Kitabı oku: «En camino hacia una iglesia sinodal», sayfa 3

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El discurso del papa abrió un escenario eclesial inimaginable hasta aquel momento, que extrañó por tenor y contenido: hablar de «Iglesia sinodal» en su misma constitución era algo que nunca se había escuchado. Los críticos del papa dicen que son palabras: que él no ha hecho nunca nada verdaderamente sinodal. Pero el papa continúa con el mismo estribillo y nos obliga a todos a estar sobre el tema 36. Lo atestiguan el estudio de la Comisión Teológica Internacional sobre la sinodalidad, que el mismo papa pidió, y la Constitución apostólica Episcopalis communio, promulgada en el 53° aniversario de la institución del Sínodo.

En este documento, el papa reafirma todo lo que ya expresó en el discurso de 2015, dando valor de ley al Sínodo como proceso y no como acontecimiento. El documento fija en la parte canónica el perfil del Sínodo de los obispos, como está establecido en el can. 342 del Código de derecho canónico, la directa sumisión del organismo al papa, confirmando en gran parte las disposiciones del ordo Synodi vigente. Nueva es la parte que afecta a sus fases, que transforman el Sínodo de acontecimiento en proceso: la fase preparatoria, con la consulta al pueblo de Dios; la fase asamblearia, con la discusión del Instrumentum laboris y la elaboración del documento final, que, cuando fuera aprobado por el papa, participaría de su magisterio ordinario, y la acogida y actuación de las conclusiones del Sínodo.

Pero la parte más novedosa del documento es la premisa doctrinal. El impacto a nivel eclesiológico es relevante, aunque no cambie la naturaleza del Sínodo. El organismo permanece como consultivo, en la lógica de la participación de todos los obispos en comunión jerárquica en la solicitud por la Iglesia universal, como manifestación peculiar de la comunión episcopal con Pedro y bajo Pedro (EC 1). Pero el texto, subrayando el principio de la escucha, define que el Sínodo de los obispos es «expresión elocuente de la sinodalidad, como dimensión constitutiva de la Iglesia» (EC 6). El proceso sinodal de escuchar-discernir-actuar no es algo extrínseco a la Iglesia, una técnica participativa a semejanza de las democracias, sino manifestación de su naturaleza sinodal, basada sobre las relaciones entre el pueblo de Dios y sus pastores. La Exhortación pone en evidencia que no es el Sínodo de los obispos el que hace la Iglesia sinodal, sino al revés: es la Iglesia constitutivamente sinodal –en cuanto pueblo de Dios que peregrina hacia el Reino– la que pide instituciones que le correspondan.

Conclusión

Al final cabe preguntarse: ¿qué enseña a la Iglesia esta parábola de la sinodalidad?

1) En primer lugar, es la historia del Sínodo la que nos enseña: desde su institución, este organismo es como el papel tornasol de las dificultades de la Iglesia frente a un cambio de paradigma, tanto a nivel eclesiológico como pastoral. La insistencia sobre su dimensión consultiva y la defensa casi compulsiva del principio de autoridad son síntomas de la resistencia a dejar un modelo de Iglesia piramidal, aunque el Vaticano II propusiera una eclesiología del pueblo de Dios que pone en el fundamento de la Iglesia el principio de igualdad entre todos sus miembros antes que la diferencia de funciones y estados de vida. Se puede leer el camino del Sínodo en paralelo a la débil declinación de la colegialidad hasta hoy, y a la casi inexistente participación del pueblo de Dios, destinatario pasivo de la acción pastoral de la jerarquía, en la vida de la Iglesia.

2) De esta historia emerge además un aspecto positivo y en cierta manera providencial: llamar a este organismo con el nombre de Sínodo de los obispos –evidentemente, en analogía con el sancta Synodus–, introdujo la cuestión de la colegialidad y de la sinodalidad en la Iglesia católica. De la colegialidad, porque estaba claro para todos que el perfil que Pablo VI escogió para este organismo era prudencial; cuando él mismo o Juan Pablo II hablaron de un posible desarrollo, era evidentemente en sentido colegial. De sinodalidad, porque la falta de colegialidad en la Iglesia trasladó la atención sobre esta categoría eclesiológica, capaz de poner en marcha, a juicio de muchos, la eclesiología conciliar más que la colegialidad, en la línea evidente de la participación del pueblo de Dios en la vida de la Iglesia.

