Kitabı oku: «Tal vez somos eléctricos», sayfa 3
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Charlie estaba aporreando el teclado silencioso en el salón y el sonido solo surgía a través de sus cascos. Las partituras se encontraban en un atril frente a él con las canciones que iba a tocar en la boda de esta noche. Me daba la espalda, pero apostaría lo que fuera a que no estaba mirando las partituras. Solía tocar con los ojos cerrados y una sonrisa bobalicona al mismo tiempo que movía la cabeza ante una multitud imaginaria de cientos de personas.
Yo estaba tumbada en el sofá detrás de él con el móvil. Antes de que Charlie se mudara, el salón era territorio neutral. Ahora, con el teclado, a pesar de que estaba pegado a la pared y en silencio (más o menos), sentía que invadía su espacio. Podría haberme ido a mi habitación, pero a veces necesito un cambio de escenario.
Estaba navegando por las redes sociales mientras esperaba que Neel me escribiera. Solo hacía unas horas que nos habíamos visto en el centro comercial, pero la conversación había sido uno de esos desastres que solo se olvidan al tener una nueva charla que comience desde cero.
De repente, la puerta principal se ha abierto de par en par y ha enviado una ráfaga de aire gélido por toda la casa. Charlie ha mirado por encima de su hombro. Mamá ha dejado dos bolsas de comida dentro de casa antes de desaparecer y volver con otras dos. Luego, ha cerrado la puerta.
—Menuda locura —ha comentado y ha ululado como un búho agotado—. Algunos estantes estaban totalmente vacíos.
—¿Qué hay de cenar? —he preguntado.
—Bueno —ha respondido, enfatizando la palabra para crear expectación—, voy a hacer algo especial.
En ese momento, he bajado el móvil, que estaba a la altura de mi rostro.
—¿A qué te refieres con que vas a hacerlo?
—Lo voy a cocinar.
—¿Por qué no lo está cocinando Charlie?
Justo en ese momento, Charlie ha aporreado el teclado con mayor insistencia, como si estuviera haciendo un solo en su concierto mental.
—Ven a la cocina, hablemos allí —ha propuesto mamá antes de desaparecer con la comida, por lo que me ha obligado a abandonar mi lugar de descanso—. Trae las otras bolsas, por favor —me ha pedido.
Al cogerlas, he pisado una de sus huellas de nieve y se me ha mojado el calcetín, lo cual me ha molestado todavía más.
—Charlie tiene un bolo esta noche, por lo que voy a cocinar yo —ha comentado mamá cuando he llegado a la cocina—. Esta mañana te he dicho que íbamos a hacer algo especial.
—¿Por qué no pedimos la cena?
—¿Por qué?
—Porque es lo que siempre hacemos.
—¿Acaso no sé cocinar? —ha preguntado antes de echarse a reír.
—Sí, pero no lo haces.
—Bueno, esta noche será distinto porque voy a cocinar.
Ahí he notado que ocurría algo y he decidido que no me gustaba. Entonces he dejado las bolsas en el suelo con más fuerza de la que pretendía.
—Cariño, ¿qué hay mejor que una sopa de pollo en un día como este?
Ahí estaba, la enorme sorpresa. Ha esperado con los ojos abiertos como platos y una sonrisa. Podría haberle contestado a esa ridícula pregunta si hubiera querido que lo hiciera, pero no tenía suficiente energía, de modo que me he dirigido escaleras arriba. En mi habitación, me he cambiado el calcetín mojado, pero me he dejado el seco puesto sin importarme que ahora no fuesen a juego. Nadie me vería esta noche, excepto quizá, con suerte, el repartidor de comida.
He intercambiado mensajes con Isla y Brooke en el grupo porque las tres nos preguntamos por qué parece que nunca nieva tanto en los días que hay clase. Brooke estaba capeando el temporal mientras se dirigía a casa de su padre (era su fin de semana) y, en privado, me ha contado lo de su relación a través de mensajes con Anton Metza, del que, por alguna razón, no le ha hablado a Isla todavía. Conozco a mis amigas desde hace más tiempo del que conozco a Neel, pero en muchos sentidos mi amistad con él es más sencilla, más sincera y, normalmente, menos dramática.
Antes, en el centro comercial, Neel ha explotado conmigo por nada y me ha dicho que estaba actuando como una loca. ¿Por qué cuando una chica habla de lo que piensa de forma pasional se le dice que está actuando como una loca? Esperaba ese tipo de gilipolleces de cualquier otra persona menos de mi mejor amigo.
Entonces, he roto el silencio con un mensaje: «¿Todavía por ahí con Ezra?».
