Kitabı oku: «Sin miedo al fracaso», sayfa 10

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8 de marzo - ESPIRITUALIDAD

La misericordia no es forzada

“¿Cómo podremos ser salvos? Todos somos como gente impura; todos nuestros actos de justicia son como trapos de inmundicia” (Isa. 64:5, 6, NVI).

A mi hermana y a mí nos encantaba visitar la casa de nuestra abuela. El patio era grande y tenía armarios llenos de ropa y baratijas que nos mantenían entretenidas durante horas. Había una misteriosa escalera desde el dormitorio de atrás hasta el ático, y un día reí con horrorizado deleite cuando mi abuela me contó una historia ocurrida en aquel ático. Resulta que afuera de la casa había un pino cuyas ramas llegaban hasta la ventana del ático. Una cálida noche de verano, un gato trepó al árbol, saltó por la ventana y depositó un ratón junto a la hija menor de mi abuela. La niña gritó, horrorizada por el trofeo que el felino le había ofrecido.

Art Linkletter, famoso por sus divertidas charlas con niños, cuenta la historia de una niña de nueve años que quería hacer algo por su madre, que tenía dolor de cabeza: “Ante su insistencia, la madre le dijo que podía prepararle un té de hierbas. Después de un buen rato, la niña le llevó un té a su madre, que lo bebió agradecida.

“–Gracias por tu ayuda –le dijo–. Quedó muy rico.

“La niña sonrió con orgullo y dijo:

“–No pude encontrar el colador, así que tuve que usar el matamoscas.

“Al notar la expresión horrorizada en el rostro de su madre, la niña la tranquilizó:

“–No te preocupes, mamá, no utilicé el matamoscas nuevo. ¡Usé el viejo!”

Seguramente has intentado muchas veces complacer a tus padres, impresionar a tus amigos o llamar la atención de alguien. ¿Y de Dios? ¿Es posible ganarse su favor? ¿Hay algo que puedas ofrecerle que sea lo suficientemente bueno? Lutero, con las rodillas ensangrentadas de tanta penitencia, meditó en esta pregunta y concluyó que no es posible. Ninguna cantidad de buenas obras o de penitencias borrará las manchas de pecado de nuestro ser. Romanos 3:22 al 24 dice: “Por medio de la fe en Jesucristo, Dios hace justos a todos los que creen. Pues no hay diferencia: todos han pecado y están lejos de la presencia gloriosa de Dios. Pero Dios, en su bondad y gratuitamente, los hace justos, mediante la liberación que realizó Cristo Jesús”.

Shakespeare escribió: “La misericordia no es forzada”, lo que significa que no es una obligación o algo producido por el esfuerzo. Esta es una buena noticia para cualquiera que haya intentado preparar un té con un matamoscas.

CR

9 de marzo - Vida

El peor trabajo del mundo

“Y todo lo que esté en tu mano hacer, hazlo con todo empeño” (Ecl. 9:10).

Una vez tuve el peor trabajo del mundo, y no me refiero a los veranos que tuve que trabajar de noche en un almacén a 30 grados centígrados empacando 700 hogazas de pan. Apenas pasaba diez minutos trabajando y mi ropa ya estaba empapada. Después de engrapar todas las bolsas, me iba a casa y metía las manos en agua caliente solo para poder mover los dedos.

Mi peor trabajo no fue lavar inodoros, aunque también lo hice; ni ser vigilante nocturno o conserje en los años de universidad. El trabajo más desagradable que hice fue limpiar mesas en la cafetería de la academia cuando tenía dieciséis años. Tres comidas al día, siete días a la semana: mi hermana y yo nos rotábamos con otra pareja de estudiantes.

Los chicos más atractivos se convertían en auténticos cerdos cuando se sentaban a la mesa. Simplemente no les importaba ensuciar. Dejaban papas fritas regadas y aplastadas; frijoles pisados; restos de verduras pegados al tenedor... por no hablar de las chicas más populares de la escuela que, a pesar de su simpatía, sus agradables sonrisas y su multitud de amigos, derramaban salsa y refresco como quien más.

