Kitabı oku: «Búnker», sayfa 3
Saltos
Me siento atraído hacia la idea de brincar porque mi cabeza siempre ha funcionado así, encadenando saltos e ideas ligadas entre sí que me invaden a gran velocidad y me hacen viajar sin descanso. Saltemos.
Alguien me dijo que las dos horas que siguen al momento de despertar son las más útiles para desarrollar algún tipo de actividad intelectual. En mi caso, al sufrir el enorme castigo de no tener un horario fijo, vuelvo a dormirme en cuanto me desvelan los primeros signos de la mañana. Supongo que esas dos horas de clarividencia yo las empleo en soñar con lucidez.
Hace unos días soñé con la escultura gigante de Jeff Koons, ese enorme globo naranja con forma de perro por el que algún idiota pagó cincuenta y ocho millones de dólares en una subasta de Christie’s. Después doy en el sueño un salto descomunal: me transporto primero al Burger King de ronda de Capuchinos, y a un viejo campo de baloncesto más tarde. Estoy en la cancha y trato de mover las piernas y los brazos pero no lo consigo; mis extremidades están pegadas al suelo, mis brazos petrificados.
La incierta experiencia de rebotar en sueños es un regalo que no comprendemos, una fuente de poder que se nos entrega y que escapa a nuestro control como el vuelo torpe de Ralph Hinkley en El gran héroe americano.
Se han cumplido las dos horas reglamentarias de sueño extra matinal y debo arrancar. Es martes y hoy habrá buen pescado en la calle Maldonado, me preparo para ir a León XIII.
Normalmente evito la avenida grande cuando necesito caminar con la seguridad de que no habrá encuentros casuales, cuando quiero doblar las esquinas sin sorpresas y adaptarme lentamente al paseo. Sin embargo hoy me he despistado, y en vez de dar la vuelta para buscar un camino alternativo como hago en los días de inestabilidad, he entrado en la gran avenida flojo y con la cabeza en obras.
Veo acercarse al señor Pablo, grita de lejos contento de verme y comienza a disparar frases. Cuando intento responder interrumpe, habla a trompicones como las ráfagas de un AK-47 y acompaña su perorata con unos gestos afilados muy desagradables. Salto entonces al recuerdo de mi padre, experto en estas situaciones, que era capaz de salir de ellas seriamente con un «hasta luego» y dejar al charlatán con la palabra en el aire.
Me daba una vergüenza terrible. Él lo notaba, y cuando habíamos dado unos pasos me miraba sonriendo y decía: «Qué pasa, chiqui, ¡qué vergüenza ni vergüenza!».
Cuando creo que nada puede ir peor aparece el Juli. Tengo ahora que ocuparme de un par de extraños que conozco desde hace años y con los que no tengo absolutamente nada en común, con el añadido de hacer que se sientan cómodos entre ellos combinando la conversación con maña.
Por la otra acera veo a una tercera persona que de incorporarse convertiría la acera en un guion de los Coen, pero por fortuna este solo saluda con la mano y sigue su camino porque tiene una suerte de amnesia para las deudas. Es de esas personas que buscan el cariño inmediato pero lo devuelven tarde, y que sabiamente he conseguido mantener a distancia por una módica cantidad que obviamente no le reclamo jamás.
Escapo por fin, desconcertado y consumido, y me arrastro como puedo hacía Maldonado. Me gusta este sitio porque no necesita ufanarse de su pescado, sus dependientes tienen esa apariencia relajada del que conoce su oficio y el valor de su género, así que no gritan ni tratan de convencerte de nada. Esta actitud se contagia y, por ende, nadie entra al comercio pegando alaridos ni contando chistes en voz alta mientras rebusca en tu mirada el gesto cómplice.
Por algún motivo, este oasis de educación en el barrio me hace saltar hasta Stefan Zweig, quien fue un bestseller entre 1930-1940. Yo habría vivido muy a gusto esa época siendo un consumidor más de su obra, un fiel comprador de sus libros. Quizás he rebotado hasta aquí sintiéndome bien ojeando el pescado del día entre gente callada y educada, porque Zweig fue educado hasta el suicidio.