Ezra es el otro amigo de Neel, su pequeño amigo porrero.
Neel ha contestado: «¿Todavía en casa con Belladona?».
Decirme eso en un mensaje no ha sido lo correcto. Neel puede ser demasiado apasionado, para bien o para mal. Bien para contarle una idea brillante para la feria de inventores y mal para, bueno, momentos como ese.
Nos conocimos en segundo de secundaria en un grupo llamado Nuevos Comienzos y, desde entonces, he buscado en él a mi gurú personal en todos los aspectos de mi vida. No en el sentido de un maestro (y no porque sea indio), sino como ayudante demasiado cualificado. En nuestra relación, yo soy la jefa. Valoro y aprecio sus consejos, pero al final soy yo quien tiene la sartén por el mango.
He pensado en todas las posibles respuestas que podría darle, pero no iban a cambiar nada. En lugar de eso, he encendido el portátil y he leído algunos mensajes nuevos que acababa de recibir. El tiempo se ha esfumado y Charlie, antes de marcharse a su bolo, ha asomado la cabeza por la puerta para apremiarme de manera sutil a que bajara las escaleras y hablara con mamá. Entonces lo he hecho, pero ha sido un error. De haber sabido que tenía algo guardado para mí, no habría salido de mi habitación.
No siempre has sido callada. Cuando eras mucho más joven, te acercabas a los niños del patio y te presentabas. Te mostrabas como eras, sin vergüenza.
Mamá dice que tenías seguridad, un carácter fuerte y ningún miedo a dar tu opinión. En una reunión de padres en la guardería, la profesora dijo que a veces hablabas demasiado, sobre todo cuando te juntabas con Isla, por lo que tenía que separaros.
Luego, perdiste tu voz. Ocurrió en torno a los ocho o nueve años. De repente, solo se centraban en la diminuta diferencia entre ellos y tú. Sin embargo, la mano no lo era todo. No era nada comparado con tu corazón roto. Bastó con que tu padre se fuera: prácticamente enmudeciste. Tenías trece años, por lo que podía considerarse como la típica gilipollez de adolescente. Cuando hablabas, utilizabas un tono mordaz. Sarcasmo ante cualquier comentario. O un chiste. La mayor parte del tiempo te quedabas callada, en silencio durante días. Mamá veía que le dabas vueltas a la cabeza.
«Cuéntame qué pasa», decía.
Pero tú no sabías cómo.
«Cuéntame qué pasa».
¿Por dónde empezar?
«Cuéntame qué pasa».
No abrías la boca.
Era más fácil hablar en redes sociales, pero incluso ahí te llevó un tiempo encontrar tu voz. Intentaste encajar en varios perfiles para ver cuál se ajustaba más a ti.
Totes Tegan: tu alter ego al que le encanta divertirse y es superoptimista. Todo le sorprende, desde unos videojuegos hasta los gusanos en la acera. Además, este perfil incluye frases inspiradoras como «Haz algo hoy que tu futura yo pueda agradecerte».
Guía turística durante el fin de semana: un perfil sobre la vida en el trabajo. Incluye trivialidades divertidas sobre Thomas Edison y cosas que enorgullecen a tu padre. También se crea con el objetivo de que la gente venga al museo. Quizá, si te ven en acción, te miren con otros ojos. Sin embargo, no viene ningún estudiante. Tus amigos no cuentan.
Chica Sriracha: No incluyes tu nombre en esta cuenta. El tema es la comida cubierta de sriracha. Pretzels y sriracha. Uvas y sriracha. Café y sriracha. Solo como efecto, no para el consumo. Pero nadie pilla el efecto. ¿Cuál era el objetivo de este perfil?
Todos Vamos A Morir: ¡glaciares que se derriten, hábitats destruidos, especies en peligro! Todos los días es el juicio final. De nuevo, no hay ninguna mención a Tegan Everly en esta cuenta. Ni siquiera tus amigos más cercanos saben que esta cuenta es tuya. La foto del último rinoceronte blanco vivo ha conseguido diecinueve «me gusta», lo que en tu cabeza significa que prácticamente te has hecho viral. Mientras tanto, mamá consigue ciento no sé cuántos «me gusta» por las publicaciones en las que muestra cómo es posible encontrar el amor de nuevo. Me alegro por ella.
Neel piensa que se te dan mal las redes sociales. «¿Qué te hace única?».
Tienes dificultades para contestar.
«Tu mano», dice. «Sácala al mundo, lúcela».
Lo odias por eso.