3) Esta doble atención a la colegialidad y a la sinodalidad, aunque no convergente y frecuentemente alternativa, destacó un proceso de recepción del Vaticano II complejo y original, que nos ha traído a la idea de una «Iglesia constitutivamente sinodal». Aunque el Concilio no hablara de sinodalidad, demasiado concentrado como estaba en la colegialidad, desarrolló todos los elementos –los sujetos– que iban a vertebrar la Iglesia: el pueblo de Dios, con el giro copernicano del capítulo II de Lumen gentium, que recuperó también el sensus fidei de todos los bautizados a su capacidad activa (LG 12); el colegio de los obispos, que LG 22 pone como sujeto con autoridad universal y plena sobre la Iglesia, siempre cum Petro et sub Petro; el papa, que el Vaticano II recoloca dentro de la Iglesia, como principio de unidad de todos los bautizados, de todos los obispos, de toda la Iglesia, que es «el cuerpo de las Iglesias» (LG 23).

4) La historia del Sínodo favoreció la comprensión de estos sujetos en mutua relación entre ellos. Afirma Episcopalis communio: «Gracias al Sínodo de los obispos se mostrará también de manera más clara que, en la Iglesia de Cristo, hay una profunda comunión tanto entre los pastores y los fieles, siendo cada ministro ordenado un bautizado entre los bautizados, constituido por Dios para apacentar su rebaño, como entre los obispos y el Romano Pontífice, siendo el papa un “obispo entre los obispos, llamado a la vez –como sucesor del apóstol Pedro– a guiar a la Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las Iglesias”. Esto impide que ninguna realidad pueda subsistir sin la otra» (EC 10). No es el Sínodo de los obispos quien crea las relaciones entre los sujetos, sino que su relación constitutiva es la que exige la sinodalidad de la Iglesia, que no debe limitarse al Sínodo de los obispos, sino que debe atravesar y mover toda su vida.

5) En razón de esta unidad entre los sujetos –pueblo de Dios, colegio y papa como principio de unidad del uno y del otro–, las instancias que los manifiestan –sinodalidad, colegialidad y primado– están en una circularidad fecunda, donde nace el proceso sinodal. La historia demuestra la otra cara del asunto: cuando, después de la Reforma gregoriana, se cortó la praxis sinodal, la Iglesia se organizó según una lógica piramidal, que absolutizó el primado en detrimento de la función de los obispos; la doctrina de la colegialidad, afirmada por el Vaticano II, no tuvo aplicación después del Concilio, por la dificultad para resolver la tensión entre los dos sujetos, ambos con plena y suprema autoridad sobre la Iglesia. Solo el proceso sinodal protege la Iglesia de una absolutización del principio jerárquico, garantizando al mismo tiempo el ejercicio pleno de las funciones, sea del colegio, sea del papa.

6) Puesto que el proceso sinodal se da en las relaciones entre los sujetos, el ejercicio de la sinodalidad, de la colegialidad y del primado tiene que ser real, pleno y efectivo. El debilitamiento de uno solo de los sujetos implicados lleva consigo el debilitamiento y la puesta en tela de juicio del proceso mismo. En esta lógica no solo está prohibido afirmar una función en contra de la otra, sino que obliga a pensarlas y ponerlas en práctica en una unidad dinámica, seguros de que únicamente el ejercicio pleno de todas garantiza el ejercicio de cada una. Esta es una de las urgencias más vivas de la vida eclesial, que pide a la teología imaginar pronto formas para ejercer la sinodalidad, la colegialidad y el primado capaces de garantizar la efectiva actuación del proceso sinodal.

