Kitabı oku: «Antoine de Saint-Exupéry en la Guerra Civil Española y en Rusia», sayfa 2
Ya por entonces presiente el futuro desastre que va a convertir al mundo en “una nube de cenizas”. Las Potencias mundiales se desentendieron de la Guerra Civil española. Aquellos que contactaron con los gobiernos de España, lo hacían por interés puramente económico más que político. Los unos por venderles carburantes y material bélico, los otros por aviones y soldados y los rusos por cambiar aviones y armamentos por oro (el tan traído y llevado “oro de Moscú”). Desafortunadamente su presentimiento se convertiría en dura y lastimosa realidad. La II Guerra Mundial no tardaría en estallar. Cuando esto ocurrió, probablemente aconsejado por su amigo Léon Werth, judío y comunista, Antoine de Saint-Exupéry se marchó a los Estados Unidos de Norteamérica. Allí se encontraría con avatares más insospechados. En Nueva York se decide en dar forma definitiva a uno de los libros más importantes y famosos de la Historia; El Principito***4.
En los artículos que Saint-Exupéry publicó en la prensa francesa, que he traducido y tiene usted en sus manos, se confirma el afán del poeta-aviador lionés, por depurar los textos sembrándolos de metáforas, que son como guiños que hace al lector para hacerle ver que no le interesan las motivaciones de la guerra, de las guerras, por considerarlas como una enfermedad endémica de la raza humana. El resto de su obra escrita, rezuma amor por el ser humano que ha rodeado su alma con una espesa ganga al modo de las piedras preciosas cuando quedaron dormidas en el seno de la tierra.
Al igual que los grandes iniciados, Saint-Exupéry se preocupa y ocupa por el Hombre, el hombre que está a medio construir, el hombre que tiene a su alma prisionera de un cuerpo en perpetua mutación degenerativa hereditaria, destinado, como todo lo viviente, a desaparecer. Yo no sé si se puede hablar de memoria genética (como la hay olfativa, visual o auditiva y aun colectiva...).
Quizá en Saint-Exupéry prevalezca la memoria atávica del pueblo judío, de donde sus ancestros, a mi entender, proceden. Lo delata su horror a la guerra, a sus horrores, al odio que genera. Su entrañable y único amigo verdadero, Léon Werth, había escrito un libro sobre los poilus: (vellosos)***5, en el que detalla con crudeza los espeluznantes comportamientos de los contendientes, a los que conoció por haber participado en la Primera Gran Guerra. Ese cainismo lo hemos heredado desde hace milenios, con su carga de envidia, de criminalidad y rencor. Esos y el resto de los pecados capitales son los que motivan las guerras, fratricidas o de conquista. Pero lo que más le dolía en el alma eran las matanzas entre hombres. Saint-Exupéry no era un hombre religioso, sensu stricto, pero respetaba mucho la religión, fenómeno que únicamente se da en el ser humano. Y lo que más le marcaría en la Sagrada Biblia (que empezaría a leer a sus diecisiete años, según confía a su madre) era el precepto de obligado cumplimiento: ¡No matarás! (De: 5; 17). No era ateo, pero tampoco practicante de algún credo. Luc Estang dice, con acierto, que es “un cristiano sin cristo”. Odiaba la guerra y menospreciaba a los héroes, que jugaban inútilmente con la vida.
Detestaba a los hombres que mataban como si nada, así como así. Por eso no tomaba partido por nadie, aunque no era apolítico.
En la sensibilidad y pureza de alma que emanaba de su cuerpo grandullón (medía 1,84 m de altura); tenía una voz dulce y suave, que cautivaba a cualquier interlocutor; era un poeta inquieto (llegó a concebir un avión a reacción antes de haberlo visto). Los que lo trataron han dejado dicho que siempre llevaba en las manos algún objeto con el que solía hacer juegos de prestidigitación, con los que sorprendía a sus amigos. En sus artículos aparecidos en los periódicos franceses, a su regreso a Francia, lo que menos le preocupó fue la guerra en sí y lo que más el comportamiento de los hombres que la practican.
Con toda probabilidad, en Madrid, visitaría el Museo del Prado y allí contemplaría en la pintura negra de Goya, el cuadro que representa a dos hombres, metidos hasta la rodilla en el barro, apaleándose sin piedad.