Alguien comenta que hoy es San Cristóbal, reparo entonces en que la ventaja de llamarme Tote es que no tiene santo. Me toca. Pido mis metales pesados de siempre y me despido.
Al salir me encuentro con un coche que tiene un rayón tremendo en el lateral. No parece venir del roce con otro vehículo, más bien parece una chaladura de alguien o una venganza personal. Salto a Pulp Fiction, cuando Vincent Vega está haciendo tiempo mientras su camello le prepara la heroína y se refiere como «eunuco» al tipo que le ha rayado el Chevrolet Malibú. En la versión original Vincent utiliza el término dickless, que significa ‘sin pelotas o castrado’. Usar «eunuco» en la versión doblada al español es 100% ganador, es sin duda un insulto digno del podio de inefables injurias de Tarantino.
Acto seguido encadeno este pensamiento con mi padre leyendo en su sofá un libro sobre Bizancio. A mi padre le obsesionaba Bizancio; me acuerdo de él riéndose extasiado al explicarme las recepciones pomposas que tenían lugar en el imperio con esos pobres eunucos castrados como perretes cuya tez suave y cuyos timbres de voz se asemejaban a los de las más delicadas mujeres. De cada cien hombres solo diez sobrevivían a la emasculación. Subir de clase social y codearse con los peces gordos te salía antes bastante más caro que los cuatros selfies estratégicos de hoy o que la afortunada historia de Instagram que acaba haciéndose viral.
Me suena el móvil, es un Telegram de David compartiendo un enlace. Veo también un e-mail que ya tendré tiempo de abrir más tarde. La noticia que David comparte viene de la web Menéame y habla de una ciudad argentina en la que se presentó el Gran Circo de Comunidad Redentor. Por lo visto, cuando ciertos ciudadanos de la localidad pudieron ver el estado de algunas de las fieras enjauladas que incluía el espectáculo, reaccionaron presentando varias denuncias a la Guardia Urbana por maltrato animal. Según estas personas, los animales parecían mostrar síntomas de maltrato y desnutrición. Hasta aquí la noticia no me sorprende, pero el final mejora considerablemente. Resulta que cuando la policía llegó al recinto, se encontró con que los animales eran hombres y mujeres disfrazados. Peluches gigantescos. David adjunta una de las fotos de la noticia donde puede verse a un supuesto mono con unas Nike Roshe en los pies. Cuando veo esto casi se me cae el pescado de la risa. Esto no puede ser real. Pienso que es obra de un genio. Sucedió en Argentina, así que fantaseo con que no es más que una broma de Sergio Chejfec, que ha vuelto de Nueva York y ha decidido poner esta denuncia a modo de broma para que todos podamos reírnos juntos.
Ya que he saltado a Sergio Chejfec y tengo el móvil a mano, recurro a una carpeta donde almaceno las fotografías que hago a las páginas que más me gustan de los libros que leo. Encuentro una página fotografiada de Teoría del ascensor de Chejfec que seguramente guardé en relación con mi TOC y mi dificultad para tomar decisiones:
Para un indeciso hay pocas cosas más tortuosas que tomar una decisión o elegir entre varias opciones. No obstante, sabe que tarde o temprano tendrá que hacerlo. El verdadero problema está en la convicción que el indeciso asigna a los otros: cree que los demás toman decisiones —cuando en realidad se someten a las pocas o muchas opciones que la vida concede—. El indeciso sería aquel que quiere decidir más que la media.
Esta situación de la que habla Chejfec lleva repitiéndose unos quince años en mi vida y de múltiples formas: puedo poner como ejemplo el curioso caso de la caja Grimey. Grimey es una marca de ropa muy conocida que tiene la gentileza de patrocinarme desde hace tiempo, y que cada tres o cuatro meses me envía una caja con diferentes modelos. El problema es que yo no debería tener más de dos camisetas básicas, una negra y una blanca, e ir alternándolas. Con esto quiero decir que cuando una caja Grimey aparece en casa con ocho nuevos modelos de ropa, sé que perderé gran parte del día combinándola frente al espejo y debatiéndome sobre cuál debo ponerme en el siguiente concierto.
