Kitabı oku: «El misterio Kinzel»

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El misterio Kinzel. El primer caso de Laura Naranjo

Valeria Vargas

© Editorial Hueders

© Valeria Vargas

Primera edición: agosto de 2018

Registro de propiedad intelectual N° 248.315

ISBN edición impresa 978-956-365-092-1

ISBN edición digital 978-956-365-179-9

Todos los derechos reservados.

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santiago de chile


1

Apesar de estar cesante, mi día comienza a las seis de la mañana. No es mi culpa. No soy madrugadora. El responsable es un perro nuevo que llegó a la cuadra. Tiene un ladrido inconfundible, agudo y sin pausas, que a veces interrumpe con aullidos desesperados. Sufre y yo sufro con él todas las mañanas, desde las seis en punto hasta las siete y media, hora en que por fin logro aceptar la realidad, levantarme y salir a caminar.

Ñuñoa de día les pertenece a los viejos. Es cuestión de andar un rato por Irarrázaval o por cualquier calle chica, para cruzarse con decenas de ellos. Como no tengo nada que hacer, juego a clasificarlos. Me gusta encontrármelos en los boliches, las esquinas y en la feria que se instala los jueves a seis cuadras de mi casa. Intento adivinar cómo eran antes de que el cuerpo los traicionara. Imagino vidas completas. Amores, hijos, fracasos, viajes a través del mar. Algunos me saludan. Se han topado tantas veces conmigo, que les parece natural decir hola. Mal que mal, a estas alturas yo también formo parte del paisaje.

Además de observarlos, los dibujo. Pequeños retratos que bautizo a mi gusto y voy pegando en las paredes del comedor. La vieja que anda con abrigo de astracán, pese al calor infernal, es la Reina de Corazones; las gemelas octogenarias que se visten igual son Las Resplandor y el viejo elegante que parece actor de cine, El Alemán.

Desde que H se fue, todo lo pego en las murallas. Las cuentas, los dibujos de los viejos, los cartones del Kino, todo. No sé si es porque no soporto el vacío o porque siempre quise hacerlo y ahora por fin tengo la oportunidad.

Ayer fui al cibercafé de los colombianos a revisar el mail, y entre cobranzas, mensajes de gente que necesita saber si sigo viva y spams, me encontré con un ofrecimiento de trabajo, una investigación sobre criminales chilenos. Por fin una buena noticia. Querían que me concentrara en el siglo xx. Solo les interesaba que reuniera información y la paga no era mucha, pero a esas alturas cualquier cosa me servía.

Apenas volví a la casa, taché con un plumón rojo el ítem “salir a trotar” en el horario de actividades que nunca cumplía y lo reemplacé por “criminales”. Se veía bastante bien. Después busqué un cuaderno viejo al que todavía le quedaban varias páginas en blanco y empecé a organizarme. Tenía un mes para el primer informe, y el plan era terminar lo más rápido posible para cobrar antes.

Los días siguientes los pasé encerrada en la Biblioteca Nacional. El resto del tiempo vagaba por el barrio, cocinaba cualquier cosa, regaba el jardín y dormía. Entre mis idas y venidas logré identificar al perro loco. Es un quiltro muy flaco que parece estar en plena adolescencia. De día anda libre por la cuadra, pero de noche duerme en el antejardín de la casa del frente, dentro de una especie de caja plástica que le queda chica. Supuse que ladraba todas las mañanas para que lo dejaran salir a la calle. Ya me reconocía. Eso significaba que me seguía a todas partes. Tenía que hacer grandes esfuerzos para despistarlo y evitar que se transformara en mi sombra. Supuse que si lo trataba bien empezaría a ladrar menos, pero no había caso. Daban las seis y media y empezaba su letanía. Como si estuviera programado para llorar. No sabía cómo se llamaba; simplemente le decía perro.