Lo cierto es que ya eres bastante popular. Por la razón más estúpida. Tegan Everly es la chica de la mano. Todos lo saben. Pero ¿quién querría verse reducido a algo tan intrascendente? Es una pequeña parte de lo que te hace ser tú. ¿Por qué convertirla en el centro? Hay personas en el mundo que prefieren exhibir su extremidad diferente: YouTubers, locutores de podcasts, autores, atletas… Por mucho que admires en cierta medida a estas personas, nunca has entendido cómo lo hacen o por qué quieren hacerlo.
Las intenciones de Neel son buenas, pero no, no vas a «lucirla». No te vas a meter en el porno motivacional.
Si ni siquiera tu mejor amigo lo entiende, nadie lo hará. Intentas hablar con él, con Isla o con Brooke, con mamá o los profesionales a los que te envían, pero no sabes qué decir sobre cómo te sientes en realidad. La única persona con la que puedes hablar es tu padre. Le escribes correos y dices con exactitud lo que sientes acerca de cualquier cosa, sea lo que sea, y nunca te dice que te equivocas. Solo escucha y, cuando te contesta, usa las palabras que necesitas oír.
Papá:
He conseguido un trabajo de verano en el Edison Center. Estoy bastante segura de que Maggie solo me ha contratado por ti, porque prácticamente mantenías el lugar a flote, por lo que supongo que te debe una. Me queda mucho por aprender, pero estoy en ello, así que presto atención como me aconsejaste. El lugar es muy parecido a como lo recordaba… aburrido. Es broma.
Te quiere,
Tegan
Tegan:
¡Esa es mi chica! Me encantaba llevarte allí. Nuestro pequeño Smithsoniano. ¿Puedes creer que un solo hombre lograra tanto? Me da mucha pena pensar que tantas personas no dediquen tiempo a visitarlo ¡cuando lo tienen ante sus narices!
Deja de ser tan dura contigo misma. Estoy seguro de que lo vas a hacer genial.
Te quiere,
Papá
Papá:
Siento algo especial cuando estoy en el museo. Supongo que me recuerda a ti porque me traías a todas horas. Es genial tener un lugar como este. Sobre todo cuando la casa se llena de demasiada gente. A veces necesito salir de allí.
Te quiere,
Tegan
Tegan:
Confía en mí. Lo entiendo. ¿Te acuerdas de cuando iba a dar aquellos largos paseos y mamá se volvía loca porque me necesitaba para algo y nunca me llevaba el móvil? Quizá no te dabas cuenta en aquel momento, pero solo necesitaba espacio. Todos lo necesitamos. Lo encuentras donde puedes.
Te quiere,
Papá
20:02
Ya se ha acumulado bastante, al menos algunos centímetros. Parece que no haya nevado en años y que se estén deshaciendo de toda la nieve ahora mismo. El frío es cortante y el viento, fiero, pero apenas los siento. Estoy haciendo lo que me he propuesto hacer: vivir el momento. Ver a dónde me lleva la noche.
Estoy dando un paseo espontáneo con el único y maravilloso Mac Durant. Isla y Brooke no se lo creerían. Apenas me lo creo yo. Sí, lo he criticado a él y a los de su especie en el pasado, pero con razón. Sin embargo, no quiero pensar en eso ahora mismo. Solo quiero centrarme en el presente.
Cuando salimos del museo, Mac señala el monumento conmemorativo del patio trasero. Su altura, de casi cuarenta metros, es impresionante, pero, al parecer, lo que capta su atención entre la nieve es la luz brillante de su cima.
—La bombilla más grande del mundo —le digo—. Justo aquí, en Nueva Jersey. Casi dos veces la altura del jugador más alto de baloncesto. Dentro de la torre, al fondo, está la Luz Eterna.
Mac no hace ningún comentario cuando pasamos por delante. Tal vez ahora que hemos salido del museo, la cultura general y la historia ya no son suficientes, de modo que decido no pronunciar ni una palabra más hasta que él lo haga.
Minutos después, nos encontramos en Route 27 y casi estoy sudando. Es la persona que camina más rápido de todas las que he conocido y no tiene ni idea de lo mucho que me estoy esforzando para seguirle el paso. Aun así, moverme me hace sentir bien. Papá tenía razón sobre caminar: te aclara las ideas.
En este tramo ya no hay acera, por lo que nos apretujamos a un lado de la carretera llena de sal. Un coche esporádico maniobra cerca de nosotros. Los faros alumbran durante un momento a dos pirados en la carretera, uno de ellos sin chaqueta. Ese es Mac, que se está enfrentando al frío en mangas de camisa. Cuando se ha dado cuenta de que no tenía abrigo, ha insistido en que me pusiera el suyo. Bombazo: tal vez sea la emoción de llevar la ropa de Mac, en lugar del material o nuestro paso frenético, lo que me mantiene caliente.