Algo que para cualquier persona se decide con alegría unas horas antes de hacer la maleta y salir de viaje, es para mí un martirio, un agobio extenuante, porque en mi mente tengo asignados ciertos modelos y colores que pegan con determinadas ciudades.
Cuando la caja multiplica las combinaciones y se suma a mi armario, que ya viene siendo absurdamente colosal desde 2009, yo no recibo el regalo con alegría sino con angustia. He llegado a tener tanta ropa y, por tanto, tantísimas posibilidades combinatorias que he acabado regalando la mitad del ropero para sobrevivir.
Llego a casa y, mientras guardo el pescado en la nevera, noto como entra por la ventana la música de un coche aparcado en la esquina. La melodía se pega a mi pensamiento repitiéndose una y otra vez. El estribillo burlón me acompaña mientras me preparo un té y rebusco en el teléfono algún tema de mis carpetas para combatirlo.
Me decido por Viaje Astral de Elphomega, una de mis canciones favoritas de toda la historia del rap en español. El cielo pasa de un violeta claro a un azul oscuro casi negro, la brisa refresca en el patio y me acomodo en el sofá. Apoyo el Bose inalámbrico en la mesita para poder seguir escuchando música al aire libre. Salto a Miles Davis porque el contrabajo de la canción de Elphomega me lo ha pedido. Pongo el Bitches Brew para escuchar el de Dave Holland.
El e-mail que tenía pendiente de leer asoma ahora con la forma del característico sobre de correos en la esquina derecha de mi teléfono, lo abro y resulta ser un beat de mi colega Príncipe Palanca. La instrumental me engancha desde la primera escucha, ha encendido algo en mí, y ahora llega el momento en que pospongo la entrada al estudio, el momento de crear. El vértigo de componer una nueva canción es directamente proporcional a la plena libertad que siento cuando lo que debo escribir es una colaboración para otro artista. A veces trato de autoengañarme y me digo: «Venga, Tote, imagina que el rapeo de hoy no es para ti, es un featuring para otro álbum y así le quitas peso». No suele funcionar.
Lo que hago inconscientemente es buscar excusas: prepararme varios tés, limpiar la casa —que justo ahora me parece que está peor que nunca—, actualizar mis e-mails y enviar correos pendientes o preparar algo de comida. Cualquier excusa es buena para no afrontar el folio en blanco y el incesante golpe del bombo en mis monitores KRK.
De aquí salto a aquellos pretextos que ponía Juan Rulfo cuando no quería escribir: «Es que se me ha muerto el tío Celerino». Esto a su vez me lleva a pensar en retomar la lectura de algo que tenía pendiente: la obra de Ramón J. Sender La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. Creo que hoy ya tengo excusa para no escribir ni grabar nada en el estudio.
Abro el libro y empiezo a saltar.
Mi primera segunda casa
La primera sensación que tuve al aterrizar en Irlanda fue decepcionante. Parecía que hubiéramos ido al campo de excursión, solo que a uno devorado por un verde implacable e infinito. El césped y los hierbajos crecían anárquicamente haciéndole bullying a la tierra y al albero, pisoteándolos sin piedad, y las casas parecían no seguir ningún orden concreto, como si un gigante las hubiese ido sacando de su enorme bolsillo para sembrarlas al azar por los caminos.
Había viajado hasta allí con la academia de inglés en la que estaba apuntado, poco antes de terminar la EGB, con trece años. Mi madre me había preguntado si prefería irme de viaje con el colegio o con la academia, y puesto que los del colegio iban a Mallorca la respuesta estaba clara.
Mis padres me habían dejado en el aeropuerto con un bocata envuelto en papel de aluminio y varios tomos del Súper Humor en la mochila. Estaba muerto de miedo, como el resto de los niños que iban llegando mirando al suelo cabizbajos e inseguros. No conocía a ninguno porque venían de distintas academias y según me contaron más tarde, aquellos que sí se conocían rezaban por no tener que tratar conmigo en Irlanda, porque les parecía un chulito. A Juanma, un chico regordete y pecoso que venía de la academia de Triana (el barrio de la competencia) le bastó charlar conmigo un poco durante el vuelo para darse cuenta de que la parte más dura y más chula de mi cuerpo era la camiseta heavy que llevaba puesta.