La investigación avanzaba lentamente. No era fácil reunir información, porque en todas las publicaciones –diarios, revistas y libros– encontraba el mismo contenido repetido hasta el cansancio. Los casos más famosos acumulaban muchas páginas, pero el resto solo figuraba en pequeñas notas llenas de frases hechas, artículos que no alcanzaban ni a rozar el abismo que había detrás de cada historia.

Mis asesinos, como había decidido llamarlos, eran hombres y mujeres sin rostro, en su mayoría muertos. Había hecho lo posible para obtener fotos de todos, pero solo había conseguido algunas imágenes sueltas después de revisar kilos de prensa.

En 1923, Rosa Faúndez estranguló a su marido y después lo descuartizó. El caso fue bautizado como El crimen de las cajitas de agua. Había imágenes de los detectives posando orgullosos junto a la cabeza de la víctima. Uno de ellos incluso se había tomado la libertad de poner un dedo sobre la coronilla del muerto, como para hacer valer su participación en el hallazgo. También tenía una foto de Rosa Faúndez, pero ahí no había orgullo; solo una mirada cargada de cansancio.

Pedro di Giorgio, en cambio, parecía un niño bueno llegando tarde a una fiesta. En la foto que encontré posaba con su padre, un conde italiano de semblante tranquilo, que ni en sus peores pesadillas habría imaginado que su hijo era capaz de matar y robar por diversión.

Tucho Caldera, el Carnicero de San Felipe, y Francisco Varela, el Monstruo de Carrascal, eran otra cosa. El primero asesinó a tres personas y terminó fusilado. El segundo violó y estranguló a un número indeterminado de niños. Sus fotos estaban en un rincón y ya me habían producido varias pesadillas.

También tenía imágenes de los supuestos responsables de los llamados “crímenes de Semana Santa”, de Kinzel, el joven elegante que acuchilló a su tío en la calle

Ejército, de un par de cuatreros que mataron a una familia completa en Pirque y varias más que, juntas y vistas desde lejos, casi podían confundirse con las de un improvisado álbum familiar.

El resto seguía sin rostro, así que me tomé la libertad de inventarles uno. Tenía los retratos imaginarios, las fotos escaneadas y las fotocopias con sus respectivas historias pegadas en los muros del dormitorio de visitas. Como no pensaba recibir a la madre de H nunca más y ella era la única que usaba esa pieza, me pareció justo transformarla en mi escritorio.

Ahora en esta casa solo somos los asesinos y yo. Nadie más.


Anoche decidí salir de mi ostracismo y partí al Rapa Nui. Apenas entré, distinguí al Alemán en una de las mesas del fondo. Lo acompañaban dos ancianos que nunca había visto. Uno llevaba puesto un overol de mecánico, el otro era pequeñito y muy formal.

El boliche estaba lleno, hacia un calor del demonio y mi amigo Javier, que me había citado allí, brillaba por su ausencia. Pensé que lo mejor era volver a casa, pero la posibilidad de observar con calma al Alemán me retuvo. Había algo en él que me resultaba tremendamente familiar. Algo nuevo que no lograba identificar. Me acomodé en la barra y pedí una cerveza.

Un veinteañero instaló un micrófono en medio del bar y empezó a leer un poema. Se produjo un breve silencio y luego las conversaciones siguieron su curso. El único que parecía estar escuchando era el Alemán, que cada tanto hacía comentarios a sus compañeros de mesa. El del overol fruncía el ceño y el pequeño bostezaba sin ningún disimulo. Los poemas eran largos y prácticamente ininteligibles a causa del pésimo sistema de amplificación. Mi cerveza se entibió rápidamente. La hice a un lado, decidida a pedir otra, pero había apenas dos garzonas atendiendo y el dueño, que oficiaba de barman, se había instalado a conversar en la mesa de los viejos. Decidí acercarme para saludarlos, pero justo apareció Javier.

–¿Por qué no respondes el celular? –dijo mientras me abrazaba. Venía muy acalorado, cargando una mochila que parecía llena de piedras.