Si, durante la Segunda Guerra Mundial, Saint-Exupéry solicitó un puesto de piloto en el Ejército del Aire aliado, no le motivó otra cosa que el afán de ayudar contra la invasión nazi de su patria y del conflicto mundial que se armó con la ayuda de Italia y Japón. Pero no pilotaba aviones de caza, sino de reconocimiento. Nunca dispararía un arma; la suya era una cámara fotográfica con la que tomaba instantáneas de la situación geográfica de las fuerzas enemigas en los territorios en guerra con el fin de instruir a sus mandos. En uno de esos vuelos perdió la vida.
Era costumbre en Saint-Exupéry escribir letra a letra, como si su musa le dictara. Debió hacerlo con cierta rapidez; era letra menuda, con caracteres finos, de los llamados “pata de mosca”. Corregía muy a menudo sus textos, subsanando, rectificando, depurándolos al máximo. A veces los reducía a más del cincuenta por ciento; le gustaba perfeccionarlos. Alguien lo llamó: “maestro del rodrigón y de la poda”, por su afán de despojar lo que él llamaba “la ganga”, repito. Sintetizaba al máximo sus pensamientos y los solía acompañar de algún tropo para subrayar lo dicho. Siempre mostraba “una preocupación minuciosa de la escritura, el gusto por la sobriedad, la musicalidad de la frase, el equilibrio de los elementos... suprimir una lindeza, es sacrificar las complacencias adolescentes para fundirse en escritor adulto” (P. Bounin, dixit). Sus textos están atiborrados de metáforas, incluyendo los artículos de prensa, como podremos apreciar en los transcritos más adelante... Su cuento El Principito no escaparía a la poda (a mediados del año 2012, se han hallado dos páginas manuscritas, en papel de seda, sobre el cuento, que no fue incluido en él, quizá por la razón que expongo más arriba. Sea como fuere, fueron vendidos en subasta pública y rematados a unos cincuenta mil euros).
El Principito es algo más que un cuento. Es una alegoría pletórica de símbolos (cosa que gustaba sobremanera a Antoine de Saint-Exupéry y que él mismo ha dicho). A mí se me antoja como la caja que el aviador dibujó al principito cuando este insistentemente le pidió que le dibujara “un cordero”. Emilio González Ferrín dice que “El Principito es un libro trampa que algún adulto lograría explicarme algún día”.
El Principito, como alegoría, se me antoja que es, reitero, como las muñecas rusas, de las que solo vemos una. Esa muñeca es también como una metáfora de lo que las cosas guardan en su interior... Así es el ser humano, que guarda en su interior al niño cándido dormido que todos llevamos dentro, y basta con que lo despertemos y le ayudemos a que se construya para que la humanidad tenga otra actitud ante la vida.
Toda la obra escrita de Saint-Exupéry es como el paradigma de sus más íntimos pensamientos. Así nos obliga a introducirnos en sus textos para llegar al meollo del asunto que trata. Así es como el lector atento puede llegar al fondo del pensamiento y de la intención del autor. Y los artículos que entrega a los periódicos no difieren del resto de su obra. Saint-Exupéry sabía de antemano y era consciente que no serían del gusto de los lectores de periódicos, deseosos de hallar en ellos truculentos relatos descarnados sobre los sangrientos crímenes que se producen en las guerras. Solamente le animaba el deseo de dejar constancia de lo absurdas que son las guerras en las que los beligerantes toman actitudes tan crueles como las de los carnívoros depredadores; sobre ese deseo despiadado y vehemente de matar con algún absurdo pretexto. Cuando él lo constató vio con dolor que en la guerra de España, se mata “como quien tala un bosque...”. Su pretexto de establecer un nuevo modo de vida, cuando en realidad lo que hay que hacer es “construir al hombre”, haciéndole encontrar en él mismo los valores que deberían caracterizarlo positivamente, con amor al prójimo en lugar de odio y venganza.
Uno no sabe por qué última razón el gran depredador que es el hombre se comporta casi del mismo modo desde hace casi dos millones de años. En el Paleolítico, el hombre que no era ni ángel ni bestia, inventó el modo de alargar el brazo al atar una piedra a un palo con el fin de poder matar a un animal peligroso para él sin tener necesidad de acercarse demasiado... De ese modo surgen las primeras armas, armas que utilizaría –y utiliza– para matar también a sus semejantes (las armas actuales solo difieren de las prehistóricas en su avanzada tecnología, pero todas son utilizadas con el mismo fin: ¡matar!).