7) Afirmar al proceso sinodal como estilo y práctica de una Iglesia constitutivamente sinodal que se cumple en un ejercicio circular de sinodalidad, colegialidad y primado exige que el Sínodo de los obispos sea un organismo colegial y no solo consultivo. En este sentido, Episcopalis communio es un documento débil, aunque dé pequeños pasos adelante en el camino de la colegialidad. Más que cualquier otro elemento, de Episcopalis communio emerge sobre todo el hecho de entender que el Sínodo «retrata en cierta manera la imagen del concilio ecuménico, y del concilio refleja el espíritu y el método» (EC 8) 37. Siendo el concilio la manifestación más alta de la colegialidad episcopal, ¿por qué su imagen no tendría que ser ella misma colegial? Podemos regresar al inicio del camino, cuando poníamos de manifiesto la diferencia entre el perfil del sínodo establecido por Pablo VI y la interpretación dada en CD 5, que dirigía hacia la comprensión de una capacidad colegial atribuida al Sínodo. El hecho de que Pablo VI no truncara esta lectura, permite, cuando menos a nivel de hipótesis, buscar caminos para llevar a efecto la transformación del Sínodo de los obispos de organismo consultivo de ayuda al primado en una instancia colegial.

8) Más que una reivindicación, la dimensión colegial del Sínodo es una exigencia que se impone a partir de la naturaleza misma de la Iglesia, que es toda ella sinodal. Sinodalidad y colegialidad están entrelazadas en virtud del vínculo sacramental entre la Iglesia particular y su obispo, que en su Iglesia es principio y fundamento de unidad (LG 23). No se puede poner en marcha una fase consultiva del pueblo de Dios en las Iglesias particulares sin que sus obispos participen en todo el proceso sinodal de forma directa o indirecta. No es imposible imaginar formas de colegialidad a nivel de las instancias intermedias de sinodalidad, reconocidas en virtud de la participación en el proceso sinodal, sin que sea necesaria la presencia de todos los obispos en la asamblea. Episcopalis communio propone oportunamente como momento intermedio del proceso el discernimiento en las Conferencias episcopales.

9) Un Sínodo con capacidad colegial no es un peligro para el ejercicio del primado. La relación entre el papa y el colegio de los obispos aparece como conflictiva solo cuando se considera en absoluto la existencia de dos autoridades supremas en la Iglesia: no es casualidad que la Nota explicativa praevia exponga la relación como doble declinación del primado: solo o con todos los obispos. Al revés, la sinodalidad, como dimensión constitutiva de la Iglesia, determina que primado y colegialidad sean dos instancias al servicio del pueblo de Dios. En una Iglesia constitutivamente sinodal no solo pierde toda relevancia la lógica competitiva entre colegialidad y primado, sino que se impone un ejercicio del primado en sentido sinodal 38. En esta perspectiva, se puede pensar en una forma ordinaria de ejercicio del ministerio petrino, dentro de la Iglesia, como bautizado entre los bautizados y obispo entre los obispos, antes que en una forma extraordinaria frente a la Iglesia, como el que habla ex cathedra. Esta idea no rebaja en absoluto la función del papa, sino que destaca con mayor claridad que su ser principio y fundamento de unidad entre todos los bautizados, todos los obispos y todas las Iglesias (cf. LG 23) se traduce en la capacidad de poner en práctica el proceso sinodal para que la Iglesia sea siempre pueblo de Dios que peregrina hacia el Reino.

10) La historia del Sínodo de los obispos desde Apostolica sollicitudo hasta Episcopalis communio es el testimonio más evidente de la compleja emergencia de la idea de sinodalidad en la Iglesia católica. Sin el énfasis en esta institución, la sinodalidad difícilmente habría podido imponerse como práctica y como estilo eclesial después de un milenio de olvido y silencio. El resultado más importante del camino hasta hoy no es la revisión de la normativa sinodal, aún débil, sino la afirmación de la dimensión sinodal de la Iglesia. Se puede decir que la Iglesia es tan sinodal como jerárquica: es el punto sin retorno de la eclesiología posconciliar, aunque sean muchos los que la consideran una moda pasajera. Reflexionar sobre ella y practicarla con humildad y fidelidad es el presupuesto para que se entienda la sinodalidad como la forma de ser y actuar de la Iglesia pueblo de Dios.

* * *

Haciendo memoria de un Sínodo diocesano muy largo –casi diez años–, con el que puso en estado de sinodalidad a su Iglesia de Albano, Mons. Dante Bernini decía a su sucesor, Mons. Semeraro: Indire un Sinodo e soprattutto proporre alla Chiesa uno spirito sinodale, non significa proporle un programma o un documento, ma fornirle un cuore nuovo e scarpe nuove ai suoi membri («Convocar a un Sínodo y, sobre todo, proponer a la Iglesia un espíritu sinodal no equivale a ofrecerle un programa o un documento, sino proveerla de un corazón nuevo y de zapatos nuevos para sus miembros»). «El camino de la sinodalidad –afirma el papa Francisco– es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio».