–Te dije que no lo uso.

–Deberías pagarlo.

–Para qué, si no lo uso.

–Para poder ubicarte. Ponerse de acuerdo por mail con alguien que tiene que salir a la calle para ver su correo es como de otra época.

El poeta elevó un poco la voz mientras nos lanzaba una mirada despectiva.

–¿Salgamos de aquí?

–Pero acabas de llegar –dije sin mucho entusiasmo.

–Vamos. Te invito a comer a un peruano para que me perdones.

Antes de salir eché un último vistazo: el Alemán tenía la copa alzada y me estaba mirando.


El perro empezó a ladrar a las seis en punto. Abrí los ojos, pero el dolor me obligó a cerrarlos de nuevo. Si movía la cabeza, una enorme bola de metal azotaba las paredes internas de mi cráneo. Salir con Javier siempre terminaba de la misma manera. Íbamos de bar en bar, a veces hasta bailábamos, no hablábamos de nada personal y después dejábamos de vernos durante meses.

Me puse de espaldas y respiré profundo. Una arcada me obligó a correr al baño. Cuando terminé de vomitar, me quedé sentada en el piso tratando de recuperar el aliento; hice un esfuerzo para no mirarme en el espejo. Había llegado hacía apenas media hora y no soportaba ni el más mínimo rayo de luz. Cerré los ojos y me quedé dormida con la cabeza apoyada en la orilla de la tina.

Javier y el Alemán corrían conmigo por una calle larga y oscura llena de araucarias. Yo era la más rápida y lo que venía persiguiéndonos era el Mal en su estado más puro. A pesar de su invisibilidad, no había duda alguna sobre su naturaleza. Si nos alcanzaba, estábamos perdidos. Solo nos quedaba correr por el resto de nuestras vidas. Y los tres sabíamos que eso era imposible.

Desperté de golpe, con una certeza absurda: ya sabía quién era el Alemán. Avancé lo más lentamente que pude hasta el dormitorio de visitas. Ahí, en medio de la pared, estaba el recorte de diario con la noticia del caso Kinzel.

Desgracia en la calle Ejército

“La noche del viernes, el connotado empresario y terrateniente Alberto Feuer falleció a manos de su sobrino Teodoro Kinzel Feuer. El joven de 20 años acudió a su hogar con el pretexto de una visita, le quitó la vida y después se sentó a fumar junto al cadáver. No manifestó ningún tipo de arrepentimiento ni dio razones para su accionar”.

Ocurrió en 1947, en una mansión del barrio República. Apareció en todos los diarios. Como no hubo móvil aparente, el rumor más repetido apuntaba a un brote de locura. Teodoro Kinzel, un joven lleno de privilegios que perdió la razón y se transformó en asesino. La familia contrató a la mejor oficina de abogados de la ciudad. Lograron salvarlo de la pena de muerte, pero fue condenado a cadena perpetua. Al poco tiempo se enfermó de sarampión y murió en la cárcel.

Me agaché para recoger un plumón y mi estómago se revolvió de nuevo. Tuve que apoyarme en la pared y respirar despacio, hasta recuperar el equilibrio. Miré la foto con atención. Teodoro Kinzel era muy parecido al Alemán, pero había muerto hacía más de 60 años. Por lo tanto, mi supuesta revelación era imposible. No podía tratarse de la misma persona. Culpé al alcohol, me arrastré hasta la cama y volví a dormir. En el siguiente sueño, Kinzel era el padre de H y venía a vivir con nosotros para siempre.