Odiaba ese trabajo. Odiaba cuán fría y sucia se ponía el agua tras limpiar unas pocas mesas. Odiaba el jugo rojo que se servía en la cafetería, cuya mancha resistía el detergente y el cepillo más fuertes. Pero, sobre todo, odiaba la mancha de arvejas que se pegaba en las mesas al menos una vez a la semana. En comparación con el olor a comida vieja y el esfuerzo que me tocaba hacer para limpiar los manteles de plástico, fregar inodoros era preferible; y eso que se supone que los baños son los asquerosos.

Cinco meses después de comenzar, me salieron verrugas en las manos de tenerlas mojadas tanto tiempo. ¿Ya se habían inventado los guantes? Por supuesto, pero ni yo ni mis jefes pensábamos en eso. Dos veces al día limpiábamos mesas. ¿Ir a patinar el martes por la noche? No hasta que hubiéramos terminado. ¿Jugar al béisbol? ¿Al fútbol? Ni pensarlo hasta que no hubiera salido la última mancha de arvejas.

Afortunadamente, ese trabajo trajo un beneficio duradero para mí, y supongo que tengo suerte de haberlo recibido cuando era tan joven. Después de esa experiencia, pude trabajar en cualquier cosa. Ya había hecho lo peor. Ningún trabajo que he tenido desde entonces se le ha acercado.

PW

10 de marzo - Misión

No la des por sentada

“Le preguntó: ‘¿No tienes más hijos?’ ‘Falta el más pequeño, que es el que cuida el rebaño’, respondió Isaí. ‘Manda a buscarlo –dijo Samuel–, porque no comenzaremos la ceremonia hasta que él llegue’ ” (1 Sam. 16:11).

Ser joven en tu iglesia puede ser frustrante. Como no tienes dinero, no tienes voz. Como no tienes antigüedad, no te toman en cuenta. Como no tienes los mismos gustos, no quieren que participes en nada.

Muchas iglesias han descubierto que involucrar a los grupos de todas las edades ayuda a que las congregaciones sean más saludables; pero tal vez no tienes la fortuna de ir a una iglesia así. Y aunque la tengas, es posible que aún carezcas del apoyo necesario.

Una cita de Elena de White declara: “Con semejante ejército de obreros como el que nuestros jóvenes, bien preparados, podrían proveer, ¡cuán pronto se proclamaría a todo el mundo el mensaje de un Salvador crucificado, resucitado y próximo a venir!” (La educación, cap. 31, p. 271). Lamentablemente, esto no siempre se ha comprendido, y muchas veces damos por sentada a nuestra juventud. ¿Cómo puedes ayudar a tu iglesia a que permita a los jóvenes participar más?

La unión hace la fuerza. No podrás efectuar el cambio en tu iglesia tú solo, pero sí con amigos que piensan igual. Reúnanse, oren y compartan opiniones. ¿Qué actividades disfrutarían juntos? ¿Qué necesidades de la iglesia y la comunidad pueden satisfacer? ¿Qué talentos tienen con los que podrían contribuir? ¿Qué necesidades tienen que la iglesia no satisface? ¿Qué se necesita para involucrar a más jóvenes en la iglesia?

Comienza desde cero. Elije tres objetivos (más actividades, recaudar dinero para proyectos educativos o misioneros, compartir los talentos de los jóvenes en el servicio de adoración). Comunícale a la iglesia la existencia del grupo e infórmale qué parte debe cumplir para que su objetivo sea exitoso.

Busca aliados. Tus padres u otros adultos pueden ayudarte, así como el director de Escuela Sabática. Necesitas apoyo y sabiduría, especialmente si vas a trabajar con una iglesia que aún “no lo entiende”.

Hazte cargo de tu propia vida espiritual. Incluso una buena iglesia puede obstaculizar tu vida espiritual si dejas que sus programas sustituyan el desarrollo de tu espiritualidad. Comprométete a leer la Biblia todos los días. Mantente en contacto con Dios por medio de la oración. Busca oportunidades para servir en formas que tu iglesia no pueda proporcionar, ya sea a través de un viaje misionero, escribiendo, o como mentor de los niños más pequeños.

11 de marzo - Innovación

Levántate y destaca

“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor involucra castigo” (1 Juan 4:18, LBLA).

Actuar mal es fácil. Si no fuera así, no sería tan popular. En el campo de batalla, en el patio de recreo, en el cine… actuar mal es atractivo. Actuar mal es divertido. Actuar mal puede traer mucho dinero.