¿UNA NUEVA FASE EN LA RECEPCIÓN DEL CONCILIO?

SANTIAGO MADRIGAL, SJ

Universidad Pontificia Comillas

Madrid

1. Sentido y alcance de una pregunta:

coordenadas histórico-teológicas

A la hora de hablar de la «recepción», en su sentido técnico y como realidad eclesiológica, sigue siendo un punto de referencia la descripción que el teólogo dominico Y. Congar nos ofreció hace casi cincuenta años:

Por recepción entendemos aquí el proceso mediante el cual un cuerpo eclesial hace verdaderamente suya una determinación que no se ha dado a sí mismo, reconociendo en la medida promulgada una regla conveniente a su propia vida […]. La recepción no consiste pura y simplemente en la realización de la relación secundum sub et supra: implica una aportación propia de consentimiento, eventualmente de juicio, donde se expresa la vida de un cuerpo que pone en juego recursos espirituales originales 1.

Esta breve explicación habla de un fenómeno muy complejo que afecta a todo el pueblo de Dios y que moviliza el sensus fidei fidelium, ese sentido sobrenatural de la fe suscitado por el Espíritu Santo (cf. LG 12) que conduce a la Iglesia a la verdad según la promesa del Señor Jesús (Jn 16,13). En su carta apostólica Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001), tras la clausura del año jubilar, san Juan Pablo II nos invitó a considerar el Vaticano II como «la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX», subrayando la importancia de su recepción con una metáfora sugerente: «El Concilio nos ofrece una brújula fiable para orientarnos en el camino del siglo que comienza» (NMI 57) 2.

Por otro lado, el término «recepción» se ha convertido en el centro del debate sobre la interpretación del Vaticano II, de modo que en las últimas décadas la cuestión de la hermenéutica viene ocupando la atención de los investigadores en torno a varios binomios: cambio y aggiornamento, reforma y restauración, continuidad y discontinuidad o ruptura 3. El tiempo transcurrido ha puesto de relieve que el Vaticano II, una «asamblea humana» de dimensiones extraordinarias, entraña una historia muy compleja 4; por otro lado, los documentos aprobados revisten una especial dificultad de interpretación debido a la novedad del estilo y al lenguaje de un concilio pastoral 5.

a) Notas sobre la interpretación histórica y la hermenéutica teológica del Concilio: acontecimiento, cuerpo textual, estilo

Con el paso de los años se ha producido la desaparición progresiva de la generación de obispos y teólogos que fueron los protagonistas de la asamblea conciliar. Al final de los años ochenta del siglo pasado se puso en marcha el ambicioso proyecto de hacer la historia del Vaticano II bajo la dirección de G. Alberigo, al amparo del Instituto de Ciencias Religiosas de Bolonia y con la colaboración de un equipo internacional de investigadores; esta empresa de «historización del Concilio», que daba prioridad al acontecimiento conciliar por encima incluso de sus decisiones, culminó en un tiempo récord (1995-2001) 6. Ahora bien, si se quiere garantizar la fidelidad de las realizaciones eclesiales a la enseñanza conciliar y mantener la recepción del Concilio a la altura del acontecimiento, era necesaria una labor de aproximación teológica y hermenéutica a los documentos oficiales y al texto. En esta línea de investigación se sitúa de forma paradigmática el Kommentar a los dieciséis documentos conciliares dirigido en Tubinga por P. Hünermann y B. J. Hilberath 7.

Mientras los historiadores de la escuela de Bolonia han elevado el «acontecimiento» a la categoría de principio hermenéutico, como expresión de la novedad y discontinuidad respecto a lo anterior, suscitando así una polémica acerca de la «verdadera historia» 8, los teólogos han querido resaltar el valor dogmático o doctrinal de los textos conciliares, es decir, la hermenéutica teológica del Vaticano II 9. Resulta capital el cuerpo doctrinal y retomar la lectura de los textos sin olvidar su génesis y sin pasar por alto el lenguaje utilizado, esto es, su poliédrico estilo literario: en su condición de acontecimiento lingüístico, el Vaticano II exhibe un estilo epidíctico, no jurídico (J. W. O’Malley) 10, un estilo de texto constitucional de la fe (P. Hünermann) 11, un estilo pastoral que hace del principio de la pastoralidad sugerido por Juan XXIII el verdadero motor de la recepción (Ch. Théobald) 12.