Esa misma tarde mandé a hacer una ampliación del recorte de diario. La definición era bastante mala, pero de todas formas valía la pena. Si el Alemán no era Kinzel, tenía que ser su hermano o su primo. La misma nariz quebrada, la misma quijada, la misma forma del cráneo. La foto era en blanco y negro. La clásica imagen de estudio con la firma del fotógrafo en una de las esquinas. Kinzel aparecía de pie, muy erguido, junto a un mueble con incrustaciones de nácar. Llevaba puesta una camisa blanca, sin corbata. Donde comenzaba el cuello se alcanzaba a ver una pequeña mancha que podía ser un lunar o un defecto del papel. No podría asegurarlo. El encuadre era extraño. Como si se tratara del fragmento de una imagen. O la mitad más bien. Quizás el diario no pudo conseguir una foto en la que Kinzel apareciera solo y recortaron esa. Tenía los mismos ojos transparentes, enormes, del Alemán. Y la forma en que inclinaba la cabeza también era igual. El pelo blanco y las arrugas eran la única diferencia. Pero si Teodoro Kinzel murió de sarampión en la cárcel, ¿cómo era posible que anduviera suelto por Ñuñoa?

La semana siguiente me dediqué a buscarlo. Volví al Rapa Nui varias veces y pasé por el café de la plaza Sucre casi todas las mañanas. Recorrí el barrio al atardecer y salí a comprar el pan muy temprano, a un local distinto cada día, pero no lo encontré. Pensé que tal vez estaba usando la estrategia equivocada. Todos los ancianos tienen una rutina que incluye varios trayectos predecibles, pero él no estaba en ninguna parte. O quizás se había enfermado y eso explicaba su desaparición. Ni siquiera sabía si realmente vivía en Ñuñoa. Tal vez solo se asomaba por el barrio para ver a sus amigos. Esos que no se parecían en nada a él y que tampoco estaban por ningún lado. Insistí mañana, tarde y noche; al final el calor pudo más y me rendí.


Para recuperar el tiempo perdido, retomé las visitas a la Biblioteca Nacional. Todavía quedaba mucho material por leer y empezaba a tener el tiempo en contra. Mientras escaneaba unas revistas, se me acercó Leonidas, el más anciano de los bibliotecarios. Sabía de qué se trataba mi investigación.

–Señorita –dijo con aire neutral.

–Dígame –respondí mientras miraba la hora. Faltaban 15 minutos para el cierre.

–Estuve pensando y recordé un dato que le puede servir.

–¿Un libro?

Leonidas se sentó a mi lado y bajó aún más el volumen de su voz.

–No. Se trata de un periodista. Más o menos de mi edad. Trabajó en la revista Vea.

–¿Amigo suyo?

–Viene seguido. El otro día apareció y estuvimos conversando. Según él, tiene material guardado sobre varios crímenes de la época que usted investiga.

Leonidas sacó una libreta de teléfonos diminuta. Después tomó mi cuaderno, anotó un número y un nombre: Rolando Muñoz.

–Es un viejo mañoso, pero tiene debilidad por las señoritas. Llámelo y pídale una entrevista. Él sabe más que todos estos libros.

Apenas salí a la calle busqué un teléfono público. Hacía años que no usaba uno. Descolgué el auricular y me quedé un par de segundos en suspenso antes de introducir una moneda de 100 pesos y marcar el número.

–¿Aló? –respondió inmediatamente una voz cavernosa.

–Buenas tardes. ¿Hablo con Rolando Muñoz?

–Sí, con él. ¿Quién es?

–Mi nombre es Laura Naranjo. Don Leonidas Bustos me dio su teléfono.

–¿Quién?

–Leonidas Bustos, de la Biblioteca Nacional –dije lo más fuerte posible. Me dio su número porque estoy haciendo una investigación.

–¿Sobre qué?

–Necesito conseguir información sobre algunos casos que usted reporteó en los años 40. Me gustaría entrevistarlo.

–¿Es para la televisión? –dijo con desconfianza.

–No, para un libro.

–Estoy muy viejo. Me cansa dar entrevistas.

–Necesito máximo una hora. Tengo preguntas muy concretas. Y puedo ir a su casa si prefiere.

–Todo está en las revistas. No vale la pena que venga.