Ahora, actuar en contra del mal, eso sí que requiere creatividad y agallas. Nadie se arriesga a eso. Cuando Pablo escribió: “Porque nadie odia su propio cuerpo” (Efe. 5:29), estaba diciendo una gran verdad. Hasta que no hayamos caído en las profundidades de la desesperación, haremos todo lo posible por seguir buscando el mal, independientemente de las consecuencias físicas o espirituales que pueda traernos.

El mal es nuestra segunda naturaleza, y está tan arraigado que olvidamos fácilmente que en verdad es nuestra segunda naturaleza. Dios nos creó nobles, amorosos y sabios, pero nos tragamos una píldora amarga astutamente recubierta de azúcar. Desde entonces, hemos batallado o aceptado la situación.

Si actuar mal es fácil; si actuar mal es un gran negocio, ¿qué se necesita para que alguien se levante, hable y desafíe el status quo? ¿Qué hace que alguien esté dispuesto a levantar la voz?

Samuel y Pearl Oliner decidieron averiguarlo, estudiando a varias personas que arriesgaron sus vidas durante la Segunda Guerra Mundial para rescatar judíos. Querían saber por qué, a pesar del entorno dictatorial, decidieron no permanecer pasivos. Los Oliner descubrieron que todos aquellos valientes tenían algo en común: sus padres no los habían castigado físicamente. En lugar de azotarlos, sus padres hablaban con ellos, animándolos a razonar.

Los padres de estos rescatistas “razonaban en vez de amenazar”, nos dice Eva Fogelman en su libro Conscience and Courage: Rescuers of Jews During the Holocaust [Conciencia y valor: rescate de judíos durante el Holocausto]. En lugar de motivar a sus hijos por temor al castigo, les enseñaron a pensar bien y a hacer lo correcto por el hecho de ser lo correcto.

El psicólogo Martin Hoffman ha estudiado qué hace que una persona sea compasiva. Descubrió que “los padres que explican las normas y utilizan el razonamiento en lugar del castigo, tienden a tener hijos que se preocupan por los demás. Los padres que renuncian voluntariamente al uso de la fuerza en favor del razonamiento, envían a sus hijos un mensaje sobre cómo los poderosos deben tratar a los débiles”.

Actuar mal es fácil. Pero el amor es eterno.

12 de marzo - Adventismo

El hombre que amaba el mar – parte 1

“Surcaron las aguas con sus barcos, y allí, en alta mar, vieron la creación maravillosa del Señor” (Sal. 107:23, 24).

Haber crecido a principios del siglo XIX en la que para ese entonces era la capital de la caza de ballenas del mundo (New Bedford, Estados Unidos), hizo que Joseph Bates se obsesionara con el mar. Anhelaba ver el mundo. Finalmente, sus padres lo dejaron ir con su tío en un barco de carga; pensaban que el mareo y las dificultades de la navegación le quitarían las ansias, pero no fue así.

Tiempo después, su padre conoció a un capitán que estaba a punto de zarpar hacia Inglaterra. El capitán Terry se comprometió a cuidar del bienestar de su nuevo chico de cabina. El barco navegó a Nueva York para recoger un cargamento de trigo y luego cruzó el Atlántico. El viaje a Londres fue tranquilo y sin incidentes, pero un domingo en la mañana, a los dieciocho días de haber zarpado de regreso, la tripulación vio un tiburón.

Los marineros ataron un trozo de carne a una soga y lo colgaron por el costado del barco, con la esperanza de atrapar al animal. El tiburón ignoró la carne y siguió al barco. Los marineros comenzaron a contar historias de tiburones: de cómo podían partir en dos a una persona y comérsela; o cómo seguían durante días a los barcos con marineros enfermos, esperando pacientemente para darse un festín en el próximo “entierro”. Joseph escribió en su autobiografía: “Los marineros por lo general son hombres osados y valientes, que se atreven a enfrentar casi cualquier conflicto, y desafían las furiosas tormentas del mar; pero la idea de ser tragados vivos por un tiburón […] los pone a temblar”.

