Kitabı oku: «La princesa de Whitechapel», sayfa 3

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Capítulo III

Jane, fascinada, no acababa de entender por qué se sentía parte del paisaje por el que transitaban. Le parecía como si siempre hubiese pertenecido a aquellas montañas, laderas, caminos, bosques y desfiladeros irlandeses. Las propiedades se extendían entre poblaciones muy alejadas unas de otras, algunas tan pequeñas que tan solo poseían una calle principal. Y cuantos más parajes atravesaban, más sentía cómo se alejaban los de su infancia, sin que el más mínimo pesar la acongojase. Y aunque los recuerdos estaban ahí, duraban lo justo. Jane había aprendido a vivir el presente para sacarle el máximo partido a la vida, y la vida sucedía ahora, de nada servían pues, lamentaciones por un pasado al que no podría volver, ni las angustias por un porvenir que estaba por verse si ocurriría. Debido a ello sus reflejos eran agudos y sus decisiones tan rápidas como certeras, porque era una superviviente. Eso era lo que le había tocado en aquella perversa lotería que era la vida, y ya que la habían obligado a jugar iba a por todas.

Atrás había quedado Inglaterra, al otro lado del mar, tan cerca y tan lejos, y con ella, también Jane Red, con la cabeza partida sobre una piedra, pero no así la princesa de Whitechapel más viva que nunca. Bajo la nueva identidad de la señorita Mackenzie Burton, viajaba rumbo a su nuevo hogar, Wildwood Towers. En palabras de lady Danford, había que ser muy robusto y muy irlandés para soportar el azote de los vientos en Wildwood Towers. Una casa arrogante y omnipresente alzada sobre los promontorios de la costa oeste, en plenos acantilados, plantando cara a los vientos del Atlántico, allí donde desatan su furia aliados con los espíritus de los antepasados propios y ajenos, para asediar edificios, y peñascos, y tumbar cuerpo y orgullo de bestias y hombres.

Ahora Jane ya no era Jane y por eso era la señorita Mackenzie Burton. Vestida de elegante terciopelo tostado como la arena del desierto bajo una fina muselina de encaje marfil, unos delicados lazos de seda ribeteaban su silueta hasta alcanzar el polisón. Graciosos bucles recogían su cabello y un sombrerito floral coronaba el tocado. Pensaba que, por capricho de esa caprichosa vida, ahora era más princesa que nunca. Dos perlas en forma de lágrima colgaban de sus orejas y un relicario de plata de su fino y blanco cuello de cisne. Ningún anillo rodeaba ninguno de sus dedos ya. En cuanto a su sonriente acompañante, lady Danford, un vestido de tafetán verde listado de blanco en los costados iluminaba su agraciado rostro y su negro cabello recogido bajo un sombrerito de pequeña copa y muchas flores, le daba el toque perfecto a la gran dama que era.

Embelesada por el aura melancólica de cada arbusto, cada riachuelo y cada nube, su mente corrió de modo inevitable en pos de una cancioncilla que nunca entendió del todo, tarareada a cambio de una pinta por el pianista irlandés de la taberna de Baker Street en la que solían reunirse. Era exactamente así y eso, el paisaje era canción…

«Desearía estar en Carrickfergus, solo por las noches en Ballygrand, nadaría sobre el océano más profundo, para encontrar a mi amor, pero tampoco tengo alas para volar. Si pudiera encontrarme un guapo barquero, para junto a mi amor dejarnos por él llevar…». Decía la canción, o algo así, más o menos.

—¿Conoces una canción de mi tierra? —se animó la baronesa.

La princesa de Whitechapel le lanzó una mirada atravesada de ceja levantada:

—En los tugurios de Whitechapel no es difícil encontrar un borracho irlandés que te la enseñe.

—Madre mía —se indignó la mujer—, ¿quién te ha enseñado a tener tantos prejuicios? ¿Qué te ha ocurrido en la vida, criatura, para que así sea?

—Sabe que digo la verdad, hablo de lo que conozco.

