectativa general de que Dios estaba a punto de hacer algo espectacular. Para la teología cristiana, él lo hizo... pero resultó ser una resurrección, no una revolución. Algunas personas corrientes parecen haber saludado a Jesús como su rey cuando llevó a cabo su carnavalesca entrada en la ciudad. Parecen identificarlo con el Mesías davídico, el mítico guerrero que va a cambiar la suerte de Israel y confundir a sus enemigos. Esto podría haber creado entonces, en una capital ya muy cargada de tensión, la clase de clima de polvorín que alarmó a los gobernantes judíos de Jerusalén. Para los alborotadores, la Pascua constituía un territorio de caza habitual. Temerosos de que la presencia del predicador galileo en la ciudad pudiera desencadenar una insurrección y de que esto a su vez pudiera provocar un contragolpe militar de los romanos, lo hicieron arrestar. Juan el Bautista, mentor de Jesús, fue probablemente ejecutado por razones muy similares. Si el sumo sacerdote no mantenía el orden público, el prefecto romano podía tomar el relevo. Caifás, el sumo sacerdote de entonces, parece haber sido un hombre decente, y sin duda se tomó en serio su obligación de hacer que los imperialistas no molestaran a su pueblo.

Según la inscripción que se leía sobre su cruz, Jesús parece haber sido ejecutado por haberse proclamado rey de los judíos, una reivindicación que desde luego habría alarmado a los romanos. Como hemos visto, en los Evangelios no hay pruebas de que tuviera pretensiones regias; pero es muy posible que su manera de entrar en Jerusalén despertara esa clase de sospechas, a lo cual quizás habría que sumar las explicaciones típicamente obtusas dadas por sus discípulos de sus observaciones sobre el reino. Jesús probablemente hizo observaciones en privado, o incluso (a pesar de su habitual prudencia) en público, lo cual podría haberse empleado contra él en este sentido. De hecho, éste puede ser el objetivo del acto de traición de Judas. ¿En qué consistió exactamente su traición? No puede ser en que hiciera saber a los saduceos en qué lugar de la ciudad se hallaba Jesús, pues casi con toda seguridad ya lo sabían, y sin duda tendrían espías que les informaban de sus movimientos. Más probable parece que les proporcionara pruebas del carácter sedicioso de su maestro, algo a lo que ellos pudieron entonces añadir su propio sesgo antes de presentárselo a los romanos.

Está claro que algunos de los judíos opositores a Jesús lo consideraban el pseudoprofeta, impostor y falso maestro que estaba destinado a aparecer en los últimos días, y por tanto sentían que tenían excelentes motivos para matarlo. Él mismo puede haberse visto a sí mismo como el verdadero profeta de los últimos días, otro papel anticipado por el Antiguo Testamento. Pero los Evangelios no pretenden ser documentos psicológicos. No nos proporcionan muchos datos sobre el concepto que Jesús tenía de sí mismo, dando en primer lugar por supuesto que él tuviera una idea definitiva de quién era. Aun así, «¿Qué hacéis conmigo?» es el reto que implícitamente dirige a los otros, los cuales pueden verlo como falso profeta o como Hijo de Dios. En este doble filo tiene algo de la ambigüedad del chivo expiatorio o pharmakos, a la vez bendito y maldito, reverenciado y vilipendiado, en una capital ya muy cargada de tensión. Cuanto más se le «hace pecar» en nuestro favor, mayor es su santidad.