–¿Usted cubrió el caso Kinzel?

Se produjo un silencio al otro lado de la línea.

–No tengo tiempo. Mañana voy al médico y después me largo al norte. Si quiere, puede hablar con Ambrosio Lama.

–¿Quién es él?

–Un colega. Anote su dirección.

–¿No tiene su teléfono?

–No, vaya y toque el timbre. Ese viejo siempre está en cama.


Al día siguiente caminé 10 cuadras hasta el paradero por donde pasaba la única micro que me dejaba relativamente cerca de la casa del tal Ambrosio Lama. En el lugar no había techo ni asientos ni pavimento, solo un letrero enterrado en medio de la berma que indicaba el número del único recorrido. Media hora después seguía esperando. Tenía dos opciones: volver a mi casa o avanzar hasta el siguiente paradero para matar el tiempo. Ninguna de las dos era atractiva y el calor era insoportable. En eso estaba, cuando de repente vi al Alemán caminando apurado por la vereda del frente. Iba vestido de azul y llevaba un sombrero panameño. Crucé la calle y empecé a seguirlo.

Un rato después llegamos a su casa. Quedaba a cinco manzanas de la mía y parecía una fortaleza neogótica en miniatura. Esperé a que entrara y me acerqué para observar mejor. Tenía tres pisos y una terraza redonda a la que se podía acceder por una escalera de caracol visible desde el exterior. Había vitrales en todas las ventanas, cabezas de gárgola y pequeños rostros de piedra con expresiones desconcertantes en los rincones. A pesar del calor, el jardín despedía un aroma intenso a madera, piedra y moho. Como si hubiera sido recién regado. Me quedé un rato mirando el timbre y después me fui.

Todos los días posteriores me dediqué a observar al Alemán. Temprano en la mañana lo seguía un rato y, por las tardes, de vuelta de la biblioteca, pasaba lentamente frente a su casa. Al parecer no había parientes ni empleados. Ni siquiera un jardinero a la vista. Seguía sin saber su nombre, a pesar de haber interrogado a más de un vecino, y no lograba dar con la frase adecuada para empezar una conversación. Lo que tenía que preguntarle era simple. Bastaba con tocar su puerta para acabar con el misterio, pero no lograba dar el paso.

Después de casi una semana de seguimiento, lo encontré por casualidad en el café California. Sonrió apenas me vio. Tuve que mirar hacia atrás para confirmar que se dirigía a mí.

–Buenas tardes –dijo. ¿Quiere tomar un café? Señorita... Me escuché a mí misma diciendo Laura y luego me senté a su lado. De cerca, sus ojos eran intimidantes. Igual que en la foto.

–Me gustaría saber por qué ha estado siguiéndome.

–¿Yo? –dije sin demasiada convicción.

–Ayer, sin ir más lejos, me siguió al supermercado.

–Todo el mundo va al supermercado.

–Y antes de ayer me siguió al centro.

–Me debe estar confundiendo.

–Usted es bastante inconfundible.

Una mujer cargando un pequeño perro se sentó en la mesa de al lado. Nos quedamos en silencio.

–¿Le gusta la filatelia?

–No, ¿por?

–Porque estuvo mucho rato mirando la vitrina de El Penique Negro, justo cuando yo estaba dentro. Ahí solo venden estampillas de colección.

Me ardían las mejillas. Comencé a toser. El mozo me trajo café y un vaso con agua.

–No tiene sentido que lo niegue. Seguramente tiene una buena explicación y me gustaría oírla.

Probé el café para aparentar naturalidad y me quemé la lengua.

–De verdad no sé de qué me habla –dije, disimulando el dolor.

Arrojó un par de billetes sobre la mesa y se puso de pie.

–Mañana voy a almorzar donde los italianos, en El Golfo di Napoli. ¿Lo conoce?

Asentí.

–Si se decide a contarme la verdad, búsqueme ahí a la una en punto. Yo la invito.