En suma: los debates acerca de la interpretación del Concilio Vaticano II han cristalizado en torno a las categorías de evento, enseñanza, estilo 13. En la asamblea ecuménica celebrada entre 1962-1965 sucedió algo nuevo, que quedó plasmado en un estilo pastoral de enseñanzas doctrinales que no nos permite separar el espíritu y la letra. Recibir el Concilio significa recuperar los elementos percibidos como esenciales en la experiencia conciliar (aggiornamento y pastoralidad, apertura misionera y diálogo con el mundo); la justa recepción del Vaticano II implica tomar en serio su historia con la intención de revivir para nuestro contexto cultural actual aquella experiencia de renovación del patrimonio doctrinal del cristianismo 14.

Por eso, más allá de disputas estériles y de las polaridades abstractas inscritas en los binomios acontecimiento y documento, evento y decisiones, gesto y texto, pienso que una adecuada teología de la institución conciliar recomienda y exige pensar a la vez el acontecimiento histórico y su resultado doctrinal 15. En esta línea, Franco G. Brambilla señalaba que la interpretación teológica del Vaticano II debe tener una referencia singular a la historia, dado que el último concilio, con su programa de aggiornamento, ha tomado conciencia del carácter histórico de la revelación y de la transmisión de la fe en la tradición ininterrumpida de la Iglesia 16.

Basten estas notas telegráficas sobre el status quaestionis de la investigación sobre la hermenéutica conciliar. Podemos completar este apunte inicial al hilo de unas coordenadas histórico-teológicas muy significativas y bien consolidadas que enmarcan la pregunta que preside estas reflexiones: ¿una nueva fase en la recepción del Vaticano II? A nadie se le escapa que bajo este interrogante hemos de intentar dar respuesta a esta otra cuestión: ¿cómo se inscribe el pontificado del papa Francisco en la historia de cincuenta años de recepción del Concilio?

b) Cuatro fragmentos en la historia de la recepción

Vamos a reflotar cuatro momentos históricos que reflejan un especial interés sobre la hermenéutica del Concilio y ponen en juego varios parámetros: periodización, criterios de interpretación, contenido o argumento central del cuerpo doctrinal y recepción en los sínodos.

1) El Sínodo extraordinario de 1985: «Una nueva fase de recepción». En primer lugar, a la altura del Sínodo celebrado para conmemorar los veinte años de la clausura del Vaticano II, H. J. Pottmeyer habló de «una nueva fase de recepción» 17. Este estudioso alemán proponía una periodización de este tipo: a una primera fase de exaltación, dominada por la impresión de que el Concilio era un acontecimiento liberador y un nuevo comienzo absoluto, le siguió una fase de decepción, de modo que la celebración de la segunda asamblea extraordinaria de los obispos daba paso a una nueva o tercera fase de recepción, basada en una interpretación más objetiva de los textos conciliares a partir de la intención del Concilio y de su carácter de transición.

Evidentemente, se pueden hacer otras periodizaciones, de orientación más histórica o más teológica. Resulta de tono profético la periodización avanzada por J. M. Rovira Belloso, señalando estas tres etapas: a) la de los primeros comentaristas (1965-1970); b) la del descubrimiento de la comunión (hasta el Sínodo de 1985); c) la etapa presente de articulación de las nociones de comunión, sinodalidad y colegialidad 18. Por lo general, el año 1985 marca un hito, especialmente bajo el relanzamiento de la categoría de comunión como idea directriz del Vaticano II, tal y como subrayó W. Kasper 19. Por otro lado, el título mismo de la Relación final hace de las cuatro Constituciones las columnas de la obra conciliar: la Iglesia (LG) a la escucha de la Palabra (DV) celebra los misterios de Cristo (SC) para la salvación del mundo (GS). Además, este documento suministra una serie de criterios hermenéuticos: el principio de la totalidad e integridad de los documentos conciliares, el principio de unidad entre lo pastoral y lo doctrinal, el principio de unidad entre la letra y el espíritu, el principio de lectura del Vaticano II en continuidad con la Tradición, el principio de actualización para la Iglesia y el mundo de hoy 20. Estos criterios estuvieron en la base del congreso sobre el Vaticano II celebrado en Roma con ocasión del Jubileo del año 2000.