—No es necesario ser irlandés para ser un borracho. Ya lo aprenderás.

La ahora, señorita Mackenzie, miró hacia otro lado mientras que lady Danford no retiraba la suya ceñuda de ella. Es más, ni pestañeaba siquiera. Aún iba a añadir algo, pero viendo el desinterés de la joven acabó por farfullar como si masticara sus propias palabras:

—Ya aprenderás, niña, aprenderás todo lo que yo te enseñe. Voy a domesticarte, aunque sea lo último que haga. Ya lo creo.

El coche traqueteaba con la placidez del trote de los caballos y la baronesa se arrellanó y alzó la voz, esta vez para que la chica la oyera con claridad:

—Recuerda permanecer callada hasta lo inevitable. Yo hablaré por ti cuando se requiera y me sea posible. Lord Gleastard suele ausentarse con frecuencia. Aprovecharemos tales periodos para convertirte en una auténtica dama.

La aludida le echó una mirada soberbia para volver inmediatamente a la ventana, se levantó la falda y metió la mano entre las piernas, tal vez se rascaba los muslos o el interior de las calzas, la horrorizada baronesa no podía ni quería saberlo.

—Unas por tanto y otras por tan poco… Pero, lo conseguiremos —se reafirmó con el puño sobre su regazo y los labios fruncidos.

El coche avanzaba con su plácido y monótono zarandeo mientras los ojos de Mackenzie veían aparecer para volver a quedar atrás, toda clase de montes y terraplenes, alguna casa, algún bosque, el sol en lo alto, el sol en lo bajo… A pesar de ello, su mente veía otra cosa. Su mente recordaba las escenas ocurridas tras encontrar el accidente. Todo sucedió tan rápido que aún ahora no comprendía cómo había podido verse arrastrada por aquella situación, y por qué no había salido corriendo en dirección contraria. ¿Sería que le había apetecido la estrambótica y desesperada propuesta de la baronesa? Eso debía ser, porque ahora iba a poder ver la vida desde el otro lado de la ventana, donde siempre crepitaba el fuego en el hogar, no faltaba comida en la mesa ni abrigo para tapar los hombros y los pies.

La baronesa había estallado en un llanto desconsolado y nervioso al verla. Con la caída de la noche corrieron campo a través en pos de refugio hasta dar con una parroquia. La princesa de Whitechapel, experta en tales lides, tomó la iniciativa y la mano de la apurada dama, y corrió por donde la llevaba su instinto. Pronto una luz le dio la razón y alcanzaron las primeras tumbas que rodeaban la pequeña iglesia. Anexa a ella, la casa de la cual emanaba la luz que había sido su faro. La princesa decidió entrar en el templo.

—¿No pedimos ayuda en la casa? —objetó la baronesa.

La joven dudó un breve instante.

—No —respondió al fin—. Mañana, al alba.

Dispuestas a entrar en el recinto sagrado, empujaron la noble puerta de madera para topar con el corpulento hombre que surgía de su interior.

—Buenas noches. Bienvenidas a la casa del Señor, ¿puedo ayudarlas en algo?

—Venimos a rezar —saltó la princesa.

Parecía una burla, pero no lo era, así que el hombre abrió la boca, desconcertado. Ahora fue la baronesa quien se hizo cargo de la situación:

—Deduzco que es usted el párroco, me presentaré. Soy la baronesa viuda de Danford, y mi acompañante es la señorita Mackenzie Burton, mi futura cuñada, porque en efecto, va a casarse con mi hermano, lord Gleastard, que nos espera en Irlanda impaciente, a donde nos dirigíamos. De hecho, nos dirigíamos a Liverpool para embarcarnos en el ferry, pero fuimos salvajemente asaltadas en el cruce de, bueno salvajemente asaltadas y robadas, mataron al cochero y a la sirvienta y hemos llegado aquí, al ver la luz, en busca de su auxilio.