Hurgo en los bolsillos. Se ha quedado con el móvil, pero hay otros tesoros. Un rectángulo de cartulina, puede que una tarjeta de fidelidad de su hamburguesería favorita. Una especie de caramelo duro o chicle antiguo. Un juego de llaves. Y, por último, una pequeña maraña de pelusas sin la que ningún bolsillo es perfecto. Juego con ella mientras camino a su lado. Quizá su cuerpo no lo sienta, pero su mente es totalmente consciente del frío que hace.
—Blancanieves. Jon Snow. El presidente Snow de Los juegos del hambre.
Me suelta todos estos nombres sin previo aviso. Tras terminar la lista, se gira hacia mí.
—¿Edward Snowden? —propongo, aunque no estoy muy convencida de haber captado las reglas del juego.
—Esa es buena —responde.
Tengo un talento innato, al parecer. Pronto se me ocurre un segundo nombre, Simon Snow, de Fangirl entre otras novelas, un personaje del que, estoy segura, Mac no ha oído hablar en su vida, pero me corta con una nueva pregunta:
—¿Crees que es cierto lo que se dice sobre los copos de nieve? ¿Que no hay dos iguales?
—Supongo —respondo. Es difícil seguirle el ritmo en muchos aspectos. Desde que ha entrado en el museo, me ha costado pillarle el ritmo. Me trago el orgullo y suplico—: ¿Podemos ir más despacio?
Me mira y se percata de que estoy sin aliento.
—Lo siento. —Se disculpa de un modo que parece indicar que no es la primera vez que le piden que pare el carro.
Cambia el ritmo de las zancadas, pero acelera la boca.
—Solo digo que tendrían que estudiar todos y cada uno de los copos de nieve para estar seguros. ¿Crees que, de entre los millones que están cayendo ahora mismo en un solo pueblo, no hay ninguna posibilidad de que dos sean iguales?
Observa el ajetreado cielo con la esperanza depositada en su idea. Esta conversación me recuerda a las que suelo tener con Neel, lo que me sorprende. En el espectro de posibles personalidades, Mac y Neel estarían en puntos opuestos. Quiero decir que aunque ambos trabajaran de alguna manera para SpaceX, el segundo estaría haciendo cálculos en la base de operaciones mientras que el primero pilotaría el cohete más allá de las estrellas. Le ofrezco la respuesta que Neel me daría si le formulara una pregunta así:
—Hay demasiadas variables posibles. Es como cuando las personas hablan sobre que el universo es infinito. ¿Y si hay otro planeta como el nuestro en algún lugar? Imaginemos que es así y que, en la otra Tierra, tú y yo estamos haciendo lo mismo en este momento, ir hacia una tienda en plena nevada. Incluso en ese planeta, donde todo es un noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento similar, ¿crees que la otra yo y el otro tú estarían teniendo la misma conversación?
—¿Por qué no? —pregunta.
Tiene una forma de parecer despistado y cultivado al mismo tiempo que ni siquiera puedo vislumbrar cómo lo hace.
—Porque podríamos estar hablando sobre cualquier cosa —explico—. Podríamos estar hablando sobre escalar rocas, pistachos o vodeviles.
—Y también sobre buzones.
—Oh, sí, claro.
—O por qué te has marchado de casa en mitad de una tormenta de nieve sin chaqueta. —Me giro hacia él—. A ver, sé que eres dura de pelar, pero aun así… —De repente, me detengo en medio del camino y suelto la pelusa.
—¿De qué narices hablas? ¿Cómo que soy dura de pelar?
Titubea y me sonríe acobardado.
—Bueno, es un poco lo que estás haciendo ahora, ¿no?
Entonces, pongo los ojos en blanco y sigo caminando. Él trota para alcanzarme y se vuelve a poner a mi lado. Las ruedas de un coche solitario que pasa a nuestro lado sisean sobre la carretera húmeda. Cuando el camino parece seguro, cruzamos la calzada hacia la acera, donde la nieve está inmaculada. El único sonido que se oye es el de nuestro calzado al aplastarla y el silbido de mi abrigo (el de Mac) cuando la tela se frota. Me da vueltas la cabeza. En el fondo sabía que irme con él esta noche era correr un riesgo, pero el peligro era parte del atractivo. Aun así, me siento como si me hubieran dado un golpe bajo.
—¿Es eso lo que piensa la gente de mí? —Necesitaba preguntarlo.
