Kitabı oku: «Un lápiz labial para una momia»

Yazı tipi:

Un lápiz labial para una momia

Título original: Mīra no Kuchibeni

Segunda edición: agosto de 2020

© Toshiko Tamura, 1913

© de la traducción, Agnès Pérez Massegú (daruma Serveis Lingüístics, sl), 2019

© de la ilustración, Kukka, 2019

Tanuki

http://www.tanukilibros.com

Coordinación editorial: Juan Camilo Orjuela

Corrección: Daniela Serrano

Diseño de cubierta: Toraplú

Isbn ePub: 978-958-56659-4-1

Isbn de la edición en papel: 978-958-52639-0-1

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares de los derechos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, telepático o electrónico—incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet— y la distribución de ejemplares de este libro mediante alquiler o préstamos públicos.

Capítulo I

Las hojas del hinoki1, que sobresalía imponente con una frondosa corona, se mecieron vacilantes con la llegada de una solitaria ráfaga de viento. El atardecer de principios de enero teñía el cielo de un color opaco mezclado con tonos de ámbar claro, mientras las ramas peladas de los otros árboles, casi delineadas con plumilla, dejaban entrever el tejado de color verde claro de una pagoda.

Minoru observaba el cielo desde la ventana del segundo piso con la mano en el pecho mientras se preguntaba adónde habría ido su marido, que había salido sin rumbo fijo a primera hora de la mañana en busca de trabajo. Los rayos del sol poniente chocaban tímidamente contra la pared que tenía al lado y formaban una fina mancha rectangular. Cuando quiso darse cuenta, la mancha se había esfumado y la penumbra lo cubría todo, hasta el último rincón. Minoru recordó que quería comprar tofu para la cena, pero se veía con tan pocas fuerzas para bajar que, a pesar de oír el silbo del vendedor y advertir que estaba apenas dos o tres casas más allá de la suya, permaneció inmóvil. Se quedó allí, de pie, observando la puesta de sol.

En los días despejados, sobre esa hora, el bosque de Ueno solía quedar cubierto por una niebla morada. Mientras lo observaba, a Minoru le parecía que se trataba de un guiño del cielo, una bocanada de aliento de color púrpura que lanzaba al bosque a modo de despedida, como símbolo de la amistad que habían entablado durante el día que había pasado en contacto con las copas de sus árboles. El anochecer iba tiñendo los árboles y los tejados uno a uno del mismo color seco, los entrelazaba en silencio y los escondía bajo la sombra de la oscuridad. Sintiéndose sola ante el paisaje, Minoru miró hacia abajo justo en el momento en que una joven salía por la puerta corrediza de la casa trasera, la del maestro de koto2. La chica alzó la mirada, le dirigió una sonrisa y le hizo una reverencia con la cabeza. Siempre que la veía, Minoru se acordaba del verano anterior, de aquel atardecer en el que, después de un chaparrón, la muchacha la había visto contemplando el bosque con su marido, con una mano en su hombro, y de la turbación que la embargó al verlos en ese momento. Y como aquel recuerdo y la imagen de la sonrisa que les dirigió entonces acudieron juntos a su mente, Minoru no pudo evitar bajar la mirada como si ella misma fuera una adolescente. Acto seguido, corrió la contraventana con estrépito y se dirigió al piso de abajo.

Todavía se oía cerca el silbido del vendedor de tofu, pero sabía que ya no iba a volver a pasar por donde estaba ella. Cerró las contraventanas del salón, apagó la luz de la sala de estar y salió por la puerta principal a echar un vistazo.

En el cementerio público de enfrente había un par de lápidas nuevas. El callejón de al lado, completamente desierto a esas horas, se veía todo blanco; incluso el ginkgo3 de la esquina parecía cubierto de un papel plateado. En la tenue sombra del anochecer destacaba, debido a su color blanquecino, la perrita que tenían en la casa, que estaba tan delgada que se le marcaban todas las costillas. Estaba correteando y dando vueltas con una ramita en la boca, pero al ver a Minoru mirando fijamente en la dirección por la que tenía que volver su marido, se acercó a ella, se sentó a sus pies mirando en la misma dirección y se quedó observando con atención el lejano ginkgo mientras meneaba ligeramente la cola.

