Kitabı oku: «El profeta pródigo», sayfa 3

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¿Quién es mi prójimo?

Jesús enseña acerca de las dos ideas sobre la importancia de la gracia común y del bien común en la famosa parábola del Buen Samaritano (Lucas 10:25-37). Jesús usa la exhortación de “amar a tu prójimo” aparentemente ordinaria y le da el significado más radical posible. Nos dice que todos aquellos que padecen necesidad, incluidos los de otras razas y creencias, son nuestro prójimo. También nos muestra que la manera de “amar” al prójimo no es simplemente de forma sentimental, sino a través de la acción práctica, costosa y sacrificial de satisfacer las necesidades materiales y económicas. El pasaje indica que Jonás se negó a hacer nada o incluso a hablar con los marineros paganos. El profeta malo, Jonás, es todo lo contrario al Buen Samaritano. No se preocupa para nada del “bien común”, no respeta a los no creyentes a su alrededor. En el libro de Santiago en el Nuevo Testamento, el autor argumenta que si tienes una relación con Dios que se basa en su gracia y ves a personas que “no tienen con qué vestirse y carecen del alimento diario” (Santiago 2:15) y no haces nada para ayudar, solo demuestras que tu fe está “muerta”, que no es verdadera (versículo 17).9 Es por esta razón por lo que Santiago puede decir: “porque habrá un juicio sin compasión para el que actúe sin compasión” (versículo 13). La ausencia de misericordia en la actitud y las acciones de Jonás hacia otros revela que en su corazón desconocía la misericordia y la gracia salvadoras de Dios.

Aceptar al otro

Los marineros, por su parte, se dijeron unos a otros: “¡Vamos, echemos suertes para averiguar quién tiene la culpa de que nos haya venido este desastre!”. Así lo hicieron, y la suerte recayó en Jonás. Entonces le preguntaron: “Dinos ahora, ¿quién tiene la culpa de que nos haya venido este desastre? ¿A qué te dedicas? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿A qué pueblo perteneces?”. “Soy hebreo y temo al Señor, Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra firme”, les respondió. Al oír esto, los marineros se aterraron aún más y, como sabían que Jonás huía del Señor, pues él mismo se lo había contado, le dijeron: “¡Qué es lo que has hecho!”. Jonás 1:7-10

¿Quién eres?

Los marineros concluyen que la tormenta era el castigo por algún pecado y echan suertes para descubrir quién es el culpable. Cuando la suerte recae sobre Jonás, empiezan a acribillarle con preguntas. En esencia, preguntan tres cosas: su propósito (¿A qué te dedicas?), su lugar (¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país?) y su raza (¿A qué pueblo perteneces?).1

Son preguntas sobre la identidad. La identidad de una persona tiene múltiples aspectos. “¿A qué pueblo perteneces?” indaga acerca del aspecto social. No solo nos definimos como individuos, sino también por la comunidad (familia, grupo racial, partido político) con el que más nos identificamos. “¿De dónde vienes?” apunta hacia el lugar y espacio físico en el que mejor nos encontramos en casa, dónde sentimos que pertenecemos. “¿A qué te dedicas?” insinúa cuál es nuestro sentido en la vida. Todo el mundo hace muchas cosas: trabajar, descansar, casarse, viajar, crear, pero ¿para qué estamos haciendo todo eso? Todos estos aspectos conforman la identidad, un sentimiento de transcendencia y de seguridad.

Conocí a Mike hace años. Cuando le pregunté quién era, me dijo que era un irlandés que llevaba viviendo en Estados Unidos veinte años y que se había mudado allí en busca de un buen trabajo. Trabajaba en la construcción y eso había permitido que proveyese y sustentase a su familia, que era “lo que me caracteriza”, dijo Mike. Sin embargo, tenía la esperanza de regresar a Irlanda ya que era allí donde mejor se sentía en casa. También conocí a su hijo, Robert, un abogado recién graduado que trabajaba para una organización sin ánimo de lucro que representaba a personas que vivían en viviendas para familias de bajos ingresos.