Al volver a mi casa encontré una postal de H tirada en la entrada. Era la segunda que recibía desde que se fue; temí que fuera el comienzo de una amarga costumbre. Lo peor de todo era el texto. Abrazos, decía. Nada más. La primera era exactamente igual. Ahora estaba en Melinka. Antes, en Puerto Octay. Supuse que el límite era el territorio antártico. Lo odié. Un sentimiento denso y vergonzoso se me instaló en el estómago. Tomé la postal como si estuviera sucia, evitando mirar la foto porque sabía que el paso siguiente era imaginarlo caminando por ese paisaje, riéndose y viviendo sin mí. Abrí un cajón para guardarla, pero recordé que ahí había puesto la primera y pensé que juntarlas podía aumentar su poder. Era una idea loca, pero no la descarté: dejé la nueva postal arriba del refrigerador.

No pude dormir en toda la noche.


Llegué a la una en punto al local de los italianos. Había gente en lista de espera, como siempre, pero el Alemán no estaba. Pasaron varios minutos en los que imaginé todo tipo de diálogos. En algunos, me confesaba su verdadera identidad, pero la mayoría terminaba conmigo pidiendo disculpas y explicando que la cesantía me estaba haciendo perder el juicio. Estaba a punto de irme cuando apareció.

–Buenas tardes, señorita. Disculpe el atraso.

–Hola. Hay lista de espera. Quizás deberíamos ir a otro lado –dije.

El Alemán le hizo un gesto casi imperceptible al mozo. Era un chico moreno y delgado que hasta ese momento ni siquiera se había dignado a mirarme.

–¡Don Gustavo, bienvenido! Pase por aquí.

Nos llevó hasta una mesa que tenía un pequeño cartel de reserva, lo tomó con un gesto profesional y lo guardó en su bolsillo.

El Alemán pidió dos platos de ñoquis con salsa boloñesa y una jarra de vino sin siquiera preguntarme. Yo era la perseguidora y él la víctima, así es que no había mucho que discutir.

–¿Entonces su nombre es Gustavo?

–Pensé que ya lo sabía –dijo sonriendo.

–No. Es verdad que lo he estado siguiendo y le pido disculpas si lo importuné, pero no sé cómo se llama.

–Gustavo Müller.

Extendió su mano. Era enorme y estaba fría.

–¿Y puedo saber por qué tanto interés en mi persona?

–La verdad es que no es el único al que sigo. Me encargaron un estudio sobre las actividades del adulto mayor en la comuna.

–¿Trabaja para la Municipalidad?

–No, es un estudio para una ong –dije con una naturalidad que hasta a mí me sorprendió.

–¿Es usted socióloga?

–Periodista. En realidad no hay mucho que decir. No saco conclusiones, solo estoy en la etapa de registro de actividades. Ñuñoa tiene una población mayor de 60 años bastante grande y la ong para la que trabajo está interesada en saber a qué dedican su tiempo. Es un trabajo bastante monótono.

Había tanta gente en el local, que estábamos hablando a gritos.

–Cuénteme qué hice ayer –dijo.

–Me parece que los lunes va a la piscina municipal, ¿no?, pero ayer no lo seguí...

–¿Está segura? –dijo extrañado.

–Sí. Lo de la piscina ya lo tengo registrado. No había necesidad.

–¿Y sus compañeros?

–¿Qué compañeros?

–Usted no trabaja sola, ¿verdad?

–Sí, trabajo sola. ¿Por qué?

–Simple curiosidad.

Tomó un sorbo de vino y se echó para atrás. Parecía preocupado.

–¿No se aburre persiguiendo viejos con este calor?

–Un poco, pero no es lo único que hago. También trabajo en una investigación histórica.

–¿Sobre qué?

–Criminales chilenos del siglo xx –dije rápidamente.

