Kitabı oku: «Poli», sayfa 2
Capítulo 3
Tengo la sensación de haber entrado en un cuartel. Detrás de la muralla, hay una plaza de armas con una bandera de Francia y, más allá, un helipuerto con una H enorme pintada de color blanco en el suelo. Un tipo de la Unidad de Seguridad Interior (USI) me entrega mi equipo (polo, botas, cinturón, etc.) y me adentro en un edificio de cuatro plantas donde debería encontrarse mi habitación.
Segunda planta, habitación 205. En la puerta hay una lista con los nombres de los siete ocupantes. Esta planta está reservada a los hombres de la unidad. Las mujeres se alojan en el piso de abajo.
Soy el último en llegar al cuarto. Me toca la cama peor situada de todas, junto a la puerta de entrada. La habitación cuenta con cuatro camas a la izquierda y tres a la derecha, separadas por un muro de armarios. También hay unos pequeños escritorios de metal o de madera. Nuestro dormitorio podría ser perfectamente el de unos campamentos de verano. El único lujo de nuestro rústico alojamiento son las vistas. Desde los baños, se ven las gaviotas y el canal de la Mancha.
Un tipo alto y de nariz larga —Alexis— ya se ha instalado en la cama que hay junto a la mía; tiene la vista clavada en la pantalla del móvil. Se acaba de quitar los zapatos y huele mal. Otro, Clément, un rubio de dientes muy blancos, se pasea en calzoncillos de flores. Esto parece un vestuario. También está Mickaël, un tipo pequeño y musculoso. El más joven tiene veintiún años y el mayor —ese soy yo—, veintinueve.
—¡Abuelo! —me bautiza enseguida uno de mis nuevos compañeros. Sonrío.
Capítulo 4
Un hombre de cara delgada y nariz puntiaguda entra en la sala. Nos ponemos firmes.
—Sentaos —dice el tipo, con voz tranquila. Se presenta—: Soy el inspector Goupil, inspector jefe.
Será nuestro profesor teórico durante las próximas doce semanas; otras dos personas se encargarán de las clases de educación física y de tiro. El inspector jefe Goupil nos informa del programa del primer día. Haremos unas clases introductorias con él y, después, el director de la escuela nos dedicará unas palabras.
—¿Alguien sabría decirme cuáles son las cuatro situaciones profesionales que abordaremos durante vuestra formación? ¿Nadie?
En la primera fila, una joven rechoncha levanta la mano.
—¿Atender a los ciudadanos?
—Sí, eso será lo primero que veamos. Continúa…
—Patrullar, participar en las operaciones de seguridad vial y, por último, cómo detener a un individuo.
—Gracias.
Los aspirantes a agente de policía abordan diecisiete situaciones profesionales en un año de formación. Para nosotros, los ADS —adjuntos de seguridad, también llamados auxiliares de policía—, estas situaciones se reducen a cuatro. A esto hay que sumar las sesiones de entrenamiento (boxeo, lucha en el suelo, correr y sesiones de tiro) y las clases de Derecho —código deontológico—, todo acompañado de evaluaciones escritas. También recibimos un centenar de fotocopias.
En menos de tres meses, saldremos de la escuela con un permiso para llevar un arma automática en la vía pública. Tres meses no es demasiado, según nuestro instructor. En su opinión, esta formación exprés tendrá como resultado «una policía low cost».
Creado en 1997, el estatuto de los ADS permitía a las personas sin estudios desempeñar las funciones de un policía. Solo hay un requisito para convertirse en ADS: tener menos de treinta años.
Al principio, estos auxiliares de policía se encargaban de atender a la gente en recepción y de las ingratas tareas administrativas. A día de hoy, pueden participar en las intervenciones, como cualquier otro agente. Una vez en la calle, un ADS puede esposar, cachear e incluso participar en un interrogatorio. Sin embargo, no puede redactar actas. Este puesto de «policía low cost», formado en tres meses y, a continuación, enviado al campo de batalla, no aparece reflejado en los organigramas oficiales de la policía nacional. El uniforme de los ADS es igual que el del resto de policías, excepto por la insignia azul cobalto, con un rectángulo celeste del tamaño de un billete de metro sobre el pecho. De los 146 000 policías con los que cuenta Francia, 12 000 reciben esta formación superficial.