2) Benedicto XVI y la «hermenéutica de la reforma». El centro de este segundo fragmento está ocupado por el famoso discurso pronunciado por el papa emérito Benedicto XVI ante el colegio cardenalicio en la Navidad de 2005, coincidiendo con los cuarenta años de la clausura del Vaticano II. Su planteamiento introdujo una aceleración en la discusión sobre la interpretación teológica del Concilio a partir del interrogante: ¿por qué resulta tan difícil la recepción del Vaticano II? En este marco afirmaba que, «por una parte, existe una interpretación que quisiera llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” […]. Por otro lado, existe la “hermenéutica de la reforma”, de la renovación en la continuidad del único sujeto, la Iglesia, que el Señor nos ha dado». En la dialéctica entre continuidad y discontinuidad, el papa Ratzinger hacía la propuesta mediadora de una hermenéutica de la reforma, que provocó un torrente de intervenciones y de nuevos debates 21. En realidad, el planteamiento de Ratzinger entronca con los criterios hermenéuticos sugeridos en la Relación final del Sínodo de 1985; si bien, como se ha hecho notar, esta propuesta sobre la hermenéutica de la reforma reposa sobre una comprensión de carácter esencialista, de modo que aplica la discontinuidad a lo histórico, en su calidad de contingente y accidental, mientras que reserva la afirmación de la continuidad a lo esencial y permanente en la fe 22. Sin embargo, desde algunos sectores tradicionalistas, la ya mencionada Storia del Concilio Vaticano II promovida desde el Centro de Estudios Religiosos de Bolonia se convirtió en el paradigma de una hermenéutica de la discontinuidad. Ahora bien, desde esos mismos sectores vieron la luz escritos «anticonciliares» y de ataque contra Benedicto XVI por su discurso sobre la hermenéutica de la reforma 23.

3) El cuatrienio 2012-2015: «reencontrar el Concilio» cincuenta años después. Un nuevo acicate para pensar la recepción y el relanzamiento del Concilio Vaticano II vino dado con la conmemoración de los cincuenta años de la inauguración y la clausura conciliar, el cuatrienio en el que se produjo el tránsito del pontificado de Benedicto XVI al del papa Francisco. El papa alemán convocó un Año de la fe que arrancó el 11 de octubre de 2012, el papa argentino convocó un Año de la misericordia haciéndolo coincidir con el 8 de diciembre de 2015. De forma premonitoria, G. Routhier atribuía un significado especial al quincuagésimo aniversario del Concilio en un estudio que planteaba como subtítulo esta cuestión: ¿qué es lo que aún queda por hacer? 24

La doble efeméride del comienzo y de la clausura conciliares produjo un ramillete de iniciativas, investigaciones y jornadas de estudio sin parangón 25. Ha sido un tiempo fuerte y muy fructífero a la hora de retomar los textos conciliares en el mismo proceso de su elaboración y de su aplicación posconciliar a la luz de lo que en la teoría hermenéutica de H. G. Gadamer se denomina la «historia de los efectos» (Wirkungsgeschichte). En este sentido, aparecen nuevos interrogantes: ¿cuáles son las doctrinas más importantes establecidas por el Concilio con su «magisterio prevalentemente pastoral»? ¿Qué prioridad teológica cabe establecer entre las cuatro Constituciones a la hora de la interpretación del Vaticano II?

Al calor del primer interrogante fluye un debate ya señalado con las posturas más tradicionalistas, que han aprovechado esa condición pastoral para debilitar el valor doctrinal del texto conciliar haciendo un uso muy interesado de la «hermenéutica de la continuidad» 26. Por tanto, la articulación de lo pastoral y lo doctrinal aparece como una cuestión importante para la recepción, porque el Vaticano II ha querido situar las cuestiones dogmáticas en una perspectiva pastoral, de modo que lo pastoral significa hacer válida en el tiempo presente la actualidad permanente del dogma 27. Por otro lado, respecto al segundo interrogante, la Relación final del Sínodo de 1985 establecía un orden teológico entre las cuatro Constituciones que ha sido también objeto de debate. No faltan los estudios que dan la prioridad a las dos Constituciones dogmáticas 28, Lumen gentium y Dei Verbum, frente a quienes sostienen el primado de Gaudium et spes o Sacrosanctum Concilium. Ahora bien, tampoco falta quien reivindique la prioridad de Sacrosanctum Concilium, considerada hasta ahora como el pariente pobre, recordando su significado especial desde su condición de incipit teológico y cronológico de la obra conciliar, preludio de la reforma y anticipo de la visión eclesiológica de Lumen gentium, como ya hiciera en su día G. Dossetti 29.