El Alemán llenó las copas e hizo un gesto para que bebiera. En la mesa de al lado había una pareja cincuentona que se acariciaba sin pudor. Mi vista se desviaba hacia ellos cada dos segundos. Un poco para no tener que mirar al Alemán y otro poco porque eran un verdadero espectáculo.

–¿Y cuál es el caso que más le ha llamado la atención?

–Bueno, hay varias historias interesantes. El Tucho Caldera, por ejemplo.

–El carnicero de San Felipe.

–¿Lo ubica?

–Claro. Salió en todos los diarios. Una historia de película.

–Fue hace mucho tiempo.

–Estoy vivo hace mucho tiempo, señorita.

¿Cuántos años tendría? ¿Dos veces mi edad y un poco más? ¿La misma edad que Teodoro Kinzel? El Tucho Caldera, un asesino temible, había caído preso en la misma época y había sido condenado a muerte.

–Hay otro. Muy famoso. Se llamaba Benjamín Haebig. Inventó que en su patio había un cementerio indígena para justificar los dos muertos que él mismo había enterrado ahí.

–Eso fue en los 60. ¿Sabía que trabajó en Hollywood como doble de Boris Karloff?

–Veo que le interesa el tema.

–La muerte es un tema atractivo para los viejos. Conozco un par de libros que le pueden servir. ¿Hay mujeres en su investigación?

–Claro. Rosa Faúndez. La del crimen de las Cajitas de Agua. –Pobre mujer. Hay que ser valiente para descuartizar a un hombre.

–O estar muy asustada.

Tomé un trago de vino para darme ánimo.

–¿Alguna vez escuchó hablar de Teodoro Kinzel? Su mano tembló casi imperceptiblemente. O por lo menos eso creí ver.

–Deberíamos pedir un postre –dijo con amabilidad–. ¿Le gusta el tiramisú?

–Kinzel tiene un cierto parecido con usted.

–¿Y cómo sabe qué aspecto tenía?

–Prensa antigua. Es la foto de un veinteañero, pero tienen un aire muy familiar.

Asintió distraído y le hizo un gesto al mozo para que se acercara.

–¿Nunca oyó hablar de él? Si estuviera vivo, tendría más o menos su edad.

El mozo nos trajo una carta, llenó las copas con el resto de vino que quedaba y retiró los platos con solemnidad.

–¿Tiene familia, señorita Laura?

–Sí. En el sur.

–Qué lástima que tenga que estar trabajando. El sur en verano es un buen lugar. Mucho más agradable que esta ciudad.

Pensé en mi familia y se me apretó el estómago. El sur nunca iba a ser un buen lugar para mí. En ninguna estación del año. Y no quería que me cambiara de tema.

–¿Quiere que le muestre una foto?

–¿De su familia?

–No. De Kinzel. Quizás si lo ve, se acuerda del caso.

–No, querida. No es necesario.

–Disculpe. No quise incomodarlo.

–No me incomoda. No se preocupe.

Tomé un nuevo sorbo de vino. Una pequeña aureola rosa se dibujó sobre el mantel. Los dos nos quedamos mirando la mancha en silencio.

–Si no va a comer postre es mejor que lo dejemos hasta aquí. Es un poco tarde.

Después se paró y se fue. Como su sombrero seguía sobre una de las sillas supuse que había ido a pagar a la caja, pero en realidad no me importaba. Había fracasado.


Caminamos juntos un par de cuadras desiertas. Durante el trayecto ninguno de los dos intentó iniciar una conversación. Ni una vez. De todas formas, la temperatura era la mejor de las excusas para no tener que hablar. Cuando por fin llegamos a la esquina que conducía a mi manzana, me detuve.

–Yo me quedo aquí. Muchas gracias por el almuerzo.

–No, gracias a usted por la compañía.

–Y disculpe el mal rato con el asunto del seguimiento. No volveré a molestarlo.

Di media vuelta para seguir camino, pero me retuvo suavemente.