Era posible ver que un cambio de identidad había tenido lugar entre generaciones cuando pregunté acerca de su misión, su lugar y su pueblo. La identidad de cualquier persona tiene varias capas. El trabajo de Robert era la capa central de su identidad. El verdadero sentido de su vida era ser un profesional formado y hacer justicia por los pobres. Cuando hablé con él en aquel entonces, no tenía ningún interés en casarse o en formar una familia, ya que estaba muy absorto en su trabajo. Por otra parte, el trabajo de Mike no era la capa central de su identidad. Era tan solo una fuente de ingresos para su misión principal en la vida, en concreto, proveer y sustentar bien a su familia. Si bien Robert valoraba sus orígenes irlandeses, no tenía ninguna intención de mudarse a Irlanda. Su lugar era Estados Unidos. Las identidades de ambos, padre e hijo, consistían en una misión, lugar y raza, pero el orden que le daban era distinto.

Las preguntas de los marineros muestran una buena comprensión de cómo conformamos nuestra identidad. Preguntar por el propósito, el lugar y el pueblo de una persona es una manera perspicaz de preguntar: “¿Quién eres?”.

¿De quién eres?

No obstante, los marineros no realizan estas preguntas solo para permitir que Jonás se exprese, como hacemos en la cultura occidental moderna. El objetivo urgente que tienen es entender al Dios al que han enfurecido para decidir qué deberían hacer. En la Antigüedad, todo grupo racial, todo lugar y toda profesión tenía su propio Dios o dioses. Para descubrir a qué deidad había ofendido Jonás, no tenían que preguntar: “¿Cómo se llama tu dios?”. Todo lo que tenían que preguntar era quién era él. En su mente, los factores de la identidad humana estaban inseparablemente unidos a lo que adorabas. Quién eras y a qué adorabas eran dos caras de la misma moneda. Era la capa central de tu identidad.

Quizás hoy en día nos sintamos tentados a decir algo como “las personas ya no creen en los dioses e incluso no creen en ningún Dios. Por lo tanto, esta perspectiva supersticiosa, de que tu identidad se basa en lo que adoras, es irrelevante en la actualidad”. Decir esto sería cometer un error garrafal.

Sin duda, los cristianos estarían de acuerdo en que no hay múltiples seres sobrenaturales, personales y conscientes unidos a cada profesión, lugar y raza. En realidad, el dios romano Mercurio, dios del comercio, a quien deberíamos sacrificar animales, no es real. Sin embargo, nadie duda de que el beneficio económico se pueda convertir en un dios, un objetivo primordial incuestionable tanto para un individuo como para toda una sociedad, al que sacrificamos personas, estándares morales, relaciones y comunidades. Y, aunque la diosa de la belleza, Venus, no existe, un número incalculable de hombres y de mujeres están obsesionados con su imagen o están esclavizados con una idea imposible de satisfacción sexual.

Por lo tanto, los marineros no se han equivocado en su análisis. Todo el mundo adquiere su identidad a partir de algo. Todo el mundo tiene que decirse a sí mismo: “Soy importante debido a esto” y “soy aceptado porque ellos me aceptan”. Pero, entonces, sea lo que sea esto y sean quienes sean ellos se convierten en dioses para nosotros y en las verdades más profundas de quiénes somos. Se convierten en cosas que necesitamos en todo momento y bajo cualquier circunstancia. Hace poco hablé con un hombre que había estado en reuniones en las que una entidad financiera decidió invertir en una tecnología. En privado, los participantes admitieron que tenían objeciones serias sobre el efecto de la tecnología sobre la sociedad. Pensaban que eliminaría un gran número de trabajos por cada trabajo que produciría y quizás sería perjudicial para los jóvenes que iban a ser los principales usuarios. Pero rechazar el acuerdo supondría dejar miles de millones de dólares sobra la mesa. Y nadie podía pensar en hacer eso. Cuando el éxito económico exige una lealtad incondicional que no se puede cuestionar, funciona como un objeto religioso, un dios, incluso una “salvación”.2