Solo entonces respiró para tragar saliva y tomar aire, mientras su joven acompañante la observaba con la boca abierta por completo y los ojos redondos como enormes platos. ¡Vaya con la baronesa que había soltado aquella parrafada de corrido y con voz tan alta que chirriaban los oídos! Ella guardó un silencio cómplice porque estaba alucinada y era incapaz de pensar nada a raíz del barullo mental provocado por la gran dama.

—Por supuesto, señoras mías —reaccionó el hombre de Dios—. Sírvanse disponer de mi casa como gusten. Mi esposa y yo estaremos encantados de cobijarlas y cubrir todas sus necesidades tanto tiempo como sea necesario. Pasen, pasen a calentarse junto al hogar. Tomarán un buen tazón de sopa, deben estar hambrientas. Yo soy el reverendo Thomas, Rudger Thomas. Y están a salvo en mi modesta parroquia de St James Bridge.

Sus palabras se perdieron en el interior de la casita, tras la puerta cerrada con un golpe firme y suave. Y la noche quedó fuera, sola, profunda, interminable.

La señora Thomas acomodó a sus inesperadas invitadas en una linda habitación de la buhardilla. Las reconfortó una vez más tomando sus manos entre las suyas e insistió en que la llamaran si necesitaban cualquier cosa, lo que fuere. Cerró la puerta de modo suave y celestial al salir, y dejó tras ella una inmensa estela de bondad. A la princesa le pareció que había estado en manos de los mismísimos ángeles.

—Qué buena alma —observó para sorpresa de la baronesa, que jamás hubiera esperado una apreciación de tamaña compasión proveniente de aquella feroz muchacha.

—Ciertamente, la Providencia en su infinita bondad nos ha provisto de buena fortuna.

La joven puso morros y los ojos en blanco, un gesto muy característico de cuando le aburría soberanamente lo que le decían. Pero a la baronesa le daban igual sus caras, ella tenía un objetivo y un plan y era preciso aleccionar a la damita en ciernes.

—Ahora descansaremos y repondremos fuerzas. Debemos dejar atrás el disgusto, solo tenemos una vida que vivir, de nada sirven las lamentaciones cuando nos queda todo el camino por delante, ¿entiendes?

La princesa estaba bastante de acuerdo:

—Yo no me lamento —dijo tan tranquila.

—Exacto, eso es lo que me gusta de ti. Eres práctica, como yo. Es natural que me duela haber perdido a miss Burton, pero ya no podemos hacer nada por ella, y en cambio sí por nosotros. Que somos los que estamos aquí. Ella ya pasó a mejor vida, ya descansa en la paz del Señor, pero nosotros… Nosotros no tenemos por qué vivir un infierno si puede evitarse…

—¡Alto! —la detuvo su interlocutora que no soportaba aquel nivel de verborrea—. Ahora me dará las explicaciones debidas. Y me debe unas cuantas, soy toda oídos.

Y con los brazos en jarras y su altiva chulería se dispuso a escuchar cuanto aquella señorial baronesilla quisiese relatar.

—Bueno, verás, yo… —empezó la dama, ahora entrecortada—. Debería comenzar aclarando el porqué de esta boda y…

La princesa perdió la paciencia y la apremió:

—¡Al lío! Que tengo sueño, vamos.

—De acuerdo —dijo la baronesa.

Como aquella ígnea mirada atemorizaba a cualquiera, la mujer resumió la situación cuanto pudo.

—Está bien. —Estiró sus faldas con las manos en un gesto seco y preciso. Era su tic. Inspiró hondo y exhaló aire. Se sentó en el borde de una de las camas y miró a su interlocutora. Estaba preparada para hablar—. Mi hermano, Hogan Coverdale, es el 5.º conde de Gleastard. Él es más joven, y de alguna manera siempre he sido como su madre, porque la nuestra murió al nacer nuestro hermano menor, Cecil. Cecil murió tan joven que apenas le recuerdo, su amada esposa y él se fueron uno detrás de otro a causa de la tisis, la fatídica muerte romántica. Dejaron un chico pequeño… A saber qué habrá sido de él. Para ser sincera, jamás mantuve relación con ese hermano, nunca fue de mi agrado.