La directora, de nombre Ethel Troy, se fue paseando durante el vuelo para explicarnos en qué consistía el programa: formaríamos parejas y pasaríamos todo el verano con una familia irlandesa; era algo así como un intercambio pero unilateral, y por suerte no implicaba ocuparme luego de un irlandés pelirrojo en la plaza del Pelícano. A Juanma y a mí nos tocó juntos. Se nos entregó una tarjetita en la que venía escrito el apellido de nuestra familia en Ardmore. La nuestra eran los Mulcahy.
El perfecto inglés británico de la academia o el del profesor sevillano de mi colegio no tenían nada en común con el de la señora Mulcahy cuando la conocimos. Lo único que llegamos a comprender mientras soltábamos las mochilas en la entrada fue su nombre: Eileen.
Nos presentamos tímidamente y ella sonrió mostrando unos dientes amarillos que parecía que alguien le hubiera lanzado con un tirachinas, luego nos hizo pasar a su casa. Estaba hecha de una madera oscura barnizada que sumada a la iluminación pobre y anaranjada daba una sensación de angustia considerable.
Eileen nos guio hasta el salón donde se encontraban su marido John y sus tres hijas. Solo recuerdo el nombre de Rebeca, la más joven, que nos clavó una mirada de odio enorme mientras se presentaba y luego volvió a sus deberes como si no existiésemos. Las otras dos hermanas fueron más amables y sonrieron un poco; eran casi adultas, no les importábamos nada, iban a saludar y a desaparecer de nuestra vista todo el verano. John era un gigante de dos metros incrustado en un sillón de orejas que ni siquiera se presentó; era un hombre de campo, rosado y bonachón que dejaba a Eileen hablar por él. No exagero si digo que no nos dirigió más de dos palabras en todo el verano.
Ignoro si los Mulcahy tenían en esa enorme casa un baño secreto al que solo accedían ellos, pero al nuestro no entraron en todo el verano. Este no tenía ducha, sino una enorme bañera con patas que solo podías llenar hasta la mitad. La bañera tenía una marca en el costado y si el agua superaba ese límite el suelo de madera se rompía y caías al salón aplastando a John y a las hermanas. Eileen nos explicaba esto con mucho cuidado, en un inglés grave y casi comprensible, de rodillas dentro de la bañera y escenificándolo todo con esos tonos y gestos que usan los adultos para meter miedo a los niños.
No nos dieron toallas ni mudas de sábanas, así que Juanma y yo nos pasamos tres meses durmiendo sobre la misma funda amarillenta y secándonos el cuerpo con una sudadera después del baño. La humedad del ambiente era tan grande que el moho tenía más espacio que nosotros en la habitación: tuve un par de ataques de asma durante mi estancia allí.
La mejor parte de la casa era el jardín. Por supuesto nadie mantenía mínimamente el césped ni las plantas, la semilla irlandesa indomable crecía a su antojo trepando por la casa y los cuartuchos de al lado donde John guardaba sus herramientas. En el centro del jardín había una especie de lago estrecho, que probablemente comenzó siendo una piscina y, como nadie se ocupó de mantenerla, los nenúfares y otras plantas acuáticas se adueñaron también de esa zona de la casa. El agua estancada estaba verde pero curiosamente no olía demasiado. Desde el preciso instante en que lo vi no paré de repetirle a Juanma que iba a saltarme el lago de punta a punta antes de volver a España.
Estábamos tan alejados del pueblo en comparación con los otros niños que Eileen nos tenía preparadas dos bicicletas para los trayectos, y estas eran tan viejas que parecían ir desmembrándose cada veinte metros. Camino al centro íbamos cuesta abajo, la vuelta era sencillamente infernal.