Un ADS gana una media de 1340 euros netos al mes si trabaja en París y 1280 fuera de la capital. Al igual que mis compañeros de promoción, he tenido que firmar un contrato de tres años, renovable una vez. Si de pronto sintiera que esta es mi vocación, podría presentarme al examen de acceso para convertirme en agente de policía, lo que me permitiría pasar a cobrar un salario neto mensual de 1800 euros durante el primer año.
Hay varias razones que me llevaron a elegir el puesto de ADS. Para empezar, el examen de acceso parecía bastante sencillo: una prueba de lectura, de escritura y de cálculo, otra de resistencia física rudimentaria y una entrevista con tres policías y un psicólogo. La formación de tres meses —frente al año de los agentes de policía— me garantizaba un acceso rápido al trabajo. Y, además, este puesto me daba la posibilidad de renunciar sin tener que reembolsar los gastos de la escolarización.
—Para mantener la tranquilidad, es necesario llenar la calle de azul —continúa el inspector jefe Goupil.
«Llenar la calle de azul»: literalmente, inundar las calles de policías bien visibles y, en sentido figurado, de novatos. Nos convertiremos en policías florero para hacer guardia frente a edificios públicos, en zonas de tránsito o en situaciones de tensión. En la segunda fila, un joven con cara de niño bosteza.
—¡Atención! —nos sermonea el inspector jefe Goupil mientras traza una línea en la pizarra—. Dibujaré una raya por cada bostezo. ¡Al quinto, toda la unidad deberá hacer diez flexiones sobre el asfalto frío!
El inspector jefe Goupil se pasea junto a las mesas para repartir una fotocopia a cada uno. En el encabezado se lee la palabra «autobiografía».
—Quiero que me contéis vuestra historia. No saldrá de aquí. Solo es para conoceros mejor.
Cojo la hoja y comienzo a contar mi vida. No la de verdad, en la que me gradúo en la escuela de Periodismo de Burdeos, vivo seis meses en Canadá con la chica de la que estaba enamorado o me preocupo por mi padre enfermo. No, construyo una existencia maquillada con momentos reales. Escribo sobre mi pasado como empleado de un anticuario, empleo que conservaría seis años; en realidad solo trabajé allí durante cuatro veranos cuando era estudiante. Cuento la historia de la quiebra de la tienda de antigüedades. Eso también es verdad. «Ahora quiero ser policía para defender a mi país de la amenaza terrorista». Reparto algunas faltas de ortografía aquí y allá para no llamar la atención.
Goupil recoge las redacciones y nos dice, sin sonreír:
—Puedo llegar a conoceros en veinte segundos. Si tengo alguna duda, os dejaré un par de minutos para hablar. Eso es todo.
Se me hace un nudo en el estómago.
Capítulo 5
Desde esta mañana, Alexis me ha bautizado con un nuevo apodo: Ronquidomán.
—Te has pasado toda la noche haciendo ruido —gruñe, con su larga nariz oculta en la almohada.
6:25. He dormido del tirón, solo me he despertado de madrugada por el roce áspero de la manta contra las piernas. Me ducho, me afeito, bajo a desayunar a la cantina de la escuela y regreso a la habitación para ponerme el uniforme.
Mis compañeros y yo nos vestimos con los uniformes de policía. Nos miramos, los veo contemplar sus uniformes con cierto orgullo, con un sentimiento de pertenencia a una comunidad, a un cuerpo, a algo más grande que ellos mismos.
—Tienes pinta de poli de verdad —me dice uno de mis compañeros.
Sentado al borde de su cama, Mickaël pasa los cordones por los ojetes de sus botas. Se lo agradezco, más tranquilo al saber que tengo un físico adecuado para el empleo, y me meto el polo azul por dentro de los pantalones. Es cierto, una vez uniformado, ya me siento un poco policía.