En este debate es altamente significativa la investigación llevada a cabo por Christoph Théobald, para quien el principio de la pastoralidad se convierte en la clave arquitectónica del Concilio. Buen conocedor de la historia del Vaticano II, considera como adquisición irrenunciable la vinculación entre el acontecimiento y el cuerpo doctrinal, siendo el estilo pastoral su punto de intersección. Por ello, su metodología quiere ser, a un tiempo, histórica y teológica. En sus primeros trabajos había hablado del carácter policéntrico de la teología conciliar, confiriendo un relieve especial a la Constitución sobre la revelación, desmarcándose del eclesiocentrismo que vienen ejerciendo Lumen gentium y Gaudium et spes 30. Más recientemente ha declarado sus presupuestos fundamentales: para el Concilio mismo, la Constitución Dei Verbum, sobre la revelación, y su transmisión es «la primera de todas las Constituciones», la que permite «establecer el vínculo mismo entre todas las cuestiones tratadas por este Concilio» 31. En consecuencia, su plan de investigación se centra en Dei Verbum en el primer volumen, mientras que el segundo se ocupará del díptico Lumen gentium y Gaudium et spes, relacionando los otros textos con estos dos y terminando el recorrido con Sacrosanctum Concilium y Ad gentes. La primera parte de la investigación ha querido mostrar que la posibilidad de avanzar en la recepción del Vaticano II depende en buena medida del esfuerzo de «acceder a la fuente». O, en palabras de otro investigador, G. Ruggieri, se trata de ritrovare il Concilio 32.

4) Un corte longitudinal en el tiempo: la «herencia del Concilio» en los sínodos. Una última coordenada histórico-teológica de la recepción tiene que ver con el Sínodo de los obispos, instituido por san Pablo VI el 15 de septiembre de 1965, y que el papa Francisco ha descrito como «una de las herencias más valiosas del Concilio Vaticano II» (Episcopalis communio 1); dice además que «tales asambleas no se han configurado solamente como un lugar privilegiado de interpretación y recepción del rico magisterio conciliar, sino que han contribuido también a dar un notable impulso al magisterio pontificio posterior» (EC 1b). En estas palabras sobre la vida sinodal se perfila el punto principal de engarce del pontificado de Francisco en la historia de la recepción.

Cuando apenas había transcurrido un año de la clausura del Vaticano II resultan proféticas las reflexiones del filósofo francés Jean Guitton en sus Diálogos con Pablo VI: «El Concilio pervivirá en y por el Sínodo» 33. No en vano, el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia establece la conexión entre la actividad misionera y la nueva institución en los siguientes términos:

El cuidado de anunciar el Evangelio por todo el mundo corresponde sobre todo al cuerpo de los obispos (cf. LG 23); por todo ello, el Sínodo de los obispos, o sea, «el Consejo estable de obispos para la Iglesia universal», entre los asuntos de importancia general, deberá tener en cuenta especialmente la actividad misionera, deber supremo y santísimo de la Iglesia (AG 29).

De la mano de las asambleas ordinarias y extraordinarias del Sínodo de los obispos se puede hacer un corte longitudinal de más de cincuenta años de recepción del Vaticano II, sin olvidar los sínodos diocesanos y las asambleas continentales 34. Todas estas instancias se han erigido en lugares para el ejercicio de un discernimiento sinodal en el nuevo contexto de la tradición viviente del sujeto eclesial a nivel local, regional, universal, que permite actualizar hic et nunc la herencia del Vaticano II. Me limito a un repaso rápido de los sínodos celebrados a lo largo del tiempo posconciliar, que resulta con sus luces y sus sombras verdaderamente aleccionador 35.