Puede ser que el violento acto con que Jesús trata de vaciar de mercaderes el templo, peligrosamente próximo a la blasfemia, fuera bastante para ponerlo en el punto de mira de sus antagonistas. La veneración del templo constituía una característica esencial del judaísmo, y atacarlo era atacar a Israel. Además, la compraventa a la que Jesús parece haberse opuesto era necesaria para los rituales del templo, ordenados por Dios mismo, de modo que interferir en estas transacciones podría haberse tomado por religiosamente ofensivo. Algunos estudiosos consideran que la acción fue suficiente en sí misma para justificar su arresto y ejecución. Los comerciantes del templo, la mayoría de ellos prorromanos, eran generalmente despreciados por los judíos, de manera que la minidemostración de Jesús contra ellos tal vez aumentara su estatus como héroe popular. Habría, pues, agudizado los temores de las autoridades judías. Los rectores del templo tenían el control de las divisas y la economía de Israel, por lo cual el lugar era, entre otras cosas, percibido como un bastión de la clase dirigente.

La expulsión de los mercaderes no fue, sin embargo, llevada a cabo como un gesto «anticapitalista». Jesús sabía muy bien que los peregrinos no se llevaban de casa los animales para los sacrificios, temerosos de que los sacerdotes que los inspeccionaban a su llegada los encontraran inapropiados. En consecuencia, compraban una paloma o un pichón en el propio templo, y para ello necesitaban cambiar moneda. Jesús vuelca las mesas de los cambistas y los vendedores de pichones, y declara el lugar una cueva de ladrones, pero hoy en día se considera que estas palabras son una adición posterior. Lo que probablemente estaba haciendo era destruir el templo simbólicamente más que expresando su disgusto por el turbio comercio que en él se producía. La parafernalia de la religión organizada debía ser sustituida por un templo alternativo, es decir, su propio cuerpo asesinado y transfigurado. Ya había causado problemas con su aparente amenaza de demoler el templo... aunque serían los mismos romanos quienes lo harían unos cuarenta años después de la muerte de Jesús. Dado que en el Templo de Jerusalén podrían haber fácilmente cabido una docena de campos de fútbol, su derribo por un hombre solo no debía de constituir una empresa de poca monta. Jesús parece profetizar la destrucción del templo, aunque resultó equivocarse sobre que no se dejara piedra sobre piedra. En lo que podemos llamar el criterio de disimilitud, las profecías incumplidas son más probablemente auténticas que las cumplidas.

No acaban de estar enteramente claros los cargos contra Jesús. Las explicaciones de los Evangelios sobre este particular son mutuamente contradictorias, y es posible que los evangelistas mismos estuvieran tan inseguros sobre los intríngulis legales del asunto como nosotros hoy en día. Después de todo, no fueron testigos presenciales de estos acontecimientos, ni, en realidad, de ningún otro acontecimiento en la vida de Jesús. No se trata de relatos de primera mano. La impresión general es de que toda la casta dirigente judía era contraria a Jesús, pero no fue capaz de encontrar una base común para su oposición. Desde luego, se le acusó de blasfemia; de hecho, a Caifás se le presenta en el juicio como rasgándose las vestiduras en respuesta a las ofensivas palabras de Jesús, un gesto de horror y repugnancia para un judío del siglo i, y expresamente prohibido en el Levítico. Pero los romanos no se habrían preocupado por eso, y ejecutar a alguien como pseudomaestro o pseudoprofeta era algo en cualquier caso sumamente infrecuente en tiempos de Jesús. Caifás tuvo por consiguiente que inventarse alguna acusación que legitimara la ejecución de Jesús a los ojos de los judíos, al tiempo que sonara lo bastante alarmante como para que los romanos les permitieran disponer de él. Protestar porque afirmara ser rey de los judíos, aunque no tengamos pruebas de que lo hiciera, cumpliría de sobra los requisitos. Adecuadamente tramada, podría sonar a algo así como: blasfemia para los judíos y sedición para los romanos. Pero para hacer que se crucificara a Jesús también podría haber bastado notificar al procurador romano, Poncio Pilato, que, en unas condiciones políticas tan volátiles, este indisciplinado vagabundo representaba una amenaza para la ley y el orden.