—Mei…

Minoru se dirigió en voz baja a la perrita, que se había metido bajo la manga de su kimono. El animal, al oír su nombre, permaneció inmóvil excepto por la cabeza, que levantó para mirarla y que inclinó al poco tiempo. Movió las orejitas como si quisiera esquivar un ruido misterioso que hubiera resonado en medio de aquel silencio mortal que anulaba la presencia de cualquier ser vivo. Una ráfaga de un viento tan gélido que erizaría el vello de cualquiera llegó desde el camposanto. Minoru miró hacia la derecha, al callejón que se extendía delante de ella, volvió a mirar a la izquierda, donde vio la lámpara de la pensión que había tres casas más allá, ahora ya la única luz encendida en aquel mundo descolorido, y con la imagen de aquel parpadeo solitario en el corazón, entró en la casa.

Cuando Yoshio volvió, empezaba a caer una ligera llovizna. Vestía un traje de corte occidental que tenía los hombros demasiado anchos para él. Más cabizbajo que de costumbre y de espaldas a su mujer, se quitó los zapatos mojados. Se dirigió a la iluminada sala de estar mientras se despeinaba con la mano y fue directo al salón del fondo, donde arrojó al suelo el paquete que llevaba hecho con un pañuelo furoshiki4 para luego él mismo arrojarse al suelo.

—Nada, es inútil. No he podido vender mi manuscrito en ninguna parte.

—No te preocupes. Son cosas que pasan…

Al verlo volver con el paquete, Minoru enseguida había deducido que le había ido mal. No podía evitar compadecerlo al imaginárselo todo el día yendo de un lado a otro, como un carbonero perdido en la lluvia.

—¿Tienes hambre?

—No he comido nada. Ya perdí la cuenta de todas las editoriales por las que he pasado…

Yoshio estaba tendido boca abajo y apretaba la cara contra el tatami, de modo que su voz sonó ahogada.

Cuando no estaban juntos, a Minoru no le daban ganas de prepararse nada para ella sola, así que tampoco había comido nada en todo el día. Sin embargo, al oír las palabras de su esposo, de repente le entraron unas ganas irreprimibles de cocinar, de modo que fue a la cocina y se puso manos a la obra. Por su parte, Yoshio se quedó completamente inmóvil hasta que la comida estuvo lista.

1 N. de la T.: El hinoki, o falso ciprés hinoki (Chamaecyparis obtusa), es una especie arbórea de hoja perenne originaria del centro de Japón. Su crecimiento es lento, pero puede alcanzar los 35 metros de alto y un tronco de hasta un metro de diámetro.

2 N. de la T.: Especie de arpa japonesa. Instrumento de trece cuerdas que se coloca horizontalmente al tocarlo.

3 N. de la T.: Árbol de flores amarillas propio de China. Es único en el mundo, sin parientes vivos. Es un árbol dioico, también conocido como «árbol de los cuarenta escudos».

4 N. de la T.: Tela cuadrangular que tradicionalmente se usa en Japón para envolver y transportar todo tipo de objetos.

Capítulo II

—Soy un completo inútil. Ni siquiera soy capaz de mantenerte.

Fue lo único que dijo el hombre al terminar de comer en silencio, mientras dejaba los palillos sobre la mesa. Después, volvió a tumbarse. Minoru recogió la mesa sin decir nada y fue a la cómoda, donde abrió los cajones. Se quedó pensando un momento y empezó a sacar varios objetos que fue amontonando.

—Eh. ¿Vas a ir?

—Sí. Tampoco podemos hacer nada más…

Minoru lo envolvió todo en un furoshiki, se puso un abrigo encima de la ropa que llevaba y se ató la cinta que estaba justo al lado del cojín donde Yoshio tenía la cabeza.

—En fin, ahora vuelvo. ¿Vas a estar bien solo? ¿No te agobiarás demasiado?

Minoru se arrodilló y acarició la estrecha frente a su marido. Notó que estaba fría.

—Te acompaño.

—Entonces, cámbiate y ponte el kimono. Queda raro que lleves traje.