Salgo para fumarme un cigarrillo y, a las ocho menos cuarto en punto, estamos firmes para asistir a la izada de la bandera tricolor. A ese momento se le llama «la ceremonia de los colores». La bandera francesa se alza hasta lo más alto de un asta de metal blanco. Es un acontecimiento solemne. Solo el sonido del golpeteo del cordel contra el metal del asta rompe el silencio.
—¡Descansen!
Separamos el pie izquierdo del derecho y damos un paso al lado. Unimos las manos a la espalda. Esta breve coreografía tendrá lugar cada día, antes y después de las clases.
* * *
—¡En la tropa no hay lugar para la cobardía!
—¡En la tropa no hay lugar para la cobardía!
—¡Pero nos llegan cientos de imbéciles cada día!
—¡Pero nos llegan cientos de imbéciles cada día!
Marchamos bajo la lluvia durante alrededor de diez minutos. El inspector jefe Bellion, nuestro responsable pedagógico, nos hace dar vueltas a la glorieta de la plaza de armas de la Escuela de Policía de Saint-Malo. Antes de hacernos cantar a pleno pulmón, Bellion nos ha resumido su trayectoria profesional. Este hombre de imponente tamaño y antiguo policía de la BAC8 ha servido durante más de diez años en Sena-Saint-Denis.
En mitad de la plaza, el inspector jefe sonríe.
—¡Más fuerte! La mejor forma de marchar…
Los más altos se sitúan detrás y los más bajos, delante. Mi metro setenta y nueve de altura y yo vamos en la tercera fila. Las suelas de las botas golpean el pavimento.
—¡Todos quietos! —grita el inspector jefe Bellion—. ¡Bueno, no está mal! Aunque podría estar mejor.
El más mínimo error nos obligará a repetir la marcha. Una y otra vez.
* * *
La calma reina en la habitación 205. Todo el mundo ha salido en dirección al gimnasio antes de la cena. Yo he preferido tumbarme en la cama para empezar a ver la primera temporada de Los Soprano en mi reproductor de DVD portátil.
Romain también se ha quedado en la habitación. Está rezando un rosario junto a la ventana que da a la plaza de armas. Ayer descubrí que mi compañero es un ferviente católico. Ya lo he visto rezar dos veces.
De camino a la habitación, me habló de su vida anterior, de cuando se juntaba con coleccionistas de objetos del Tercer Reich, como bustos de Hitler o banderas de la Alemania nazi. El tema surgió hablando del jersey de un aspirante a agente de policía: un suéter negro con las letras SS. Romain conocía ese tipo de prendas, ropa de fachas que pasaba por simple ropa deportiva.
—Estaba en el colegio y me gustaba seguir a los mayores de veinte años —me explica.
Nunca llegó a sentirse cómodo con aquel grupo.
Decidió cortar lazos con ellos después de que le dieran una paliza a una mujer árabe.
—Estaba embarazada —me aclara antes de continuar.
—Después, me fui a estudiar a la región de París. El primero que se acercó a hablar conmigo era indio. Una semana después, me invitó a cenar a casa de sus padres. Cuando me marchaba, su madre rompió a llorar. Le pregunté por qué, y ella respondió: «Porque eres una buena persona».
Romain me cuenta la historia con voz dulce. Sus rasgos son armónicos y delicados, y desprende una serenidad y una calma inquebrantables. Me fascina. Cojo mi móvil y le enseño un impactante artículo de Le Monde sobre la fuerza del Frente Nacional en su región natal. Sonríe.
—Estuve muy metido en las juventudes del Frente Nacional, pero acabé dejándolo. La noche del debate que se celebró antes de la segunda vuelta de las elecciones, Le Pen lo hizo de pena…
Romain suspira, sigue irritado por aquel asunto. Había dado tanto por el partido…
—Ahora sé que nunca volvería a apoyar al Frente Nacional, aunque siga votando a la derecha —apunta—. Además, odio con toda mi alma a los comunistas y a los antifascistas. No son más que parásitos. Fuman, beben y no trabajan.