Finalmente dejaron de intentar atrapar al tiburón, que se quedó siguiendo al barco. Esa noche, Joseph subió al mástil para comprobar si había otros barcos a la vista. Pero al solo ver mar abierto, comenzó a bajar. Calculó mal un peldaño y cayó hacia atrás. Durante la caída golpeó una cuerda, lo que evitó que terminara en la cubierta del barco. Siguió de largo, casi 20 metros, hasta caer al espumoso mar.

Joseph luchó por contener el aliento y mantener la cabeza a flote. Mientras tanto, el barco se iba alejando cada vez más. La ropa empapada le impedía moverse con soltura. El capitán Terry y la tripulación corrieron hacia la popa del barco. El contramaestre arrojó una cuerda. Cuando Joseph logró asirse de ella, el contramaestre gritó: “¡Agárrate fuerte!”

Continuará…

13 de marzo - Adventismo

El hombre que amaba el mar – parte 2

“En su angustia clamaron al Señor, y él los sacó de la aflicción; convirtió en brisa la tempestad, y las olas se calmaron” (Sal. 107:28, 29).

Joseph se aferró a la vida mientras el capitán, la tripulación y otros marineros se esforzaban por llevarlo de regreso a bordo. Finalmente, lograron subirlo a cubierta y todos volvieron a respirar.

–¿Estás herido? –preguntó uno.

–No –jadeó Joseph, temblando y con la ropa empapada.

–¿Qué pasó con el tiburón? –preguntó otro.

Joseph se acordó de repente del tiburón y comenzó a temblar de nervios por lo que pudo haber sido. ¡El tiburón! Se había olvidado completamente del tiburón. Joseph y la tripulación corrieron al otro lado del barco y, sorpresa, ¡allí estaba el tiburón, nadando tranquilamente junto al barco! Se quedaron atónitos, y nadie volvió a meterse con el animal. Pero no podían entender cómo era que el tiburón se había movido a un lugar donde no estaba pasando nada emocionante como, por ejemplo, que se hubiera caído un hombre al agua.

A pesar de haberle visto la cara amarga al mar, el amor de Joseph por la navegación no hizo más que aumentar. Siguió navegando en buques de carga, en viajes de unos pocos meses cada vez. Pero cuando tenía diecisiete años, un viaje de Nueva York a Rusia le dio más aventura de la que jamás hubiera imaginado.

A medianoche, el barco golpeó hielo en la costa de Terranova. El choque lanzó a Joseph al otro lado de la habitación, dejándolo momentáneamente aturdido. Joseph y el Sr. Palmer estaban atrapados en la proa. Se prepararon para hundirse en las gélidas aguas del Atlántico. De repente, la escotilla que había por encima de ellos se abrió.

–¿Hay alguien ahí abajo? –gritaron en la oscuridad.

–¡Sí, aquí estamos! –respondieron ellos.

Joseph y el señor Palmer treparon entonces hasta la cubierta, donde encontraron al capitán y al segundo al mando de rodillas, orando por sus vidas, mientras la tripulación luchaba por controlar el barco.

Estaban rodeados de hielo y el viento los empujaba hacia adelante. Palmer amenazó con tirar al capitán por la borda. Aunque se trataba de un motín bastante tardío, dijo que enviar al capitán a la eternidad unos minutos antes sería igual de satisfactorio. Joseph agarró a Palmer, y gritó:

–¡Déjenlo en paz! Ayúdenme con la bomba de achique.

Continuará…

14 de marzo - Adventismo

El hombre que amaba el mar – parte 3

“Eran lanzados hasta el cielo y hundidos hasta el fondo del mar; ¡perdieron el valor ante el peligro! Se tambaleaban como borrachos; ¡de nada les servía su pericia!” (Sal. 107:26, 27).

Afortunadamente, la bomba de achique funcionó. Animado por el giro de los acontecimientos, el maestre principal gritó:

–¡Suelten las drizas del juanete y de la gavia! ¡Suelten las sogas y las escotas! ¡Bajen y aseguren las velas superiores!

Como Bates más tarde lo describió: “Quitarle el viento a las velas alivió de inmediato al barco, y como una palanca que se desliza bajo una roca, se separó de su posición desastrosa, y se quedó en equilibrio con un costado hacia el hielo”.

De alguna manera, el barco, con su parte delantera destrozada y su mástil recogido, logró salir del hielo. Catorce días después desembarcaron en Irlanda, e hicieron las reparaciones necesarias para continuar el viaje a Rusia. Se unieron a un convoy de más de doscientos barcos británicos y luego, después de una tormenta, partieron en solitario a lo largo de la costa de Dinamarca.