Así, Saint-Exupéry ve la guerra, como un fenómeno atroz que se repite inexorablemente a través del espacio y del tiempo. Siempre es la misma en sus causas y en sus desarrollos; son todas idénticas. Y eso es lo que le aterraba cuando oía el estruendo de los cañones, el silbido de las balas, la destrucción que causaban las bombas en su destino final: la carnicería de los cuerpos humanos destrozados de niños, de jóvenes promesas, de ancianos de todo género y condición con las consecuencias de desolación y sufrimientos. Contrariamente a lo que se dice, la estrategia militar no es un arte; es la acción de las fuerzas militares, políticas, económicas e inmorales que conducen a la exterminación del otro, del prójimo. Y eso, todo eso es lo que aborrece Saint-Exupéry. Y por eso también sus artículos tienen un sabor y un valor bien distinto a los reportajes que solamente muestran los horrores de los que son considerados como enemigos, aunque sean hermanos... Según sea el lector, su filiación o identidad política, se inclinará por un bando u otro y así justifica lo que el suyo hace. Se alegra o se indigna según el derrotero que tome la guerra, y sus víctimas serán para él aguerridos patriotas o miserables enemigos de la patria. La victoria de unos hace la derrota de los otros. Y así nos va... Decididamente lo que Saint-Exupéry quiere lo muestra en sus artículos. Prefiere hablarnos de la condición humana de los contendientes y llega a la conclusión de que la guerra es una locura generalizada, un terrible holocausto humano, un sacrificio inútil que solo traerá dolor y muerte, destrucción, miseria y carencias. Y a tal propósito nos dice también:
[...] el último hombre que quede vivo se cree vencedor cuando en realidad propagará y sembrará la misma simiente de egoísmo, de odio, de envidia, de codicia cuyo fruto será, en sus descendientes otra guerra, más desolación, más aislamiento entre los hombres a medio construir, cuando debería ser lo contrario: tender la mano y abrir los brazos al otro. La victoria será de quien se pudra el último. (TH)
El hombre ha de romper la cadena que le aprisiona, debe liberarse de esa cadena. El hombre no nace bueno ni malo. Simplemente es el producto de su entorno ecológico y familiar; social. El niño, como el paisaje, es fruto de la educación y de las costumbres que observa o es víctima de ellas. El paisaje existe porque el hombre lo hace; las cosas están ahí pero sin más, el hombre es quien lo construye, y es bueno o malo según su comportamiento. Y allí donde no hay sino vacío y sequedad nada bueno puede darse...
Volviendo a su juventud, hasta bien entrados los años veinte del mismo siglo, Saint-Exupéry estaba acostumbrado a llevar una vida sin preocupaciones gracias a las continuas ayudas económicas de su madre. Pero todo se acaba... Al término de esa época, Saint-Exupéry sufre toda clase de vaivenes; su pecunia se resintió al tiempo que sus fracasos por obtener un puesto fijo como aviador. Esas experiencias negativas serían muy dolorosas para él; lo marcarían profundamente. Consiguió ser piloto del ejército pero no triunfó a su gusto. Llegó a trabajar como auxiliar administrativo-contable en una fábrica de cerámica, fue vendedor de camiones (de los que no pudo vender ni uno)... Su fracaso amoroso también lo marcó intensamente... No solía quejarse a nadie; su moral estaba muy baja. El estado depresivo lo condujo, a veces, hasta derrelinquir, al abandono de sí y a la soledad moral más completa (recuérdese que en El Principito lo expresa de este modo: “Así, he vivido solo sin nadie con quien hablar verdaderamente”. Y cuando el hombrecito sintió sed le pide al aviador buscar un pozo en la inmensidad del desierto. Ante la respuesta de la imposibilidad de hallar uno, el niño le dijo: “Siempre creo que estoy en mi casa” (PP).
Cuando después de su grave accidente de aviación en el desierto de Libia, Saint-Exupéry consiguió que lo enviasen al Sáhara para crear una sucursal de la compañía aérea que lo contrató, se quedó en aquellas soledades durante un año, tiempo que le serviría para pergeñar Terre des hommes y plasmar sus inquietudes poético-filosóficas que se hallan con todo detalle reflejadas en su última obra (inconclusa) Citadelle.