Romain no ha ido al gimnasio porque espera una llamada de su novia, a la que conoció en la Escuela de Gendarmería; él se decantó por la policía mientras que ella se quedó con los militares. Parece estar locamente enamorado.
—Nuestra relación es complicada. ¡Anda! Me está llamando, si me disculpas… —dice y sale de la habitación para hablar.
Capítulo 6
Una silueta negra me amenaza a cinco metros de distancia. Aprieto el gatillo por primera vez en mi vida. El cartucho sale despedido del arma y, a pesar de los auriculares antirruido que me cubren las orejas, el sonido de la detonación me toma desprevenido. Me sobresalto, retrocedo un metro y mi nueve milímetros deja caer un casquillo de metal que se detiene a unos centímetros de mí. Me muero de calor. Mi primera bala ha ido a parar al techo del recinto de tiro.
Los auriculares me aíslan de los ruidos de mi alrededor. Las palabras de la jefa Milat me llegan como si estuviera dentro de una pecera. La instructora de pelo rubio grita para hacerse oír.
—Mi especialidad es el jiu-jitsu brasileño —había avisado antes de comenzar esta primera sesión.
También será ella quien nos instruya en deportes de combate.
—Tienes que mantener los codos bloqueados. Y también debes estar bien anclado al suelo.
Me concentro. Sujeto el arma firmemente con ambas manos. Coloco el dedo índice de la mano izquierda junto al gatillo. Tenso los brazos, fijo la mirada en el objetivo y adopto la misma postura que los otros tres ADS que hay junto a mí.
La jefa Milat nos da la señal. Disparamos. Mi segunda bala roza la hoja que cuelga de dos ganchos. He vuelto a fallar. Coloco el arma en su funda de plástico rígido, como la jefa Milat nos ha enseñado que hay que hacer después de cada tiro. El objetivo es aprender a desenfundarla lo más rápido posible.
El recinto de tiro parece una pista de atletismo: está dividido en calles numeradas con pintura blanca, aunque, en este caso, el vinilo azul hace las veces de tartán. Las armas con las que practicamos son unas Sig Sauer SP 2022. En 2003, Nicolas Sarkozy, por aquel entonces ministro de Interior, decidió equipar a la policía, a la gendarmería, a los agentes de aduanas y a los funcionarios de prisiones con una misma pistola. La marca germanosuiza Sig Sauer ganó la licitación; esta arma automática destronó a las antiguas Manurhin, con su aspecto de revólver del Lejano Oeste.
Los novecientos gramos de la Sig Sauer hacen que el cinturón resulte realmente pesado. Me siento torpe con esta cosa colgando. En este preciso momento, pienso en lo fácil que resulta entrar en el cuerpo de policía. ¿Qué pasa si un día alguien se infiltra para cometer un atentado, por ejemplo? Un ficha S,9 un anarquista o un loco podrían ponerse a matar policías. ¿Para ellos sería tan fácil acceder a la institución como lo ha sido para mí?
Estamos en pleno estado de emergencia, y yo, titular del carnet de periodista n.º 119895, estoy aquí, en un recinto de tiro, rodeado de futuros policías sin ni siquiera haber mentido sobre mi identidad. En mi lugar, una persona con malas intenciones podría ponerse a pegar tiros a diestro y siniestro.
Disparo de nuevo. La tercera bala acierta en la diana. Justo en la barriga del hombrecillo de papel. Disparo un total de unos veinte cartuchos, de los cuales solamente ocho aciertan en el objetivo. Fin del ejercicio.
—Venga, recoged los casquillos y cambiad de objetivo —nos ordena la jefa Milat.
Nos quitamos los auriculares y el mundo vuelve a ser un lugar ruidoso. Guardo la pistola en una caja de madera.
—Ya podéis guardar la hoja —dice la instructora—. ¡Los cuatro siguientes!