La Biblia explica por qué esto es así. Fuimos creados “a imagen de Dios” (Génesis 1:26-27). No puede existir una imagen sin un original del que la imagen es reflejo. “Ser a imagen de” significa que los seres humanos no fueron creados para valerse por sí mismos. Debemos encontrar nuestro sentido y seguridad en algo de un valor supremo fuera de nosotros. Ser creados a imagen de Dios significa que debemos vivir para el Dios verdadero o que tendremos que convertir algo más en Dios y que nuestras vidas orbiten alrededor de ello.3

Los marineros sabían que la identidad tiene su base en las cosas que pretendemos que nos salven, las cosas a las que prometemos nuestra máxima lealtad. Preguntar “¿Quién eres?” es preguntar “¿De quién eres?”. Saber quién eres es saber a qué te has entregado, qué te controla y en qué confías de verdad.

Una identidad espiritualmente superficial

Jonás finalmente comienza a hablar. En el barco se ha mantenido lo más apartado posible de los paganos impuros. Cuando el capitán le insta a orar a su Dios, Jonás responde manteniéndose en silencio. Solo cuando la suerte recae sobre él y todo el barco le confronta, por fin recibimos la respuesta del profeta reticente.

Aunque la pregunta sobre la raza es la última en la lista, es la que Jonás responde en primer lugar. “Soy hebreo”, dice, antes que nada. En un texto en el que las palabras no sobran, el hecho de que cambie el orden y sitúe la raza en primer lugar como la parte más importante de su identidad es significativo. Según hemos visto, la identidad tiene varios aspectos o capas, algunas de las cuales son más esenciales para la persona que otras. Así lo explica un erudito: “Debido a que Jonás se identifica a sí mismo primero en el plano étnico y después en el religioso, podemos deducir que la etnia es lo principal en su identidad”.4

Aunque Jonás tenía fe en Dios, no parece que fuese tan intensa y esencial para su identidad como la raza y la nacionalidad. Muchas personas en el mundo añaden la religión, por así decirlo, a su identidad étnica, que es la más importante para ellos. Por ejemplo, alguien podría decir: “¿Cómo? Por supuesto que soy luterano, ¡no ves que soy noruego!”, aunque luego nunca vaya a la iglesia.

El hecho de que la raza era más importante para Jonás que su fe en la imagen que tenía de sí mismo explicaría por qué se oponía tanto a llamar a Nínive al arrepentimiento. La posibilidad de llamar a otras naciones a tener fe en Dios no podría ser atrayente bajo ningún concepto para alguien con una identidad espiritualmente superficial. La relación de Jonás con Dios no es tan fundamental para su sentido personal como la raza. Por esa razón, cuando la lealtad a su pueblo y la lealtad a la palabra de Dios parecen estar en conflicto, decide apoyar a su nación en lugar de llevar el amor y el mensaje de Dios a una sociedad nueva.

Por desgracia, muchos cristianos hoy en día tienen esta misma actitud. Y no es solo consecuencia de recibir una educación deficiente o de ser cerrado de mente en el plano cultural. Por el contrario, su relación con Dios a través de Cristo no ha llegado hasta lo profundo de sus corazones. Del mismo modo que en la vida de Jonás, Dios y su amor no son la capa central de su identidad. Por supuesto, la raza no es lo único que puede bloquear el desarrollo de la autocomprensión cristiana. Por ejemplo, es posible que creas de forma sincera que Jesús murió por tus pecados, pero tu valor y seguridad pueden basarse más en tu carrera y tu dinero en lugar de en el amor de Dios a través de Cristo.

Las identidades cristianas superficiales explican por qué cristianos profesos pueden ser racistas y materialistas avariciosos, adictos a la belleza y al placer o llenos de ansiedad y propensos a trabajar en exceso. Todo esto se debe a que el amor de Cristo no es la base de nuestra identidad, sino que lo son el poder, la aprobación, el bienestar y el control de este mundo.

Una identidad que se ciega a sí misma

Una identidad superficial es también la que impide que veamos cómo somos en realidad. Aquí está Jonás, un profeta de Dios con una posición privilegiada en la comunidad del pacto, que a cada paso está obcecado, absorto en sí mismo, es intolerante y ridículo. Sin embargo, parece que no se da cuenta de ello. De hecho, parece estar más ciego que nadie ante cualquiera de sus defectos. ¿Cómo puede ser así?