La peor parte del viaje, pensé, serían las clases obligatorias que teníamos dos días en semana. Sin embargo, en una de esas clases descubrí a Sandra. La excitación del viaje me hizo no reparar en ella hasta pasados unos días: tenía unos enormes ojos rasgados, una perfecta cara muy redondita, y una sonrisa lisérgica, adormilada; para rematar llevaba ese flequillo cortado recto que tantísimo me ha gustado siempre en una mujer. Me enamoré al instante.
A partir de ese momento convencí a Juanma para que fuésemos todos los días a la casa donde se hospedaban Sandra y su amiga Inma, con una familia infinitamente más moderna que la nuestra, porque así como mis padres por entonces nunca me hubieran permitido estar solo en mi habitación con una chavala, estos tipos nos permitían a Juanma y a mí encerrarnos con ellas a diario. Nada me interesaba ya en Irlanda más que visitar a Sandra y a eso me dediqué gran parte del verano.
Nuestra relación con los Mulcahy, aunque breve, era intensa. Esa familia hacía el verano con lo que cobraba por aguantar allí a dos españoles de trece años, y nosotros nos pasábamos el día fuera. A la casa íbamos para comer y dormir; sin embargo, un día sucedió algo curioso y difícil de olvidar: Juanma y yo volvíamos de casa de Sandra e Inma como de costumbre y cuando nos acercábamos a la nuestra vimos la puerta principal abierta de par en par. A medida que nos adentrábamos íbamos comprobando que la moqueta estaba repleta de colillas, platos con restos de comida y porquerías inimaginables. La casa no lucía muy distinta la primera vez que entramos, pero aquello era demasiado. Por si fuera poco, un olor fortísimo salía de la habitación de los padres, era un bofetón que me recordaba al botiquín de mi padre en Sevilla cuando iba a verlo al trabajo, ese fuerte olor a consulta de médico, a agua oxigenada, medicinas y alcohol de curar heridas.
Se nos dijo desde el primer momento que jamás entrásemos en la habitación de los Mulcahy, fue algo en lo que insistieron mucho, pero ese día tuvimos que abrir la puerta. Cuando Juanma y yo vimos el estado del dormitorio nos asustamos tanto que salimos corriendo hacia el jardín, porque pensábamos que alguien había entrado a robar. Juanma me decía: «Manolo, vámonos de aquí, tío, que el ladrón puede seguir dentro».
Es imposible describir ese dormitorio al detalle, había varias botellas de whisky rotas esparcidas por la moqueta, platos con trozos de carne, ceniceros tumbados bocabajo en el suelo, ropa interior colgando del marco de la ventana. Aquello parecía la escena de un crimen.
Pasamos un par de horas en el jardín armados con palos de hurling. Cuando por fin Eileen apareció en su coche y fuimos corriendo a contárselo, su respuesta entre carcajadas fue: «It was just a party! You don’t party in Spain?».
Al día siguiente, después del impacto de haber visto la casa en esas condiciones, no pude contenerme. Mientras Eileen nos llevaba al pueblo en coche, le pregunté con la insolencia propia de un crío: «Eileen, Irish people are very dirty?». A lo que ella contestó: «Sure! Look!». Y acto seguido escupió en el suelo de su propio coche.
Era imposible no querer a los Mulcahy, incluso aquel día a las cinco de la mañana en el que John abrió la boca para pronunciar por fin sus únicas dos palabras: wake up!, y nos arrastró a Juanma y a mí hasta su granja anexa para que echásemos la mañana con él ayudándolo a vacunar cerdos.
Adorábamos a nuestra familia irlandesa, que se parecía a nuestra familia sevillana como un coche a una lombriz, pero creo que era precisamente ese contraste lo que acabó fascinándonos de Irlanda y los Mulcahy: aquella vida salvaje como el verde indómito de sus plantas, aquella bañera medio llena donde nos aseábamos arrodillados para secarnos luego con una sudadera, aquella piscina que habían invadido los nenúfares en la que me destrocé la rodilla cuando finalmente cumplí mi promesa e intenté saltarla, aquel instituto ruinoso en el que Sandra me sonreía desde su pupitre, aquel orden especial dentro del inmenso desorden.
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