Esta nota es una síntesis de la ajetreada, dolorosa y corta vida de Antoine de Saint-Exupéry, un hombre con “inquietud espiritual que no solamente quiere ser amado sino que desea recibir lazos de afectos de un conjunto cultural y en él liberar sus riquezas... todo ello requiere una disciplina salutífera” (M. Quesnel)***6.
Segunda visita de Antoine de Saint-Exupéry a España en guerra, en el año 1937. Tenía compromiso con el periódico L’Intransigeant para unos diez reportajes, pero solamente envió tres, quizá por falta de motivación, cosa que no gustó nada al director de ese rotativo Hervé Mille. Saint-Exupéry se marchó a los Estados Unidos de América. Desde Nueva York quiso abrir una ruta aérea hasta el fin del Cono Sur. Pero sufrió un gravísimo accidente. Apenas repuesto regresó a Francia. Se encuentra de nuevo con serias dificultades económicas. Visita a Hervé Mille al que con insistencia le pide que lo envíe de nuevo a Madrid para otros reportajes. Pero le fue denegado por no haber cumplido con su anterior compromiso con el diario.
Finalmente obtiene satisfacción y regresa a España, por tercera vez, desde donde redacta por teléfono una serie de artículos en octubre y noviembre de 1938, bajo el título genérico de La Paz o la Guerra.
1 Debo algunas notas muy interesantes, sobre Saint-Exupéry, a mi apreciado amigo, el tangerino, aviador y diplomático, Juan María López-Aguilar, hoy tristemente desaparecido. En Mauritania fue Presidente del Club Saint-Exupéry.
2 A este editor, A. de Saint-Exupéry le concedería la exclusiva de publicar, en especial “El Principito” en lengua francesa.
3 Robert Capa es el pseudónimo de Endre Erno Friedmann, excelente fotógrafo, de una familia judía húngara, adinerada. La foto no es una instantánea tomada en el frente de guerra de Cerro Muriano, sino un retrato hecho en un estudio fotográfico, al parecer realizado por, su novia, Gerda Taro, también judía y no menos afamada fotógrafa. Parece ser, que esta murió atropellada por un carro de combate; cuyo conductor no pudo evitarla, en Espejo (Córdoba) (notable por sus minas de sal), el día cinco de septiembre de 1936. Dicha señora podría ser comparada con Zenobia Camprubí, traductora, bilingüe, de las obras de Rabindranath Tagore, que tanto inspiró al poeta onubense. Era esposa –y la “negra”– de Juan Ramón Jiménez. A primeros de 2013 se podría celebrar el centenario de su nacimiento. El soldado era un anarquista llamado Federico García Borrell, al parecer muerto poco tiempo después, que es la figura en la portada de este libro. Robert Capa murió en 1954 al pisar una mina en la guerra de Indochina.
4 De este archifamoso cuento trata mi libro Los símbolos en El Principito.
5 Sobrenombre dado por los franceses a sus compatriotas que lucharon en la Primera Guerra Mundial, 1914-1918. Por extensión hombre fuerte y bravo.
6 In Saint-Exupery visto por sí mismo de Luc. Estang. Edit Novelas y cuentos. Madrid 1971.
ESPAÑA ENSANGRENTADA. BARCELONA, 1936
La invisible frontera
de la Guerra Civil
Aquí se mata
Después de Lyon, he oblicuado a la izquierda hacia los Pirineos y España. Ahora sobrevuelo nubes bien limpias, nubes de verano para aficionados donde se abren grandes agujeros parecidos a tragaluces. Así apercibo Perpiñán al fondo de un pozo.
Estoy solo a bordo, y sueño, y me inclino sobre Perpiñán. He vivido aquí algunos meses. Por entonces probaba hidroaviones en Saint-Laurent de la Salaque. Acabado mi trabajo, regresaba al corazón de esta pequeña ciudad eternamente dominical. Una plaza grande, un café-cantante y el oporto de la tarde. Y, desde mi butaca de mimbre, asistía a la vida provinciana. Me parecía un juego tan inofensivo como un desfile de soldaditos de plomo. Esas jovencitas cortésmente pintadas, esos ociosos transeúntes, ese cielo puro...
He aquí los Pirineos. He dejado detrás de mí la última ciudad dichosa.