Jonás nos recuerda a otro personaje bíblico: Pedro. También ocupaba un lugar de privilegio en la comunidad de la fe. Era uno de los amigos íntimos de Jesús y estaba bastante orgulloso de ello. Antes de que arrestasen a Jesús, Pedro prometió que, si llegaba la persecución, aunque los otros discípulos abandonasen a Jesús, él no lo haría (Juan 13:37; Mateo 26:35). De hecho, dijo: “Mi amor y mi devoción por ti son mayores que los de cualquier otro discípulo. Seré más valiente que nadie, ocurra lo que ocurra”. Sin embargo, resultó ser el mayor cobarde de todos, que negó a Jesús en público tres veces. ¿Cómo podría Pedro estar tan ciego ante la realidad de quién era?

La respuesta es que la identidad más básica de Pedro no se basaba tanto en el amor gratuito de Jesús por él, sino en su compromiso y amor por Jesús. Su amor propio se basaba en el nivel de compromiso a Cristo que pensó que había alcanzado. Tenía confianza ante Dios y la humanidad debido a que, según él creía, era un seguidor de Cristo totalmente comprometido. Hay dos resultados de una identidad así.

El primer resultado es una ceguera ante quiénes somos de verdad. Si sientes que tienes valor por lo valiente que eres, será traumático admitir la más mínima expresión de cobardía. Si te apoyas en tu coraje, cualquier síntoma de flaqueo significará que ya no eres “tú”. Sentirás que no tienes ningún valor. En realidad, si basas tu identidad en cualquier tipo de logro, bondad o virtud, tendrás que vivir negando la intensidad de tus fracasos o carencias. No tendrás una identidad lo suficientemente segura como para admitir tus pecados, debilidades o defectos.

El segundo resultado es sentir hostilidad, en lugar de respeto, hacia las personas que son diferentes. Cuando vinieron a arrestar a Jesús, aunque Jesús les había avisado en numerosas ocasiones de que esto ocurriría, Pedro sacó una espada y cortó la oreja de uno de los soldados. Cualquier identidad que se basa en nuestros propios logros y rendimiento es inestable. Nunca estás seguro de haber hecho suficiente. Eso significa, por una parte, que no puedes ser sincero contigo mismo respecto a tus propios defectos. Sin embargo, también significa que tienes que reafirmar tu identidad contrastándola (y siendo hostil) con aquellos que son diferentes.

Pedro y Jonás estaban orgullosos de su devoción religiosa y basaban su propia imagen en los logros espirituales. Como resultado, ambos estaban ciegos a sus defectos y a su pecado, y eran hostiles con aquellos que eran diferentes. Jonás no muestra ninguna preocupación por la grave situación espiritual de los ninivitas, ni ningún interés por trabajar junto a los marineros paganos por el bien de todos. Trata a los paganos no solo como personas diferentes, sino como “extraños”, “los otros”, y participa en distintos tipos de exclusión.

Una identidad que excluye

Lo que Jonás está haciendo se ha denominado por algunos como enajenación del otro. Categorizar a otra persona como el Otro es centrarse en las maneras en las que son diferentes a uno mismo, centrarse en sus singularidades y reducirles a esas características hasta deshumanizarles. Entonces podemos decir: “Ya sabes cómo son”, de manera que no tenemos que vincularnos con ellos. Esto provoca que podamos excluirlos de diferentes maneras: simplemente ignorándolos, obligándolos a creer y practicar lo mismo que nosotros, forzándolos a vivir en ciertos barrios pobres o expulsándolos sin más.5

Los lectores empezamos a ver que Jonás necesita desesperadamente la misericordia de Dios que tanto le desconcierta.

Bajo el poder de la gracia de Dios, su identidad tendrá que cambiar, así como la nuestra.