»En cambio Hogan, sí. Hogan siempre ha sido la niña de mis ojos, mi debilidad. Somos cómplices antes que hermanos y nos llevamos a las mil maravillas. Al fallecimiento de nuestro padre, heredó un condado devastado desde la Gran Hambruna, semi abandonado, arruinado y comido por las deudas. De entre las diversas propuestas para sanear la economía de las arcas de Gleastard, una en especial resultaba de lo más conveniente, unir fortunas y títulos mediante un matrimonio ventajoso. Acudí a un casamentero de mi máxima confianza, lord Basildon, banquero que maneja la mitad de las grandes fortunas de Inglaterra, Irlanda, India, y América. Enseguida dio con las candidatas perfectas, y de entre todas ellas, miss Mackenzie Burton fue la escogida: joven, con educación exquisita, inglesa de orígenes irlandeses, no demasiado fea, internada en un colegio del que solo saldría para casarse. Su tío, sir Charles Burton, había amasado una fortuna con el ferrocarril, al llevarlo a América, fue uno de los impulsores… Ni se casó ni tuvo descendencia, con lo que le dejaba todo a su única pariente, su sobrina.

»Así las cosas, sir Charles, y yo, en representación de mi hermano, mantuvimos una interesante reunión donde se acordó el matrimonio. No creas que lord Gleastard estaba demasiado entusiasmado, ni entonces ni ahora. Pero el anciano sir Charles sí, y mucho, de alguna manera su descendencia emparentaba con la nobleza. Me pidió colgar un retrato en la galería de los antepasados de Wildwood Towers… Me resultó tan enternecedor… Quizás algún día podríamos intentarlo…

»Llegado el momento de conocer a la novia, me trasladé al internado y tomé el té con ella en presencia de una de las religiosas. Fue muy cortés y educada, se guardó de mostrar sus sentimientos, y no hizo ninguna manifestación inconveniente. Parecía un gran acierto, pero hubo algo en ella que no me gustó. Fue su fría mirada, sentí que no era sincera, y eso me inquietó. Sentía que me había equivocado, porque jamás nos daría ni una gota de afecto. Y a Hogan hay que quererlo, con que sea un poco menos de cuanto yo quise a mi Horace me conformo. Pero… bueno, ya era demasiado tarde. Todo había sido convenido, incluida la fecha. Así que cerré los ojos y confié en no acertar en mis impresiones.

»Hice dos visitas más a sir Charles, y ya no lo volví a ver. El caballero murió poco después, de manera que fui a buscar a miss Burton antes de lo previsto. Todo está dispuesto para que la boda se celebre en cuanto lleguemos.

»Lord Gleastard solo la conoce por un pequeño grabado, lo mismo que tú a él…

—¿Yo? —saltó la princesa.

La baronesa prosiguió como si no la hubiese escuchado:

—Ha habido intercambio de cartas entre vosotros… Naturalmente, tampoco sabrás escribir…

La joven se arremangó como una macarra, no iba a pegarla ni mucho menos, pero se arremangó.

—También habrá que arreglar eso, claro está —siguió lady Danford a lo suyo.

—No entiendo a dónde quiere ir a parar con semejante folletín ni qué tiene que ver conmigo.

Lady Danford se levantó con aire grave y se acercó a la joven, se situó frente a ella y la cogió por los hombros, y aunque la princesa se desprendió de aquellas manos con gesto desafiante, la dama proclamó su veredicto y decisión respecto de su destino, de modo ineludible:

—Me acompañarás a Irlanda. Contraerás matrimonio con mi hermano, lord Gleastard, y seremos cuñadas, porque tú eres miss Mackenzie Burton, sobrina de sir Charles Burton, a quien el malogrado amó como a su propia hija. Eres miss Mackenzie Burton porque yo misma fui a recogerte a tu internado tras mi viaje por Grecia y Europa, porque eres pelirroja, tienes los ojos de un tigre de Bengala y la piel blanca de la luna. Eres Mackenzie Burton porque Jane Red yace muerta sobre una piedra tras el salvaje asalto de los criminales del bosque.