Enrollo la hoja con mi diana y la tiro a la basura. Los demás no tienen por qué ver mis resultados desastrosos.
Antes de la primera sesión de tiro, la jefa Milat nos ha proporcionado unas armas falsas de plástico para que aprendiéramos a usarlas y a interiorizar las normas de seguridad: siempre hay que manejar el arma como si estuviese cargada; siempre hay que dejar el dedo índice apoyado en el guardamonte (el anillo que protege el gatillo de una presión accidental); y siempre hay que orientar el arma y el cañón de la misma hacia una zona segura.
—Mira, Abuelo, he acertado diecinueve —me dice Mickaël mientras me enseña su hoja—. La he cagado con el último, ¡qué chasco!
Buenas noticias, mis compañeros finalmente se han decantado por el mote «Abuelo» en lugar del de «Ronquidomán».
—¡Joder, diecinueve! Está genial —contesto.
—¿Y tú? ¿Cuántos?
—Ni idea, no los he contado. No demasiados.
Capítulo 7
En la habitación, Alexis siempre es el primero en levantarse. Esta mañana, ha aprovechado para venir a mi cama. Me he despertado y he abierto los ojos, sobresaltado. ¿Estoy soñando? ¡No! ¡El muy imbécil me ha puesto los huevos en la frente!
Alexis se troncha de risa. Avisa a los demás y les enseña la foto que acaba de hacer. Se ríen a carcajada limpia. Desconcertado, grito:
—¡Eres un mierda!
Alexis me mira, sonriente.
—¿Quieres jugar? —lo amenazo, furioso—. ¡De acuerdo, te vas a enterar!
Él sigue riéndose, dejando ver sus grandes dientes de caballo. Agarra la toalla y sale de la habitación en chancletas.
Alexis es el tipo de tío que sueña con entrar en la BAC «por la adrenalina». Mientras tanto, se bebe entre cuatro y seis batidos de proteínas al día. Quiere aumentar su masa muscular. Sin embargo, por ahora, a pesar de las pociones proteicas, sigue siendo alto y flacucho como un junco. Este compañero de habitación fue padre a los diecisiete años. Se dedicaba al adiestramiento de perros y, actualmente, vive separado de su pareja de entonces y solo ve a su hija —su «princesa»— un fin de semana de cada dos.
Él, que pronto será uno de los encargados de hacer cumplir la ley, no parece consciente de que su broma se corresponde con la definición jurídica de una agresión sexual «repentina». Cree haberme gastado una broma buenísima, el tipo de humillación que solo se le permite al macho alfa.
—Joder, tíos, abrid la ventana, ¡apesta a coño de vieja! —grita Clément.
Capítulo 8
Mi calvario comienza un viernes por la mañana, en la clase del jefe Goupil. Llevo un mes en la escuela y, de entre la retahíla de palabras del instructor, una frase me deja helado:
—No sé si visteis Cash investigation el martes por la noche…
Me ruborizo hasta las orejas. Está hablando de un documental que grabé para la cadena France 2 hace unos meses. Mi primer y único trabajo en televisión. Se trataba de una infiltración en un supermercado Lidl, con una cámara escondida en el ojal. Al final del reportaje, cometí el error de aceptar ser grabado a cara descubierta en un salón parisino bajo mi tercer nombre: Raphaël. ¿Cómo iba a saber que cuando se emitiera el reportaje yo volvería a estar infiltrado?
Cuando Goupil menciona la investigación, respondo con el ridículo acto reflejo de esconderme bajo la mesa, fingiendo que recojo un bolígrafo que se me ha caído… Espero a que todo pase escondido como un avestruz. Quiero desaparecer.