—No —contesta Mac, en un intento por restarle importancia—. Es la sensación que me da, eso es todo.
No se va a librar de esta. Necesito más.
—¿Qué sensación?
Cuando por fin habla, lo hace con delicadeza.
—Es solo que te dan pereza, ya sabes, las personas.
En el pasado, me han descrito de forma similar: dura, reservada y distante. Mis padres y amigos. Una terapeuta ocupacional una vez me llamó «cabecidura» y me juró que era un halago, aunque no lo parecía. No es que quiera distanciarme del mundo. Solo soy cautelosa sobre con quién quiero juntarme, quién se lo merece de verdad. Además, para ser sincera, Mac lo ha entendido al revés; la mayoría de las veces soy yo la que le da pereza al resto.
Mientras tanto, miradlo a él. Tiene tantas ganas de enfrentarse al mundo que no puede reducir la marcha. No hay nada ahí fuera que pueda hacerle daño. Es fascinante observarlo, incluso inspirador. Sin embargo, también me hace pensar que él y yo existimos en dos planetas diferentes y que la galaxia entre nosotros es demasiado extensa como para que nos encontremos en un punto intermedio.
—Lo digo en serio —asegura Mac, todavía con aspecto arrepentido—. No he oído a nadie que te critique. No hay ningún rumor que te compare con Belladona o algo así.
Me encantaría verle la cara mientras suelta esas palabras, pero me obligo a mantener la vista al frente. Si hubiera algún rumor que me comparase con ella, lo sabría.
—Está bien —contesto—. Sigamos caminando.
Se produce un largo silencio incómodo hasta que vislumbramos unas luces de neón en la distancia. La tienda más cercana es EZ Mart, y allí es donde acabamos. Dentro del local, la cálida temperatura nos produce alivio. Mac se sacude la nieve de la cabeza. Yo, sin embargo, todavía no estoy preparada para bajarme la capucha. Con la calidez, de repente me doy cuenta de que necesito hacer pis… enseguida, de modo que me dirijo al baño, pero me encuentro la manivela bloqueada y un cartel en la puerta. Mac se percata de mi nerviosismo cuando regreso.
—¿Qué pasa?
—El baño está averiado. Y necesito ir. —Estoy enfadada conmigo misma por no haberlo hecho en el museo, cuando estaba escondida en el servicio.
Recorremos los estantes, que contienen una colección aleatoria de objetos: desatascadores, correas para perros, pruebas de embarazo, seguros para bicis… En cuanto a la comida, opto por lo que me resulta familiar: pretzels, regaliz y Oreos. Ah, y Doritos con sabor a sriracha. Tengo más hambre de lo que pensaba. Mac elige dos barritas energéticas, cecina de ternera y un plátano demasiado verde. Ya casi no queda agua en la zona de refrigerados porque la gente se la ha llevado para prepararse para la tormenta. Es inquietante. Un Frappuccino embotellado me llama a gritos y respondo a su petición.
Me reúno con Mac en la caja registradora con las manos llenas. Entonces, me muero de vergüenza otra vez.
—Me acabo de dar cuenta de que no tengo dinero.
—Deberías haberme dejado pagar por la visita guiada —me provoca Mac—. No te preocupes. Corre a cuenta mía. —Lo ha dejado todo alineado en el mostrador, pero aún no ha terminado de comprar—. Voy a buscar una cosa más —comenta y se marcha.
Coloco mis aperitivos junto a los suyos. Cuento los artículos para asegurarme de que no voy a comprar más que él. El dependiente me observa, aunque no me he quitado la capucha, y no parece muy seguro de si debe esperar o empezar a cobrarnos. Da la impresión de que no tiene ninguna prisa porque somos los únicos clientes ahora mismo.
Me coloco de espaldas a la caja registradora. Un par de faros alumbran la tienda cuando un coche entra en el aparcamiento. Al apagar las luces, consigo una visión más clara del exterior de la ventana. Es el mismo coche que estaba aparcado en el camino de acceso a mi casa esta tarde.
Me lanzo al suelo como un recluta militar, lo que pone nervioso al atento dependiente. Me olvido por un momento de que ya estoy oculta dentro de la enorme parka de Mac. Me escabullo y espero, agazapada detrás de ositos de golosinas y frutos secos cubiertos de chocolate hasta que oigo que la puerta tintinea al abrirse. Cuando distingo el enorme cuello brillante de la camisa de Charlie al pasar, salgo a toda prisa por la puerta antes de que se cierre a sus espaldas. Fuera, doy un último vistazo al interior del EZ Mart y echo a correr.
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