Los romanos no siempre trataban tales asuntos obedientemente, de la misma manera, pero Pilato parece haber tenido una particular propensión a los linchamientos. En los Evangelios es presentado como un liberal vacilante propenso a la metafísica, pero disponemos de suficientes documentos históricos sobre él como para estar seguros de que no era así en absoluto. De hecho, era un virrey famoso por su brutalidad, un funcionario acusado de cohecho, crueldad y ejecuciones sin juicio, y que acabó siendo deshonrosamente depuesto del cargo. Parece haber crucificado bastante indiscriminadamente, lo cual puede contribuir a explicar por qué fue tan perentoriamente condenado a muerte a pesar de que no constituía amenaza alguna para el Estado. Si Jesús se hubiera enfrentado a un régimen más liberal, bien podría haber salido indemne. En cualquier caso, si realmente fue un peligroso agitador político, resulta sorprendente que las autoridades le permitieran salir vivo de Galilea. No fue así como se comportaron con Juan el Bautista.

Si los evangelistas minimizan la depravación de Pilato a la vez que subrayan la responsabilidad de los judíos en la muerte de Jesús, ello se debe en gran medida a que la primera Iglesia tenía sus propias razones para mantener buenas relaciones con las autoridades imperiales. Todos los Evangelios traslucen un impulso a incriminar a los judíos y exculpar a los romanos. La escena en que los judíos aceptan la responsabilidad por la muerte de Jesús («Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos») es claramente una interpolación introducida en los primeros tiempos de la Iglesia. Estos documentos se escribieron en una época (70-90 d.C.) en que la fe cristiana se estaba extendiendo rápidamente entre los gentiles, y por esta razón los evangelistas minimizan ciertos rasgos judaicos. Si Jesús no afirma inequívocamente ser el Mesías, por ejemplo, puede en parte deberse a que el concepto habría sido incomprensible para los gentiles. Es una idea exclusivamente judaica. La tradición mesiánica no está preocupada por la redención de la humanidad, sino por la liberación de Israel de sus enemigos políticos. Es un tema nacionalista, lo cual puede ser una de las razones por las que Jesús trató de distanciarse de él. Los Evangelios son obra de un grupo judío obligado a repensar su identidad en términos universalistas. Están tratando de traducir lo que reconocen como asuntos domésticos en una forma generalmente accesible.

La comparecencia de Jesús ante el Sanedrín o consejo judío de gobierno parece haber distado de ser una farsa judicial. Desde luego, su propósito no era liquidarlo a todo trance. De hecho, los miembros del consejo parecen no haberse puesto de acuerdo sobre si el acusado era un blasfemo o no; pero probablemente él selló su propio destino al negarse a responder a sus preguntas. Lo más probable es que fuera condenado por insubordinación y entregado en cuanto peligroso para el orden público a los auténticos poderes seculares que los mismos miembros del Sanedrín tanto aborrecían. Probablemente, Pilato ordenó su ejecución como embustero mesiánico, aunque ni él ni el mismo Jesús creyeran que lo fuese. El Mesías (Christos en griego) era considerado por los judíos como una figura regia, con aspecto guerrero, mientras que la satírica entrada de Jesús en Jerusalén a lomos de un jumento puede interpretarse como un gesto antimesiánico, un manotazo irónico a conceptos como el de la soberanía militar. (Sin embargo, la acción es ambivalente: también cumple una profecía del Antiguo Testamento sobre la llegada del rey de Israel.) Los mesías no nacen en establos. Jesús es un remedo de Salvador de pésimo gusto. Nada de su sufrimiento y su muerte se presenta como heroico. La idea de un Mesías crucificado es un oxímoron tan absurdo como el concepto de un tirano de corazón tierno. Un Mesías fracasado constituiría una novedad absoluta en la tradición judía. También habría sido un concepto grotescamente ofensivo. Los primeros cristianos se estaban jugando el cuello por una afirmación que para los demás judíos habría resultado repelente y completamente extravagante.