Desde 2014, mi carrera como periodista se ha orientado a las infiltraciones. Empecé como trabajador de una cadena de chocolaterías industriales en Villeneuve-d’Ascq. Después de eso, me infiltré como empleado de un centro de atención telefónica, como comercial de una compañía de gas y de electricidad a puerta fría, como recaudador bancario de Cofidis y, por último, como trabajador en una cadena de montaje en una fábrica de Toyota. Hice una compilación de estas cinco infiltraciones en un libro que titulé Les Enchaînés.10
Lo de Cash investigation lo hice por una amiga que trabajaba en la productora del programa. La directora buscaba a alguien que estuviera dispuesto a sacar a la luz las condiciones laborales del supermercado alemán líder en descuentos. En mi sexta infiltración, presencié un ritmo de trabajo infernal, vi cómo mis compañeros de menos de treinta años se destrozaban la espalda y sufrí las órdenes que nos dictaban directamente al oído a través de un programa informático.
Fue una infiltración cuya dificultad no residía en intentar pasar desapercibido, sino en el hecho de aguantar aquella falta de humanidad durante dos meses.
En cuatro años, nunca me han descubierto. Y ahora, mientras finjo que busco el bolígrafo debajo de la mesa, soy consciente de mi imprudencia. ¿Por qué decidí mostrar mi cara en pantalla? Puede que mi anterior infiltración haga fracasar la actual, que, además, es la más atrevida.
El jefe Goupil habla de una escena que no era la mía, se trata de un caso de acoso psicológico cuyo extracto sonoro lleva tres días circulando por internet. Tal vez solo haya visto el adelanto del reportaje.
—Podéis encontraros en una situación parecida —dice antes de pasar a otra cosa.
—Abuelo, ¿buscas algo? —me dice Mickaël el Musculado, burlón.
Salgo de mi agujero.
—El lápiz —respondo con voz neutra.
—Está en la mesa…
—Ah, joder, soy estúpido.
Paso el resto de la mañana esperando con impaciencia el mediodía del viernes, cuando podré ir de nuevo a casa de mis padres. Ya en el coche, vuelvo a respirar tranquilo. Me centro en la perspectiva de un buen fin de semana: voy a chinchar a mi padre, jugar al fútbol, beber cerveza con mis colegas y olvidarme de esta escuela y de sus alumnos. También quiero dormir. Después, todo irá mejor.
El domingo por la noche vuelvo a la escuela sin prisa alguna. No estoy tranquilo. Con la maleta en la mano, empujo la puerta de la habitación.
—¡Qué pasa, tíos! —digo, intentando fingir normalidad—. ¿Habéis pasado un buen fin de semana?
Estrecho la mano a Alexis, Romain, Julien, Micka y Clément. Me acerco a Basile, que está junto a la ventana, probando los auriculares inalámbricos que se acaba de comprar.
—¡Hola, Abuelo!
A veces le sale algún que otro gallo, como si no le hubiera cambiado la voz. Coloco mi ropa en un armario cada vez más desordenado. Ha caído pasta de dientes sobre la funda de mi reproductor de DVD. Basile me llama:
—¿Sabes, Abuelo? He visto el programa del que nos habló el jefe Goupil el viernes. Es gracioso, sale un tío que se te parece muchísimo.
Me tenso, pero intento mantener el semblante tranquilo. Sigo colocando mi ropa.
—¿Qué dices?
—Mira, eres tú —comenta mientras me enseña la imagen de su móvil.
Me dedica una sonrisa burlona. Está claro que se había preparado para este momento, aprovechando el efecto sorpresa.
—En realidad eres periodista. Te estás infiltrando en la policía.
En un segundo, toda la tranquilidad del fin de semana se hace añicos. Pierdo la confianza. Me tiembla la voz y el cuerpo entero. Recobro la poca compostura que me queda:
—Ah, pues sí. Se me parece un montón. Pero no, no soy yo.
—Sí, eres tú.
Niego la evidencia, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
Basile comparte una captura de pantalla de mi cara en el programa Cash investigation por el grupo de Facebook de la unidad. En un segundo, los otros veintiocho ADS de la unidad se enteran de que una persona que es exactamente igual que yo acaba de salir en televisión y que es periodista.
Mi peor pesadilla se hace realidad. Estoy muerto de miedo.
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