Mientras Yoshio se cambiaba, Minoru fue delante del espejo, se puso la bufanda y se quedó de pie con el enorme paquete en las manos. Pensó que, de haber ido sola, podría haber ido en rickshaw5, pero al ir con su marido no le quedaba más remedio que caminar bajo la lluvia. Aun así, no dijo nada.

Llevando aún el pesado paquete en una mano, se dispuso a cerrar las puertas y a coger los paraguas de la repisa. Sin embargo, como el paquete le molestaba, lo dejó en medio del salón y luego tuvo que buscarlo por todas partes porque no recordaba dónde lo había puesto.

Con un paraguas cada uno, la pareja salió por la puerta del jardín y dio la vuelta hasta la calle.

—Sé buena chica y vigila la casa, ¿sí? Prometo traerte algún regalito —dijo Minoru al ver la silueta blanca de su perra en un rincón del oscuro jardín donde no llegaban las incesantes gotas de lluvia.

La perrita estaba acostumbrada a que la encerraran en la casa siempre que salían los dos y, como era muy lista, cada vez que detectaba por los ruidos que hacían que iban a salir, se metía ella sola en la galería antes de que fueran a buscarla.

Tras cerrar la puerta, con el silencio que reinaba en la casa, Minoru no podía dejar de preguntarse si el animal estaría bien. Luego de caminar un rato, Yoshio pareció reparar en ello y alargó la mano para quitarle el paquete a Minoru.

—Déjame lo llevo yo.

El tren llegaba tarde y en la estación se amontonaba la gente que esperaba. Hacía muy poco que había empezado a llover, pero la lluvia ya ocupaba con sigilo incluso la parte más profunda del aire gélido y empapaba tanto el suelo y los árboles como la ropa de los caminantes. Minoru mantenía la distancia con Yoshio, que llevaba el paquete bajo el abrigo. Una vez en el interior del tren, conscientes de la situación de pobreza en la que vivían, reparaban más que nunca en la presencia del otro, pero en ese lugar tan iluminado y repleto de miradas ajenas hacían todo lo posible por evitar mirar a la única cara que les era familiar. Minoru notó que de vez en cuando una punta del pañuelo que envolvía el paquete se asomaba por debajo del abrigo de su marido. La zona de las rodillas de su viejo abrigo, ya estrecho de por sí, le quedaba ligeramente abierta y aún más apretada por culpa del paquete. Minoru desvió la vista y contempló las farolas que se mojaban en el exterior del tren, con la miserable imagen de su esposo grabada en la mente.

Los frecuentes pestañeos de Minoru al salir de un callejón de Nakachō desprendían lástima por sí misma, aunque trató de ocultar su autocompasión con las gotas de lluvia que bajaban temblorosas por el paraguas. Delante de la luz de la tienda de la esquina la esperaba Yoshio, con el paraguas completamente recto. Cuando se le acercó, por instinto, el rostro de Minoru esbozó una sonrisa y le habló en susurros:

—¿Cómo te fue?

—Bien. Tranquilo.

El hecho de haberse desprendido de aquel voluminoso paquete y haberlo sustituido por un ligero fajo de billetes, que Minoru se había guardado en el bolsillo, los hizo volver a sentirse integrantes del mundo. Mientras dejaban pasar el tren absurdamente grande que circulaba despacio y lleno de gotas delante de ellos, Minoru clavó la mirada en su marido, forzó una sonrisa y le propuso ir a comer algo, en un intento de recuperar el estatus social que antes conocían bien pero que hasta ahora habían mantenido reprimido en algún rincón.

—Como quieras —dijo Yoshio riendo mientras se rascaba la punta de la barbilla. A pesar de ello, en la sonrisa de su mujer le pareció ver pasar una sombra escurridiza que escondía algún secreto, lo que le dio mala espina.

—Hace mucho frío. Necesito tomar algo.

Minoru comenzó a caminar delante de Yoshio. Ante ellos, las fachadas de las tiendas y los locales quedaban difuminadas por la lluvia y las lámparas mojadas. El paraguas interceptaba los parpadeos de las luces de la calle que iluminaban el lodazal que había en el camino, los rastros de los zuecos geta de la gente y las rodadas de los rickshaws que pasaban salpicando barro.