He aquí España y Figueras. Aquí se mata. ¡Ah!, lo más extraño no es que se descubra el incendio y la ruina y los signos de la angustia de los hombres, sino que no se descubre nada parecido. Esta ciudad se parece a la otra. Yo me inclino atento: nada ha indicado ese montón de grava blanca; esa iglesia que yo sé quemada brilla al sol. No distingo heridas irreparables. Ya se ha disipado el pálido humo que se ha llevado los dorados, que ha fundido en el azul del cielo enmaderado, sus libros de plegarias y sus tesoros sacerdotales. No se ha alterado ninguna raya. Sí, esta ciudad se parece a la otra, sentada en el corazón de sus rutas en abanico, como el insecto en el centro de su trampa de seda***7. Como en las otras ciudades esta se nutre de los frutos de la pradera que suben hacia ella a lo largo de carreteras blancas. Y no descubro más que la imagen de esta lenta digestión, que, durante siglos, ha marcado el suelo, cazado los bosques, dividido los campos, extendido canales nutricios. Esta cara ya no cambiará apenas. Ya todo es viejo. Y me pregunto si una colonia de abejas, su colmena ya edificada, en el seno de una hectárea de flores, conocerá la paz. Pero la paz no ha sido acordada a las colonias de hombres.
Por lo tanto, el drama hay que buscarlo para descubrirlo. Porque no se juega lo más a menudo en el mundo visible, sino en la consciencia de los hombres. En el mismo Perpiñán, ciudad dichosa, un canceroso, detrás de su ventana de hospital, se gira y vuelve a girar en vano para escapar a su dolor como a un milano***8 inexorable. Y a causa de ello, la paz de la ciudad se alteró. Es el milagro de la especie humana, que no sea ni dolor ni pasión y que ello no constituye una importancia universal. Un hombre en su granero, si tiene un fuerte deseo, desde su granero comunica el fuego al mundo.
He aquí al fin Gerona y luego Barcelona. Yo me dejo deslizar suavemente desde lo alto de mi observatorio (el avión). Y aquí tampoco veo nada, sino avenidas desiertas. Las iglesias, aunque estén desvastadas, me parecen intactas. Adivino en alguna parte una humareda, apenas visible. ¿Eran esos los signos que yo buscaba? ¿Era testimonio de esa cólera que ha hecho tan pocos estragos, tan poco ruido, y que, sin embargo lo ha desvastado todo?
Porque una civilización entra toda ella en ese ligero dorado que un soplo se lleva.
¿Son de buena fe los que dicen: “dónde está el terror en Barcelona? Además de veinte edificios quemados ¿dónde está esa ciudad hecha cenizas? Aparte de algunos centenares de muertos entre un millón de habitantes ¿dónde están esas hecatombes?... ¿Dónde esa frontera sangrienta, por encima de la cual se tirotea?...”.
Y, en efecto, yo he visto multitud de gentes apacibles en la Rambla, y tropezaba a veces con barreras de milicianos armados, a menudo era suficiente para franquearlas una sonrisa. Yo nunca he encontrado de repente la frontera. La frontera, en la Guerra Civil, se hace invisible y pasa por el corazón del hombre...
Sin embargo, desde la primera tarde, la he tocado...
Me instalaba en la terraza de un café, entre bebedores bonachones, cuando de repente, cuatro hombres armados se pararon frente a nosotros y, mirando atentamente a mi vecino, dirigieron, sin hablar sus cañones hacia su vientre. El hombre, de pronto chorreando de sudor, se levantó, de pie, y alzó lentamente los brazos, brazos de plomo. Habiéndolo registrado, uno de los milicianos, ojeó algunos papeles, y luego le hizo una señal de marchar. Y el hombre dejó su vaso medio vacío, el último vaso de su vida, y se puso en marcha. Con sus dos manos puestas por encima de la cabeza se asemejaba a un hombre que se ahoga. “Fascista”, murmuró una mujer entre dientes, detrás de mí, y ese fue el único testigo que osó mostrar que había advertido algo. Y el vaso del hombre se quedó allí como testigo de una confianza insensata en la casualidad, en la indulgencia, en la vida...
Y yo lo veía alejarse, con los riñones rodeados por escopetas, ese por el cual, a dos pasos de mí, cinco minutos antes, pasaba la frontera invisible.
7 Alusión al insecto que cae en la telaraña.
8 Ave rapaz cruel y sanguinaria que espera atrapar a la víctima de su pitanza diaria.
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