La muchacha estaba pasmada. Abrió la boca y la volvió a cerrar. Su gesto desafiante desapareció, realmente se sentía confundida ante su propia confusión… ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué demonios significaba todo aquello?

—¿Qué demonios…? —estalló.

—No puedo presentarme ante el conde sin ti… —afirmó de modo implorante lady Danford—. Mackenzie. —Y se reafirmó con rotundidad—. Sencillamente, no puedo, miss Burton. Y usted debe comprenderlo.

La decretada Mackenzie contempló sus manos y brazos repletos de arañazos y alguna cicatriz con la boca abierta, luego a lady Danford que de nuevo tomaba asiento sobre el borde de la cama, y luego el anillo de su meñique, el que le regalara Dylan, qué lejana parecía aquella vida… También ella se sentó en el borde de la otra cama, aturdida. Trataba de asimilar lo escuchado y su propia e inesperada reacción ante ello, ser Mackenzie Burton no parecía tan malo, pero ¿era lo que quería? ¿Cómo saberlo? La baronesa se fijó en el anillo:

—Mañana, con los primeros rayos del alba acudiremos al lugar del accidente y devolveremos el anillo a quien pertenece, al dedo de la desdichada doncella que lo portaba. Y de paso, recuperaremos tu medallón y lo devolveremos a tu cuello, donde debe estar. Eso haremos, porque así debe ser.

Entonces observó una mancha en el omoplato izquierdo de la joven.

—¿Y eso? ¿Qué es? ¿De nacimiento?

—Un corazón, dicen. Otros, una fresa... Yo quiero que sea un corazón.

—Un corazón, sí. Es pequeño, pero no podemos permitir que nadie lo vea. Bueno, lo taparemos con afeites, si es preciso.

En ese momento, unos golpecitos desviaron sus miradas hacia la puerta:

—Adelante —invitó la baronesa.

Se abrió una rendija y apareció el reverendo.

—Lo he dispuesto todo para que mañana la doncella y el cochero reciban cristiana sepultura. Sus cuerpos serán dignamente recuperados por los hombres de la granja, preparados por las señoras, y a continuación oficiaré el sepelio. ¿Les parece adecuado, miladies?

La baronesa asintió con una leve inclinación de cabeza.

—Le estaré eternamente agradecida por su piadoso gesto, reverendo Thomas. Y no dude en que sabré recompensárselo convenientemente.

El hombre sonrió.

—Las dejo descansar, buenas noches.

Y la rendija desapareció como él. La baronesa miró a la joven sentada en el borde de la cama con la boca abierta, con ambas cejas alzadas y los ojos brillantes.

—No has dicho nada… —observó.

La princesa pareció calcular algo.

—Es usted diabólica —respondió al fin en modo quedo, como en una especie de exclamación privada y muy personal.

El hilo de pensamientos de la nueva señorita Mackenzie Burton se vio interrumpido por la poderosa voz de la baronesa. Se la veía contenta y satisfecha:

—Ya falta poco para llegar a Wildwood Towers, ardo en deseos de que la conozcas. Estoy segura de que pronto te familiarizarás con todo. Procura ser feliz, yo velaré por vosotros.