De repente, dos corsarios daneses comenzaron a dispararles con cañones. Los corsarios los capturaron y los llevaron a Copenhague, Dinamarca, para ser juzgados. El barco y su carga fueron condenados, por orden de Napoleón Bonaparte, por su fraternización con los británicos.

El dueño del barco rogó a la tripulación que jurara que no habían tenido ningún contacto con los británicos. Joseph insistió en que no podía mentir. Casualmente, fue el primero que llamaron a testificar.

–¿Sabes qué significa hacer un juramento, jurar decir la verdad? –le preguntó un juez en inglés.

–Sí –dijo Bates.

Joseph juró contar la verdad de lo que hizo. Cuando lo liberaron, trató de regresar a Irlanda, pero en Liverpool lo secuestraron y lo obligaron a ingresar a la marina británica. Intentó nadar hacia la libertad, pero fue capturado. Terminó dirigiéndose hacia el Mediterráneo para luchar contra el ejército de Napoleón.

Joseph trató de contactar a sus padres. Cuando por fin recibieron una carta de él, su padre le pidió ayuda a James Madison, que era el presidente de los Estados Unidos en ese momento. El presidente y el gobernador de Massachusetts se propusieron ayudarlos, pero repentinamente estalló la guerra.

Continuará…

15 de marzo - Adventismo

El hombre que amaba el mar – parte 4

“Y allí, en alta mar, vieron la creación maravillosa del Señor” (Sal. 107:24).

Joseph y sus amigos estadounidenses prefirieron ir a prisión que luchar contra su país, por lo que se convirtieron en prisioneros de guerra. Sin embargo, debido a la fuga de dieciocho prisioneros, ellos fueron enviados a la infame prisión de Dartmoor, en Inglaterra, conocida como “la morada de los perdidos y olvidados”. Joseph fue liberado en 1815, exactamente cinco años después del día en que fue secuestrado. Inició de inmediato su viaje de regreso a casa.

Dos meses después, abrazaba con alegría a su madre, a sus hermanos y amigos. Joseph tenía ahora veintitrés años y llevaba más de seis fuera de casa. Cuando su padre lo vio, se sorprendió al poder abrazar a su hijo perdido desde hacía tanto tiempo, pero lo que más le sorprendió fue que su hijo era ahora adicto al ron.

Días después, Joseph se reencontró con Prudence Nye, su amiga de la infancia, que al verlo exclamó: “Sabía que volverías”. Dos años y medio y varios viajes después, se casaron.

A pesar de las dificultades, Joseph Bates seguía amando el mar. Emprendió varios viajes mientras su esposa “Pru” lo esperaba en casa. Navegó hacia Bermudas, las Antillas, Brasil, Uruguay y Argentina. Finalmente, se convirtió en capitán de barco. Buscando mejorar como persona, prometió dejar de beber y de masticar tabaco. En uno de sus viajes, su esposa le puso una Biblia entre su equipaje. Comenzó a leerla y se convenció de que debía ser cristiano, pero sentía que había perdido demasiado tiempo. Sin embargo, ¿no lo había protegido Dios a través de los años? Lleno de culpa, pensó en saltar por la borda para acabar con su vida. Sorprendido por aquellas ideas, se encerró en su camarote hasta el amanecer. Desesperado, intentó encontrar alguna prueba de que Dios lo había perdonado, pero no pudo hallarla.

Cuando regresó a su hogar, ya con treinta y cuatro años, un amigo cristiano le preguntó sobre su vida espiritual. Joseph le comentó que nunca se había convertido, porque sabía que Dios no podía perdonarlo. Pero al reunirse con amigos cristianos y escuchar sus experiencias, se sintió seguro de que había experimentado una conversión genuina. ¡Se sintió un hombre nuevo!

Ahora le resultaba mucho más difícil dejar a sus familiares y amigos. Un día, mientras navegaba por las costas de Brasil, un grupo de piratas lo interceptaron, pero no encontraron el oro que habían ocultado en un caldero de sopa de carne. ¡Y eso que los piratas incluso tomaron un poco de sopa para cenar!

Continuará…

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