El matrimonio entró en un restaurante de comida occidental que había delante del ayuntamiento del barrio.

Dentro no había ni un solo comensal. Minoru pasó delante de un espejo y observó su rostro, pero cuando Yoshio la llamó, fue a su lado a calentarse las manos delante del fogón. Minoru sabía que en estas ocasiones Yoshio tenía la manía de encogerse y de mostrar su pobreza con toda la miseria posible. Mientras él se dedicaba a observar el fuego con ojos vacíos rodeados de arrugas que coronaban unas lánguidas mejillas, ella le dio un golpe con el hombro para que se irguiera. Luego lo miró de reojo y le dijo riendo:

—Deja de dar tanta lástima.

Yoshio calló, disgustado por la actitud burlona de su mujer ante su aspecto miserable. En esos momentos detestaba el modo de ser de Minoru, que adoptaba una actitud coqueta, como tratando de remarcar sus encantos y pintarlos de carmín, y de demostrar que el único desgraciado ahí era él. Entonces Yoshio recordó a la mujer con la que estuvo viviendo poco tiempo antes de casarse con Minoru. Trabajaba en un bar nocturno, con lo que se pasaba todas las noches sirviendo sake a otros hombres y dándoles conversación, pero también era una mujer amable que en los momentos de pobreza se entristecía por los dos y que, cuando él estaba cansado por el trabajo, le aliviaba el cansancio con sus propias lágrimas. Se ganaba la vida haciendo compañía a otros hombres, pero nunca soltó palabras tan desesperanzadas como las de Minoru, como sus mecánicos «algo haremos».

—¿Qué ocurre? ¿Por qué no dices nada?

Meciendo el cuerpo, Minoru volvió a chocar con el hombro de Yoshio y se rio.

—Es que hoy me pasó algo desagradable —dijo Yoshio, arqueando la espalda delante del fuego.

—¿Qué?

En contraste con el aire de desánimo que transmitían las palabras del hombre, las respuestas de Minoru, pintadas de color carmesí, flotaban con un toque de sensualidad.

—Pues que salió una crítica de mis obras. En una revista.

—¿Y qué dicen?

—Que estoy obsoleto y que es incomprensible que a estas alturas escriba cosas como esas.

Minoru rio a carcajadas.

—Bueno, ¿y qué esperabas?

—¿Cómo dices? —Yoshio se sorprendió alzando la voz y mirando a su mujer con odio, sin recordar dónde se encontraban.

Minoru apartó la mirada en silencio y observó la sala, pero al no haber ni un alma, lo único que vio fueron los manteles blancos de las mesas ondeando. Entonces se fijó en la luz reflejada en la cristalería perfectamente colocada sobre las mesas, la cual le pareció una sombra de los pensamientos que ocultaba en el fondo de su ser. Minoru volvió a mirar a su marido y luego empezó a reír sola otra vez.

—Tú también lo crees, ¿verdad?

—Pues sí.

Los pequeños ojos de Yoshio, cubiertos por unos párpados hinchados, y los de Minoru, que encajaban a la perfección en sus finos párpados, se observaron durante largo tiempo.

Después de leer el manuscrito de su obra, Minoru se había limitado a decirle «está bien, es interesante» y se lo había devuelto sin más. Yoshio era consciente de que él veía un valor en su obra que solo percibía él mismo y que, naturalmente, Minoru se sentía más identificada con lo que ella escribía. Sin embargo, no esperaba que de repente su mujer le hablara con semejante desdén, en un tono tan indiferente y con una actitud tan fría. No le pasó por alto el hecho de que a su esposa no le importara desatar allí donde estaban todo su desprecio y toda su frivolidad hacia él y sus problemas económicos.

—¿Sabes que eres despiadada?

Yoshio se quedó mirándola en silencio, con los ojos inyectados en sangre. Entonces el camarero les sirvió sus platos, con lo que Minoru le dio la espalda y fue a cogerlos sin decir nada.

5 N. de la T.: Jinrikisha en japonés, hace referencia a un vehículo ligero de dos ruedas, parecido a un carro, que se desplaza por tracción humana. Suele ser para una sola persona.

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