El patrón del amor

Pero el mar se iba enfureciendo más y más, así que le preguntaron: “¿Qué vamos a hacer contigo para que el mar deje de azotarnos?”. “Tomadme y lanzadme al mar, y el mar dejará de azotaros” —les respondió—. “Yo sé bien que por mi culpa se ha desatado sobre vosotros esta terrible tormenta”. Sin embargo, en un intento por regresar a tierra firme, los marineros se pusieron a remar con todas sus fuerzas; pero, como el mar se enfurecía más y más contra ellos, no lo consiguieron. Entonces clamaron al Señor: “Oh Señor, tú haces lo que quieres. No nos hagas perecer por quitarle la vida a este hombre, ni nos hagas responsables de la muerte de un inocente”. Así que tomaron a Jonás y lo lanzaron al agua, y la furia del mar se aplacó. Al ver esto, se apoderó de ellos un profundo temor al Señor, a quien le ofrecieron un sacrificio y le hicieron votos. El Señor, por su parte, dispuso un enorme pez para que se tragara a Jonás, quien pasó tres días y tres noches en su vientre.

Jonás 1:11-17

“Lanzadme al mar”

Una vez los marineros descubrieron que Jonás era la causa de la tormenta, llegaron a la conclusión de que también era la clave para calmarla. Le preguntaron qué debían hacer con él para que la tormenta amainara. Jonás responde que deben lanzarle al mar. ¿Por qué lo dice? ¿Se ha arrepentido y simplemente está diciendo “merezco morir por mi pecado contra Dios, matadme”? ¿O es justo lo contrario y lo que quiere decir es “prefiero morir antes que obedecer a Dios e ir a Nínive, matadme”? ¿Se somete a Dios o se rebela contra él?

La respuesta está en algún lugar en el medio. No hay razón para pensar que las motivaciones e intenciones de Jonás sean más ordenadas y coherentes que las nuestras en un momento de peligro y crisis. No usa un lenguaje de arrepentimiento, ni tiene sentido pensar que pasó de la rebeldía a la sumisión de Dios con tanta rapidez. Como mostrará el resto del libro, el recorrido de Jonás para apartarse del orgullo de creerse justo será lento. Por otra parte, si quería morir sin más en lugar de ir a Asiria, se podría haber suicidado sin haber emprendido ningún viaje. La pista que tenemos para entender su punto de vista en este momento se halla dentro de la respuesta que da a la pregunta de los marineros. Fíjate que no dice nada acerca de Dios. Su preocupación está en otra parte. Dice que si le lanzan al agua: “el mar dejará de azotaros. Yo sé bien que por mi culpa se ha desatado sobre vosotros esta terrible tormenta”. Jonás comienza a asumir que es responsable de esta situación no porque se preocupe por Dios, sino porque se preocupa por ellos. Y esto es importante.

Como veremos, Jonás rechazó la misión de Dios en gran medida porque no quería ser compasivo con paganos. Sin embargo, ahora ve a estos hombres aterrados delante de él. Han estado clamando a sus propios dioses mientras que él no ha hablado con el suyo. Le han interrogado con respeto, le han preguntado qué deben hacer en lugar de matarle sin más. No han hecho nada malo. Del mismo modo que Leslie Allen escribe, el carácter “de los marineros, sin duda, ha disipado su impasible indiferencia y le ha remordido la conciencia”.1

Quizás lo que ha motivado a Jonás no ha sido nada más que la lástima, pero eso era mucho mejor que el desprecio. A menudo, el primer paso a la hora de entrar en razón espiritualmente es cuando por fin empezamos a pensar en alguien que no sea nosotros mismos. Por tanto, lo que Jonás está diciendo es algo así: “Vais a morir por mí, pero yo debería morir por vosotros. Soy yo con el que Dios está enfadado. Lanzadme a mí”.

Los marineros actúan aún de forma admirable cuando, a pesar de la oferta de Jonás, tratan de remar para llegar a la orilla. Solo cuando se dan cuenta de que no hay ninguna otra manera de salvarse y únicamente cuando reconocen la gravedad de lo que están a punto de hacer, lanzan a Jonás por la borda, con temor y temblor orando a Dios.

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