–¿Qué es lo que quiere saber sobre Teodoro Kinzel? Pronunció Kinzel con acento alemán. Había un abismo detrás de ese sonido.

–Es el caso que más me ha costado investigar. Hay muy poca información. Cualquier cosa nueva que me pueda contar me sirve.

Un carretón arrastrado por un caballo pasó junto a nosotros. Iba cargado con restos de verduras. El ruido de los cascos sobre el pavimento caliente sonaba como el tic tac de un reloj descompuesto.

–Muy bien. Creo que tengo un libro que puede serle de utilidad. Pase por mi casa el lunes en la noche.

–¿A qué hora?

–A las ocho –dijo mientras se aflojaba la corbata. Y entonces creí ver, justo en el inicio de su cuello, un lunar igual al que mostraba Kinzel en la foto.

Hizo un gesto de adiós con su sombrero y se fue. Ni siquiera se molestó en darme su dirección, sabía que no era necesario.


Cuando por fin llegó el lunes, caminé las 15 cuadras que separaban la casa del Alemán de la mía, repasando mentalmente mi estrategia. Quería que me contara todo sobre Teodoro Kinzel, incluyendo la razón por la que eran tan parecidos. O más bien idénticos. Porque por más que lo intentaba, no lograba sacarme de la cabeza que él y Kinzel eran la misma persona: un asesino que todos daban por muerto. Estaba a punto de tocar el timbre cuando me invadió una inesperada ola de miedo. Me quedé paralizada ante la reja. Se abrió la puerta de vidrio biselado y el Alemán se asomó.

–Son cinco para las ocho. Casi puntual.

Y no tuve más remedio que entrar.


La casa era mucho más oscura de lo que había imaginado. Afuera todavía quedaba luz para un buen rato, pero ahí dentro tenía que hacer un esfuerzo para distinguir los detalles. Pequeñas esculturas de mármol compartían el espacio con una gran cantidad de plantas y pesadas cortinas de terciopelo rojo cerraban el acceso a las distintas habitaciones.

El Alemán me condujo por un pasillo hasta un salón circular. Las paredes estaban cubiertas de madera y cuero.

–¿Qué le parece? –dijo sonriendo.

–Me encanta, pero no veo mucho.

Apretó un interruptor y una lámpara de lágrimas iluminó el espacio. Había un piano de cola cerca de la ventana y los sillones, de estilo francés, estaban tapizados con un intenso tono de azul.

–Tome asiento, por favor.

Encendió su pipa con un gesto rápido y se instaló frente a mí. Lo único que se me ocurrió fue sonreír.

–¿Quién le pidió que investigara el caso Kinzel?

–La revista de la Facultad de Historia de la universidad donde estudié.

–Pensé que era periodista.

–Estudié historia primero, pero después me cambié a periodismo y no terminé ninguna de las dos carreras.

–Qué lástima.

–Sí, una lástima. Pero bueno, el asunto es que a ellos no les interesa el caso Kinzel en particular. Solo quieren que reúna información general sobre todos los crímenes que alcanzaron notoriedad en la época.

Tomó una pequeña figura de plomo que estaba sobre la mesa de centro y comenzó a jugar con ella.

–¿Y por qué pierde su tiempo profundizando en un solo caso?

–No es perder el tiempo. Es una gran historia. Y sigue siendo un misterio.

–¿Le parece? Los diarios y revistas de la época le dedicaron muchas páginas.

–Pero todos dicen lo mismo. El pobre joven privilegiado que se echó a perder la vida por un crimen absurdo.

–A veces esas cosas simplemente suceden.

–¿Y por qué no intentó escapar? Tenía los contactos y la plata para hacerlo. ¿Por qué se quedó esperando a la policía?

–¿Qué importa a estas alturas? No hay cómo saberlo.

–Si logro reunir suficiente información sobre los casos, me gustaría escribir un libro. Algo mío.

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163 s. 6 illüstrasyon
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9789563651799
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