La joven, ajena a los planes de la dama no se tomó la molestia ni de contestar, seguía ensimismada en la contemplación del abrupto fin de todos los caminos del mundo, donde más allá solo quedaba mar. Recorrían la línea de los acantilados allí donde el verde y el azul se mezclan como resultado del fin de la tierra y el principio del océano. Pero la charla incesante de su futura cuñada la molestaba. O no le remordía la conciencia o no tenía, y no es que a ella le importase, porque lo primero que pensaba hacer en cuanto tuviese al conde delante, sería contárselo todo y largarse. Ya lo tenía decidido y nadie le haría cambiar de opinión. Los desplumaría tanto como fuese posible y se embarcaría rumbo al Nuevo Mundo, allí podría empezar una nueva y mejor vida. Eso haría. Y con esta idea su mente regresó a la madrugada que desde la casa del reverendo volvieron a hurtadillas hasta los restos del accidente. Envueltas en negros trajes y velos, lutos proporcionados oportunamente por la señora Thomas para poder asistir a los funerales con la dignidad intacta. Parecían dos espectros a medio evaporar con vocación carroñera.

Lo primero que hizo la dama fue levantar uno de los asientos mientras su cómplice se preguntaba por qué demonios trataba de destrozar el vehículo. A simple vista no era posible adivinarlo, pero aquel asiento de perfectos acabados y remaches en cobre podía levantarse y eso hizo la baronesa, levantarlo.

—¡Oh! ¡Aquí está! —Y extrajo un maletín Vuitton.

De un vistazo comprobó que estaba todo bien.

—Está todo —se lo contaba a la joven en tono triunfal y aliviado—. El dinero, dos vestidos, dos pañuelos de seda… Lo demás lo compraremos en Liverpool.

Tras esto, se dirigió a la roca sobre la que yacía el cuerpo de la desdichada chica, apartó la capa y retiró el colgante con el medallón escapulario del cuello sin ningún escrúpulo y se plantó frente a la princesa. Con un gesto ostensible de la palma de la mano la invitó a darle el anillo, cosa que la joven rehusó con otro gesto explícito de rechazo. Entonces, la baronesa le puso el colgante alrededor del cuello y cuando ella encerró la joya dentro del puño, la dama le atrapó las manos entre las suyas, y sin rehuir la mirada de aquellos ojos enormes, con dulzura y firmeza retiró el anillo del dedo de modo inexorable.

—Buena chica —murmuró—. Verás cómo es mejor así para todos.

La mujer miró un instante la J y la R grabadas sobre hojas de parra y rematadas con dos diminutos zafiros, antes de colocarlo en el dedo anular de la difunta.

—Descansa en paz, Jane Red. Que todas las criaturas celestiales te guíen y te protejan.

Parecía sincera y apesadumbrada, y cuando la cubrió de nuevo con la capa, lloró.

—Esto es absurdo —dijo—. Pero es lo que debemos hacer. Y así se hará.

La joven veía hacer a la dama sin mover un solo músculo, como si de un espectador de piedra ante la representación de una tragedia de corral se tratara, todo era ajeno a ella y, sin embargo, estaba allí. Sintió que su pasado junto a ella misma quedaba sepultado bajo aquella capa y que, realmente, alguien nuevo nacía desde sus entrañas, se apoderaba de ella y tomaba el control de su vida, Mackenzie Burton, una nueva versión mejorada de la princesa de Whitechapel. Aun así, necesitó rebelarse una vez más:

—Baronesa, no quiso escucharme cuando hablábamos en el coche durante nuestro trayecto juntas, pero me escuchará ahora.

—¿Sí, querida? ¿Por qué no hablamos mientras desayunamos?

La baronesa la cogió por el brazo como si fueran a dar un plácido paseo.

—No quiero hacerlo, no está bien.

Entonces la mano de la baronesa se contrajo como una garra sobre la muñeca de su acompañante, y su voz sonó helada mientras sus ojos no dejaban de sonreír.

—Lo harás muy bien, querida. Sé que lo harás muy bien. Porque ya no podemos resucitar a la pobre Jane Red, me temo. De hacerlo solo serviría para devolverla a la justicia de donde escapó. ¿No leíste su caso en los periódicos? Tremendo.

Tras escucharla, la sangre de la joven se heló, toda ella se heló. Respondió con una sonrisilla de circunstancias y encaminó sus pasos hacia delante con la mirada puesta en el horizonte donde el sol naciente hacía de guía.

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