No está, de hecho, enteramente claro que los colonialistas romanos tuvieran un monopolio de la pena capital. Herodes, aunque gobernante judío, había hecho decapitar a Juan el Bautista. Pero sabemos que la crucifixión era una práctica privativa de los romanos, reservada para la decisión política. Los llamados «buen ladrón» y «ladrón malo» que flanquearon a Jesús en el Calvario eran, casi con toda seguridad, zelotes. También lo era Barrabás, el criminal que Pilato liberó en lugar de Jesús. La crucifixión no era simplemente una manera horrible de morir, sino que ponía en conocimiento del público general la desesperación y humillación de uno, como una lúgubre advertencia a los potencialmente sediciosos. El factor de exposición pública era más importante que el dolor. Constituía un acto implícitamente dirigido a un público. Si Jesús realmente sólo tardó tres horas en morir, como los Evangelios dicen, salió relativamente bien parado. Algunas víctimas de la crucifixión estuvieron retorciéndose durante días. La sangre que había perdido durante su flagelación le ayudó sin duda en este sentido. Matarlo con tanta publicidad era un modo útil de desengañar a aquellos de sus seguidores que tal vez habían esperado de él que restaurara Israel o inaugurara el reino de los cielos en medio de la Pascua. Si se tiene en cuenta que sus discípulos salieron corriendo presas del pánico tras su arresto, la estrategia parece haber funcionado bastante bien.

El relato evangélico de su deserción es casi con seguridad verídico, pues, lo mismo que la negación de su Maestro por parte de Pedro, el acontecimiento habría sido gravemente vergonzoso para la Iglesia temprana y, por tanto, su inclusión no indica sino la imposibilidad de negarlo verosímilmente. Lucas, sin embargo, lo omite, tal vez por su renuencia a admitir que los llamados «doce» (aunque el número parece haber fluctuado) pudieran haberse desacreditado tan profundamente. Los discípulos de Jesús no parecen haber sido los personajes más brillantes, y de forma continua y exasperante, comprenden equivocadamente sus palabras. Simón Pedro es en particular propenso a las malas interpretaciones precipitadas e improvisadas. Si realmente fue el más importante de los discípulos o incluso su primer papa, desde luego ello no se debió a su inteligencia. En Getsemaní no es capaz siquiera de mantenerse despierto mientras su Maestro está sufriendo tormento espiritual a unos metros de distancia. El Evangelio de Marcos destaca por su presentación de la conducta de los discípulos antes de la Pascua a la luz más desfavorable posible.

¿Buscó Jesús su propia muerte? Parte del interés de la escena en el huerto de Getsemaní estriba en la descripción de su ataque de pánico durante la espera de su inminente crucifixión, con lo cual se conjura la idea de que la causa de su muerte fue su imprudencia. De la lectura de los Evangelios no se desprende que estuviera loco, que es como uno muy posiblemente necesitaría estar para exponerse a la crucifixión siendo inocente de un delito penado con la misma. Por otra parte, él no podía ignorar que su elección de la Pascua para presentarse en Jerusalén hacía prácticamente inevitable un conflicto con las autoridades. La ejecución del Bautista constituía un precedente sumamente grave. Tal vez fue a Jerusalén simplemente a celebrar la Pascua, como cualquier buen judío palestino de su tiempo. Pero también parece haber sentido que su misión en su Galilea natal había fracasado, y que era necesario un cambio de rumbo. En su patria chica gozaba de cierta fama, pero las personas corrientes se sentían probablemente más atraídas por la posibilidad de unos cuantos milagros alucinantes que por la fe a la que él las convocaba. Aun así, su popularidad bien pudo haber sido superada por la de Juan el Bautista, que probablemente lo aventajaba en capacidad de convocatoria. A su manera partidista, los Evangelios tienden a minimizar al Bautista y a engrandecer a Jesús; pero, casi con toda certeza, Jesús inició su carrera a la sombra de Juan, y más tarde quizá se produjo una brecha teológica entre ellos. Juan era apocalíptico, Jesús no; Juan predicaba una mala nueva, Jesús una buena.

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9788446038085
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